22 noviembre, 2012

José Ramón San Miguel Hevia / Uriel da Costa, el predecesor


Uriel da Costa es expulsado de la Sinagoga por sus ideas, y se suicida. Este episodio tenido como ejemplo de la intolerancia de los judíos ortodoxos hacia cualquier forma de disensión interna y libertad de pensamiento y expresión --ocurrido cuando Spinoza tiene entre 8 y 13 años--, marca la vida en toda la comunidad sefardita de Amsterdam y cristaliza un recuerdo importante en la mente de un niño precoz y sensible como Baruch. De Uriel da Costa sólo se conserva su impresionante autobiografía, Exemplar humanae vitae, escrito donde critica la religión revelada como contraria a la naturaleza y la razón, y como fuente de supersticiones. Por ambos motivos, por las ideas y por los acontecimientos, da Costa aparece como un predecesor de Spinoza.


La vida

Gabriel da Costa nace aproximadamente en 1585 en circunstancias que ya entonces preludian su trágico destino. Desciende de antepasados judíos, más concretamente, de una de las treinta familias de linaje noble que a raíz del decreto de expulsión van a habitar a Portugal donde el rey Manuel les recibe amistosamente y les autoriza a instalarse en la calle de San Miguel en el centro de la ciudad de Oporto. La ascendencia hebrea –al menos por línea materna– es segura, pues una de esas primeras treinta casas está incluida documentalmente en la dote de Branca Dinis, madre de Gabriel, cuando en 1579 casa con Bento da Costa Brandâo.

Esos antepasados, según el Exemplar, han sido forzados en el pasado –quondam– a bautizarse y adoptar por lo menos externamente la religión cristiana. El episodio al que Uriel hace referencia se remonta nada menos que al año 1496, cuando el mismo Don Manuel, bajo la presión de los reyes de España, toma la decisión –mucho más práctica– de cristianar violentamente a los judíos para evitar que abandonen Portugal llevándose consigo sus riquezas y un inmenso capital humano. En la mayor parte de los casos esos extraños conversos trasmiten a sus descendientes por tradición familiar su doble carácter de cristianos artificiales y auténticos israelitas.

La continuación de la autobiografía de Uriel define sólo con cinco palabras el oculto conflicto que arrastra su familia: «Pater meus vere erat christianus.» Dentro del contexto en que está escrita, esta breve línea quiere decir de modo indirecto pero muy preciso por lo menos dos cosas. En primer lugar la religión paterna –el Exemplar no vuelve a hacer ninguna alusión a su devoción– no es una conducta falsa por efecto de una coacción. Tal vez la traducción más exacta sea, teniendo en cuenta la época y la circunstancia concreta, «Mi padre era un cristiano viejo».

Pero además al mismo tiempo que Uriel da Costa proclama enfáticamente el cristianismo de su padre, guarda un silencio clamoroso sobre su otra rama familiar. Teniendo en cuenta sus antecedentes hebreos, esta oposición es un reconocimiento implícito del criptojudaismo de la madre y del linaje materno. De esta forma Branca Dinis, después Branca da Costa, se dibuja cada vez más como la oculta protagonista del drama que delante de ella se va a desarrollar.

Bento da Costa Brandâo y su mujer viven según todos los documentos en la calle más rica de Oporto. Además de la casa que es parte de la dote de Branca, su marido adquiere por compra a Domingo Martins un grupo de viviendas, siempre en la rúa San Miguel, en 1601. Más tarde Uriel cuenta cómo en su huida de Portugal «Pulchram etiam domum reliqui in optimo civitatis loco positam quam pater meus aedificaverat».

El matrimonio tiene seis hijos, Jácome, Gabriel, Miguel, Jerónimo, Joâo y María y dura treinta años, desde 1578 hasta la muerte de Bento en 1608. La desaparición del padre cierra la primera etapa de la vida de Gabriel y es de forma más o menos directa el desencadenante de su crisis espiritual y de los conflictos continuos que la rama materna de la familia tendrá desde entonces con la Inquisición.

El Exemplar humanae vitae dibuja la personalidad de Bento da Costa con tanta precisión como sobriedad. Su carácter de cristiano de pura cepa parece confirmado por una serie de detalles biográficos muy bien documentados. En primer lugar la Inquisición no le molesta en absoluto, ni tampoco a su linaje, y cuando en 1594 un particular promueve acusación contra él, los puntillosos guardianes de la fe la archivan inmediatamente. Nada tiene de particular que el padre de Gabriel sea hasta su muerte en 1608 el pararrayos de la ira de Dios sobre la rama materna de la familia.

Por otra parte los documentos desenterrados en Portugal proporcionan a Bento da Costa el título de «cavaleiro fidalgo», primero del rey –1601 – después de la infanta Isabel Clara Eugenia –1602 a 1607–. Ahora bien, según el seguro testimonio de Espinosa en su Tractatus, los soberanos de Portugal, no sólo fuerzan a los judíos a admitir la religión del estado, sino que además los declaran indignos de todo cargo honorífico, manteniéndolos así separados del resto de los ciudadanos. Un título de pequeña nobleza como es la hidalguía, sobre todo si está adscrito a la casa real, parece en estas circunstancias incompatible con la condición de judío por muy convertido que esté.

Por lo demás Bento da Costa –según la continuación del texto del Exemplar– demuestra un talante casi calderoniano. «Era un varón muy celoso de su honra que ponía por encima de todo.» Precisamente por eso educa a su hijo Gabriel según las reglas del honor y tal como corresponde a un caballero. Las pocas líneas en que se describe esta educación del hidalgo en la España del siglo XVI son una deliciosa miniatura costumbrista.

«No me faltaban siervos y tenía también en las caballerizas un noble corcel español para hacer los ejercicios de caballero, que mi padre dominaba a la perfección, mientras que yo seguía sus huellas a mucha distancia. Después que me instruí en aquellas artes propias de los jóvenes de honrado linaje, me dediqué a la jurisprudencia.» Esta primera educación paterna influye decisivamente sobre la personalidad dual de Gabriel-Uriel da Costa y explica en parte la marcha y el desenlace de su vida y los rasgos más salientes de su carácter.

Como corresponde a un noble tiene un amor propio –pudor– innato, hasta tal punto que no hay cosa para él más temible que la infamia. No sólo desciende de un hidalgo portugués, sino de las familias más ilustres y de mayor abolengo que los hebreos han tenido en España y Portugal. Está obligado por partida doble a conservar su honor incluso por encima de la vida.

Su padre le ha trasmitido también un espíritu caballeresco que le va acompañar a lo largo de su ya de por sí difícil existencia. «Mi ánimo, en ningún caso innoble, tampoco estaba libre de la ira si lo exigía una ocasión justa. Por eso era del todo enemigo de los soberbios e insolentes, que con desprecio y con violencia hacen siempre injuria a los demás, y por eso también deseaba apoyar la causa de los débiles tomando partido por ellos.»

La herencia y educación materna es totalmente diferente, pero mucho más interesante. Branca Dinis desciende –esta vez sin ninguna duda– de los primeros judíos que han llegado a Portugal y han sido bautizados por el método del empujón. El cristianismo de todo su linaje es puramente artificial y externo, porque en su interior permanecen fieles a la enseñanza de las Escrituras, que trasmiten ladinamente a sus hijos.

La Inquisición inicia contra todos ellos durante más de sesenta años una serie de procesos tan numerosos como contundentes. El más espectacular es el de Guiomar Rodrigues –hermana del padre de Branca– quemada en Coimbra en el año 1568. Mucho más tarde María, hermana de Gabriel, después de ser condenada a la hoguera junto a su marido Alvaro, reconoce su adhesión al criptojudaismo en el que ha sido iniciada por su madre. Es sólo una breve muestra de horrores que se podría multiplicar.

Branca da Costa es quien mantiene en la familia la fe de sus abuelos y quien a la muerte de Bento y en colaboración con su hijo Gabriel la trasmite a sus otros hijos. No se trata desde luego del judaísmo oficial, desde hace siglos dominado por el partido de los fariseos, sino de una doctrina clandestina, que se desarrolla sin el apoyo ni el consentimiento de los poderes establecidos, y precisamente por esto con total libertad interior.

En la época y la circunstancia de Uriel da Costa los únicos judíos que presentan este carácter contestatario son los qaraim –a la letra gente de la Biblia– que aparecen en Siria en el siglo VIII y después de la conquista de Jerusalén por los cruzados se dispersan por todo el mundo islámico oriental y occidental. En oposición a los maestros fariseos se atienen a los libros protocanónicos del Viejo Testamento y dejan de lado las tradiciones verbales, trasmitidas por la Misná y recogidas en el Talmud.

Desde un principio todos los enemigos de los rabinos –entre ellos los escasos saduceos que todavía existían– se incorporan al nuevo movimiento. Paradójicamente la imposición del cristianismo favorece a los caraitas, porque al mismo tiempo suprime la predicación de la Misná, manteniendo el carácter sagrado de la Biblia hebrea. Quienes practican el criptojudaismo pueden oponer a la enseñanza del Evangelio, de las Cartas y aún de los mismos libros del canon griego, la doctrina de Moisés, de los profetas y de los antiguos relatos.

La crisis religiosa por la que Uriel atraviesa «a los veintidós años» está en conexión con este conflicto familiar de un padre «verdaderamente cristiano» y una ascendencia materna, que conserva primero y después trasmite un judaísmo literalista. Mientras Bento da Costa vive, este conflicto permanece oculto, y sólo a su muerte aparece agravado por una serie de circunstancias externas.

Aunque Uriel se atribuye en el Exemplar el protagonismo exclusivo de esta nueva etapa, la realidad es infinitamente más compleja. En primer lugar durante estos seis largos años e inmediatamente después de la muerte del padre, la Inquisición, que nunca ha mirado con ojos demasiado benignos a la rama materna, inicia una serie de procesos –por lo menos ocho– en busca de información sobre su posible criptojudaismo.

Branca da Costa en vista de esta persecución, contraataca –primero sola, después acompañada de su hijo Gabriel– sobre la familia, un reducto inexpugnable y secreto donde por otra parte tiene ella la máxima autoridad. Después que sus hijos se convierten al criptojudaismo y en vista de la creciente amenaza que pesa sobre todos ellos, deciden abandonar Portugal y embarcarse hacia la comunidad sefardí de Amsterdam, donde consiguen llevar todos sus bienes. Sólo dejan detrás, una de las mejores casas de Oporto, que según dice el Exemplar con una crueldad inconsciente pero vengativa, ha sido obra del esfuerzo de su padre cristiano.

Este es el marco histórico dentro del cual se desarrolla la dolorosa crisis de Gabriel-Uriel da Costa: «Circa religionem passus sum in vita incredibilia.» Sin embargo el Exemplar apenas hace alusión a estas circunstancias, probablemente decisivas, y en cambio analiza y describe cuidadosamente su evolución interior y sus conflictos espirituales. Es aquí donde aparecen ciertas ideas claves del judaísmo caraíta, que toma en él una dirección tan inesperada como provocativa.

En primer lugar Gabriel, en vista de las dudas a que se ve sometido, consulta los libros de Moisés y de los profetas y descubre en ellos un enfoque que suprime todas las complicaciones de su primera religión católica. Por otra parte el Antiguo Testamento merece la fe lo mismo de judíos que de cristianos, y en buena crítica histórica debe admitirse como lo único verdaderamente indiscutible y no sujeto a polémica. Esta aplicación a la primera Biblia se completa más tarde con una durísima crítica de los rabinos, porque –otra idea del caraismo– no guardan estrictamente la Ley y «además conservan unas costumbres propias y una mentalidad maligna, luchando esforzadamente en favor de la secta de los detestables fariseos».

Uriel da Costa lee atentamente y sin prejuicios los libros protocanónicos y observa que ninguno de ellos hace alusión a la creencia –común al judaísmo oficial, a la Iglesia establecida y a la más prestigiosa filosofía griega– en la inmortalidad del alma y en su doble destino. Cuando todavía vive en Portugal y profesa la religión cristiana está atormentado ante la posibilidad de su condenación, pero la angustia ante su destino desemboca sólo en una extraña y contradictoria actitud, mezcla de duda racional, de sosiego y de fatalismo. «Hoc in dubio vocato animo, quievi, et quicquid esset, tandem statuebam me non posse talem viam incedendo salutem animae assequi»(¡¡).

Pero cuando su familia llega a Amsterdam, Uriel, fiel a la interpretación literalista que los qaraitas hacen de la Biblia, polemiza resuelta y tenazmente «cum resolutione et constanti deliberatione» con los rabinos hebreos, que forman parte de la secta de los fariseos y tienen el poder en las comunidades hebreas. Desde el primer momento la predicación del judío sefardí, que se figura haber llegado al paraíso de la libertad de expresión, choca con la actitud intolerantes y tiránica de quienes defienden por encima de la Escritura, la tradición heredada de sus mayores.

El conflicto

Esta defensa estricta de la ley escrita choca con la intransigencia de los fariseos que «no toleran que disienta de ellos en lo más mínimo». Ya en el año 1618, León de Módena, director espiritual de las dos comunidades sefarditas gemelas de Amsterdam y Hamburgo, dicta la primera excomunión latae sententiae contra quienes «destruyen la muralla de la Torah, contradicen las palabras de nuestros sabios considerándolas como un caos, y llaman estúpidos y supersticiosos a quienes creen en ellos».

Este primer amago de expulsión pública de la sinagoga va dirigido precisamente contra Uriel da Costa que en aquel momento desarrolla en Hamburgo su actividad comercial. La condenación de León de Módena no acusa a su enemigo expresamente de negar la inmortalidad y la resurrección: desconoce su verdadero pensamiento y bien puede ser un saduceo un boethusiano o un caraíta. Lo esencial de su herejía es el ataque a la tradición oral y «a nuestros sabios de bendita memoria».

Para un hombre cuya familia está totalmente integrada en la comunidad sefardita el herem es particularmente grave, pues en la mayor parte de los casos lleva consigo el aislamiento de los seres queridos fraterno amore. Ahora bien, en su nuevo destino toda la familia da Costa ha renunciado a su pasado cristiano, y después de llegar a Amsterdam se somete a la ceremonia de la circuncisión y cambia sus nombres. Branca pasa a llamarse Sara y sus hijos Aarâo (Jacome), Uriel, Mordechai (Miguel), Abraham (Jerónimo) y Joseph (Joâo).

Cuando Uriel, amenazado en Hamburgo de pública excomunión vuelve a Amsterdam no calcula las consecuencias familiares de esa posible medida canónica, y sólo se fija en que los rabinos no tienen jurisdicción civil ni penal sobre él. En estas circunstancias –dice el Exemplar– someterse a quienes sólo son hombres no es piadoso, ni siquiera viril, tanto más cuanto que por mantener su propia fe ha debido abandonar la patria y renunciar a todos los honores y beneficios. Es preferible entonces mantener sus ideas sin hacer caso de las repetidas y blandas amonestaciones de los amigos, y soportar el rigor y la condenación del judaísmo oficial.

El 15 de Mayo de 1623 la sinagoga de Amsterdam fulmina el herem contra Uriel da Costa. El texto de la condena hace referencia expresa a la primera excomunión de 1618 «en Venecia y Hamburgo» y a la pertinacia y arrogancia del hereje, «que por pura maldad persiste en opiniones falsas». La condenación es de una impresionante dureza: «Que quede apartado como condenado y maldito de la ley de Dios y que no le hable persona de ninguna condición, ni hombre ni mujer, ni pariente ni extraño. Que nadie entre en la casa donde él esté ni le conceda ningún favor ni se lo comunique, bajo pena de caer en el mismo herem y quedar separado de nuestra comunión.»

Uriel no cree que la declaración de un grupo de ciudadanos particulares, privados de cualquier poder punitivo, cambie demasiado su vida. Sin embargo muy pronto acusa el golpe allí donde más le duele, en las relaciones con sus familiares más íntimos. En primer lugar su mujer Sara, con quien ha casado en Oporto –1612– ha muerto sin dejarle hijos, y el rigor de la excomunión impide pensar en un nuevo matrimonio. Pero además –esta es la consecuencia más dolorosa de la condenación y la única a que alude el Exemplar– sus propios hermanos, que en Portugal habían sido los discípulos a quienes comunicaba su nueva fe, se cruzan con él por la calle sin siquiera saludarle. Sólo queda a su lado su madre Branca-Sara, tenazmente fiel a su hijo y a la doctrina estrictamente bíblica que los dos comparten.

Llega el momento decisivo en la evolución religiosa de Uriel da Costa. Ante el feroz aislamiento a que se ve sometido proyecta escribir un libro que defienda su forma de pensar y al mismo tiempo ataque las tradiciones y las instituciones de los rabinos, del todo contrarias a la Ley de Moisés. Sólo después de iniciada la obra –post coeptum opus– la corona afirmando que según la letra estricta de la vieja ley sus premios y castigos son temporales. El Exemplar subraya enfáticamente en un paréntesis esta novedad: «Es preciso que lo cuente lisa y llanamente todo del mismo modo que sucedió.»

Uriel no llega a publicar esa primera obra, pero el original cae en manos de sus enemigos de la sinagoga, no se sabe por qué caminos. En todo caso experimentan una gran alegría –valde laetati sunt– hasta tal punto que son ellos mismos quienes se apresuran a dar a conocer la herejía –por un procedimiento verdaderamente retorcido– a la comunidad judía y las mismas autoridades civiles de las Provincias Unidas. El encargado de esta tarea es Semuel da Silva en un escrito de larguísimo título.

En primer lugar este libelo se presenta como una polémica contra las opiniones de «un hereje de nuestro tiempo, que entre otros muchos errores ha caído en el delirio de creer y publicar que el alma del hombre muere juntamente con el cuerpo». Semuel da Silva deja a su enemigo en el anonimato con una elegante disculpa: «Por respeto al linaje de donde procede», pero en vista de que su doctrina todavía está inédita no tiene ningún inconveniente en sustraer un cuaderno «que testificamos con toda verdad ser de su propia mano».

Da la casualidad de que ese cuaderno, que es el borrador de capítulos ya muy avanzados del proyectado libro –el XXIII y el XXV– trata precisamente del tema más escandaloso para todos los contemporáneos de Uriel da Costa y por consiguiente el que le hace más vulnerable y más odioso a sus ojos. No se sabe cómo titularía su nonato libro el autor, pero el mismo Semuel da Silva se encarga de suplir este vacío nombrándole Da mortalidade en oposición a su tratado Da inmortalidade da alma.

Gracias a las citas de este furioso enemigo de Uriel es posible conocer el contenido de sus tesis escatológicas, cada vez más radicales. Una primera interpretación de los viejos libros santos desemboca en la afirmación de que el premio y castigo a la conducta del hombre y concretamente a la suya es temporal: «Dios iluminó mi inteligencia, librándome de las dudas que me atormentaban y guiándome con seguridad por el camino de la verdad, y a la vista de los hombres mis bienes aumentaron en cantidad y calidad. Y una particular y evidente asistencia divina conservó mi salud, de tal forma que todos –incluso los menos inclinados a ello– se vieron empujados y forzados a confesar que así era.»

Pero todavía va a superar esta visión saducea, simplificando al máximo su judaísmo bíblico: «Doy muchas gracias a Dios porque me dio ser hombre y me concedió una vida, porque siendo El antes de ser yo, nada me debía, y además me quiso hacer humano y no una bestia. Y lo que de verdad más me angustió y fatigó en mi existencia fue pensar e imaginar durante cierto tiempo que el hombre estaba destinado a un bien o un mal eterno, y que ganaría este bien y mal de acuerdo con sus obras.»

El libelo de Semuel da Silva está además escrito con una segunda intención –ladinamente– y quiere producir dos efectos simultáneos y complementarios que el Exemplar define con brevedad y precisión. Por una parte ofrece a la comunidad judía una sólida defensa ante los cristianos, «simplemente porque éstos creen y reconocen la inmortalidad del alma de acuerdo con una fe especial, fundada en la ley del Evangelio, donde se hace mención de una recompensa y un castigo eterno».

Pero además de esto, intenta bloquear la palabra y el pensamiento de Uriel, pues si persiste en su doctrina se va a hacer odioso, no sólo a los rabinos judíos, sino a las comunidades cristianas, sobre todo la calvinista. El antiguo hidalgo portugués no puede pasar en silencio tal provocación y escribe –y esta vez sí publica– un libro que tiene el título general y abstracto de Examen de las tradiciones fariseas, contestando punto por punto a Semuel da Silva, y negando entre otras muchas doctrinas verbales de los rabinos la pervivencia del espíritu separado del cuerpo.

La comunidad sefardita tiene ahora motivo para presentar ante las autoridades civiles una acusación formal contra Uriel da Costa. Efectivamente los Estados Generales han permitido oficialmente en el año 1616 el ejercicio público del judaísmo, después de consultar un informe, preparado por una comisión de la que forma parte Hugo Grocio. Pero ese permiso está sometido a unas condiciones tan escasas como precisas, destinadas a asegurar el cumplimiento estricto de la Ley de Moisés: cada judío debe declarar que cree «en un Dios creador y gobernador de todas las cosas... y que existe otra vida después de la muerte en la que los buenos recibirán premio, y los malos castigo».

Según este pobre catecismo los actos humanos son, primero y principalmente inversiones más o menos productivas según que aseguren un futuro feliz o desgraciado. La generosidad, el desinterés, y en último término el amor puro y simple, son sentimientos totalmente extraños a los burgueses calvinistas de las Provincias Unidas y a los que después de ellos en el siglo XVII y XVIII construyeron la «religión natural». En cambio quien niega la inmortalidad –es el caso de Uriel– no sólo ofende a los rabinos, sino que ataca los fundamentos de la fe cristiana y hasta de la vida civil que en ella tiene su fundamento.

La acusación contra Uriel –que llena de gloria «a los magistrados y senadores judíos» cuando la presentan en el año 1624 ante la autoridad pública secular– prospera, aunque tiene efectos relativamente modestos para una comunidad y un hombre que han vivido amenazados por la Inquisición. «Fui enviado a la cárcel, y después de pasar allí ocho o diez días, quedé libre bajo fianza. El juez me exigió una multa, y por fin me condenó a pagarle trescientos florines y a entregarle mis libros.»

Los fariseos inician al mismo tiempo una persecución mucho más dura, ya dentro de la propia comunidad sefardita. «Los hijos de esta gente, adoctrinados por los rabinos y por sus mismos padres, me perseguían en bandadas por las plazas, me maldecían a voces y me provocaban con toda clase de insultos, llamándome hereje y apóstata. A veces hasta se congregaban delante de mi casa, tiraban piedras, y en fin lo intentaban todo para molestarme y para que no pudiera estar tranquilo en mi propio hogar.» Todavía más, en 1628 muere su madre Branca-Sara, la única persona que siempre le ha apoyado y acompañado en su aventura, soportando el herem de la sinagoga.

La segunda excomunión

Quince años después de la condenación de León de Módena –1618– y diez después de la expulsión pública de la Sinagoga de Amsterdam –1623– Uriel decide reconciliarse con la comunidad sefardita. La causa inmediata de esta decisión no es la persecución que viene soportando desde hace tiempo, sino algo mucho más concreto, el proyecto de un nuevo matrimonio. La ley civil de las Provincias Unidas le prohibe casar con una ciudadana cristiana holandesa, y la rígida censura de su nación le exige reconocer la fe de los rabinos y comprometerse a vivir según sus tradiciones, si quiere contraer segundas nupcias con una mujer judía. Es preciso entonces fingir una conversión y vivir exteriormente «como un mono entre los monos». Corre el año de 1633.

Esta importante circunstancia exterior –el Exemplar tiene una preocupación casi monótona por la vida de familia– está acompañada de una nueva y sorprendente evolución espiritual. Uriel da Costa, analizando los viejos libros sagrados de los hebreos, llega a la conclusión de que la Ley falsamente atribuida a Moisés «es sólo un invento humano, igual a otros que en número infinito han existido en el mundo». De esta forma su censura a la tradición verbal del fariseismo se prolonga en una crítica todavía mucho más radical de las Escrituras, que sólo tienen un valor relativo y en consecuencia no pueden exigir una sumisión total, ni mucho menos el sufrimiento de una persecución implacable.

El Exemplar presenta las razones por las que hay que apartarse de la primera fe en la Biblia judía. En primer lugar «muchas de sus mandamientos se oponen a la ley natural y es imposible que Dios, autor de la naturaleza, caiga en contradicción consigo mismo». La idea de una lex naturae aparece precisamente en la obra de Hugo Grocio, donde está tajantemente separada de su autor, hasta tal punto que se debe seguir «etsi daretur Deum non esse».

Por el contrario Uriel da Costa considera esta legislación universal y primera como un efecto de la voluntad divina, que se manifiesta a través de la naturaleza del hombre. Precisamente por esto los mandatos de Moisés contrarios a esa naturaleza no pueden estar inspirados, pues caso de ser así Dios querría y no querría la misma cosa. El Exemplar se mantiene todavía dentro de un ámbito estrictamente religioso, en la medida en que refiere la conducta humana a una voluntad suprema, cuya única exigencia es no contradecirse.

La otra razón por la que Uriel renuncia interiormente a Moisés y los profetas tiene mucho que ver con la interpretación esotérica que los propios rabinos judíos hacen de sus primeros libros sagrados. Según ellos Dios ha dado a los hijos de Noé –es decir a todos los hombres, antes incluso de que Israel empezase a existir como pueblo– siete preceptos que tienen valor universal. No idolatrar, no maldecir el nombre del Señor, no matar, no adulterar, no robar; establecer jueces que hagan cumplir las leyes y no comer los miembros de un animal vivo.

Así pues, por encima de cualquier religión positiva –ser judío o cristiano o mahometano– hay que aceptar simplemente que se es hombre. El Exemplar, fiel a la vida familiar, completa esos mandamientos primeros con el que manda honrar a los padres, y critica todas las otras sectas –y más que ninguna la de los rabinos fariseos– en la medida en que introducen en la humanidad el odio, la división y el temor a la muerte y la condenación. Y en fin, puesto que la religión de Moisés –y mucho más la del judaísmo oficial– es una de tantas leyes como los hombres han inventado para su convivencia, Uriel la priva de su carácter sacral y la obedece para integrarse en la vida civil de su pueblo.

El levantamiento de la primera excomunión no exige una humillación pública, algo intolerable para un fidalgo portugués educado en la profesión de caballero. Basta con que uno de los parientes suplique en su nombre a los rabinos el perdón, que le es concedido fácilmente en vista del lugar eminente que sus hermanos tienen en la comunidad y del escándalo que ha producido su larga separación. Por un corto tiempo Uriel disfruta a la vez internamente de la religión exigida por su carácter de hombre, y externamente de la integración en un pueblo determinado y una ley positiva. Corre el año 1633.

Pero esta situación de sosiego dura muy poco. Sólo unos días después –«transactis diebus aliquot»– un hijo de su hermana, que está en su propia casa, le denuncia ante los rabinos, porque su forma de preparar los alimentos y otros detalles cotidianos, inocultables para quienes conviven con él, demuestran bien a las claras que no se mantiene fiel a los ritos judíos. Uriel da Costa no puede seguir la solución del viejo Maimónides y de los marranos –una religión doméstica y otra pública– porque no tiene una comunidad, ni siquiera una persona, que preserve el secreto de su vida más íntima.

La vida del sefardita portugués pasa ahora por momentos muy difíciles. Por una parte su primo, que había salido fiador por él y había respondido de su conducta ante los rabinos fariseos, se considera engañado y organiza una furiosa guerra doméstica contra quien ha sido causa de su oprobio. Su rabia consigue impedir el matrimonio de Uriel, y –lo que es mucho más doloroso– separarlo de sus hermanos, consiguiendo incluso que uno de ellos bloquee los bienes que tiene en depósito. «Ha sido –dice el Exemplar a propósito de su pariente– el enemigo más cruel de mi honor, mi vida y mis riquezas.»

La situación existencial de Uriel da Costa es verdaderamente patética. Está totalmente aislado, pues su madre ha muerto hace cinco años y su primera mujer, Sara, no le ha dado ningún hijo. No tiene relación con sus hermanos, desde siempre tan queridos, y este aislamiento del clan familiar le impide un matrimonio de acuerdo con la tradición de los judíos. Por otra parte los rabinos y el resto de la comunidad se alejan cada vez más de él, le insultan de mil modos y maneras, y sólo reciben a cambio el más absoluto desprecio.

En estas circunstancias, Uriel –que al parecer está destinado a pasar por las peripecias más azarosas y conflictivas– tiene la mala ventura de entrar en una conversación puramente casual con dos extranjeros que acaban de llegar de Londres y le piden consejo para integrarse en la comunidad y religión de los judíos. «Yo les aconsejé –dice el Exemplar– que no se les ocurriese hacer tal cosa, y que les valía más seguir donde estaban. Pues no tenían idea del yugo a que iban a someter su cuello.» Aquellos malditos –sigue aproximadamente el texto– comunicaron todas estas palabras a mis queridísimos amigos fariseos.

Las leyes de las Provincias Unidas que condicionan la presencia de la comunidad sefardí en Amsterdam prohiben el proselitismo, y la propia tradición de los judíos no hace ningún aprecio de la predicación a paganos. Pero los jefes de la comunidad se indignan ante la descalificación y el insulto a su fe en boca de uno de sus hermanos y ante dos extranjeros, uno de ellos además español. Una cosa es vedar la entrada en el pueblo elegido a quienes por su origen son extraños a las promesas de Dios, y otra bien distinta admitir públicamente que la religión de los rabinos es indeseable, y su ley un yugo más insoportable que el de sus propios perseguidores.

Los jefes de la sinagoga llaman a Uriel a capítulo y dirigiéndose a él «en voz baja y llena de tristeza, como si fuese cuestión de mi propia vida» le comunican que debe someterse a su juicio y sentencia, si no quiere ser nuevamente excomulgado. Esta vez la reincidencia en la herejía exige un castigo verdaderamente contundente, el mayor que la comunidad judía puede imponer dentro de las leyes civiles y penales de las Provincias Unidas.

El contenido del decreto es muy duro. Uriel da Costa debe entrar en la sinagoga vestido de luto llevando un cirio negro, y repetir públicamente una fórmula escrita por sus enemigos de intolerable infamia –«foeda satis»–. Después recibirá, según la ley y la tradición de los rabinos, cuarenta azotes menos uno, y completará esta doble humillación echándose en tierra en el umbral de la puerta, para que ni uno solo de cuantos asisten a este fúnebre acto deje de pasar por encima de él. El viejo hidalgo, «lleno de rabia inextinguible», sabe sin embargo contenerse y simplemente se niega a cumplir estas condiciones, prefiriendo la excomunión.

Los siete años siguientes son los más difíciles de la vida de Uriel. No puede integrarse en la sociedad holandesa, cuyo idioma desconoce por completo y tiene que vivir aislado dentro de una comunidad totalmente hostil. «Muchos me escupían en la plaza cuando se cruzaban conmigo y lo propio hacían sus hijos, enseñados por ellos. Y si me libré de morir lapidado fue sólo porque no tenían autoridad para ello.»

Por otra parte en el año 1636 aparece un libro de Mennaseh ben Israel, uno de los maestros más ilustres de la sinagoga sefardita de Amsterdam, que sin nombrar a Uriel da Costa directamente, ataca con argumentos sacados de los sabios griegos la creencia saducea en la mortalidad del alma. El tratado de Mennaseh «Sobre la Resurrección de los Muertos» conoce muy bien las corrientes del judaísmo clásico, domina la exégesis bíblica y está al corriente de la filosofía antigua y su prolongación en la escolástica hebrea de la Edad Media. En una palabra es por su contenido y construcción una obra acabada, que parece dejar fuera de juego la atrevida doctrina del hereje portugués.

El doble ejército de la comunidad y –lo que es más doloroso– de los hermanos de Uriel organizan una guerra implacable, sometiéndole a coacciones continuas. «Si caía enfermo tenía que sufrir solo mi enfermedad. Si me acaecía cualquier calamidad, esto era lo que ellos más deseaban. Si proponía que algún juez de su propio medio juzgase nuestros pleitos, se negaban en redondo.» Esta persecución dura siete años hasta 1640 y sólo termina con la sumisión del hereje.

La situación de este casi anciano –está cerca de los sesenta años– se hace insostenible. Una obediencia lograda gracias a la violencia le parece infamante, pero sobreponiéndose a su propia repugnancia, decide acabar de una vez, dispuesto a aceptar y realizar todo cuanto sus enemigos le impongan. La ceremonia de los treinta y nueve azotes –a la que ya el Exemplar ha aludido está señalada en todos sus detalles en la Misná.

La muerte

Uriel da Costa entra en la sinagoga «llena de hombres y mujeres que se habían reunido para ver el espectáculo» y desde un estrado lee un escrito preparado por los fariseos, confesando todos sus crímenes. Que ha violado el Sabath y ha sido rebelde a la ley hasta el punto de persuadir a otros de que no se hiciesen judíos. Que promete de ahora en adelante no reincidir en todas esas iniquidades y acepta la penitencia que se le imponga.

El Sumo Sacerdote le lleva entonces a un ángulo de la sinagoga y allí Uriel se desnuda hasta la cintura, se descalza y extiende sus brazos agarrando con sus manos una especie de columna. Para un varón honorable es el momento más doloroso. «Piense quien esto oiga qué espectáculo tenía que ofrecer un hombre ya viejo, de condición noble, por encima de todo amante de su honra, desnudo en medio de la asamblea pública ante todos, lo mismo hombres que mujeres y niños, y por mandato de los jueces azotado.»

Uriel da Costa describe su propia flagelación con ironía y desprecio infinitos hacia los rabinos fariseos. Un lacayo le ata las manos a la columna y después un sayón le da en la espalda con una correa treinta y nueve azotes. «Es mandamiento de la ley que su número no pase de cuarenta y como estos varones son tan observantes y religiosos tienen buen cuidado, no suceda que pequen por exceso. Además entre azote y azote recitaban salmos.»

Cuando termina esta ceremonia Uriel se sienta y un predicador que tiene el humor de llamarse sabio le absuelve de la excomunión. Y de esta forma tan simple le quedan otra vez abiertas las puertas del paraíso, «que bloqueadas hasta entonces con solidísimas cerraduras me impedían la entrada por su umbral». El hereje portugués sólo añade un comentario: «¡Qué ridículas son las ocurrencias de los mortales!».

Queda la última parte del vía crucis. Uriel se tiende a la puerta de la sinagoga y mientras un portero le sostiene la cabeza, todos los componentes de la comunidad –hombres, mujeres y niños– pasan sobre él, levantando el pié por encima de la parte inferior de sus piernas. Cuando ya no queda nadie, quien le asistía tiene la amabilidad de quitarle el polvo, y los mismos que le han golpeado le compadecen y acarician.

Uriel se lamenta de que haya tenido que humillarse hasta el punto de caer a los pies de sus más enconados enemigos. Pero todavía hay algo peor, porque sus propios hermanos carnales «hijos de su padre y de su madre y educados en la misma casa» han participado en esa misma ceremonia, y más que nadie han contribuido s su deshonor y desgracia. Y sin embargo, los ha querido desde siempre y ha participado con ellos en la difícil aventura de abandonar su país natal y su religión primera para encaminarse a la comunidad sefardita de Amsterdam.

A pesar de todas las peripecias de su vida, Uriel sigue siendo un viejo caballero y decide vengar la afrenta que públicamente ha sufrido. No cuenta con nadie, porque las propias autoridades de las Provincias Unidas, que declaran defender la paz y la libertad de los hombres, toleran que los rabinos fariseos, que actúan entre los cristianos realicen juicios y condenen al deshonor a sus enemigos. La comunidad sefardita ha seguido el decreto de sus jefes y ha pasado de forma unánime por encima de su cuerpo tendido en la puerta de la sinagoga. Sus mismos familiares, sus hermanos, han participado con el mayor entusiasmo en esa ceremonia y hasta han sido sus primeros promotores.

En esas circunstancias Uriel tiene que ser el único protagonista de su propia venganza. Los primeros pasos que da se corresponden con una escena tópica de las comedias de capa y espada del teatro español, lo mismo por su contenido que por su desenlace. Armado de un arcabuz busca al pariente - según unos un primo, según P. Bayle uno de sus hermanos - que al parecer es causa de su pública deshonra. Pero el desventurado hereje portugués ni siquiera consigue acertar el disparo y de esa forma completa todas sus calamidades con una situación cercana al ridículo.

Llega entonces el momento último y decisivo. Uriel da Costa, «que teme por encima de todo al deshonor», se encierra en su casa para terminar de una buena vez con su vida. Al parecer ha fracasado en todo: ya no tiene fortuna ni familia, ni buen nombre. Los rabinos fariseos han conseguido que su doctrina sobre la mortalidad de las almas quedase, no sólo prohibida sino del todo olvidada y despreciada en la sinagoga.

Pero en el momento de dirigir el arcabuz contra su cabeza, Uriel se da cuenta de que todavía le queda algo, algo tan absolutamente personal que ni los rabinos judíos ni los inquisidores cristianos le pueden tan sólo rozar. Es precisamente su propia muerte y por consiguiente también su vida terrena, reflejada en esa muerte como en un espejo. Y entonces, tomando la pluma, decide contar su atormentada biografía en unas pocas páginas, que titula Exemplar humanae vitae: retrato en original de una existencia humana.

Probablemente no haya ningún otro documento de este género en toda la literatura universal. No se trata de la breve carta que los suicidas dirigen, casi inevitablemente al juez, reclamando la responsabilidad de su último acto. Es más bien un largo testamento escrito «para dar a los hombres cuenta de una vida». Pero al revés que todas las autobiografías, no se refiere a una realidad inacabada, pues desde el punto de vista de la muerte ya firmemente decidida, la existencia adquiere un carácter definitivo.

Por otra parte el Exemplar, al revés que los tratados escolásticos de Semuel da Silva y de Mennaseh ben Israel, y de cualquier razonamiento a favor o en contra de la eternidad de las almas, rezuma vitalidad. Uriel no habla de la muerte en abstracto, sino de su misma muerte y por consiguiente de la vida concreta, personal e irrepetible, que le ha tocado representar «en este vanísimo teatro del mundo». Por eso, cualquiera que sea la altura intelectual de sus rivales dialécticos, el lector se siente irresistiblemente atraído por la figura, tan extraña como auténtica, del judío portugués.

El Exemplar sigue los pasos que en este ensayo se han repetido, pero hablando en primera persona de lo que una vida humana realmente ha llegado a ser. Queda todavía lo más importante, porque cuando Uriel se enfrenta a su muerte, lo hace firmemente convencido de su carácter totalmente final. En rigor toda su polémica contra los rabinos fariseos y toda su biografía, es decir, cuanto ha sido y ha pensado, sólo tiene sentido porque hace referencia a este horizonte que recorta y pone término a su entero ser de hombre.

El Fedón en que Sócrates, unas horas antes de su ejecución discute con sus amigos sobre la inmortalidad del alma, presenta una escena que es el contrapunto del monólogo de Uriel, ya decidido a morir. Pero la obra de Platón no se corresponde con la realidad y es sólo una puesta en escena, ciertamente genial, pero del todo imaginaria. Más todavía, la apuesta del filósofo griego por la supervivencia, sus bellos razonamientos y su serenidad final, eliminan del todo el carácter trágico del momento y convierten la muerte en una especie de cambio de domicilio.

Al contrario, Uriel da Costa describe en su libro una historia básicamente real, que desemboca en una situación absolutamente última. Este momento final tiene un carácter trágico porque es implacable y porque suprime de golpe y para siempre su única oportunidad de existir. Pero el hereje portugués no sólo muere sino que además sabe que va a morir, y esta ciencia –que él defiende contra los inquisidores cristianos y los rabinos judíos– se refleja sobre su vida terrena y le da doblemente sentido.

Primero porque sabe que está emplazado, y ese plazo final le obliga a desarrollar una existencia efímera, pero por lo mismo totalmente propia y original. Segundo porque el carácter único y para siempre irrepetible de la vida hace que ésta tenga valor infinito en todos y cada uno de sus momentos, lo mismo si son felices que desgraciados. El Exemplar es un esfuerzo para rescatar en el momento de la muerte esta riqueza sin igual para dejarla «en testamento a los hombres».

Por lo demás la inmortalidad es para los griegos esencialmente impersonal. La teoría de la reencarnación de Pitágoras y de Platón exige que cuando muere un hombre su alma pierda el recuerdo de lo que antes fue, de tal modo que el espíritu de su heredero empiece a vivir a partir de cero. Aristóteles parece dar una versión racionalista –el intelecto único– de esta misma doctrina. Lo que es más curioso, los rabinos de Amsterdam atribuyen piadosamente el primer origen de tal forma de pensar a Jeremías, de quien los filósofos antiguos y ellos mismos la toman.

Precisamente la muerte sabida y sentida por cada uno hace que su vida sea personal y se pueda firmar con un nombre propio. Las líneas finales del «Exemplar», escritas justo antes de que el caballero portugués dispare contra sí mismo, subrayan este carácter con impresionante grandeza: «Para que todo quede completo, el nombre cristiano que tuve en Portugal fue Gabriel da Costa. Entre los judíos –y ojalá que nunca me hubiera encontrado con ellos– lo cambié un poco y fui llamado Uriel.»

Fuente: El catoblepas

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