01 septiembre, 2008

'Los retos de la sociedad por venir' de Luis Villoro


En Los retos de la sociedad por venir (México, FCE, 2007, 226 pp.), Luis Villoro reúne varios ensayos escritos a lo largo de los últimos años. Parte de una reflexión sistemática, el libro se sitúa en el proyecto de reforma del pensamiento político moderno que ha venido ocupando a Villoro por más de dos décadas y del que es pieza esencial El poder y el valor (1997). Este texto pretende contribuir a descubrir los espectros de la razón “ilustrada”; espectros empeñados en proyectar la ilusión de la modernidad occidental sobre las sociedades periféricas, atrasadas social y políticamente, sin otras condiciones específicas.

Los retos cruciales que enfrenta “la sociedad por venir” son: justicia, democracia y multiculturalismo; retos a los que Villoro intenta proponer respuestas “razonables”, esto es, respuestas fundadas en razones suficientes: pensar la justicia no como derecho universal, sino como ejercicio de la no-exclusión; reformular la democracia representativa para dar lugar a una democracia participativa, comunitaria o consensual, y finalmente, criticar la pretensión universalista de la cultura occidental, así como las posiciones que plantean un relativismo cultural absoluto, postulando condiciones que permitan un diálogo intercultural.

Mas la originalidad de Los retos de la sociedad por venir reside en “la vía negativa hacia la justicia”, esto es, Villoro aborda el tema de la justicia desde el análisis filosófico de la experiencia de la injusticia; injusticia entendida como exclusión. Esta vía conceptual en negativo, que se sitúa en el centro de la propuesta, no sólo responde a una estrategia intelectual original, sino al reconocimiento de una realidad concreta: la experiencia cotidiana de la injusticia, aunque no por ello menos indignante y opresiva, en los países del segundo mundo. Propuesta que hace posible una reconsideración crítica y radical, desde una política de emancipación, de las premisas de los modelos teóricos sobre la justicia.

Las teorías de la justicia contemporáneas suelen compartir un punto de vista: el de sociedades desarrolladas que han superado ya umbrales insoportables de injusticia económica y social, y han establecido al tiempo regímenes políticos basados en procedimientos consensuales que regulan los acuerdos entre los ciudadanos con derechos iguales. De ahí que las teorías filosóficas para fundamentar la justicia suelen partir de la idea de un consenso racional entre sujetos libres e iguales inscritos en una democracia bien ordenada.

Pero, para bien o para mal, los filósofos políticos que reflexionan sobre los mismos problemas éticos en sociedades social y políticamente deprimidas, esto es, donde aún no se instaura sólidamente la democracia y los grupos mayoritarios viven en la desigualdad y la marginalidad, el punto de vista sobre la justicia, sostiene Villoro, no puede ser el mismo. Por eso, el punto de partida de la reflexión ético-política de nuestro autor no es alguna forma de consenso, fáctico o hipotético, sino la percepción originaria de la injusticia real, esto es, la ausencia de condiciones (alimentación, vivienda, salud, instrucción y pertenencia a una comunidad) para la realización de la idea de justicia. La alternativa que Villoro explora se orientaría en dar razón de la idea de justicia por la voluntad de disrupción de una situación percibida como injusta, sea ésta o no objeto de consenso. Así, la teoría de la justicia “en negativo” se remitiría a esa experiencia de hecho, partiría de su examen crítico y determinaría los principios de la justicia desde su ausencia o inoperancia en la sociedad real.
Villoro parte de la experiencia de una realidad: “la vivencia del sufrimiento causado por la injusticia”. La experiencia de la injusticia expresa una vivencia originaria: la vivencia de un mal, un daño, sufrido en nuestra relación con los otros que no tiene justificación. El mal injustificado causado por los otros es el efecto de una situación de poder. ¿Implica la justicia, se pregunta Villoro, escapar del poder?

Con Hobbes, sabemos cuál es el principio originario de todas las acciones humanas: el deseo de poder. Pero frente al afán universal de poder, dice Villoro, hay una alternativa: “la búsqueda del no-poder”. Escapar del poder equivale a liberarse de toda voluntad de poder, esto es, asumir una actitud que rechace y resista al poder. Entonces al poder habría que oponerle un contrapoder que el autor enuncia como toda fuerza de resistencia frente a la dominación. La diversidad de la resistencia al poder (sujetos, formas, grados) podría al tiempo conjugarse bajo un mismo concepto en la persecución de un fin común: la abolición de la dominación. Elegir así la posibilidad de actuar para escapar del poder injusto es el punto de partida de una “vía negativa frente al poder”. Villoro ha puesto a Hobbes de cabeza.

Tres momentos tendría, siguiendo a Villoro, esta vía negativa contra el poder injustificado; momentos que no corresponden necesariamente a etapas sucesivas, sino a estados de complejidad que se yuxtaponen y coinciden en el proceso de alcanzar una concepción más racional de la justicia a partir de su ausencia. En una situación de injusticia, la experiencia de la exclusión marcaría el primer momento en la vía contra el poder, cuya raíz está en la toma de conciencia de una carencia causada por un daño producido por acciones u omisiones de los otros. El segundo momento sería la equiparación con el excluyente que se caracteriza por el paso de sufrir la experiencia de la exclusión a disentir del rechazo de nuestro propio valor desde el poder. Se inicia así un movimiento de rebeldía ante la injusticia que se expresaría en la apreciación del excluido por sí mismo frente al otro que lo rechaza y, en paralelo, la actualización de la conciencia de igualdad entre ambos. Finalmente, a la equiparación con el otro se da el tercer paso de este proceso: el reconocimiento del sujeto hacia una ética concreta. Desde el momento que el excluido demanda el reconocimiento de la igualdad con el otro, el sujeto reivindica un derecho que conlleva la eliminación de una situación de exclusión vivida. Así, el reclamo del excluido parte de una valoración originaria que puede abrir la posibilidad de reivindicar un valor común universalizable: el valor de la no-exclusión.

A continuación, Villoro se ocupa del análisis de los principales modelos teóricos sobre la justicia: el teleológico, que parte de Aristóteles, y el deontológico, cultivado en años recientes por John Rawls. Análisis a partir del cual intenta dar a luz las intuiciones básicas de una teoría “negativa” de la justicia que se remitiría a la percepción de una situación de exclusión real con sus determinaciones concretas. La estrategia teórica del autor consiste en hacer una radiografía general de ambos modelos, sin considerar sus distintas versiones, de modo de dejar ver sus rasgos estructurales. Así, el análisis de los elementos del modelo teleológico da lugar a cuatro dificultades que nuestro autor señala.

1. La posibilidad de exclusión. El primer rasgo destaca que la justicia es proporcional al valor (mérito) de las personas en la particular situación social que cada cual ocupa.

Si la justicia se adecua al valor de cada quien, no establece entre todos una igualdad de bienes. Si es proporcional a las características de cada persona en su situación, podría justificar privilegios y ventajas de unos sobre otros. Las diferencias que acepta podrían no reducirse a la contribución de cada quien al bien común, sino a la situación de poder en la sociedad (p. 61).

¿No será, se pregunta Villoro, esa posición inherente al modelo teórico mismo? ¿No consagra de hecho las desigualdades existentes? ¿No excluye a una parte de los miembros de la sociedad?

2. La relatividad histórica de las normas. Percibimos la justicia como una relación entre personas situadas en sociedad; relación fundada en normas que derivan a su vez de nuestra idea del bien común. Pero la concepción del bien difiere de acuerdo con las culturas, las épocas, los regímenes políticos e incluso las distintas concepciones morales y religiosas. Si la naturaleza de las normas dependiera de las diferentes concepciones del bien común, entonces aquéllas serían relativas a cada forma de sociedad. Aquí surge la segunda dificultad teórica.

Si las características de la justicia dependen de la concepción del valor de cada sociedad, si tienen por fin la realización de la vida buena y ésta se logra con la práctica personal de la virtud, el fundamento de la justicia es un fundamento empírico, variable en cada caso. Si la justicia cambia con las leyes de la ciudad, su fundamento sería la convención. Si [...] se funda en un orden natural universal, su validez depende de una hipótesis discutible por incomprobable. Las normas de justicia deben de ser universales, si no hay una ley natural o divina, ¿en qué fundan su universalidad? (p. 63).

3. La opresión del individuo por la comunidad. El tercer rasgo concierne a la relación del individuo con la sociedad: la sociedad precede al individuo. Por un parte, la sociedad es el espacio ya constituido de relaciones humanas donde la libertad del individuo se realiza; y por la otra, donde la justicia es el vínculo de todos los hombres en la participación de un fin común, de modo que el bien de cada cual no es ajeno al bien de la sociedad a la que pertenece. Pero esta idea de precedencia de la sociedad suscita preguntas.

La precedencia del bien de la sociedad sobre la vida buena individual, ¿no corre el riesgo de limitar, aún más, de oprimir al individuo por mor de la comunidad? En lugar de que la libertad de la persona se despliegue sobre el previo ámbito de la sociedad, ¿no sería más correcto pensar que la sociedad se constituye por obra de la libertad de las personas en sociedad? (ibidem).

4. La pluralidad del bien frente a la universalidad del deber. El último rasgo de la justicia indica para todos lo que debe hacerse en las relaciones con los demás en sociedad. Este modelo funda lo debido en el bien propio de cada hombre. El bien del individuo está ordenado al bien común. Así, del bien común se derivan los deberes en sociedad. Pero Villoro cuestiona.

¿Y si no hubiera una concepción del bien común sino varias? […] Los principios de justicia no podrían entonces depender de una concepción del bien, sino de principios que condicionaran cualquier concepción del bien (p. 64).

Por otra parte, en el pensamiento moderno ha prevalecido paralelamente al modelo teleológico un modelo alternativo: el deontológico. Hoy en día, entre sus diversas versiones, destaca la teoría de la justicia de Rawls. Su punto de partida es descubrir “las reglas generales que a todos obligan por igual”. Lo justo como un orden normativo que establece una equidad conforme a razón.
Al igual que en el modelo anterior, Villoro radiografía los rasgos principales de este modelo normativo de justicia que podrían resumirse en los puntos siguientes:

1. La justicia es inherente a la sociedad y a sus instituciones, antes que a los individuos. La idea de la justicia está reservada a instancias externas, ajenas, a las condiciones cotidianas reales de los individuos.

2. El orden de la justicia se expresa en principios generales que valen para todos por igual. Este modelo funda la igualdad y la libertad de toda persona en el carácter universal de las normas; elimina toda exclusión al aplicar leyes generales. Sin embargo, Villoro cuestiona:

¿No se trata de una libertad y una igualdad abstractas que no se concretan en ninguna sociedad real? ¿No se traducen, en las sociedades reales, en una injusticia efectiva de la que los excluidos no pueden 'escapar'? (p. 82).

3. Su fundamento es un convenio hipotético entre sujetos racionales, libres e iguales. En Rawls, el convenio reviste la forma del contractualismo.

4. El convenio originario es un consenso moral, no puramente instrumental, que obedece no sólo a un interés personal de las partes, sino también a un punto de vista universalizable. En Rawls, el convenio universalizable se logra, en la "posición original", por el recurso a una condición: los sujetos están cubiertos por un "velo de ignoracia". Nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición de clase ni su suerte en la distribución de ventajas y capacidades naturales, ni tampoco sabe acerca de una concepción del bien. La función del “velo” es eliminar cualquier interés que excluya el interés de los demás. Pero Villoro advierte:

En la posición original se logra la construcción de un consenso moral, por la generalización de los sujetos que intervienen en él. Pero la generalización se obtiene a un costo: la abstracción de los sujetos reales (p. 70).

5. El concepto de la persona moral la determina por su capacidad de seguir con autonomía las normas debidas. Este modelo establece como principio inviolable la libertad individual y considera que la sociedad bien ordenada debe ser construida por los sujetos autónomos. “¿Pero puede ser el principio de libertad la única base ética de una sociedad bien ordenada?” (p. 82).

6. Las características de la justicia no derivan de una concepción del bien común, sino de “lo debido” para toda concepción del bien. Rawls se adecua a la pluralidad de concepciones del bien, que subsisten y se oponen en las sociedades actuales, al subrayar la idea de la justicia en un orden de la razón, neutral, que distingue entre “lo debido” y “lo bueno”. “Pero, ante el pluralismo del bien, ¿podría expresarse la justicia en un concepto general, unívoco, acerca de un deber equivalente para todos, en todo tiempo?” (loc. cit.).

Las dificultades que enfrentan los dos modelos teóricos sobre la justicia, así como las antinomias que se producen de la oposición permanente entre ambos (del sujeto, del orden normativo, de la asociación y del deber y el fin), invitan a construir un modelo conceptual capaz de descubrir los supuestos que comparten y, concomitantemente, hacer compatibles sus discrepancias teóricas. En esta dirección, Villoro ya ha colocado una piedra angular: la vía negativa hacia la justicia.

Los retos de la sociedad por venir es una obra escrita con lucidez y pasión como ya nos tiene acostumbrados Villoro. No se trata de una obra inocua, sino expresión de una filosofía política comprometida y liberadora, profunda y rigurosa. Una filosofía política tan necesaria frente a la miseria de valores e ideales de nuestra política real.

Alfredo Lucero-Montaño