15 marzo, 2011

Salvador López Arnal: Entrevista a John Brown

I

Me gustaría preguntarte por asuntos de filosofía y política que, como es sabido, no forman sistemas disjuntos. Empiezo por el primer nudo. Tú sueles declararte spinozista. ¿Qué crees que tiene mayor interés en la obra del autor de la Ethica more geometrico demonstrata?

La obra de Spinoza es la mayor contribución de un solo autor al pensamiento materialista que se haya hecho hasta hoy. Lo que tiene mayor interés para mí en el spinozismo es la permanente lucha de Spinoza contra la abstracción. Para Spinoza estamos siempre ya en lo concreto, en lo complejo y en lo plural: lo complejo no debe ser deducido. A diferencia de las filosofías que parten de un principio y una esencia, el materialismo parte de la pluralidad como algo siempre ya dado: los infinitos átomos y el vacío que los separa en Demócrito o Epicuro, Dios como la causa y el efecto de los infinitos modos que lo constituyen en Spinoza, o, antes, la confluencia imprevisible, no regida por ningún principio de unidad, de la fortuna y la virtud en Maquiavelo.

Esto es lo que significa ese aparentemente místico comienzo de la filosofía por el concepto de Dios. No se trata aquí de una teología, sino de una indispensable deconstrucción materialista de la idea imaginaria, ideológica diríamos en términos marxistas, de Dios. Dios -una sustancia infinita que consta de infinitos atributos que se expresan en infinitos modos - no es sino la complejidad siempre ya dada, como único horizonte especulativo y práctico. Todo lo demás es mistificación, obra de la imaginación cuando no de la superstición. Si Dios se disuelve en la infinita complejidad de lo real -los infinitos modos que constituyen la realidad finita-, el hombre corre la misma suerte: el concepto de “hombre” no es sino la imagen especular del de Dios. Sólo el delirio teleológico universal que constituye el universo del “sentido común”, o lo que es lo mismo, de la ideología, para los cuales el mundo ha sido hecho para el hombre, y existe “algo” o “Alguien” que todo lo ha dispuesto en su beneficio, permite pensar los conceptos de Dios y de Hombre. El hombre, como sujeto libre, rinde culto a Dios, también Sujeto libre que ha organizado el mundo en favor del hombre y exige de él ese culto. Desde Jenófanes y Epicuro nadie había combatido la idea imaginaria y antropomorfa del absoluto con tanta energía como Spinoza. Nadie había combatido tampoco con tanta radicalidad la idea “antropomorfa” del hombre.

Ser spinozista hoy, ¿qué quiere significar? ¿Intolerancia ante la superstición como has señalado tú mismo en alguna ocasión? ¿No hay algún peligro que nos convirtamos en algo, digamos, políticamente muy extraño como ha sido el caso del ex spinozista y ex althusseriano Gabriel Albiac?

Más que intolerancia ante la superstición, lo que hay en el spinozismo -y en general en el auténtico materialismo- es una necesidad de entender los mecanismos de la superstición. Como afirmaba Althusser, el materialismo consiste en “no contarse cuentos” (ne pas se raconter des histoires). Es este un requisito indispensable de la libertad. Para ello, sin embargo, es necesario producir el conocimiento teórico de la ilusión, es preciso conocer la ilusión por sus causas. Es lo que hizo Spinoza, pero también lo que hizo Marx en el Capital: pasar de las relaciones efectivas que son la esencia del capitalismo a sus formas fenoménicas y explicar estas últimas como efecto necesario de las primeras. El antihumanismo teórico, la crítica radical de las ilusiones morales y políticas, el reconocimiento de que todo poder se basa en una correlación de fuerzas son, a mi juicio, elementos fundamentales de cualquier teoría materialista de la historia y de cualquier ética materialista tanto individual como colectiva. Liberarse de la idea imaginaria del hombre es una exigencia de la libertad intelectual y práctica.

Sin embargo, el problema de la libertad que se conquista duramente por y con el conocimiento verdadero, es que nada la garantiza y un materialismo, aislado de todo compromiso político comunista y practicado en un entorno universitario y periodístico, como ocurrió en el caso de Albiac, puede fácilmente degenerar en un cinismo misantrópico, en un pesimismo antropológico, un libertinismo triste. No creo que el problema sea del spinozismo, ni de Althusser, quienes siempre combatieron toda forma de antropología. El antihumanismo teórico no es una misantropía reaccionaria y elitista, sino, por el contrario, un requisito teórico indispensable para una práctica individual y colectiva libre de ilusiones ideológicas.

Aunque ya has dado pistas en tus respuestas, permíteme insistir sobre una noción que has usado: cuando hablas de materialismo, ¿de qué materialismo estás hablando? ¿No contarse cuentos, de eso se trata? Añado además, ¿esa permanente lucha contra la abstracción de la que hablas no es contradictoria con el proyecto de una Ethica, que no es sólo una ética desde luego, demostrada, no es poco, al modo o estilo de los geometría clásica?

Materialismo: recordaba Althusser en sus últimas obras que el término no era muy feliz y que la contraposición materialismo-idealismo era bastante menos clara de lo que parece. Existe en toda filosofía un elemento materialista que la despega de la ideología y de lo imaginario: las filosofías, en general, procuran, al menos en parte, no contarse cuentos o no sólo contarse cuentos, no adular al sujeto que interpelan de modo que pueda reconocerse en lo que dicen. Existe asimismo en las filosofías idealismo e ideología, reconocimiento imaginario y no sólo concepto.

Materialismo e idealismo existirían por lo tanto de manera tendencial en cada filosofía como los términos de un insuperable conflicto. De ahí que, a la hora de buscar una filosofía para el marxismo, Althusser procurase encontrar una nueva línea de antagonismo que permitiese entender mejor el conflicto constitutivo de la filosofía: el principio de razón. Existen así filosofías que se fundan en el principio de razón y pretenden que es posible una explicación racional de todo, un saber absoluto, y otras que se sitúan, como podríamos decir imitando el título de Freud, “más allá del principio de razón”. Más allá del principio de razón se encuentran los materialistas clásicos como Demócrito, Epicuro o Lucrecio, Maquiavelo, Spinoza y Marx, pero también Martin Heidegger. Heidegger hizo en su escrito sobre el principio de razón una crítica de la contraposición idealismo-materialismo, concebidos como las dos ramas de un pensamiento sometido al principio de razón. Frente al principio de razón está lo aleatorio, el clinamen de Lucrecio/Epicuro, la fortuna de Maquiavelo y las formas de causalidad estructural que se encuentran en Spinoza y Marx. Se constituye así un nuevo frente, en el que lo que está en juego es que la historia no se conciba como el despliegue de una esencia sino como el resultado aleatorio de un encuentro de elementos no ligados. Se trata de hacer compatible el materialismo histórico con la práctica de la política, con lo aleatorio de la coyuntura.

Y en cuanto a la lucha contra la abstracción…

En cuanto a la lucha contra la abstracción, uno de los aspectos materialistas de la filosofía de Hegel es su rechazo de la abstracción: ahora bien, la abstracción para Hegel es lo concreto de la experiencia común, el lenguaje de las verduleras. Frente a la abstracción de la conciencia inmediata en la experiencia común, está el concepto, que debe producirse a través del duro trabajo de las mediaciones internas a la conciencia. Lo concreto no es lo inmediato, sino el resultado del paciente trabajo del concepto. En idéntico sentido, el modelo constructivista euclidiano en que se basa la Etica de Spinoza sirve para dos cosas: impedir el reconocimiento inmediato, el libre curso de la imaginación que “reconoce” el sentido de los términos Dios, substancia, alma etc. y, sobre todo, producir, construir a partir de la productividad de las nociones comunes, el concepto de lo concreto, la idea adecuada, lo concreto pensado. Existe, con todo una importante diferencia entre Hegel y Spinoza: para Spinoza la idea y lo ideado no se identifican nunca, no se integran nunca en una esencia común superando sus diferencias a través de la negación. El círculo y la idea del círculo serán eternamente dos cosas distintas.

Déjame que vindique el lenguaje de las verduleras y permíteme también que, en el caso del círculo, señale que yo no estoy tan seguro que la cosa y su idea sean, eternamente o no, dos cosas distintas. Sea como sea, hablabas antes de “antihumanismo teórico” como sinónimo de crítica radical de las ilusiones morales y políticas. ¿No hay algún problema en el uso de ese término? ¿Qué conseguimos usando la expresión “antihumanismo”? ¿Liberarse de la idea imaginaria del hombre implica librarse de cualquier aproximación al concepto hombre o ser humano? ¿Se infiere también de ello la negación, uso términos althusserianos, del continente científico de la antropología? ¿Claude Lévi-Strauss fue un charlatán?

Quien tendría que justificarse a este respecto es el que afirma, no el que niega. Aparte de la evidencia imaginaria y de lo “concreto” ideológico en que todos nos reconocemos, aparte también de la teoría zoológica o biológica de lo que es la especie humana, la idea de hombre sólo tiene un uso ideológico dentro de los dispositivos modernos de gestión de la población y en la economía política. En la teoría, en la filosofía materialista o en la teoría materialista de la historia ese concepto no tiene cabida. Para escribir el Capital, Marx tuvo que deshacerse de la evidencia ilusoria del hombre, sus necesidades y sus intereses, en la que se basa la economía política: concebir los individuos como portadores, vectores (Träger) de las relaciones sociales. Como le dijo Laplace a Napoleón cuando este le preguntó por el lugar de Dios en su sistema de mecánica celeste, un marxista podría decir respecto del “hombre”: “no he necesitado esa hipótesis”.

En cuanto a que la antropología sea un “continente científico”, esto es algo que no se puede atribuir a Althusser…

No pretendía hacerlo. Usaba la terminología que él usó en alguna ocasión para referirse, por ejemplo, a la Historia, al continente “historia” según su forma de decir.

La antropología es un espacio intermedio entre el cuestionamiento sobre el hombre propio de las “ciencias sociales” y “humanas” y la historia materialista o científica. Lévi-Strauss no es un charlatán, pero tampoco es un humanista teórico, por mucho que hable de antropología. Su objeto, a pesar de ciertas ambigüedades, no es el hombre.

Ese compromiso político comunista del que también hablabas antes, ¿qué significa hoy para ti? ¿En qué consiste el comunismo del siglo XXI en tu opinión?

El comunismo en el siglo XXI creo que es idéntico en lo esencial al comunismo en el siglo XIX tal como lo veía Marx. A lo que no es idéntico es a una aspiración socialista. El socialismo, al igual que la dictadura del proletariado sólo puede ser una mediación evanescente del comunismo, un momento de transición inestable entre capitalismo y comunismo en el que se dan todas las “condiciones de inexistencia” (Althusser, Spinoza) del comunismo. Perseverar en el socialismo conduce al error y al horror de Stalin, quien, a diferencia de Marx y de Lenin, considera que existe un “modo de producción socialista”. Un modo de producción socialista es, en términos de Althusser, algo así como un “logaritmo amarillo”, una contradicción en los términos. Históricamente lo único que representó el socialismo fue la pesadilla ya prevista por Marx en el libro III del Capital de un “capitalismo sin capitalistas”, donde el Estado reproduce policialmente las relaciones sociales basadas en el trabajo abstracto y en el valor, sin que exista un mercado autónomo.

Naturalmente, el comunismo es otra cosa: la libre producción de los comunes, sin Estado, sin clases, sin mercado y sin derecho. El capitalismo de hoy ya ha descubierto las virtualidades de la libre asociación de trabajadores libres y las parasita y explota. La estrategia comunista tiene hoy por finalidad liberar esas relaciones sociales y esos comunes productivos ya comunistas.

Si mi memoria ha acuñado bien esta moneda, creo que fue Althusser en sus Elementos de autocrítica, un texto de principios o mediados de los setenta, quien señaló que la ausencia del legado de Spinoza en las aproximaciones y desarrollos de la obra marxiana era uno de los puntos débiles de la tradición. ¿Es así en tu opinión? ¿Qué pueda aportar la lectura de Spinoza a la interpretación de Marx?

Althusser buscó en Spinoza la filosofía de Marx. Esa filosofía que subyace al Capital, pero que Marx jamás llegó a formular. Una lectura spinozista del Capital aleja numerosas tentaciones: 1. en primer lugar la de una interpretación dialéctica de la historia, que concibe, a la manera de Hegel, el acontecer y los cambios históricos como despliegue de una esencia en la que estos cambios están preinscritos; 2. en segundo lugar, permite fundar teóricamente la tesis de Marx de que ningún concepto teórico tiene carácter ahistórico: toda realidad es una esencia singular que depende de unas condiciones de existencia (sobre)determinadas. Una perspectiva spinozista nos permite, por ejemplo, reconocer que, para Marx, a diferencia de lo que ocurre en la economía política, no existe el trabajo ni el valor en general, sino que estas categorías deben necesariamente integrarse en un modo de producción y en las condiciones de existencia reales de este modo de producción. Frente a la dialéctica, por lo tanto, lo que propone una lectura spinozista de Marx es una explicación de lo plural y lo complejo por y en lo plural y lo complejo.

Por tanto, en tu opinión, ¿el legado dialéctico-hegeliano en la obra de Marx no tiene ninguna interpretación que permita frutos político-teóricos? La dialéctica, si me permites la broma analítica, sería un cuento, uno de los cuentos que no debería narrar un materialista que se precie de serlo.

Sí, al igual que cualquier pensamiento teleológico, pues la dialéctica, como bien explica Hegel, es una teodicea. No hay materialismo dialéctico: es otro “logaritmo amarillo”.

Hablando de la tradición marxista y de aquellos años. ¿Queda algo de interés en la obra de autores como Althusser, Rancière, Dominique Lecourt, Balibar, etc? ¿Hay ahí jugo sustantivo que exprimir?

Depende para quien. Si de lo que se trata es de defender un proyecto teórico o político “moderno”, esto es, adaptado a la hegemonía definitiva del capital, en estos autores poco hay que exprimir. Con Althusser, por ejemplo es imposible hacer una defensa del Estado de derecho como las que hoy están de moda en ciertos sectores de la izquierda: para Althusser -como para Marx-, el “concepto clave” de la teoría marxista es el de dictadura del proletariado. Con Rancière también es difícil defender las “democracias” actuales que, para él constituyen prototipos del régimen policial, de aquel que gestiona el reparto de lugares sociales entre los distintos grupos, sin preocuparse de la existencia de ese grupo sin lugar, de esa clase sin clase que Marx llamaba “proletariado”.

Hablas, sin embargo de autores muy distintos entre sí. Althusser sigue siendo la gran referencia teórica de un marxismo que opta por un materialismo sin concesiones, integrado en la “única tradición materialista”, la de Demócrito, Epicuro, Lucrecio, Maquiavelo, Spinoza, Marx, etc. Rancière se sitúa en otro plano y en alguna medida, lo que intenta recuperar son las tradiciones políticas del movimiento obrero real frente al marxismo “teoricista”, por un lado, y frente a los aparatos de representación de la clase obrera. Rancière criticó muy duramente a Althusser en su libro La lección de Althusser, pero hay una importante dosis de malentendido entre los dos; Althusser, en sus escritos de mediados de los años 70 acepta explícitamente muchas de las críticas de Rancière. De Rancière, son por otra parte indispensables sus reflexiones sobre la democracia como poder de la parte sin parte, del sector del pueblo que queda fuera del reparto “policial” de las posiciones sociales. Mal que le pese, lo que llama Rancière “democracia” coincide en lo esencial con lo que Marx denominara “dictadura del proletariado”. Las reflexiones de Balibar sobre la ciudadanía no carecen de interés, aunque cada vez se orienta más hacia una concepción neutralista del Estado capitalista, que lo integra más en la tradición republicana francesa -en su versión radical- que en el marxismo. Con todo, la aportación de Balibar al estudio del Spinoza político es sumamente valiosa. En cuanto a Lecourt, considero que sus trabajos de epistemología siguen teniendo gran interés. Tampoco hay que olvidar los trabajos de Macherey sobre Spinoza y su seminario aún en curso en Lille sobre “la filosofía en presente”.

II

Tres preguntas sobre lo que has señalado. ¿Qué es para ti la dictadura del proletariado? ¿La izquierda comunista debe seguir vindicando esa noción incluso después de haber visto lo que se ha hecho en su nombre en sociedades y momentos históricos muy recientes? ¿En Cuba o en China, por ejemplo, existe o ha existido una dictadura del proletariado?

Abandonar la dictadura del proletariado en la teoría marxista de la historia es lo mismo que abandonar la ley de la caída de los graves en la física de Newton. Marx así lo entendía y lo dijo muy explícitamente en su carta a Weidemeyer. La idea de dictadura de clase es consustancial a la concepción marxista de la política en las sociedades de clase y concretamente en el capitalismo.

La dictadura del proletariado es sólo el reverso necesario de la dictadura de la burguesía. Sin embargo, las formas políticas de la dictadura de la burguesía no tienen por qué ser siempre “dictatoriales”, esto es violentas y liberticidas; existe un capitalismo democrático y también existen capitalismos dictatoriales en el plano político como el Pinochet o el de Ben Alí en Túnez.

En el caso de la dictadura del proletariado, sus formas políticas no pueden ser nunca “dictatoriales”, al menos en lo que se refiere a la relación de los órganos de gobierno a la mayoría social proletaria.

En China y en Cuba, como en la propia Rusia o en la Comuna de París, ha habido claramente momentos de dictadura del proletariado, sobre todo al principio de los procesos revolucionarios, que luego fueron sustituidos por formas autoritarias de gobierno, por esa perpetuación del socialismo de la que hablamos antes. Esas formas autoritarias han tenido cierta utilidad, pues han liberado a China y a Cuba de la dependencia respecto del imperialismo y han permitido a China convertirse en un polo capitalista autónomo, una potencia regional. En cuanto al futuro de Cuba, las cosas no están claras: es posible un paso a un capitalismo nacional de mercado controlado por el Estado como en China, pero también existe la posibilidad de un desarrollo comunista a partir de la gigantesca acumulación de comunes productivos y cognitivos que se da en la Isla. Un regreso puro y simple a la dependencia, al mercado mundial, me parece improbable.

Hablabas también, críticamente, de la defensa del Estado de Derecho que tan de moda está, en tu opinión, entre sectores de la izquierda. ¿no hay que defender pues el Estado de Derecho? ¿La tesis que señala la inconsistencia entre el Estado de Derecho y el modo de producción de capitalista te parece poco sensata?

Muy buenos y queridos amigos míos defienden esa tesis que ya fue defendida por ilustres marxistas como Kautsky y Bernstein. Creo que desde el marxismo es sencillamente indefendible. Por ello tienen que inventarse dentro de Marx o importar en el marxismo desde la antropología un invariante antropológico que sirva de base iusnaturalista al Estado de derecho.

En cuanto a la inconsistencia entre capitalismo y Estado de derecho, es la misma que existe entre feudalismo y religión. Si se es creyente, puede pensarse que la religión tenía un valor transcendente que le hacía superar incluso en la Edad Media el marco feudal, si no se es creyente, se analiza el funcionamiento de la religión dentro del modo de producción feudal y basta. Quien piensa que el Estado de derecho es portador de valores eternos, al igual que el hombre como sujeto de los derechos del Estado de derecho, es un creyente, no un materialista. En cuanto a la conveniencia política de levantar las banderas de la burguesía cuando esta está agrediendo a media humanidad en nombre de los derechos humanos y el Estado de derecho, más vale no hablar. Puestos a resucitar términos, me parece mil veces más útil el de dictadura del proletariado, siempre y cuando no se separe de la dictadura de la burguesía que es su necesario trasfondo. El Estado de derecho es hoy un regalo envenenado: su función es semejante a la del libre cambio que Inglaterra imponía a todos los países en el siglo XIX, reservándose el derecho de defender su propio mercado. Hoy, el Imperio impone a todos el Estado de derecho, reservándose el derecho soberano a actuar dictatorialmente. Ese regalo, por lo demás, de obligada aceptación, más vale que se lo queden. Nosotros nos quedamos con una democracia no estatal ni representativa, o, lo que es lo mismo, el comunismo.

“Althusser sigue siendo la gran referencia teórica de un marxismo”, has señalado. Pero él mismo, en su última obra, El porvenir es largo, hablaba de que su lectura de Marx no había sido muy profunda, que había hablado de oídas en algunas ocasiones, para impresionar, que había trabajado menos de lo que se pensaba la obra del autor de El Capital. ¿Exageró tal vez? ¿Ya eran malos momentos?

He visto personalmente los libros, los ejemplares de la obra de Marx utilizados por Althusser, llenos en cada página de notas y de subrayados, también los centenares de páginas de manuscritos preparatorios de Pour Marx o de Lire le Capital. No son indicios de un conocimiento escaso o de oídas. Sabido es que la exigencia despiadada del superego en algunas estructuras psíquicas obliga al sujeto a autohumillarse. Como recordaba Freud en El malestar en la civilización, son siempre los santos los que se sienten más culpables.

Lacan fue un pensador que cautivó a un sector numeroso e importante de la izquierda europea, fuera marxista o no. ¿Qué opinión te merece su obra?

Lacan es a Freud lo que Althusser es a Marx. Gracias a Lacan podemos hoy leer a un Freud distinto del que nos presenta el freudismo norteamericano, secuaz de Anna Freud. Lacan considera que la tarea del psicoanálisis no es la de “normalizar” el ego, ni de completarlo, lo que, por lo demás es tarea imposible, sino la de permitir al analizante -que no es un paciente- vivir con su síntoma. Tanto Freud como Marx son autores que nos enseñan a ver nuestra sociedad y nuestra subjetividad como realidades esencialmente divididas. Intentar “normalizar” un sujeto neurótico es someterlo al orden social que en gran medida es origen de su malestar.

Lacan es además quien, desde los años 50 anticipó el “giro lingüístico” al afirmar que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Lacan nos permite, por otra parte, pensar con mayor radicalidad en qué consiste el materialismo. No basta para Lacan que el yo sea un efecto del no-yo conforme a la definición fichteana del materialismo, o que la conciencia sea un efecto del ser social (Marx). La tesis del materialismo no puede ser una mera inversión de la tesis idealista según la cual el yo es originario y el no yo es derivado. Un materialismo que se limite a invertir la tesis idealista no ha salido del idealismo. Lo que aporta Lacan al materialismo -y esto es decisivo- es la idea de un sujeto dividido por el lenguaje, y de un no-yo, el Otro del orden de los significantes, necesariamente incompleto. La concepción determinista y finalista de la historia que se asocia con las formulaciones vulgares del marxismo se basa en la idea de una “determinación en última instancia” del acontecer histórico por la esfera económica. La economía es una esfera que adquiere su entidad propia en el capitalismo gracias a una presunta autorregulación: es un todo autónomo y autodeterminado con todas las características del Yo del idealismo. Romper con esta concepción supone reconocer que la economía no se autorregula, no se funda en sí misma. Esto es lo que tienen en común Lacan y Marx.

Apuntas, siguiendo a Lacan, que intentar normalizar a un “sujeto neurótico” es someterlo al orden social que, en gran medida, es la causa de su malestar. ¿Un enfermo mental (pongamos, una persona bipolar o un individuo esquizofrénico) es un sujeto neurótico? Si fuera así, ¿no habría entonces que “normalizarle”? ¿Qué habría que hacer con él entonces?

En los casos que citas se trata de psicosis, no de neurosis. De todas formas, aparte de normalizar a la gente, para lo que ya existen policías, médicos, sociólogos y psicólogos, pueden hacerse otras cosas: para empezar, respetar su singularidad y considerar que el trabajo sobre su síntoma corresponde al “enfermo”, incluso cuando se trata de un psicótico. Es esto lo que el psicoanálisis intenta hacer tanto en su dispositivo clásico, el “diván”, como en las instituciones en que su práctica puede producir efectos. No se trata de no hacer nada con los psicóticos, sino de hacer algo que les permita alcanzar por sí mismos el mínimo de enganche con el lenguaje necesario para la vida social. Por otra parte, la institución, incluso el encierro, pueden ser útiles como medios de protección del enfermo frente a un entorno social que consideran hostil y que les es hostil. Para ello, institución y encierro no deben ser un fin en sí, un elemento sustancial de la cura, sino un marco para una actividad del sujeto sobre sí mismo con asistencia de individuos capaces de escuchar, incluso de escuchar su silencio.

Hablabas también de la anticipación lacaniana del “giro lingüístico”: el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Pero eso, mirado con calma, es decir mucho y es decir muy poco. Todo, o casi todo, puede tener una estructura afín a la estructura de un lenguaje. Por lo demás, ¿todo lenguaje, natural o formal, tiene la misma estructura o una estructura afín? ¿Qué singulariza esa estructura?

A (casi) todo se le puede dar la estructura de un lenguaje por que casi todo es simbolizado por un lenguaje. El animal que habla no tiene ningún conocimiento de la realidad, ningún contacto con la realidad que no haga intervenir el lenguaje. Esto lo decía ya Aristóteles, mucho antes que Lacan. Lo que aporta Lacan es un desarrollo coherente de ciertas tesis freudianas sobre la relación entre el inconsciente y el lenguaje. El lenguaje no sólo, ni sobre todo, es un medio de comunicación. En el lenguaje existen fallos, errores, lapsus que apuntan más allá de él mismo, hacia el sujeto del inconsciente. Decía Lacan en Televisión que Freud se había adelantado a Saussure y que, en realidad era el verdadero fundador de la lingüística, al descubrir la estructura lingüística del síntoma en la psicopatología de la vida cotidiana y en el chiste, así como en el trabajo del sueño. Con ello lo que descubría Freud, a través de estos “fallos” en la comunicación interindividual era la centralidad del significante, del aspecto material de la palabra, en el lenguaje. El lenguaje se hace visible como estructura, como cadena significante, en el momento en que falla. Sin los síntomas que apuntan al sujeto del inconsciente, el lenguaje sería invisible como sistema, se confundiría imaginariamente con las cosas como ocurre en todas las teorías representativas de la significación lingüística. El lenguaje abre la posibilidad de mentir, mostrando así la presencia-ausencia del sujeto. Significante y sujeto (del inconsciente) son así inseparables. En términos de Lacan: “un significante representa un sujeto para otro significante”, mientras que un “signo” es aquello mediante lo cual un sujeto representa una cosa para otro sujeto.

Castillo del Pino, irónicamente, hablaba de Charlacán y Alan Sokal y Jean Bricmont, con cuidado y matizadamente, criticaron en Imposturas intelectuales algunos abusos lógico-metafóricos, en su opinión, de Lacan y también de otros autores y autoras franceses. ¿Qué opinión te merecen estas aproximaciones críticas?

Chomsky lo definió como “un brillante charlatán consciente de serlo”. Yo creo que Lacan no lo desmentiría, pues siempre afirmó que su prosa hablada representaba la posición del analizante que aplica la regla fundamental del psicoanálisis, la libre asociación. Hablar como el inconsciente es hablar como un charlatán. Sin embargo, las aproximaciones críticas de Sokal y Bricmont son burdas simplificaciones. Conste que la broma literaria de Sokal me parece divertida y su éxito es índice del grado gigantesco de pedantería y papanatismo de que hacen gala muchos intelectuales de la izquierda. Por lo demás, estoy convencido de que la Etica de Spinoza habría sido incluida por estos señores entre las “imposturas intelectuales”. Y es que existe una relación bastante estrecha entre la Etica more geometrico demonstrata de Spinoza y el discurso deliberadamente barroco de Lacan: en ambos casos se trata de impedir un reconocimiento inmediato del lector en lo que dicen; el lector tiene que trabajar sobre lo leído y lo leído tiene que trabajar en él, para producir un concepto. Es lo contrario de la concepción empirista del conocimiento -y de la lectura- que es habitual, y para la que existen hechos y datos transparentes que hablan por sí mismos y que basta leer en la realidad como en un “libro abierto”. Esta concepción empirista es considerada por Lacan como una posición imaginaria: Spinoza lo dijo en los mismos términos.

Dejo aparte lo que conjeturas sobre la Ethica de Spinoza. Ellos, de hecho, no la incluyeron en ninguna serie de imposturas y no es imposible que tuvieran documentadas noticias de ella. Broma literaria, dices, sus Imposturas intelectuales. No lo pensaron ellos así, no lo parece cuanto menos. ¿Por qué su éxito es índice del grado gigantesco de pedantería y papanatismo del que hacen gala muchos intelectuales de izquierda? ¿No inviertes la crítica? Es eso precisamente lo que ellos critican a Lacan y a otros autores: que, en ocasiones, en ocasiones que ilustran con referencias y selección de textos, hablan, por ejemplo, del axioma de elección o del teorema de incompletud gödeliano sin tener ninguna idea consistente y fructífera de lo que están hablando. ¿No habías dicho tú mismo antes que ser materialista era no contarse cuentos?

Es también una forma de papanatismo negar a cualquier otro discurso la utilización de temas y de resultados de la ciencia. Insisto, no sólo Spinoza, sino Platón y tantísimos otros caerían bajo la crítica de Sokal y Bricmont. El planteamiento inicial de Sokal y Bricmont es una broma, una broma tomada en serio como todas las buenas bromas, pero una broma, ni más ni menos. Hacer un collage de textos de filósofos postmodernos y presentarlo como artículo a una publicación de la universidad de Duke sometida a peer review me parece una humorada excelente, sobre todo porque la cosa coló.

Sí, sí, de acuerdo, es el origen del libro.

Todo chiste nos hace reír señalando un punto de realidad que no queremos aceptar conscientemente, que reprimimos. En este caso, se trata de la pedantería de cierto discurso progre que hace que algunos respondan aprobativamente de manera pavloviana a lo que huela a políticamente correcto, sin preguntarse por la coherencia del texto. Tal vez, sin embargo, el texto tuviera más coherencia de lo que los propios autores del pastiche pensaron y no haya que ser tan severos con el comité editorial de la revista. Es muy fácil hacer un pastiche de grandes filósofos con aspecto verosímil. En la Edad media eran frecuentes los textos como el Liber de causis que mezclaban alegremente temáticas aristotélicas y platónicas. Lo fascinante es que los textos tenían su coherencia y sirvieron incluso de inspiración a toda la filosofía árabo-musulmana clásica. Pensar que el hablante o el escribiente es dueño del significante es una ilusión de la que el psicoanálisis lleva más de un siglo intentando liberarnos.

Cambio de tercio. ¿Tienes alguna predilección por algún autor del marxismo italiano? ¿Gramsci sigue siendo un pensador a tener muy en cuenta? ¿Te interesa algún otro pensador o pensadora? ¿Lucio Magri, Rossana Rossanda?

Gramsci es para mí un autor fundamental en cuanto es el gran pensador marxista de la lucha de clases ideológica y, aunque no utilice este término, sino el de hegemonía, de la dictadura del proletariado. Gramsci nos permite mejor que ningún otro gran marxista -desde luego mucho mejor que Lenin- comprender la complejidad de los dispositivos de poder de clase. En ello es un poco reconocido precursor de Michel Foucault. En cuanto a Rossana Rossanda, como lector del Manifesto y de sus magníficos artículos, la admiro como periodista y como intelectual, pero no es un personaje comparable a Gramsci.

Déjame que te pregunte por autores que tienen actualmente gran o una notable influencia en amplios sectores de la izquierda europea y mundial. Empiezo por Negri. ¿Qué opinión te merece su obra y su resurgimiento?

Negri no sólo es Negri. Poco se entiende de su obra si se la separa del marxismo autónomo italiano donde antes del propio Negri destacan las obras de Panzieri y sobre todo de Tronti. Es fundamental para el marxismo de finales del siglo XX el doble vuelco que da el autonomismo al marxismo de la Tercera Internacional: 1. en primer lugar la afirmación del carácter determinante de la estructura interna del proletariado, su composición de clase: obrero profesional, obrero masa, obrero social; 2. la afirmación de la subjetividad obrera como elemento determinante de la lucha de clases, frente al pasivismo, victimismo y consiguiente mesianismo y milenarismo propios de la izquierda. Para Negri, la lucha de clases no es mera lucha contra la explotación, sino expresión de una potencia que al afirmarse se abre paso frente a la explotación. Nada que no esté ya dicho en Spinoza. El propio concepto de “multitud” utilizado en sentido positivo a la manera de Spinoza, frente al concepto negativo de multitud de la tradición política occidental, desempeña un papel fundamental en la teoría y en la política de Negri. La multitud describe la pluralidad interna de un proletariado desterritorializado, precario, fuertemente marcado en su nueva identidad a través de las nuevas formas de trabajo por la centralidad del lenguaje y de la comunicación. La multitud es asimismo la clase sin clase que despliega, que produce y reproduce los comunes productivos: a diferencia del pueblo de la filosofía política que era unificado por el Estado o de la clase obrera del marxismo de la IIa y IIIa internacionales que se veía unificada por el Partido, la multitud no necesita ninguna instancia representativa para acceder a su unidad, pues su unidad está siempre ya dada en los comunes productivos. Los conceptos de Negri son, para un spinozista político, pero también y por lo mismo, para un marxista, fundamentales si se quiere comprender algo del caos social y político del capitalismo tardío.

En cuanto a Zizek. ¿Es tan interesante su obra, su cada vez más voluminosa obra, como suele afirmarse entre algunos sectores de la izquierda marxista?

La obra de Zizek es interesante en la medida en que aplica de manera sumamente creativa la teoría psicoanalítica al análisis de la realidad social y política. Aprecio mucho la radicalidad con que reivindica conceptos como el de dictadura del proletariado o sus análisis sobre el terrorismo y la violencia. Sin embargo, Zizek tiene también una dimensión espectacular y comercial que me resulta cargante. Desde el punto de vista filosófico, su intento de conciliar la dialéctica hegeliana con la enseñanza de Lacan -a pesar de lo que afirma el propio Lacan sobre Hegel- me parece condenado al fracaso.

III

Aunque no sean autores propiamente de la tradición marxista, ¿crees que la obra de Deleuze, Derrida o Foucault tiene interés para la izquierda en estos tiempos de contrarrevolución conservadora y aguda lucha de clases?

Yo distinguiría. Muchos análisis de Foucault sobre los dispositivos de poder son de enorme actualidad. También Deleuze constituye un auxiliar fundamental a la hora de comprender la sociedad biopolítica y el régimen de control en que vivimos. En cuanto a Derrida, no creo que tenga gran interés para la izquierda, aunque Althusser lo consideraba el mayor filósofo francés vivo.

La postmodernidad es, como se ha afirmado, ¿la ideología del capitalismo en su fase más despótica y al tiempo terminal?

En su fase más explotadora y al tiempo terminal, el capitalismo no tiene que elaborar ninguna ideología que no sea directamente la ideología práctica del mercado y de la socialización a través del valor y del trabajo abstracto. Esa ideología se impone a machamartillo, pero no creo que tenga mucho que ver con la postmodernidad. Lo que se llama postmodernidad es un espacio intelectual muy poco definido en el que se incluye el postestructuralismo francés, el nuevo feminismo, los queer studies, los estudios postcoloniales etc. Hay muchas obras de gran valor en esa corriente y también mucho papanatismo, pero no se puede decir que sea la ideología del capitalismo actual. Creo que ciertas tendencias radicales postmodernas se han ganado el odio de ciertos marxistas tradicionales porque inciden en realidades que estos se niegan a ver: la pluralidad irreductible del nuevo proletariado, las nuevas formas de poder, el carácter directamente político de lo privado, la imposibilidad de considerar la realidad colonial desde una perspectiva meramente victimista, los mestizajes etc. Un mosaico barroco imposible de representar que espanta con toda la razón a toda organización política que prentenda ejercer una representación universal, sea esta el Estado burgués o los partidos “obreros”.

Has hablado en algún texto de “la necesaria incompletud del orden del significante”. ¿Puedes traducir la afirmación a un lenguaje menos afrancesado? ¿Por qué necesaria?

El orden del significante no es francés sino castellano. “Incompletud” es ciertamente un galicismo, pero me parece mejor introducirlo que hablar del “carácter incompleto”. El orden del significante es la cadena en que los significantes lingüísticos se relacionan oponiéndose unos a otros, de tal modo que la única definición de cada uno de ellos es la presencia/ausencia de uno u otro rasgo en comparación con los demás. Por otra parte, el individuo humano queda determinado como sujeto por el lenguaje: el ingreso en el lenguaje hace imposible la satisfacción directa que obtenía el niño del seno materno o, en general de la madre. El lenguaje es el instrumento que divide al sujeto separándolo del objeto de deseo con el que estaba identificado. Como decía Freud: “el bebé es el seno”. Esto significa que, a partir de la resolución de la crisis edípica, todo deseo tiene que formularse lingüísticamente como una demanda dirigida a otro. La demanda pide, sin embargo, siempre algo distinto de lo que el sujeto desea, algo que queda inevitablemente fuera del lenguaje. El lenguaje, por motivos estructurales, es incapaz de simbolizar el objeto de deseo que es, asimismo la causa del deseo, porque el sujeto que sólo puede constituirse como sujeto en él y por él, excede en su propia ex-sistencia y en el objeto-causa de su deseo lo que en él se puede expresar. Frente al sujeto coherente del cartesianismo que se considera transparente a sí mismo, Lacan reconoce en el sujeto una falla insalvable e interpreta el cogito ergo sum como un cogito “ergo sum” donde la existencia y el saber constituyen una alternativa: “pienso o existo”, pienso ahí donde no existo, existo ahí donde no pienso. En otros términos, o estoy en el orden del significante (pienso) o en el del ser (existo). Si el sujeto (el Yo) está dividido, el orden del significante está “agujereado” por el sujeto que lo habita y evita. En otros términos más sencillos, cuando hablamos, el decir (el hecho de que decimos) queda oculto y no expresado bajo lo dicho. La enunciación no se enuncia nunca en el enunciado.

En el ámbito del marxismo español, ¿qué autor crees que ha aportado más cosas a la tradición?

Lo que esperas que diga es que ha sido Manuel Sacristán…

Efectivamente, eso esperaba de ti.

Pues sí, es lo que diré. Dicho esto, estoy poco de acuerdo con Manuel Sacristán y en general con la “tradición”. En concreto, discrepo de Sacristán en su interpretación positivista de Marx (ya sabes lo que pienso de los hechos y de los datos). Sin embargo, sus traducciones e interpretaciones de Marx y de Lukács colmaron un enorme vacío y contribuyeron a difundir la Paideia marxista en el Estado Español. Con Sacristán, se empezó a leer a Marx.

Pues, la verdad, espero no molestarte, pero no me ha quedado claro qué piensas de los hechos y de los datos. ¿No es bueno saber, por ejemplo, que el paro en España supera el 20%, que la pobreza en Catalunya afecta a un 15% de las familias o que el 30% de los trabajadores de Nissan se han opuesto a un acuerdo que congela sus salarios y que les hace trabajar más días y con mayor explotación, control y disciplina empresarial? ¿No sirve para nada saber todo eso?

No sirve para nada sin una teoría adecuada. Los datos en sí no tienen ninguna existencia. El término “dato” (del latín dare, dar) sugiere una donación que nos hace la realidad, pero la realidad no nos da nada en términos de conocimiento que nosotros mismos no produzcamos. Sólo desde una posición teórica determinada puede haber una experiencia científica, sólo así existen “datos”, que son los datos pertinentes de una teoría científica dada. Después de Canguilhem, Bachelard, Althusser y Kuhn creo que no puede afirmarse que los datos preexistan a la teoría y que la teoría se limite a “interpretarlos”. Esta concepción empirista pertenece a la ideología espontánea de los científicos, pero poco tiene que ver con la práctica real de lo científicos. Aquí conviene seguir el consejo que daba Marx y, a la hora de comprar, no fiarse demasiado del tendero. Para eso sirve la filosofía.

¿Y por qué crees que Sacristán hizo una lectura positivista de Marx? ¿En qué se concreta esa interpretación? Por lo demás, si fuera así, ¿qué pecado habría cometido transitando ese sendero?

La filosofía, como toda práctica humana, está en la naturaleza, y en la naturaleza no hay pecado, sólo hay efectos que a su vez son causas. Una concepción positivista de Marx desfigura a mi juicio el pensamiento de Marx reduciéndolo a la práctica de historiadores y economistas prehistóricos, esto es anteriores a la fundación de la ciencia de la historia por Karl Marx. Es exactamente lo mismo que hacen quienes reducen el psicoanálisis a una psicología. Por lo poco que he leído de Sacristán, tengo entendido que reprocha a Marx una indecisión entre la science anglofrancesa, positivista y la Wissenschaft alemana con pretensiones metafísicas y de saber absoluto. No quiero entrar, por ahora, en un debate que me obligaría a releer lo poco que he leído de Sacristán y a leer lo mucho que aún no he leído, pero creo que Marx no se sitúa en ninguno de estos modelos, ni siquiera en una combinación de ambos.

No entremos, pues, en el debate. De los actuales marxistas españoles. ¿Tienes interés en la obra de algunos de ellos? ¿Por qué?

No vivo en España y tengo poco contacto con el marxismo español. Supongo que hoy no se podrá decir como Baroja en los años 30 que “Marx es un autor poco leído entre los marxistas españoles”, pero no conozco bien el panorama. La obra de mi amigo Carlos Fernández Liria a solas o con Luis Alegre Zahonero o mi otro viejo y querido amigo que es Santiago Alba, me parece interesante: plantea problemas que son fundamentales, pero no creo que los resuelva adecuadamente. No me extenderé sobre esto: estoy preparando mi recensión de su último libro, El orden de El Capital.

John Brown fue un abolicionista estadounidense del siglo XIX. En Wikipedia puede leerese esta información: “El 16 de octubre de 1859, con un reducido grupo, y pretendiendo crear un refugio donde albergar esclavos previamente liberados por las armas, asaltó y tomó el arsenal estadounidense de Harpers Ferry (Virginia) y se hizo con el control de la ciudad. Su grupo fue rodeado por una compañía del Ejército bajo el mando del coronel Robert E. Lee. Diez hombres de Brown, entre ellos dos de sus hijos, murieron en la batalla que se produjo a continuación, y él fue herido y obligado a rendirse. Fue detenido y acusado de traición y asesinato, siendo ejecutado el 2 de diciembre de 1859, en Charlestown (Virginia), convirtiéndose así en un mártir de la causa abolicionista para algunos, y un extremista para otros”. ¿Qué homenaje quieres hacer con tu nombre, además de recordar la figura de este luchador? ¿Qué arsenal deberíamos tomar a estas alturas del siglo y de la historia?

Lo de “John Brown” es antes de nada un pseudónimo, un falso nombre, que, como todos los nombres es primero un significante que, al enlazarse con otros, produce efectos de significado y determina a un sujeto como tal. Lo mismo ocurre, por cierto con mi “auténtico nombre”. Lo primero que busqué fue el nombre más corriente posible en una lengua que no fuera la mía, pero que tampoco fuese exótica. Sin pensarlo mucho, elegí John Brown. Lo del ilustre capitán cuya apología escribiera Thoreau y que, por sus actos, se convirtió en un clásico de la acción directa y en uno de los pocos blancos que tuvieron el honor de ser jefes de un quilombo, vino después. Primero está el significante y después todas sus metonimias.

El arsenal que deberíamos utilizar a estas alturas del siglo debería centrarse en todos los medios necesarios y posibles para que perdamos el respeto al Estado y al capital y recuperemos el respeto por nosotros mismos. Para ello no son necesarias las armas ofensivas, sino la inteligencia estratégica de masas que consiga bloquear los flujos de mercancías y los flujos de comunicación dirigidos desde el poder. Bloquear estos flujos es reapropiárselos, aunque sea temporalmente, como ocurrió recientemente en Francia. Tenemos un ejemplo más reciente aún en la revolución tunecina, en la que un pueblo sin armas neutralizó a un gigantesco aparato represivo, y sigue conquistando cuotas crecientes de libertad y de poder. Los acontecimientos de Túnez no son el resultado de una huelga obrera clásica, sino de una huelga metropolitana de masas que paralizó la capital y las principales ciudades, una huelga paradójica de los parados, de la juventud urbana con formación, incluso universitaria, que nutre las filas del precariado en África del norte, pero también en Europa. Reconocer la potencia de la nueva composición del proletariado y evitar toda nostalgia de los sujetos de la historia perdidos -y que tal vez nunca existieron- como la clase-obrera-representada-por-su-Partido es lo que nos permitirá reanudar con una auténtica “estrategia comunista” y abandonar definitivamente la melancolía que atenaza a la izquierda.

¿Eso implica, déjame preguntarte esto para ir finalizando, que la izquierda debe abandonar sus instrumentos clásicos: el partido, los sindicatos? ¿Cómo se consigue perder el respeto al Estado y al Capital? ¿No podemos perder ese respeto y no ser capaces de generar nada consiste y que nuestra revolución se diluya en el aire?

Todo depende de la “consistencia” que se persiga. No creo que con los instrumentos del régimen representativo burgués, con sus aparatos de Estado, se pueda fundar nada que realmente lo supere. Las revoluciones pasadas no se han diluido en el aire, pero sí en el horror de una caricatura del régimen burgués. La autogestión anarquista durante la revolución española sirve todavía de ejemplo, mientras que el régimen de Stalin sigue desprestigiando hoy las luchas anticapitalistas. Naturalmente, partidos y sindicatos pueden ser hoy medios de resistencia, pero han de ser abandonados en favor de otras formas de organización social y política coherentes con el comunismo. La representación se basa en el individuo propietario, es antitética respecto del libre acceso a los comunes productivos, es incompatible con el comunismo, no por un romanticismo democrático rousseauista, sino por motivos que tienen que ver con las condiciones materiales, con las relaciones de producción comunistas.

Permíteme una última pregunta. El fallecimiento de Jacques Texier el pasado 13 de enero casi me obliga a ello. Cuando antes hablábamos de dictadura del proletariado, y de dictadura de la burguesía y de sus formas concretas, puede haber dado la impresión que el concepto de democracia no era objeto de tu devoción. Texier, en cambio, habló de revolución y democracia en la obra de Marx y Engels. Déjame ahora reproducir un texto de Alma Allende, de 25 de enero de 2011, una crónica sobre lo que está sucediendo en Túnez estos últimos días. Dice así: “Hay algo siempre naif en la palabra “democracia” cuando la pronuncia un burgués que no se pregunta de dónde proviene su riqueza ni en qué fango se apoya su libertad. Pero hay algo enorme, grandioso, muy serio, emocionante y casi estremecedor en esa palabra gritada rabiosamente por jóvenes que sobreviven a ras de tierra. No hay nada de extraño en que sean pobres y no sean comunistas; lo extraño es que sean pobres y no pidan pan ni un rey bueno ni la intervención de Dios. Eso es lo que desearían nuestros medios occidentales y nuestros gobiernos colonizadores; eso es lo que esperarían los sociólogos y los misántropos. Pero hete aquí que estos bárbaros iluminados, algunos de los cuales no tienen ni siquiera carnet de identidad, se presentan en la capital, a pie o en sus camionetas abiertas, y exigen “democracia”. En un proceso que recuerda mucho a los primeros años de la revolución bolivariana, tienen la boca llena de “formas” que exigen un contenido, que no son compatibles con cualquier modo de gestión de la economía, que chocan con la hipocresía de nuestras instituciones europeas: democracia, constitución, gobierno del pueblo, dignidad”. ¿Qué te sugiere esta reflexión? ¿Tienes fuerzas para un comentario de texto para finalizar la entrevista?

Vamos allá. Creo que mi amiga Alma tiene toda la razón, incluso mucha más razón de lo que cree. Yo no me opongo a la democracia, muy al contrario, pero la democracia sólo cobra su sentido cuando es la exigencia del demos, esto es de la parte sin parte de la sociedad (Rancière), de los que no son nada, en términos de Marx, del proletariado. Ya sabes que en la democracia griega, los cargos políticos no eran electivos -sólo lo eran los “técnicos”- porque una elección es siempre una discriminación entre ciudadanos conforme a algún criterio: su saber, su fuerza, su popularidad, su riqueza etc. En la ciudad griega, los ciudadanos libres son iguales, son individuos que se rigen por la “isonomía”, esto es la igualdad definida por la ley de la ciudad, el nomos (sustantivo verbal del verno nemein, “repartir”), que expresa una determinada participación en lo común de la ciudad, en su tierra, en su riqueza, en su poder militar etc. Entre los que son libres e iguales conforme al nomos no puede haber elección, sino simple sorteo. El más pobre y el menos culto de los atenienses podía así ocupar las más altas magistraturas. Esto, hoy, nos parece surrealista y digno de la “Lotería de Babilonia” de Jorge Luis Borges y, sin embargo, una de las sociedades más cultas y libres que conoció el mundo se rigió así. Esto supone hoy que un mendigo podría ser presidente de la República.

La reivindicación de las “formas” legales de la igualdad (la isonomía), nada tiene que ver con la idea de una democracia representativa, ni con el Estado de derecho burgués (valga la redundancia). Lo que la gente en Túnez y en medio mundo reivindica tiene un sabor más antiguo y más auténtico que las modernas repúblicas de propietarios. Lo que en los suburbios de Caracas, al igual que ahora en Túnez, pero también en los movimientos de resistencia contra la Europa neoliberal se defiende y se exige es el libre y directo acceso a los comunes productivos, a la potencia colectiva material e intelectual como medio de producción de la vida y del orden político. Supongo que nuestra amiga Alma, después de vivir y narrarnos en directo y con suma brillantez este estallido de poder constituyente que está barriendo las tiranías (con formas representativas, por cierto) del mundo árabe podrá sacar de ello las consecuencias teóricas y políticas que se imponen. Defender la democracia no es defender el Estado de derecho: es oponerse al Estado y al derecho en cuanto ambos se basan en la propiedad privada o público-estatal e impiden la liberación de los comunes.

Esto parece una mera sutileza teórica, pero tiene inmediatos efectos políticos. Que nadie se llame a engaño: ni en Venezuela ni en el Norte de África, es posible una democracia representativa, un Estado de derecho que respete la propiedad. No es posible, porque las poblaciones no lo pueden tolerar so pena de recaer en la miseria y en la opresión, condición necesaria de las mayorías sociales en los países de capitalismo dependiente y cada vez más en los del propio centro capitalista. Sólo la salida de la dependencia respecto del mercado mundial y del capitalismo globalizado permitirá establecer democracias. Precisamente por ello, estas democracias que deben garantizar el acceso a los comunes y el desarrollo de estos frente a todas las formas de propiedad (incluso las estatales), no pueden adoptar las “formas” jurídico-políticas asociadas a la propiedad y al mercado cuya síntesis es el Estado de derecho.

Fuente: Rebelión
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=121710 (04/02/2011)
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122178 (11/02/2011)
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122647 (18/02/2011)

07 marzo, 2011

Terry Eagleton: 'How to Change the World: Tales of Marx and Marxism' by Eric Hobsbawm

Eric Hobsbawm, How to Change the World: Tales of Marx and Marxism 1840-2011. London: Little, Brown, 2011, pp. 470.


In 1976, a good many people in the West thought that Marxism had a reasonable case to argue. By 1986, most of them no longer felt that way. What had happened in the meanwhile? Were these people now buried under a pile of toddlers? Had Marxism been unmasked as bogus by some world-shaking new research? Had someone stumbled on a lost manuscript by Marx confessing that it was all a joke?

We are speaking, note, about 1986, a few years before the Soviet bloc crumbled. As Eric Hobsbawm points out in this collection of essays, that wasn’t what caused so many erstwhile believers to bin their Guevara posters. Marxism was already in dire straits some years before the Berlin Wall came down. One reason given was that the traditional agent of Marxist revolution, the working class, had been wiped out by changes to the capitalist system – or at least was no longer in a majority. It is true that the industrial proletariat had dwindled, but Marx himself did not think that the working class was confined to this group. In Capital, he ranks commercial workers on the same level as industrial ones. He was also well aware that by far the largest group of wage labourers in his own day was not the industrial working class but domestic servants, most of whom were women. Marx and his disciples didn’t imagine that the working class could go it alone, without forging alliances with other oppressed groups. And though the industrial proletariat would have a leading role, Marx does not seem to have thought that it had to constitute the social majority in order to play it.

Even so, something did indeed happen between 1976 and 1986. Racked by a crisis of profits, old style mass production gave way to a smaller scale, versatile, decentralised ‘post-industrial’ culture of consumerism, information technology and the service industries. Outsourcing and globalisation were now the order of the day. But this did not mean that the system had essentially changed, thus encouraging the generation of 1968 to swap Gramsci and Marcuse for Said and Spivak. On the contrary, it was more powerful than ever, with wealth concentrated in even fewer hands and class inequalities growing apace. It was this, ironically, which sparked the leftist rush for the exits. Radical ideas withered as radical change seemed increasingly implausible. The only public figure to denounce capitalism in the past 25 years, Hobsbawm claims, was Pope John Paul II. All the same, another couple of decades later, the fainthearted witnessed a system so exultant and impregnable that it only just managed to keep the cash machines open on the high streets.

Eric Hobsbawm, who was born in the year of the Bolshevik revolution, remains broadly committed to the Marxist camp – a fact worth mentioning as it would be easy to read this book without realising it. This is because of its judiciousness, not its shiftiness. Its author has lived through so much of the political turbulence he portrays that it is easy to fantasise that History itself is speaking here, in its wry, all-seeing, dispassionate wisdom. It is hard to think of a critic of Marxism who can address his or her own beliefs with such honesty and equipoise.

Hobsbawm, to be sure, is not quite as omniscient as the Hegelian World-Spirit, for all his cosmopolitan range and encyclopedic knowledge. Like many historians he is not at his sharpest in the realm of ideas, and he is wrong to suggest that the disciples of Louis Althusser treated Marx’s Capital as though it were primarily a work of epistemology. Nor would Hegel’s Geist treat feminism, not least Marxist feminism, with such cold-eyed indifference, or consign one of the most fertile currents of modern Marxism – Trotskyism – to a few casual asides. Hobsbawm also thinks that Gramsci is the most original thinker produced by the West since 1917. Perhaps he means the most original Marxist thinker, but even that is dubious. Walter Benjamin is surely a better qualified candidate for that title.

Even the most erudite students of Marxism, however, will find themselves learning from these essays. It is, for example, part of the stock-in-trade of historical materialism that Marx broke decisively with the various utopian socialists who surrounded him. (One of them believed that in an ideal world the sea would turn into lemonade. Marx would probably have preferred Riesling.) Hobsbawm, by contrast, insists on Marx’s substantial debt to these thinkers, who ranged from ‘the penetratingly visionary to the psychically unhinged’. He is clear about the fragmentary nature of Marx’s political writings, and rightly insists that the word ‘dictatorship’ in the phrase ‘dictatorship of the proletariat’, used by Marx to describe the Paris Commune, means nothing like what it means today. Revolution was to be seen not simply as a sudden transfer of power but as the prelude to a lengthy, complex, unpredictable period of transition. From the late 1850s onwards, Marx did not consider any such seizure of power either imminent or probable. Much as he cheered on the Paris Commune, he expected little from it. Nor was revolution to be simplemindedly opposed to reform, of which Marx was a persistent champion. As Hobsbawm might have added, there have been some relatively bloodless revolutions and some spectacularly bloody processes of social reform.

An absorbing chapter on Engels’s The Condition of the Working Class in England claims it as the first study anywhere to deal with the working class as a whole, not merely with particular sectors or industries. In Hobsbawm’s view, its analysis of the social impact of capitalism is still in many respects unsurpassed. The book does not paint its subject in too lurid a colour: the charge that it depicts all workers as starving or destitute, or living purely at subsistence level, is groundless. Nor is the bourgeoisie presented as a bunch of black-hearted villains. As so often, it takes one to know one: Engels himself was the son of a wealthy German manufacturer who ran a textile mill in Salford, and used his ill-gotten gains to help keep the down-at-heel Marx family afloat. He also enjoyed a spot of fox-hunting, and as a champion of both the proletariat and the colonial Irish maintained a unity of theory and practice by taking a working-class Irish woman as his mistress.

Did Marx see the victory of socialism as inevitable? He says so in The Communist Manifesto, though Hobsbawm denies that it is a deterministic document. Yet this is partly because he does not inquire into what kind of inevitability is at stake. Marx sometimes writes as if historical tendencies had the force of natural laws; but it is doubtful even so that this is why he saw socialism as the logical outcome of capitalism. If socialism is historically predestined, why bother with political struggle? It is rather that he expected capitalism to become more exploitative, while the working class grew in strength, numbers and experience; and these men and women, being moderately rational, would then have every reason to rise up against their oppressors. Rather as for Christianity the free actions of human beings are part of God’s preordained plan, so for Marx the tightening contradictions of capitalism will force men and women freely to overthrow it. Conscious human activity will bring revolution about, but the paradox is that this activity is itself in a sense scripted.

You cannot, however, speak of what free men and women are bound to do in certain circumstances, since if they are bound to do it they are not free. Capitalism may be teetering on the verge of ruin, but it may not be socialism that replaces it. It may be fascism, or barbarism. Hobsbawm reminds us of a small but significant phrase in The Communist Manifesto which has been well-nigh universally overlooked: capitalism, Marx writes ominously, might end ‘in the common ruin of the contending classes’. It is not out of the question that the only socialism we shall witness is one that we shall be forced into by material circumstance after a nuclear or ecological catastrophe. Like other 19th-century believers in progress, Marx did not foresee the possibility of the human race growing so technologically ingenious that it ends up wiping itself out. This is one of several ways in which socialism is not historically inevitable, and neither is anything else. Nor did Marx live to see how social democracy might buy off revolutionary passion.

Few works have sung the praises of the middle classes with such embarrassing zest as The Communist Manifesto. In Marx’s view, they have been by far the most revolutionary force in human history, and without harnessing for its own ends the material and spiritual wealth they have accumulated, socialism will prove bankrupt. This, needless to say, was one of his shrewder prognostications. Socialism in the 20th century turned out to be most necessary where it was least possible: in socially devastated, politically benighted, economically backward regions of the globe where no Marxist thinker before Stalin had ever dreamed that it could take root. Or at least, take root without massive assistance from more well-heeled nations. In such dismal conditions, the socialist project is almost bound to turn into a monstrous parody of itself. All the same, the idea that Marxism leads inevitably to such monstrosities, as Hobsbawm observes, ‘has about as much justification as the thesis that all Christianity must logically and necessarily always lead to papal absolutism, or all Darwinism to the glorification of free capitalist competition’. (He does not consider the possibility of Darwinism leading to a kind of papal absolutism, which some might see as a reasonable description of Richard Dawkins.)

Hobsbawm, however, points out that Marx was actually too generous to the bourgeoisie, a fault of which he is not commonly accused. At the time of The Communist Manifesto, their economic achievements were a good deal more modest than he imagined. In a curious garbling of tenses, the Manifesto described not the world capitalism had created in 1848, but the world as it was destined to be transformed by capitalism. What Marx had to say was not exactly true, but it would become true by, say, the year 2000, and it was capitalism that would make it so. Even his comments on the abolition of the family have proved prophetic: about half of the children in advanced Western countries today are born to or brought up by single mothers, and half of all households in large cities consist of single persons.

Hobsbawm’s essay on the Manifesto speaks of its ‘dark, laconic eloquence’, and notes that as political rhetoric it has ‘an almost biblical force’. ‘The new reader,’ he writes, ‘can hardly fail to be swept away by the passionate conviction, the concentrated brevity, the intellectual and stylistic force of this astonishing pamphlet.’ The Manifesto initiated a whole genre of such declarations, most of them from avant-garde artists such as the Futurists and the Surrealists, whose outrageous wordplay and scandalous hyperbole turn these broadsides into avant-garde artworks in themselves. The manifesto genre represents a mixture of theory and rhetoric, fact and fiction, the programmatic and the performative, which has never been taken seriously enough as an object of study.

Marx, too, was an artist of sorts. It is often forgotten how staggeringly well read he was, and what painstaking labour he invested in the literary style of his works. He was eager, he remarked, to get shot of the ‘economic crap’ of Capital and get down to his big book on Balzac. Marxism is about leisure, not labour. It is a project that should be eagerly supported by all those who dislike having to work. It holds that the most precious activities are those done simply for the hell of it, and that art is in this sense the paradigm of authentic human activity. It also holds that the material resources that would make such a society possible already exist in principle, but are generated in a way that compels the great majority to work as hard as our Neolithic ancestors did. We have thus made astounding progress, and no progress at all.

In the 1840s, Hobsbawm argues, it was by no means improbable to conclude that society was on the verge of revolution. What was improbable was the idea that within a handful of decades the politics of capitalist Europe would be transformed by the rise of organised working-class parties and movements. Yet this is what came to pass. It was at this point that commentary on Marx, at least in Britain, began to shift from the cautiously admiring to the near hysterical. In 1885, no less devout a non-revolutionary than Balfour commended Marx’s writings for their intellectual force, and for their economic reasoning in particular. A whole raft of liberal or conservative commentators took his economic ideas with intense seriousness. Once those ideas took the form of a political force, however, a number of ferociously anti-Marxist works began to appear. Their apotheosis was Hugh Trevor-Roper’s stunning revelation that Marx had made no original contribution to the history of ideas. Most of these critics, I take it, would have rejected the Marxist view that human thought is sometimes bent out of shape by the pressure of political interests, a phenomenon commonly known as ideology. Only recently has Marxism been back on the agenda, placed there, ironically enough, by an ailing capitalism. ‘Capitalism in Convulsion’, a Financial Times headline read in 2008. When capitalists begin to speak of capitalism, you know the system is in dire trouble. They have still not dared to do so in the United States.

There is much else to admire in How to Change the World. In a suggestive passage on William Morris, the book shows how logical it was for a critique of capitalism based on the arts and crafts to spring up in England, where advanced industrial capitalism posed a deadly threat to artisanal production. A chapter on the 1930s contains a fascinating account of the relations between Marxism and science – it was the only period, Hobsbawm points out, when natural scientists were attracted to Marxism in significant numbers. As the threat of an irrationalist Fascism loomed, it was the ‘Enlightenment’ features of the Marxist creed – its faith in reason, science, progress and social planning – which attracted men like Joseph Needham and J.D. Bernal. During Marxism’s next historical upsurge, in the 1960s and 1970s, this version of historical materialism would be ousted by the more cultural and philosophical tenets of so-called Western Marxism. In fact, science, reason, progress and planning were now more enemies than allies, at war with the new libertarian cults of desire and spontaneity. Hobsbawm shows only qualified sympathy for the 1968ers, which is unsurprising in a long-term member of the Communist Party. Their idealisation of the Cultural Revolution in China, he suggests with some justice, had about as much to do with China as the 18th-century cult of the noble savage had with Tahiti.

‘If one thinker left a major indelible mark on the 20th century,’ Hobsbawm remarks, ‘it was he.’ Seventy years after Marx’s death, for better or for worse, one third of humanity lived under political regimes inspired by his thought. Well over 20 per cent still do. Socialism has been described as the greatest reform movement in human history. Few intellectuals have changed the world in such practical ways. That is usually the preserve of statesmen, scientists and generals, not of philosophers and political theorists. Freud may have changed lives, but hardly governments. ‘The only individually identifiable thinkers who have achieved comparable status,’ Hobsbawm writes, ‘are the founders of the great religions in the past, and with the possible exception of Muhammad none has triumphed on a comparable scale with such rapidity.’ Yet very few, as Hobsbawm points out, would have predicted such celebrity for this poverty-stricken, carbuncle-ridden Jewish exile, a man who once observed that nobody had ever written so much about money and had so little.

Most of the pieces collected in this book have been published before, though about two-thirds of them have not appeared in English. Those without Italian can therefore now read a number of important essays by Hobsbawm which first appeared in that language, not least three substantial surveys of the history of Marxism from 1880 to 1983. These alone would make the volume uniquely valuable; but they are flanked by other chapters, on such topics as pre-Marxian socialism, Marx on pre-capitalist formations, Gramsci, Marx and labour, which broaden its scope significantly. How to Change the World is the work of a man who has reached an age at which most of us would be happy to be able to raise ourselves from our armchairs without the aid of three nurses and a hoist, let alone carry out historical research. It will surely not be the last volume we shall be granted by this indomitable spirit.

Fuente: London Review of Books, vol. 33, no. 5, 3 March 2011.

01 marzo, 2011

Nicholas Vrousalis: 'G. A. Cohen's Vision of Socialism'

En su ensayo ‘G. A. Cohen’s Vision of Socialism’ (publicado en The Journal of Ethics, vol. 14, nos. 3-4, diciembre de 2010, pp. 185-216), Nicholas Vrousalis nos ofrece un meticuloso recorrido por las principales ideas de Cohen y, en paralelo, nos explicita cómo se desarrollaron a través de su obra. Nuestro autor pone el acento en el origen y desarrollo del marxismo analítico en Cohen. Así, el recorrido se inicia en la teoría de la inequitativa distribución de la libertad en el capitalismo, continúa con la crítica de los derechos de propiedad de sello libertario, así como el diagnóstico de la estructura ‘insuficientemente igualitaria’ de la teoría de la justicia como imparcialidad de John Rawls, y concluye en el rechazo del concepto de fraternidad ‘barata’ promulgada por el igualitarismo liberal. Vrousalis sostiene que el trabajo de Cohen en filosofía política sólo se entiende a partir de su compromiso por una forma de socialismo democrático, sin mercado, capaz de realizar los valores de libertad, igualdad y comunidad –tal como él los concibiera. La primera parte del ensayo es un intento de recuperar los principales argumentos relacionados con la idea de socialismo y examinar cronológicamente el desarrollo de sus tesis, utilizando para ello sus libros como hitos temáticos. La segunda parte consiste en articular estos argumentos para reconstruir su visión del socialismo. Así, el resultado es que la filosofía política de Cohen nos ofrece una concepción de la libertad objetiva y subjetiva, una comprensión original de la justicia como satisfacción de la necesidad real, y una idea substantiva de fraternidad como justificación del concepto de comunidad. Al conjugar estos valores, Cohen nos ofrece una prescripción de lo que es la política justa, así como el valor de lo que significa tratar a las personas como iguales. Leer el ensayo aquí.