13 diciembre, 2007

El sujeto de la historia en Walter Benjamin

En el núcleo de la filosofía de la historia de Walter Benjamin gravita un nuevo concepto de la historia y, en paralelo, la afirmación de un nuevo “sujeto del conocimiento histórico”. Para Benjamin, el sujeto histórico es “la clase oprimida que lucha”, clase oprimida que se convierte en sujeto de la historia no mediante la crítica de las armas, sino poniendo el acento en el conocimiento histórico y en la toma de conciencia de sí mismo: “El fruto nutricio de lo históricamente comprendido tiene en su interior [... una] semilla preciosa...”. El sujeto de la historia no está dado, al contrario, se constituye a sí mismo como el depositario y catalizador del conocimiento histórico. Pero este proceso de constitución no se nutre de utopías, “el ideal de los descendientes libres”, sino de la memoria y experiencia del sujeto, “la imagen de los antepasados oprimidos”.

Ahora bien, la “clase oprimida”, según Benjamin, no se convierte en sujeto de la historia por su lugar en el proceso productivo, como el sujeto de la historia en Marx, la clase trabajadora, sino pasando “por lo que ha sido, para experimentar el presente”, es decir, a través de la actualización del pasado, “despertando un saber, aún no consciente, de lo que ha sido”. Así, el conocimiento histórico es el encuentro entre un sujeto que no se resigna a lo dado como lo real, lo verdadero, la “eterna ‘imagen’ del pasado”, y un pasado específico ausente, “la verdadera imagen del pasado... relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad... [y] corre el riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella”, es decir, el conocimiento histórico es el encuentro entre un sujeto insatisfecho y un objeto desconocido.

Una vez que la “clase oprimida” ha aprehendido, no sin riesgos, este conocimiento, “articular históricamente el pasado", y reconoce el signo de “una posibilidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido”, entonces podrá introducir un cambio crítico en su situación presente. Sin embargo, su acción nunca será la misma de la clase revolucionaria en Marx cuya acción descansa en su poder, sino más bien será su debilidad, su necesidad.

Para Benjamin, la noción de necesidad alude a la disociación que tiene lugar entre el sujeto y su situación histórica. La respuesta a esa necesidad sería la actualización del pasado que no se ha realizado, que no se ha completado; de ahí que mediante la aprehensión de ese pasado negado u olvidado el sujeto asuma su conciencia histórica, una nueva conciencia de sí mismo, pues hasta ahora el sujeto había experimentado esa necesidad como una mera privación, mas no como un impulso para luchar “por el pasado oprimido”. Un pasado que enriquece su presente y despierta el significado olvidado dentro de sí mismo, es decir, el significado de su esperanza, de su tradición; un pasado que recupera, en el corazón mismo del presente, una nueva actualidad. Y esto se debe a que “la verdad... está unida a un núcleo temporal, escondido a la vez tanto en lo conocido como en el conocedor”. Aquí la toma de conciencia de la necesidad es doble: primero, como carencia de la felicidad, “el pasado contiene un índice temporal que lo remite a la salvación”, y segundo, como la conciencia de que el poder para realizarla viene del pasado, “nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado tiene derecho”.

En otras palabras, la aparición de un sujeto de la historia, de acuerdo con Benjamin, tiene lugar sólo si el candidato para llevar a cabo la tarea es investido por un conocimiento que le viene del pasado (sede de la necesidad y la carencia). Esta mediación de la memoria histórica en la constitución del sujeto parecería paralizar la acción del sujeto, pero no es así, porque los motivos de la acción --valores antes negados, olvidados-- nunca están dados antes de la constitución del mismo, quien entonces --y no antes-- los proyecta como fines (valores posibles) de su acción política.

¿Podemos considerar la universalidad de la historia sin el pasado que no está presente? ¿Podemos pensar acerca de la universalidad del presente sin “el pasado oprimido”? Según Benjamin, el principio ético de la universalidad es el hombre oprimido, que en el punto dialéctico de fractura (despertar) se descubre a sí mismo como un hombre necesitado e insatisfecho: “el momento del despertar sería entonces idéntico al ‘ahora de la cognoscibilidad’”. Con la irrupción de la conciencia despierta, el hombre oprimido se orienta a abandonar su condición inhumana; impulso que se carga de razón (racionalidad valorativa) cuando descubre la no-identidad (disociación) de su condición presente, es decir, la presente privación de su dignidad y libertad. Con la noción de “despertar” Benjamin reconcilia historia y política en una relación original, postulando el primado de la política sobre la historia:

El giro copernicano en la visión histórica es éste: se tomó por punto fijo “lo que ha sido”, se vio el presente esforzándose [en determinar científicamente...] el conocimiento... Pero ahora debe invertirse esa relación, lo que ha sido debe llegar a ser vuelco dialéctico, irrupción de la conciencia despierta... Los hechos pasan a ser lo que ahora mismo nos sobrevino... el despertar es la instancia ejemplar del recordar...

La historia como conciencia, en Benjamin, se vuelve precisamente acción política en el momento de crisis de la conciencia del hombre oprimido, cuando éste se descubre en tensión de convertirse en sujeto. Esta tensión necesariamente conduce a la confrontación con la situación presente de injusticia, opresión y sufrimiento. Así, el hombre oprimido, debido a su inhumanidad, dialécticamente se convierte en sujeto, pues es la negación de la subjetividad la que define la condición humana: “El principio es la negación de lo que comienza con él” (Schelling). Más aún, el hombre oprimido alcanza su condición humana asumiendo dialécticamente esa condición. ¿Pero cómo se concibe ese tránsito a la condición de sujeto? El punto de partida es el reconocimiento de la condición humana, esto es, el reconocimiento del otro como nuestra propia condición. Aquí la radicalidad del pensamiento de Benjamin se expresa en la afirmación de la universalidad del sujeto.


Alfredo Lucero-Montaño

08 diciembre, 2007

Releer a Luis Villoro: 'El poder y el valor'


Releer El poder y el valor. Fundamentos de una ética política (México, FCE, 1997, 400 pp.) de Luis Villoro --un trabajo originalmente publicado hace diez años-- pudiere parecer una tarea riesgosa por anacrónica, pero no lo es. No lo es porque el libro de Villoro es una obra imprescindible. Imprescindible por dos razones: primera, se trata de un libro donde Villoro sistemáticamente desarrolla, en su propio estilo de trabajo, “los fundamentos de una ética política” --empresa que muy pocos autores contemporáneos tienen la capacidad de emprender. Y segunda, el autor tiene el valor de abordar, sin recurrir a licencias literarias ni teóricas, el problema del poder en la sociedad --problema del que no puede prescindirse al hablar de política--, y al hacerlo, lo hace atendiendo la exigencia actual de reproblematizar radicalmente la relación que existe entre ética y política.

Villoro declara que su interés se centra en los valores morales, particularmente, en “los concernientes a la vida en sociedad sometida a un sistema de poder, es decir, de la política”. Para Villoro, la tarea de una ética política es determinar cuáles son los valores comunes, dignos de ser estimados por cualquiera, fundar en razones el carácter objetivo de dichos valores y postular los principios regulativos de las acciones políticas para realizarlos. Así, el esfuerzo teórico del autor gravita en elaborar en círculos de análisis cada vez más amplios y rigurosos su objeto de estudio. Se trata de círculos cada vez más ricos y sistemáticos, con los cuales apunta a formular una representación conceptual completa y coherente del mismo: una teoría de los valores éticos, una teoría de la política y una teoría de la relación entre ética y política.

Pero lo que más llama la atención en él, y vuelve intensa su lectura, es que se trata de un libro, clara e insistentemente, propositivo; un libro que intenta, abierta y provocadoramente, convencer al lector de una propuesta original en el terreno de la ética política, la propuesta de lo que su autor llama “ética disruptiva”. Para Villoro, éticamente válida es aquella política que promueve una “disrupción”: la conversión radical de la “voluntad particular” en “voluntad general”, del convenio “conforme al poder” en convenio “conforme al valor”, del “burgués” en “ciudadano”, de la “sociedad burguesa” en “sociedad política”.

El pathos filosófico que recorre, en paralelo, el libro de Villoro es la relación entre “el pensamiento y las formas de dominación… cómo opera la razón humana, al través de la historia, para reiterar situaciones de dominio o, por el contrario, para liberarnos de nuestras sujeciones”. Para Villoro, el conocimiento no puede ser ya analizado en abstracto, desligado de su situación histórica. El conocimiento en tanto producto de sujetos empíricos está, por un lado, ligado a sus intereses prácticos y, por el otro, está condicionado por el conjunto de relaciones sociales concretas. Así, la tarea de la filosofía es considerarse a sí misma como algo determinado históricamente y, paralelamente, conducir la crítica de la razón sobre nuestra pretensión de saber, es decir, cumplir una función disruptiva de las creencias convencionales adquiridas, y además, comunicar la necesidad de esta exigencia. En lo que sigue me ocuparé brevemente, siguiendo a nuestro autor, sobre la articulación de los discursos explicativo y justificativo en la filosofía política.

Villoro distingue dos tipos de lenguaje en los discursos y textos políticos. Por una parte, el discurso justificativo (normativo, valorativo) que se refiere a un estado social deseable que supone una concepción de una sociedad posible, ideal, que respondería al bien común, y cuya razón es práctica. Y por la otra, el discurso explicativo que tiene que ver con los hechos y las relaciones al interior de la estructura social. Éste se ocupa de dar cuenta de las fuerzas sociales que podrían favorecer u obstaculizar la realización de proyectos valiosos, no formula fines deseables sino los medios necesarios para realizarlos, ejercita una razón teórica sobre los hechos, y concomitantemente, una razón instrumental sobre la relación entre medios y fines.

La filosofía política no se entiende sin la confluencia y relación recíproca de uno y otro discurso. Esta relación suscita una antinomia, una contradicción. El lenguaje explicativo intenta dar razón de las relaciones políticas mediante hechos que comprenden las acciones intencionales de los agentes, que incluyen deseos, creencias, intereses. Así, la política (de ser una ciencia) pretendería explicar la dinámica del poder a partir del conflicto de intereses particulares entre los distintos grupos y clases sociales. Pero de los intereses particulares no puede inferirse, sin otras premisas universales, el bien común. La diferencia de intereses no puede salvarse, resolverse, por el solo discurso explicativo. Por su parte, el discurso justificativo pretende determinar lo bueno para cualquier miembro de la sociedad, más allá de los intereses individuales excluyentes de los demás. Pero del valor objetivo (lo que efectivamente satisface una necesidad) no se puede inferir, sin un razonamiento suplementario (razones suficientes), los fines y valores que, de hecho, mueven a cada grupo social.

En otras palabras, para explicar la política, no se puede prescindir de la pretensión de objetividad de los proyectos colectivos; esta pretensión tiene que establecer una mediación entre los intereses particulares y los valores objetivos. Y para justificar la política, no se puede simplemente describir las características ideales de una sociedad justa, porque lo que se pretende es la realización en los hechos de ese bien común y para ello se necesita conocer la realidad social. Aquí pues se vuelve problemática la articulación de ambos niveles de la política. Pero Villoro nos propone una formulación teórica que apunta a salvar esta brecha que corre entre estos dos discursos.

La explicación de las creencias y acciones políticas pone en relación dos niveles de facticidad: Por un lado, las situaciones y relaciones sociales efectivas, reales (orden explicativo), y por el otro, los proyectos colectivos que suponen la aceptación de valores relativos a los intereses particulares de cada grupo social (orden justificativo). Para vincular uno y otro orden de hechos se requiere establecer cierta relación causal entre ellos. Aquí Villoro recuerda un esquema teórico esbozado en “El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias” (en El concepto de ideología, México, FCE, 1985), un trabajo anterior donde intenta precisar la relación entre las creencias de un grupo social determinadas por su posición en el conjunto de las relaciones sociales.

Las tesis son las siguientes: 1) la situación de cada grupo en el proceso de producción y reproducción de la vida real condiciona su situación social; 2) la situación social de cada grupo condiciona las necesidades percibidas por sus miembros; 3) esas necesidades tienden a ser satisfechas generando impulsos y actitudes positivas hacia ciertos objetos de carácter social, actitudes que a su vez constituyen disposiciones a actuar de manera favorable o desfavorable en relación con aquellos objetos; y 4) las actitudes en relación con los objetos sociales condicionan ciertas creencias sobre los valores. Este esquema explica la aceptación de ciertas creencias, entre las que han de contarse las valorativas (4), por su condicionamiento social (1), mediante dos eslabones intermedios: necesidades (2) y actitudes (3). Aquí debe notarse que el esquema propuesto no establece una determinación necesaria entre los hechos sociales y las valoraciones, sino una condición en las circunstancias del grupo social. Esto supone la admisión de otras condiciones iniciales.

Los intereses de cada grupo social están condicionados en gran medida por su situación; los valores y fines colectivos serán pues diferentes de uno a otro grupo, pero sería excesivo establecer necesidades uniformes para todos los grupos. Sin embargo, las valoraciones de los distintos grupos sociales, aun si responden a necesidades y actitudes particulares, tienen la pretensión de ser objetivas. Los valores que se proyectan se presentan como un bien común. Pero esta pretensión puede dar lugar a una maniobra: presentar, sin justificación suficiente, los valores que responden al interés exclusivo de un grupo, como si fueran de interés general. Esta es la operación de las ideologías.

Ahora bien, el proceso de justificación puede seguir la línea de la racionalidad valorativa, que con independencia de las actitudes e intereses del sujeto colectivo, fundamenta la objetividad de los valores, aduce razones para determinar cuál es el bien común y postula la coincidencia del interés particular con el interés general. Pero el lenguaje justificativo no sólo plantea la elección de los valores objetivos, sino también quiere su realización. Y ésta no es posible sin acudir a la realidad de los hechos sociales, es decir, a su explicación. Así, la acción y el orden político no se entienden sin referirse a la distinción entre esos dos lenguajes.

Alfredo Lucero-Montaño

01 diciembre, 2007

¿Qué es la política?

El siglo XX fue el siglo de la política por antonomasia. André Malraux decía que la política moderna había reemplazado al destino. Nuestro destino es la política y nuestra tragedia es la política. Ahora, en los inicios del nuevo siglo, ya no sabemos qué es la política. Troquelados por la modernidad capitalista, nos hemos convertido en individuos conformistas, pasivos e indiferentes, por ello ahora nos vemos inercialmente sujetos a las fuerzas materiales del capital y el mercado. Y porque además somos ignorantes y ciegos, y no sabemos lo que es la política, estamos sometidos a la simple reproducción de la vida económica. Porque el poder actualmente es el poder de las finanzas y el comercio. Inclusive los propios gobiernos, supuestamente soberanos, están subordinados al capital y al mercado. Karl Marx decía, en 1848, que “el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes [del capital]”. Hoy día eso sigue siendo cierto. De ahí cuando votamos sólo estamos reemplazando a un empleado del capital por otro empleado del capital.

Ahora bien, el Estado moderno representativo es la forma exclusiva de ejercicio del poder político; es la forma de dominación ideológica, control social y violencia organizada del poder sobre los grupos mayoritarios. Y uno de sus recursos de dominación y control social es precisamente la administración de las elecciones. El Estado, acompañado de su hegemonía “democrática”, es el que decide cuándo y dónde se va a votar, así como el que sanciona el resultado electoral. Pero, ¿es el voto en sí mismo una verdadera decisión, una verdadera opción? La respuesta es no. Una verdadera opción, una verdadera decisión, es un acto libre en su forma y en su contenido. Libre en su forma porque no es otro sino el demos el que decide cuándo y dónde se va a actuar; y libre en su contenido al poseer la capacidad de poner en crisis el status quo que no debe seguir repitiéndose, o en palabras de Walter Benjamin, “colocar al presente en una situación crítica” con vistas a transformar las contradicciones sociales (desigualdad, injusticia, discriminación, explotación, corrupción, violencia).

Entonces, ¿el voto es un acto político? Siguiendo a Alain Badiou, el voto en sí no es un acto político, sino un acto estatal. La diferencia entre uno y otro consiste en que el voto estatal --sin negar su importancia-- no es un verdadero momento de libertad, es más bien una comprobación. En las elecciones lo que se hace es comprobar que el estado de cosas sigue su curso. Y nosotros participamos en esta comprobación. En cambio, el acto político es un acto libre, tanto en su forma como en su contenido. El acto político crea un tiempo y un espacio que no dependen del tiempo y espacio del poder dominante, su objetivo no es el Estado ni el poder. Al contrario, es un acto que interrumpe la continuidad del poder, que hace estallar en el presente la reproducción de las relaciones de dominación y subordinación.

Pero el problema es saber si actualmente queremos y sabemos construir ese tiempo y espacio políticos. ¿Es posible no seguir siendo esclavos modernos del capital y del mercado? Esta es una definición posible de la política, es decir, la posibilidad de liberarnos de la condición de esclavos y subordinados. Si la política existe verdaderamente, entonces la política es el horizonte de lo posible, es la política para la libertad. Aquí entendemos el concepto de política para la libertad como el marco de orientación y realización de valores políticos comunes, deseables para el todo social, esto es, dignos de ser estimados por cualquiera, y objetivos, válidos para todos los miembros de la sociedad, esto es, fundados en razones objetivamente suficientes: libertad, igualdad, justicia, tolerancia, solidaridad, seguridad, paz. Así, la pregunta urgente que hay que plantearnos es si lo posible, ¿es posible? Porque las leyes del capital y el mercado señalan que la política para la libertad es imposible. Lo único que existe --lo real-- es la economía, el mercado y el voto. El resto no es más que una utopía, un sueño arcaico, o peor aún, una ilusoria distracción de los problemas “reales” de la sociedad.

¿Qué quiere decir que lo posible es imposible? Desde el ambiguo discurso del poder lo único que vale son los intereses de la economía capitalista y las reglas de la democracia representativa utilitarista. Se nos adoctrina que no puede criticarse la economía capitalista porque la economía es la realidad. Y criticar la realidad sería tan absurdo como criticar el clima. También se nos adoctrina que no es válido criticar la democracia representativa porque la democracia es un valor moral, un valor social. Y criticar la democracia sería tanto como criticar el derecho de los hombres de concurrir libremente a votar --mas no a participar realmente en las decisiones públicas que nos afectan.

Lo único realmente existente son los negocios, el dinero, el empleo, la vida privada; en una palabra, que cada individuo se dedique a su tarea. La política para la libertad es imposible. Esto es precisamente lo que los depredadores de la res publica le dicen en sordina a los grupos subordinados de la sociedad: nosotros, los que tenemos la habilidad para gobernar, sabemos que la política para la libertad es imposible, pero, en compensación, sí sabemos administrar el tiempo y el espacio públicos, por eso: ¡Vota así! Aquí está claro que la meta de la democracia electoral es la despolitización, “que las cosas mantengan su normalidad”, es decir, que se conserve la inercia del status quo. Al respecto Benjamin afirmaba a contracorriente que la verdadera catástrofe de nuestro tiempo no es lo inminente, sino que el actual estado de cosas “siga sucediendo” (barbarie, marginación, miseria).

Entonces, si el poder expresa la estructura elemental de la dominación, ¿estamos condenados a desplazarnos dentro del tiempo y espacio del poder? No, nuestra primera acción consiste justamente en decir “no” al poder, dar inicio a una actitud de resistencia a la dominación y subordinación. Lo que hay que afirmar es que “la política para la libertad es posible”. Ciertamente, ésta es débil, pero puede fortalecerse; es poco frecuente, pero puede dar lugar a un gran movimiento de cambio en la sociedad; el tiempo y el espacio políticos son posibles. Nuestra tarea es inventar la política, pensar sobre las nuevas condiciones de la política, pensar la política en sí misma, esto es, debatir, discutir y poner en práctica la política en sí misma. Este modo de pensar y actuar la política ha dado lugar, en la historia, a tiempos y espacios políticos, por ejemplo, en Polonia, el movimiento obrero Solidaridad trastoca el orden establecido al obtener el reconocimiento de la nomenklatura como un actor político en igualdad de condiciones.

Luego, ¿es posible interrumpir el mecanismo del poder, al menos temporalmente? Jacques Rancière sostiene que esa interferencia se produce realmente, y que ella constituye incluso el núcleo de la política, esto es, el acto político propiamente dicho. Esta idea está en consonancia con el concepto de historia como interrupción en Benjamin, quien afirmaba que el núcleo de la historia de los oprimidos no está en la continuidad del curso del tiempo, sino en sus interferencias: allí donde estalla algo verdaderamente nuevo, una nueva experiencia, una nueva constelación política: “La conciencia de hacer saltar el continuum de la historia... en el momento de su acción”.

¿Qué es pues la política propiamente dicha? Según Rancière, es un fenómeno que apareció por primera vez en la antigua Grecia, cuando los miembros del demos --los individuos que no tenían ningún lugar determinado en el edificio social jerárquico, los marginados-- exigieron no sólo sus demandas inmediatas, concretas, sino que se los escuchara por quienes ejercían el poder y el control social. Pretendían que su voz se escuchara, fuera reconocida en la esfera pública, a igual título que la voz de la oligarquía y la aristocracia gobernantes. Más aún, ellos, los marginados, se presentaron como los representantes del todo social, de la verdadera universalidad: “Nosotros, la nada no contada en el orden, somos el pueblo, somos el todo, contra los otros que solo representan sus intereses privilegiados, particulares”.

El conflicto político nace de la tensión entre el cuerpo social estructurado, en el cual cada parte tiene su lugar y función, y la parte excluida que perturba ese orden en nombre del principio de la universalidad; lo que Etienne Balibar denomina égaliberté, la igualdad de principio de todos los hombres en cuanto seres que poseen razón y lenguaje. De este modo, la política propiamente dicha siempre involucra una especie de cortocircuito entre el universal y lo particular: la paradoja es que aparece un singular como sustituto del universal, un singulier universel, desestabilizando el orden funcional “natural” de las relaciones sociales establecidas: “Nosotros somos el pueblo, el pueblo de todos”. Esta identificación de la no-parte con el todo, de la parte de la sociedad que se resiste a ocupar el lugar de marginado y subordinado, con lo universal, es el gesto elemental de la politización, discernible en todos los grandes acontecimientos democráticos, desde la Revolución Francesa, pasando por los movimientos de liberación encabezados por Gandhi que dijo “no” a la dominación inglesa en India, King actuando contra la segregación racial en Estados Unidos, Mandela fundando una nueva nación al negarse al apartheid en Sudáfrica, hasta el derrumbe del “socialismo real” en Europa, sin olvidar la rebelión de los indígenas zapatistas en México.

En suma, la aparición en la lucha política propiamente dicha de un singulier universel, es decir, de un sujeto político que representa la universalidad, apunta a lograr justamente que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un actor político legítimo y responsable, libre y activo. Así, este sujeto político busca reivindicar su universalidad, es decir, busca alcanzar la politización de su propio destino al interior del debate social en condiciones de igualdad y libertad.

De este modo, la tarea de la política para la libertad es recuperar el movimiento plural de la sociedad, originar una práctica política que ponga en crisis las versiones ritualizadas y vacías de lo político, y enriquecer el espacio y tiempo políticos desde la perspectiva, esto es, desde la memoria y experiencia, de los grupos sociales dominados y marginados.


Alfredo Lucero-Montaño