26 mayo, 2012

Gontzal Zubizarreta / Jacques Rancière: El odio a la democracia


Jacques Rancière, El odio a la democracia, trad. Irene Agoff, Amorrortu, Buenos Aires, 2006.

Con el libro El odio a la democracia, Jacques Rancière se implica de lleno en el gran debate que vive parte de la inte­lectualidad francesa en torno al concepto y uso de «democracia». Rancière tiene una motivación clara para su publica­ción: desmontar las mentiras y contradic­ciones que la intelectualidad «antidemo­crática» achaca al objeto de sus críticas y, sobre todo, a su protagonista, el indivi­duo democrático.

Para ello, el autor francés parte de la definición de la paradoja democrática, es decir, la paradoja que surge al entender la democracia como el reinado del exceso de sus sustentadores, lo cual llevaría a la ruina del mismo gobierno democrático, por lo que estos gobiernos deberían re­primir los excesos que su mismo sistema genera. Esta paradoja se convierte en punto de partida teórico a criticar para un Rancière que, con paciencia y mucho tino, tratará, no solo de desacreditar a los nuevos conservadores que usan el hijo del consumo, el individuo democrático, como culpable de todos los males, sino para expresar su posicionamiento demo­crático, sus ideas en torno a este concep­to tan controvertido y su aplicación a la realidad política francesa.

Rancière pone en la diana, se enca­pricha en criticar una de las obras que podrían acogerse como paradigma del nuevo odio hacia la democracia, a saber, Les penchants criminels de l’Europe démo­cratique, de Jean-Claude Milner, obra que sitúa la democracia occidental como enemiga fundamental del pueblo filial de Israel. Este posicionamiento da al autor de El Odio a la democracia las claves del nuevo odio al que se enfrenta la ya des­gastada democracia. El individuo demo­crático se habría convertido en un indivi­duo egoísta, la democracia se identificaría con una sociedad de consumo y la escue­la sería la culpable última de tal degene­ración, la que ha tenido el papel protagonista en la creación de este tipo de sociedad de excesos. Lo interesante aquí es darse cuenta de la caracterización ani­malizada, despojándolo de su politicidad, que Milner da al individuo normal y corriente de cualquier sociedad democrá­tica y occidental de hoy en día. Incluso se critican, se ponen en duda los dere­chos, derechos de los individuos egoístas, de individuos que solo miran para sí y no para la colectividad.

Pero veamos quién es este individuo democrático al que tanto critican los ene­migos de Rancière. La ecuación por la cual los críticos actuales de la democracia critican su objeto es sencillo, a saber, los individuos egoístas, aquellos que Marx creía que eran los propietarios de los me­dios de producción por no ver más que sus propios beneficios personales, ha pa­sado, se ha rebajado, a toda una sociedad y a todos y cada uno de los individuos de la sociedad. Esto es en lo que se ha con­vertido la sociedad, en una suma de indi­viduos que solo tienen el lucro personal como objetivo en la vida, forma de ac­tuar que más tarde o temprano destruirá, no solo el sistema, sino que nos llevará al final de la humanidad si alguien no lo remedia.

La simple ecuación de democracia = ilimitación = sociedad lleva a pensar que la democracia es una forma de sociedad y no una teoría política; que es el reinado del individuo consumista y no el de los hombres libres. La democracia, para sus críticos contemporáneos, se ha reducido a tan solo una sociedad de consumo de individuos privilegiados.

Se podrá decir que la reducción de la democracia hacia una forma de sociedad es la primera de las reducciones que Ran­cière identifica como pertenecientes al odio a la democracia. Pero aún queda un segundo y quizás más inquietante movi­miento que Rancière identifica como la tendencia autodestructiva que los nuevos enemigos de la democracia achacan a la forma social de nuestra democracia. El campo de batalla, de desarrollo de este segundo movimiento sería la escuela, donde el individuo democrático, reduci­do a un pequeño individuo democrático que ve en el maestro un vendedor de ser­vicios igual que el frutero o el televiden­te, destruye de golpe a toda una genera­ción de maestros republicanos que no pueden ya transmitir a las almas vírgenes un saber universal que vuelve igual a los hombres. Si esta «raza» desaparece y la escuela ya no es el transmisor, no puede ya educar a los pequeños individuos egoístas, la humanidad irá directa a la autodestrucción.

En fin, toda la política de hoy se re­duciría a una dualidad entre la humani­dad adulta, fiel a la tradición, costumbres republicanas y defensora de los auténti­cos valores de la humanidad, contra una humanidad pueril, una masa de indivi­duos democráticos, consumidores, privilegiados que llevarían a la humanidad a su autodestrucción. La sociedad es el hábitat de esta segunda «raza» de individuos; la democracia, su alentadora. Según Milner y sus compañeros de bata­lla, la democracia actual sería la humani­dad del pastor perdido.

22 mayo, 2012

Nicolás González Varela / Un Marx desconocido: la Deutsche Ideologie II


René Magritte
Recordaba el viejo Engels en 1885 que “cuando en la primavera de 1845 de nuevo volvimos a encontrarnos, esta vez en Bruselas, Marx había avanzado ya hacía los principales aspectos de su teoría materialista de la Historia (materialistische Geschichtstheorie). Nos propusimos entonces la tarea de elaborar la teoría recién lograda en las más variadas direcciones… Ahora, el Comunismo ya no consistía en exprimir de la fantasía un ideal de la sociedad lo más perfecto posible, sino en comprender el carácter, las condiciones y, como consecuencia de ello, los objetivos generales de la lucha librada por el Proletariado… Nuestra intención no era, ni mucho menos, comunicar exclusivamente al mundo ‘erudito’, en gordos volúmenes, los resultados científicos descubiertos por nosotros. Nada de eso. Los dos estábamos ya metidos de lleno en el movimiento político, teníamos algunos partidarios entre el mundo culto, sobre todo en el occidente de Alemania, y grandes contactos con el proletariado organizado. Estábamos obligados a razonar científicamente nuestros puntos de vista, pero considerábamos igualmente importante para nosotros el ganar al proletariado europeo, empezando por el alemán, para nuestra doctrina.” [1] ¿Cuál fue el producto de este trabajo de urbanización que debía expandirse, como afirma Engels, en múltiples Richtungen, en variadas direcciones? Un enorme manuscrito inédito titulado Die deutsche Ideologie, obra que Marx y Engels comienzan a escribir casi inmediatamente a su desembarco forzado en Bruselas, abril de 1845, y es la evolución-superación lógica tanto de los famosos Manuscritos económicos-filosóficos de 1844 como de La Sagrada Familia, escrita por ambos entre 1844-1845. La obra se transformó no solo en un ajuste de cuentas con varias tendencias filosóficas y políticas de la Alemania de la época, sino en el acta de nacimiento del propio Marxismo ya consolidado a través de un trabajo de zapa negativo, de oposición (Marx le llama den Gegensatz unserer Ansicht gegen die ideologische der deutschen Philosophie gemeinschaftlich auszuarbeiten) y lucha política-ideológica. Si consideramos la obra en cuanto al número de folios, se trata de una larga crítica al anarquismo individualista de Max Stirner (dit Johann Caspar Schmidt) [2] y a los escritos del filósofo Junghegelianer Bruno Bauer de 1844-1845 (antiguo padrino académico y maestro de Marx en su etapa liberal). [3] Es también un momento decisivo en una escalada en la lucha ideológica tanto contra el radicalismo liberal, el republicanismo burgués y la izquierda hegeliana. La dura polémica había sido iniciada por Bruno Bauer atacando al Comunismo y al filósofo Ludwig Feuerbach en dos artículos furibundos a lo largo de 1844: “Was ist jetzt Gegenstand der Kritik?” [4], “Die Gattung und die Masse” [5] y en un libro publicado en 1843: Die Judenfrage. [6] Engels y Marx le replicaron, todavía como comunistas-feuerbachianos, en Die heilige Familie y en artículos publicados en el Deutsch-Französische Jahrbücher [7]; Bauer contrarreplicó, atacando ahora tanto al particularismo egoísta de Stirner como a Feuerbach (y por elevación al Comunismo) en el artículo “Charakteristik Ludwig Feuerbachs”, [8] que a su vez fue acompañado por el ataque en forma de libro de Stirner, ya no sólo contra Feuerbach y el Comunismo, sino implícitamente con la posición filosófico-política de Engels y Marx reflejada en Die heilige Familie; finalmente como punto final a este rizo de lucha ideológica, Engels y Marx componen su crítica amplia y definitiva precisamente en Die deutsche Ideologie. ¿Por qué en especial Bruno Bauer y Max Stirner? El propio Engels, escribiendo con pseudónimo y en tercera persona, señalaba en un artículo de 1845 que “se ha declarado la guerra a los filósofos alemanes que se niegan a sacar consecuencias prácticas de sus teorías puras y afirman que el Hombre no tiene otra cosa que hacer que cavilar acerca de problemas metafísicos. Los señores Marx y Engels han publicado una detallada refutación de los principios sostenidos por B. Bauer y los señores Hess y Bürgers se disponen a refutar la teoría de M. Stirner. Bauer y Stirner son los representantes de las últimas consecuencias a que lleva la filosofía alemana abstracta (abstrakten) y, por tanto, los únicos adversarios filosóficos importantes del Socialismo, o, por mejor decir, del Comunismo, ya que aquí la palabra Socialismo engloba las distintas ideas confusas, vagas e indefinibles de quienes comprenden que hay que hacer algo, pero sin decidirse a abrazar sin reservas el Sistema de la Comunidad (Gemeinschaftssystem).” [9] El Kommunismus es aquí definido, de manera notable, como un sistema social basado en la idea de comunidad humana.

21 mayo, 2012

Alain Badiou / Razonamiento altamente especulativo sobre el concepto de democracia


René Magritte
“Razonamiento altamente especulativo sobre el concepto de democracia” es  –al margen de su interés teórico-- una curiosidad editorial, pues se trata del primer ensayo de Alain Badiou publicado por una revista mexicana, Metapolítica (no. 14, 2000). No es poca cosa. Después aparece publicado en Compendio de metapolítica (Prometeo, Buenos Aires, 2009) del propio autor. Le agradezco la pista (entre otras) a mi amigo Omar Montilla, el infatigable editor de la revista digital Gramscimanía (http://www.gramscimania.info.ve), que gracias a su cuidadoso trabajo de documentación la ha convertido en una página imprescindible para la búsqueda de materiales interesantes y actuales.

                                 
La palabra "democracia" es hoy el principal elemento organizador del consenso. Se La palabra "democracia" es hoy el principal elemento organizador del consenso. Se pretende reunir bajo esta palabra tanto el derrumbe de los Estados socialistas como el supuesto bienestar de nuestros países o las cruzadas humanitarias del Occidente.

De hecho, la palabra "democracia" pertenece a lo que llamaré la opinión autoritaria. Está de cierta forma prohibido no ser demócrata. Con mayor precisión: se da por sentado que la humanidad aspire a la democracia, y toda subjetividad que se suponga no demócrata es considerada patológica. En el mejor de los casos, ella implica una paciente reeducación; en el peor, significa el derecho de injerencia de los legionarios y paracaidistas demócratas.

La democracia así inscrita en la opinión y en el consenso atrae necesariamente la sospecha crítica del filósofo. Desde Platón, en efecto, la filosofía es ruptura con la opinión. Está obligada a examinar todo aquello que espontáneamente es considerado como normal. Si "democracia" designa un supuesto estado normal de la organización colectiva, o de la voluntad política, entonces el filósofo pedirá que se examine la norma de dicha normalidad. No admitirá ningún funcionamiento de la palabra en el marco de una opinión autoritaria. Para el filósofo, todo lo que es consensual es sospechoso.

15 mayo, 2012

Nicolás González Varela / Un Marx desconocido: la Deutsche Ideologie I

René Magritte
Un gran biógrafo de Marx, Boris Nicolaïevski, reconocía en 1937 que de cada mil socialistas, tal vez sólo uno haya leído una obra completa de Marx; y de cada mil antimarxistas, ni uno. Y lo peor, concluía, es que Marx ya no estaba de moda. Cuarenta años antes, un gran teórico y militante, hablo de Labriola, al participar en el publicitado debate sobre la valencia científica de la obra de Marx en 1897, (la llamada “primera crisis del Marxismo”, y cuyos principales interlocutores eran nada menos que intelectuales de la talla de George Sorel, Eduard Bernstein y Benedetto Croce) [1] se preguntaba con inocencia “los escritos de Marx y Engels… ¿fueron leídos enteramente por algún externo al grupo de amigos y adeptos próximos, esto es, de los seguidores e intérpretes directos de los autores mismos?... Añádese a eso la rareza de muchos de los escritos aludidos, y hasta la imposibilidad de dar con algunos de ellos.” Y concluía proféticamente si “este ambiente literario”, esta situación hermenéutica adversa, no era uno de los culpables de la mala asimilación, de la aparente decadencia y crisis del pensamiento de Marx. Con pesimismo recapitulaba en una sentencia profética: “Leer todos los escritos de los fundadores del socialismo científico ha resultado hasta ahora un privilegio de iniciados.” [2] Ya el fundador del anarcosindicalismo Georges Sorel, con quién precisamente intercambia opiniones Labriola, había llegado a conclusiones similares en su balance parcial del arraigo del Marxismo en las condiciones materiales de Europa a inicios del siglo XX. Según Sorel y por el mismo motivo: “les thèses marxistes n'ont point été, généralement, bien comprises en France et en Angleterre par les écrivains qui s'occupent des questions sociales”. [3] Parafraseando a Frossard, podría decirse que la mayoría de los marxistas no conocen los escritos de Marx mejor de lo que los católicos conocen la Summa de Santo Tomás de Aquino. Labriola se preguntaba a propósito de la “crisis” o decadencia de Marx, que “cómo nos puede asombrar… que muchos y muchos escritores, sobre todo publicistas, hayan tenido la tentación de tomar críticas de adversarios, o de citas incidentales, o de arriesgadas inferencias basadas en pasos sueltos, o de recuerdos vagos, los elementos necesarios para construirse un Marxisme de su invención y a su manera?... El Materialismo Histórico –que en cierto sentido es todo el Marxismo– ha pasado… por una infinidad de equívocos, malas interpretaciones, alteraciones grotescas, disfraces extraños e invenciones gratuitas… que tenían por fuerza que ser un obstáculo para las personas que quisieran hacerse con una cultura socialista.” Nikolaïevski y Labriola, pero no sólo ellos, estaban convencidos que a Marx le esperaría siempre un sino de mala recepción, que empezaba por la misma difusión e irradación de sus textos. Labriola señalaba otro obstáculo, aún más profundo y riesgoso, que es el que aquí nos ocupa: la misma rareza de los escritos de Marx y la imposibilidad de contar con ediciones confiables de ellos. Incluso no tanto de ediciones confiables, sino de ediciones sin más. El lector responsable de la obra marxianne debía pasar, según Labriola, por condiciones ordinarias más extremas que la de cualquier filólogo o historiador para estudiar los documentos de la Antigüedad. Por experiencia propia, se preguntaba: “¿Hay mucha gente en el mundo que tenga la paciencia suficiente para andar durante años… a la busca de un ejemplar de la Misère de la Philosophie… o de aquel libro singular que es la Heilige Familie; gente que esté dispuesta a soportar, por disponer de un ejemplar de la Neue reinische Zeitung, más fatigas que las que tiene que pasar en condiciones ordinarias de hoy día cualquier filólogo o historiador para leer y estudiar todos los documentos del antiguo Egipto?” [4]

12 mayo, 2012

Eduardo Febbro / Entrevista a Alain Badiou


René Magritte
Pensar el mundo a la velocidad que va; las revoluciones árabes; el colapso ecológico; el movimiento de los indignados; la crisis sistémica del capitalismo. Pensar también las matemáticas, la poesía; y pensar también lo que no tiene tiempo y nos compromete más que cualquier otra cosa: el amor. Esta es la dimensión polifónica del filósofo francés Alain Badiou. Objeto de adoración o de un sólido cuestionamiento, el pensador francés ha tejido una obra sin concesiones que abarca la filosofía analítica, la matemática, el teatro, la política, la literatura y hasta el amor como temas de una reflexión conectada a la raíz de las transformaciones y trastornos humanos. Su obra contiene una de las críticas más densas y lúcidas contra lo que Badiou llamó “el materialismo democrático”, ese orden mundial donde cada cosa tiene un precio, un interés material final. En pleno siglo XXI, y con los referentes históricos que se conocen, Alain Badiou alega todavía a favor de lo que él define como “la idea comunista”. El pensador francés rescata de esa ideología la “idea de la emancipación de toda la humanidad, la idea de la igualdad entre los componentes de la humanidad, el fin del racismo y de las fronteras”. En esa misma línea, Badiou reintroduce el pensamiento de Marx. Puesto en un cajón con las piedras del Muro de Berlín, Marx regresa hasta nosotros. Las revoluciones árabes lo reactualizaron en el sentido más estricto: el movimiento de las masas hacia su emancipación.

Invitado a Buenos Aires a partir del 7 de mayo por la Universidad Nacional de San Martín, Alain Badiou recibió a Página/12 en su casa de París. En este diálogo, el autor de Elogio del amor expone su análisis sobre los cambios históricos que se desprenden de las revoluciones árabes al tiempo que, en contra de la opinión optimista dominante, destaca que el sistema liberal está lejos de haber abdicado.


09 mayo, 2012

Todos somos spinozistas (lo que pasa es que no lo sabemos)


Según Deleuze, Bernard Malamud nos recuerda que es posible una lectura connatural y apasionada de la Ética de Spinoza --cualquiera que quede en medio de Spinoza, que sea arrastrado irresistiblemente por su pensamiento, puede recibir de él una repentina iluminación, un flash. Así lo siente Yakov Bok, el protagonista de El reparador, en este conocido pasaje:

—No, señor. Yo no sabía quién ni qué era cuando su libro cayó en mis manos. Si ha leído usted la historia de su vida, sabrá que no era muy apreciado en la sinagoga. Encontré la obra en una librería de viejo de un pueblo vecino, pagué un kopek por ella y me maldije por gastarme un dinero que era tan difícil de ganar. Después, leí unas cuantas páginas y tuve que seguir, como si me empujara un vendaval. Como le he dicho, no lo comprendía muy bien. Pero, cuando uno empieza a interesarse por esta clase de ideas, es como si montara en la escoba de una bruja. Me sentí un hombre diferente. Bueno, esto es un decir, porque, en realidad, he cambiado muy poco desde mi juventud [....] Lo cierto es que soy medio analfabeto. Mi otra mitad posee sólo una formación media. Hay muchas cosas que se me escapan, aunque concentre la atención [...] le diré que el libro significa varias cosas según el tema de los capítulos, aunque todas ellas ligadas en el fondo. Creo que lo que él pretendía era hacerse un hombre libre, en la medida en que se lo permitía su filosofía, si puedo expresarme así, escudriñando todas las cosas y relacionándolas entre sí, si es que Su Señoría comprende lo que quiero decir.

Bernard Malamud, El reparador, trad. J. Ferrer Aleu, Sexto Piso, Madrid, 2007, pp. 81-82.

07 mayo, 2012

Tomás Abraham / "Para pensar tenés que ser una persona que se caga en todo"

La filosofía de lo bajo es un modo de ver las cosas. La filosofía generalmente –no digo nada original- siempre fue pensada como algo elevado, algo espiritual. Cuando uno escucha que alguien se define como filósofo piensa que va a decir cosas importantes, profundas, relacionadas con el sentido de la vida. La gente común labura, hace lo que puede, vive en la tierra; y el filósofo es el que ve desde arriba todo ese tipo de cosas. Esa es una imagen tradicional de la filosofía. Ahora, si uno se pone en ese lugar hace un papelón, porque es ridículo, el filósofo no está por arriba de nada. Y después, eso bajo o terrenal, esa necesidad de estar con los pies bien plantados, de no vivir toda la vida en una universidad, salir, conocer cosas que no corresponden a tu vocación, mezclarte con gente no letrada. Eso no es por un afán de humanismo, sino que es absolutamente indispensable para poder pensar. Wittgenstein decía: “Para ser filósofo elegí cualquier oficio que no sea ser profesor de filosofía”. Hay ciertos autores que a mí me daban esa imagen de un tipo de pensamiento bien agarrado en las cosas: el joven Sartre; el polaco Gombrowicz; Artaud, el poeta; y mis maestros Foucault y Deleuze. Tiene que ver con un modo de hacer filosofía que no toma en cuenta a la autoridad, ni la referencia, ni la competencia en cuánta gente citás, ni en el fisioculturismo bibliográfico, ni en el formulario de tesina. Es otra cosa, que se llama pensar. Y para pensar tenés que ser una persona que se caga en todo, especialmente en aquellos que te dicen cómo pensar y qué pensar. Vos ahí tenés que agarrar la aspiradora, borrar todo y ahí empezar a saltar como un mono y decir: “Esta alfombra es mía y acá digo lo que quiero”. Ahora, esta actitud de apropiación de la página, de la pantalla, de lo que sea, de tu cabeza, no es ni espontánea ni surge por voluntad solamente, sino que tenés que meter mucho trabajo. No tiene ningún sentido si no hay un esfuerzo a saltear. Todo esto tiene sentido si vos encontrás una resistencia, una pelea. Y la pelea te exige estar armado, porque el ejército de la cultura está con gente muy armada con mucho arsenal. Entonces, conseguir una voz propia, un pensamiento que sea tuyo, valga lo que valga, desentenderte de lo qué dirán, de cómo queda, bancarte estar en minoría, bancarte la frustración, no publicar un libro, que nadie lea un texto, que no te salga un renglón. Bueno, todo eso para mí forma parte de lo bajo. Es decir, no de la imagen del pensador, que te habla con voz grave, cavernosa, con buena sintaxis y que se lleva la mano al mentón y realmente está en estado de pañales, eso no.

Fuente: Revista Ñ

05 mayo, 2012

Alex Callinicos / Contra el postmodernismo

Introducción

¿Un libro más sobre el postmodernismo? ¿Qué posible justificación tendría el contribuir a la destrucción de las menguadas selvas del mundo para entablar debates que con seguridad han debido agotarse hace tiempo? Mi incomodidad ante este reto es aún más aguda por cuanto en los orígenes del presente libro está una emoción poco recomendable: la irritación. Este sentimiento surgió por la manera cómo, en el transcurso de la década de 1980, la palabra "postmodernismo" parecía filtrarse en toda discusión teórica imaginable. Fui invitado a participar en simposios, conferencias, números especiales de revistas cuyo tema era siempre el postmodernismo, y dado que en más de una ocasión el tema previsto era bien diferente, fue una experiencia desconcertante para mí.

No fue, sin embargo, una experiencia idiosincrásica. La década de 1980 constituyó un momento estelar para el postmodernismo. Uno de sus principales propagandistas, Ihab Hassan, llegó a escribir en una colección editada en 1987:

Quisquillosos académicos evitaron alguna vez la palabra postmoderno como quien elude el más sospechoso neologismo. Ahora, sin embargo, el término se ha convertido en el santo y seña de nuevas tendencias en cine, teatro, danza, música, arte y arquitectura; en filosofía, teología, psicoanálisis e historiografía; en nuevas ciencias, tecnologías cibernéticas y varios estilos de vida culturales. Ciertamente, el postmodernismo ha recibido ahora la bendición burocrática del National Endowment for the Humanities en la forma de seminarios de verano para profesores universitarios; más allá de esto, ha penetrado el discurso de los críticos marxistas recientes que, hace sólo una década, ignoraban el término como un caso más de la basura, modas y estribillos de la sociedad de consumo.

Las afirmaciones de Hassan se refieren evidentemente a los Estados Unidos, o en el mejor de los casos a Norteamérica, donde el postmodernismo halló algunos de sus más extravagantes seguidores en Canadá. No obstante, las mismas tendencias intelectuales se hacen sentir en Inglaterra. El notable parroquialismo de la academia británica se aseguró de que tuviera un mayor impacto en su periferia, es decir, en las personas interesadas en las últimas tendencias del arte -un simposio sobre postmodernismo en la Galería Tate, realizado en octubre de 1987, atrajo 1.500 solicitudes para un cupo de 200- o en los intelectuales liberales de izquierda cuyo diario, The Guardian, dedicó una serie a este tema a fines de 1986, y cuyas revistas predilectas, New Statesman y Marxism Today, anunciaron varios temas postmodernistas. Con variaciones locales, el término "postmodernismo" fue adoptado también en otros lugares del mundo occidental.

Pero ¿qué significa? Era ésta la pregunta que me inquietaba cada vez más cuando constataba la proliferación de los discursos acerca del postmodernismo. El asunto se veía complicado por el hecho de que los principales productores del discurso, tales como Jean-François Lyotard y Charles Jenks, ofrecían definiciones mutuamente inconsistentes, internamente contradictorias y/o desesperadamente vagas. No obstante, gradualmente llegué a ver con claridad que el postmodernismo representa la convergencia de tres movimientos culturales diferenciados.

El primero incluye algunos cambios ocurridos en las artes durante el transcurso de las últimas décadas: en particular, la reacción en contra del Estilo Internacional en arquitectura, vinculada con nombres tales como Robert Venturi y James Sterling, quienes por primera vez introdujeron el término "postmoderno" en su uso popular. Este rechazo del funcionalismo y la austeridad tan valorados por el Bauhaus, Mies van der Rohe y Gropius en favor de la heterogeneidad de los estilos, que recurre de manera especial al pasado y a la cultura de masas, halló aparentes paralelos en otras artes: el regreso al arte figurativo en pintura, por ejemplo, y la narrativa de escritores como Thomas Pynchon y Umberto Eco.

En segundo lugar, cierta corriente de la filosofía era considerada como la expresión conceptual de los temas explorados por los artistas contemporáneos. Se trataba de un grupo de teóricos franceses que llegaron a ser conocidos durante los años setentas en el mundo de habla inglesa bajo el rótulo de "postestructuralistas": en particular, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Michel Foucault. A pesar de sus muchas diferencias, todos ellos enfatizaron el carácter fragmentario, heterogéneo y plural de la realidad, negaron al pensamiento humano la capacidad de alcanzar una explicación objetiva de esa realidad y redujeron al portador de este pensamiento, el sujeto, a un incoherente revoltijo de impulsos y deseos sub y transindividuales.

Pero en tercer lugar, el arte y la filosofía parecían reflejar, en oposición al antirealismo de los postestructuralistas, cambios ocurridos en el mundo social. La teoría de la sociedad postindustrial, desarrollada por sociólogos como Daniel Bell y Alain Touraine, ofrece una versión de las presuntas transformaciones sufridas por las sociedades occidentales en el transcurso del último cuarto de siglo. Según estos autores, el mundo desarrollado se encuentra en una etapa de transición de una economía basada en la producción industrial masiva hacia una economía en donde la investigación teórica sistemática se constituye en el motor del crecimiento, una transformación de incalculables consecuencias sociales, políticas y culturales.

El libro de Lyotard, La condición postmoderna, publicado en 1979, goza de cierta posición decisiva en las discusiones acerca del postmodernismo porque, precisamente, conjuga el arte postmoderno, la filosofía postestructuralista y la teoría de la sociedad postindustrial. Quizás esta totalidad tenga algunas fisuras, pero su aparente coherencia ha impresionado a muchos. Lyotard define lo postmoderno en contraposición a lo moderno:

Haré uso del término moderno para designar cualquier ciencia que se legitima a sí misma en referencia a un metadiscurso... haciendo un explícito llamado a tal o cual gran narrativa: la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del significado, la emancipación del sujeto razonante o actuante, la creación de la riqueza.

Hegel y Marx se encuentran evidentemente entre los principales autores de estas grandes narrativas que, según Lyotard, no se limitan a legitimar discursos teóricos sino también instituciones sociales. "En contraste, defino lo postmoderno como la incredulidad con respecto a los metarelatos". La negación considerada por Lyotard como característica del postmodernismo -la de la existencia de un patrón general sobre el cual fundamentar nuestra concepción de una teoría verdadera o de una sociedad justa- está claramente vinculada con el pluralismo y antirealismo, cuyos paladines son los postestructuralistas. Tales posiciones filosóficas encuentran, según Lyotard, algún asidero objetivo en virtud de que "en la época llamada postindustrial y postmoderna", en la que "el saber se ha convertido en la principal fuerza de producción", la ciencia misma se fragmenta en un cúmulo de juegos, cada uno de los cuales busca inestabilidades en lugar de leyes deterministas; todos buscan su legitimación, no en una gran narrativa, sino en la paralogía, la infracción de las reglas. A esta transformación del carácter del discurso teórico corresponden aquellas formas del arte que han dejado de buscar la coherencia, la sistematización, la integración a un todo.

Es evidente que este análisis tiene implicaciones políticas. Lyotard, quien como miembro del grupo Socialisme ou Barbarie en los años cincuentas estaba comprometido con una visión antiestalinista del marxismo, para cuando escribió La condición postmoderna había llegado a rechazar los objetivos de la revolución socialista: "No es cuestión, en todo caso, de proponer una alternativa 'pura' al sistema: todos sabemos, en estos años setentas que terminan, que toda alternativa de esta índole terminará pareciéndose al sistema que pretende reemplazar". "Todos" se refiere sin duda al consenso establecido entre la intelectualidad parisiense en los albores de los nouveaux philosophes, quienes, a fines de la década del setenta, articularon el abandono del marxismo por parte de los desencantados hijos de 1968. En la década subsiguiente, no obstante, los temas del postmodernismo se avinieron bien con la tendencia seguida por muchos intelectuales de izquierda en los países de habla inglesa. La idea de que el mundo occidental había entrado en una época "postmoderna", fundamentalmente diferente del capitalismo industrial de los siglos XIX y XX reforzó, por ejemplo, los argumentos de dos de los principales pensadores llamados "postmarxistas", Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes sostuvieron que los socialistas debían abandonar el "clasismo", el énfasis que hace el marxismo clásico sobre la lucha de clases como fuerza impulsora de la historia y sobre el proletariado como agente del cambio.

La fusión resultante entre postmodernismo y postmarxismo se expresa acertadamente en la revista Marxism Today, el más radical opositor del "clasismo" en la izquierda inglesa durante los años ochentas, en la que se anunció hace poco que vivimos "una nueva era":

A menos de que la izquierda pueda adaptarse a esta Nueva Era, se verá condenada a la marginalidad... El núcleo de la Nueva Era es la transición de la antigua economía fordista de producción masiva hacia un orden postfordista nuevo, más flexible, basado en los computadores, la tecnología informática y la robótica. La Nueva Era es, sin embargo, mucho más que una transformación económica. Nuestro mundo se hace de nuevo. La producción masiva, el consumidor masivo, la gran ciudad, el Estado como Hermano Mayor, el Estado de la explosión de vivienda, el Estado-nación están en decadencia: la flexibilidad, la diversidad, la diferenciación, la movilidad, la comunicación, la descentralización y la internacionalización están en ascenso. Este proceso transforma nuestra identidad, el sentido de nosotros mismos, nuestra propia subjetividad. Estamos en transición hacia una nueva era.

Este es entonces el terreno delimitado por los discursos acerca del postmodernismo: un mundo socialmente transformado, del que participan y reflejan el arte postmoderno y la filosofía postestructuralista, un mundo que exige un nuevo tipo de política. Por mi parte, rechazo todo esto. No creo que vivamos en una "nueva era", en una era "postindustrial y postmoderna" fundamentalmente diferente del modo capitalista de producción que ha dominado el mundo durante los dos siglos anteriores. Niego las principales tesis del postestructuralismo por considerarlas sustancialmente falsas. Dudo mucho de que el arte postmoderno represente una ruptura cualitativa con el modernismo de comienzos de siglo. Más aún, gran parte de lo que ha sido escrito para sustentar la idea de que vivimos en una época postmoderna me parece de ínfimo calibre intelectual, usualmente superficial, a menudo desinformado y en ocasiones totalmente incoherente.

Debería, sin embargo, matizar este juicio. No creo que el trabajo de los filósofos conocidos como postestructuralistas pueda descartarse sin más: es posible que Deleuze, Derrida y Foucault estén equivocados en ciertos aspectos fundamentales, pero desarrollan sus ideas con considerable habilidad y sofisticación a la vez que ofrecen visiones parciales de innegable valor. Sin embargo, tampoco es claro que suscriban necesariamente la idea de una época postmoderna. Cuando se le invitó a comentar esta idea poco antes de su muerte, Foucault respondió sardónicamente: "¿A qué llamamos postmodernidad? ¿Será que no estoy actualizado?" Es preciso distinguir entre las teorías filosóficas desarrolladas entre las décadas de 1950 y 1970 y agrupadas luego bajo el título de "postestructuralismo", de la apropiación que se hizo de ellas durante los años ochentas para apoyar la tesis del surgimiento de una nueva era. Este último desarrollo ha sido liderado por filósofos, críticos y teóricos sociales estadounidenses, con ayuda de algunas figuras parisienses, Lyotard y Baudrillard, quienes, cuando se comparan con Deleuze, Derrida y Foucault, aparecen como meros epígonos del postestructuralismo.

Análogo argumento puede ofrecerse con respecto al arte postmoderno. A menudo parece que la diferencia entre los postmodernistas y sus oponentes reside en la evaluación que hacen de los méritos o falta de méritos de la reciente literatura, pintura o arquitectura, comparadas con las obras maestras del modernismo en Joyce, Picasso o Mies. No obstante, habría una cuestión previa independiente de tales juicios de valor, que constituye la preocupación principal de este libro, a saber, si en efecto podemos distinguir radicalmente el modernismo y el postmodernismo como dos épocas diferentes de la historia de las artes. Si, como lo argumento, tal cosa es imposible, y si las doctrinas que proclaman la existencia o el surgimiento de una época postmoderna son falsas, como también lo afirmo, nos vemos abocados a una pregunta ulterior: ¿de dónde proviene el profuso discurso sobre la postmodernidad? ¿Por qué, en la década pasada, gran parte de la intelectualidad occidental llegó a convencerse de que tanto el sistema socioeconómico como las prácticas culturales experimentan una ruptura fundamental con respecto al pasado reciente?

Este libro se propone responder esta pregunta, así como refutar los argumentos ofrecidos en favor de la idea de tal ruptura. Por consiguiente, ocupa de manera un tanto incómoda aquel espacio definido por la convergencia de la filosofía, la teoría social y los escritos históricos. Por fortuna, existe una tradición intelectual caracterizada precisamente por realizar una síntesis de estos géneros: el materialismo histórico clásico del propio Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Luxemburg y Gramsci. Desde la perspectiva de tal tradición, este libro puede verse como la continuación, en una clave menor, de la crítica de Marx a la religión, en la que trata al cristianismo, en particular, no sólo como un conjunto de falsas creencias, cosa que ya había hecho la Ilustración, sino como la expresión distorsionada de necesidades reales negadas por la sociedad de clases. En este sentido, no busco sólo demostrar la insuficiencia intelectual del postmodernismo, comprendido como la doctrina según la cual entramos ahora en una época postmoderna, justificada por referencia al arte postmoderno, a la filosofía postestructuralista y a la teoría de la sociedad postindustrial, sino colocarlo en un contexto histórico. El postmodernismo puede ser considerado, desde esta perspectiva, como un síntoma.

La estructura del libro refleja la estrategia descrita. El capítulo primero explora los principales rasgos del discurso postmodernista. Se centra especialmente en la posición preponderante atribuida en este discurso al modernismo, en la forma como lo caricaturiza y a la vez se apropia de sus características definitorias para el arte postmoderno, con la intención de crear la impresión de una ruptura reciente y radical en la experiencia cultural. Esto nos lleva en el capítulo segundo a una explicación alternativa del modernismo. Con base en una lectura crítica de los trabajos de Perry Anderson, Peter Bürger y Franco Moretti, sostengo que el florecimiento del arte modernista a comienzos del presente siglo debe ser visto a la luz de una coyuntura histórica específica que, en vísperas de la Revolución de Octubre, dio lugar a la radicalización del modernismo manifestada en movimientos de vanguardia tales como el constructivismo y el surrealismo, en los que se cuestiona la institución misma del arte como parte de la lucha por una transformación social más amplia. La derrota de la revolución socialista fue también la de las vanguardias y determinó la historia subsiguiente del modernismo, respecto del cual el arte postmoderno es sólo una variante más.

En el capítulo tercero me ocupo del postestructuralismo, que debe verse, inter alia, como la expresión filosófica del modernismo, cuyos temas característicos fueron anunciados por Nietzsche, el autor de mayor influencia en la obra de Deleuze, Derrida y Foucault. Procedo luego a resaltar lo que parecen ser las mayores dificultades comunes a estos filósofos: la negación de toda objetividad al discurso, la incapacidad de fundar la oposición al poder que pretenden articular y la negación de toda coherencia e iniciativa al sujeto humano. Argumentaré que el regreso de Foucault, en su última obra, a la idea nietzscheana de un sujeto que se inventa a sí mismo no resuelve estos problemas y que la escritura de Baudrillard, tan en boga, es una vulgar caricatura de los aspectos novedosos e interesantes del postestructuralismo.

El crítico más reciente de esta tradición es Jürgen Habermas, y El discurso filosófico de la modernidad (1985) es ciertamente una de las obras clásicas de la década. Sin embargo, en el capítulo cuarto sostengo que la crítica de Habermas al postmodernismo se ve en gran medida debilitada por una concepción esencialmente procedimental de la razón, elemento central de su teoría de la acción comunicativa, que lo conduce a una filosofía del lenguaje implausible, a una teoría idealista de la sociedad y a una explicación poco crítica de la democracia liberal moderna. Me propongo afirmar que sólo el materialismo histórico clásico, reforzado por una explicación del lenguaje y del pensamiento a la vez naturalista y comunicativa, puede suministrar una base segura para la defensa de la "Ilustración radicalizada" con la que Habermas está comprometido.

Finalmente, en el capítulo quinto me ocupo de la teoría social del postmodernismo, y no sólo de la idea de una sociedad postindustrial, cuya refutación es relativamente sencilla, sino de aquellos intentos más persuasivos realizados por marxistas o marxisantes como Frederic Jameson, Scott Lash y John Urry, para quienes una nueva fase "multinacional" o "desorganizada" del capitalismo subyace al presunto surgimiento del arte postmoderno. Creo, no obstante, que los cambios detectados por estos autores, cuando no excesivamente exagerados, son el producto de tendencias mucho más prolongadas o bien de circunstancias propias de la coyuntura económica particular y altamente inestable de los años ochentas. Al considerar esta coyuntura nos vemos conducidos a discutir las raíces del postmodernismo que, en mi concepto, deben hallarse en la combinación del desencanto producido por las secuelas de 1958 en el mundo occidental y las oportunidades de un estilo de vida "hiperconsumista" ofrecido por el capitalismo a los estratos de cuello blanco en la era Reagan-Thatcher.

Este argumento nos lleva a unas conclusiones políticas coherentes con los compromisos intelectuales que hemos formulado, ya que uno de los propósitos del libro, y no el de menor importancia, es la reafirmación de la tradición revolucionaria socialista en contra de los apóstoles de la "nueva era". Los lectores juzgarán si mis argumentos respaldan suficientemente esta afirmación, pero el intento realizado suministra una respuesta, al menos satisfactoria para mí, a la exigencia de justificar el haberlo escrito.

Su tono es predominantemente crítico, como puede colegirse del anterior resumen. Mi preocupación no es exponer mis propias concepciones, sino demostrar lo erróneo de las concepciones ajenas. Sin embargo, implícitos a lo largo del libro y en ocasiones explícitos, hay fragmentos de una explicación alternativa de aquellos asuntos sobre los que se centra la controversia en torno al postmodernismo: la naturaleza de la modernidad y del arte moderno, por ejemplo (capítulo segundo), y los atributos de la racionalidad (capítulo cuarto). Por razones obvias, es imposible ofrecer un argumento explícito para fundamentar esta explicación; quizás las críticas al postmodernismo, de ser persuasivas, sirvan de recomendación a mis propias ideas. Parte de la argumentación que aquí se echa de menos se halla en otro libro, Making History, donde intento desarrollar una teoría de la estructura y de la acción, un contrapeso necesario al antihumanismo de Deleuze, Derrida y Foucault. No obstante, en última instancia, los argumentos con los que se compromete el presente libro -especialmente en el capítulo quinto- se resuelven en el debate más general acerca de si el marxismo clásico puede suministrar todavía una orientación teórica y práctica en el mundo contemporáneo, controversia que no será dirimida a nivel del discurso, sino en el terreno de la política.

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02 mayo, 2012

El principio materialista


“Nadie sabe hasta aquí lo que puede el cuerpo […], sin ser determinado por el alma [la mente]” (E3p2s): éste es el principio del materialismo de Spinoza que se puede desglosar en tres tesis:

1. No puede haber liberación de la mente sin liberación del cuerpo.

2. No puede haber liberación individual sin liberación colectiva.

3. Cada realidad individual ha de entenderse como una potencia entre potencias, como una fuerza entre fuerzas, un cuerpo entre cuerpos: afectando y siendo afectada por otras realidades. Un cuerpo puede ser cualquier cosa: una piedra, una galaxia, un animal, una sinfonía, una palabra, un corpus conceptual, un quark, una multitud.