29 abril, 2013

El proyecto reformador de Spinoza

José Luis Da Silva Pinto

En las primeras líneas del Tratado de la reforma del entendimiento (en adelante TRE), Spinoza nos alerta sobre el modo idóneo de alcanzar el sumo bien. Advierte que no sirve cualquier vía para conseguirlo. El autor se valdrá de su experiencia personal para confirmar su propuesta. Gran parte de la vida transcurre en medio de cosas “vanas y fútiles” (Spinoza, 1988a: 75) que son consideradas por la mayoría de las personas como provechosas y dotadas de sentido y valor. Tocará en consecuencia desautorizar, a juicio del autor, dichas pretensiones propias del vulgo y, mirar sin reparo, que la procura de la verdad está más allá de toda placentera comodidad o de provecho encubierto. Que el mal y el bien no son un asunto de interés y menos de beneficio o perjuicio focalizado en un momento y lugar determinados. No son pocas las veces en que los individuos se dejan guiar por disposiciones del ánimo para distinguir el bien del mal, lo cual resulta para Spinoza incierto y falto de fundamento epistemológico: “…como veía que todas aquellas que eran para mí causa y objeto de temor, no contenían en sí mismas ni bien ni mal alguno a no ser en cuanto mi ánimo era afectado por ellas…” (75).

Los afectos, cuando son dominados por íntimos temores o circunstancias externas, poco
pueden ayudar a superar los escollos y mucho menos a ganar el temple necesario para entender el camino de la verdad. Un problema de tan importante envergadura como conocer la diferencia entre el bien y el mal no puede quedar circunscrito al mundo de las afecciones de una experiencia variada, interesada y siempre disconforme con un modo unívoco de entender y obrar. En una palabra, que la ciencia y la moral no encuentran su justificación en la opinión, sino en un conocimiento superior, no dejándose llevar por los vientos que soplan. Además, no puede tomarse como criterio de fundamentación conceptual el reconocer las cosas por medio de un valor circunstancial y acomodaticio: “…una sola y la misma cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también indiferente…” (Spinoza, 1977: 174), por lo que un método amparado en juegos de analogías no sería lo más indicado para proveerse de un verdadero conocimiento de las cosas: “Por lo que atañe a lo bueno y a lo malo, tampoco indican nada positivo de las cosas, por lo menos consideradas en sí mismas, y no son sino modos de pensar o nociones que formamos porque comparamos las cosas unas con otras…” (174).

Tanto el bien como el mal son relaciones que el hombre utiliza para realizar equivalencias o
balances, de ahí que no proporcionan significado ni a las cosas ni a las acciones de forma definitiva. Funcionan mucho mejor como criterio social que como apoyo ontológico para un conocimiento científico. Apunta Spinoza en el Tratado Breve lo siguiente: “Todas las cosas que hay en la naturaleza, son o cosas o acciones. Ahora bien, el bien y el mal no son cosas o acciones. Luego, el bien y el mal no existen en la naturaleza” (Spinoza, 1990: 95). Lo que viene a indicar que el bien y el mal no tienen definición propia sino cuando entran en contacto con un referente externo, sea este una entidad material o acción humana o natural (Spinoza, 1990: 95). Su consistencia les viene por vía de terceros al formalizarse un esquema de cotejos y acercamientos. Pedro es bueno, porque se lo compara con José que no es tan bueno. Pero ni el uno ni el otro nos llevan al sumo bien. Su efectividad depende del contexto y de las necesidades que manifiesten los sujetos afectados, de ahí que, sirva para mejorar criterios ya dados, pero nunca deben ser tomados en sí mismos como una razón para discriminar los objetos y las acciones. No tiene objeto achacarle a la Naturaleza o a Dios el mal del mundo.

22 abril, 2013

Spinoza: La fuerza de los afectos

Vicente Hernández Pedrero

CAMPS, Victoria. “Spinoza. La fuerza de los afectos”, El gobierno de las emociones, Herder, Barcelona, 2011, 336 pp.

Spinoza ha permanecido declaradamente ninguneado por gran parte de la filosofía moral española desde la segunda mitad del siglo veinte hasta nuestros días. Basta con unos pocos ejemplos.

Si tomamos como referente inicial la Ética de Aranguren, de 1958, un libro de más de 400 páginas, la frase más larga dedicada a Spinoza consiste en definir su obra como una «ética puramente deductiva (que) parte de principios metafísicos» (p. 85), el resto de las referencias, no más de tres, son de orden meramente nominativo: el nombre de Spinoza junto al de otros filósofos. Ello, en una obra, la de Aranguren, que trataba ampliamente de las virtudes morales, si bien al modo tomista aristotélico, y se cerraba con una reflexión en torno a la muerte. La situación no había cambiado casi nada (este «casi» será significativo para lo que nos ocupa) hacia el final de la década de los ochenta, cuando se gesta la publicación del conjunto de textos de Javier Muguerza, de inspiración neo-kantiana, que llevará por título Desde la perplejidad. Ahí, después de cerca de 700 páginas, Spinoza habrá sido mencionado sólo dos veces, la primera de ellas (p. 22) con ocasión de un comentario histórico sobre la comunidad hebrea de Amsterdam y la segunda (p. 600) en relación indirecta a una opinión sobre el Dios de Kant. Pero incluso en un registro diferente, anti-kantiano y utilitarista-hedonista, que pudo representar Esperanza Guisán, en 1986, tampoco le fue mucho mejor a nuestro autor en su libro, a pesar de que este pretendía tratar, nada menos, que de Razón y pasión en ética. Años más tarde, en 1996, otra destacada profesora, Adela Cortina, hace desaparecer, literalmente, el nombre mismo de Spinoza de su manual de Ética para estudiantes universitarios, no digamos ya cualquier referencia a su filosofía. Peor aún, a día de hoy se muestra implacable en sus prejuicios y en su reciente libro sobre Neuroética y neuropolítica (2011) toda consideración acerca de la obra de Spinoza sigue brillando por su ausencia, pese a que, por ejemplo, el libro de Antonio Damasio, En busca de Spinoza, sí aparece incluido en la bibliografía, curioso.

Contrariando esta tendencia dominante entre los autores más representativos del panorama filosófico moral español, Victoria Camps fue quien primero se planteó abordar el pensamiento de Spinoza de un modo directo, sin hacer caso de los excluyentes estereotipos al uso. Sucede en 1983, con La imaginación ética. (La excepcionalidad, en su día, de este libro en el ámbito académico de la ética sólo es comparable, quizás, a la obra filosófico-literaria de Fernando Savater). Se trató, en cualquier caso, en lo relativo al pensamiento spinozista, de una recuperación muy bien intencionada pero muy poco sólida desde un punto de vista sistemático. Una recuperación llena de inseguridades, que incluso llegaba a desconcertar textualmente al lector. Como ocurre con el propio papel de la imaginación en el orden del conocimiento, pues mientras en el Prólogo de la edición original se decía: «Fue (…) el sefardí Spinoza, quien vetó a la imaginación como facultad adecuada para el conocimiento ético; de este modo pensaba dotar a la ética de un rigor similar al de la geometría», en el nuevo Prólogo que la autora añade unos años más tarde a la edición posterior de la obra se pasa, en cambio, a justificar aquella recuperación de Spinoza diciendo: «Me pareció indiscutible la idea de que el conocimiento ético es “imaginativo” y no totalmente racional, que la ética usa la imaginación, además de la razón». Indiscutiblemente, algo debió captar Victoria Camps de un modo positivo en el pensamiento spinozista de cara a sustentar su tesis de la imaginación ética, pero no llegó nunca a formularlo con claridad suficiente, más bien al contrario: «Pensemos en Spinoza, cuya Ética no puede dejar de provocar una reacción ambivalente, de rechazo y entusiasmo a la vez. Es, en mi opinión, la mejor muestra de una fe ciega en la razón –el conocimiento racional– con el subsiguiente desprecio por ese conocimiento “imaginativo”, inadecuado (…) Si la moral es una estructura formal cuyo contenido debe construirse paso a paso, al encuentro de una realidad nunca totalmente previsible, ¿no hemos de depender de las proyecciones de la imaginación que suplen las insuficiencias del saber racional? Spinoza advierte que así es, pero no reconoce que tal limitación sea precisamente la condición que hace necesaria la ética; y se obstina en pensar la ética (…) como descripción del orden de la Naturaleza» (La imaginación ética, pp. 25-26).

21 abril, 2013

A propósito del evolucionismo ‘fashion’

A Spinoza no le hubiera importado descender del mono: también para los monos es sagrado el orden cósmico. El dios de Spinoza era, en realidad, la inteligencia. No la suya, ni la de la especie, sino más bien el nous absoluto, el orden asombrosamente racional del cosmos.

                                                                                Juan Antonio Rodríguez Tous

15 abril, 2013

La stoá spinozista

Diego Tatián

Meditatio vitae contra timor mortis. En efecto, no encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de pensadores que hayan concebido a la filosofía como una ‘meditación de la vida’; sin duda, en lo que concierne a esto es posible marcar una sintonía muy especial con la tradición epicúrea y con Lucrecio en particular. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una articulación explícita con el llamado ‘neospinozismo’ del siglo XVIII, sobre todo en la obra de La Mèttrie. La crítica de los remordimientos, de la tristeza y del carácter melancólico en general, los revela como formas derivadas del ‘culto de la muerte’ que, desde muy antiguo, la filosofía reconoce ser su ejercicio más eminente.

De cuño platónico, la idea de la filosofía como un ‘ejercitarse para morir’ tiene tal vez su estación más significativa en el estoicismo romano, desde la afirmación de Cicerón (autor que no podría ser considerado como un estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta sin duda una matriz estoica importante), según la cual ‘la vida de los filósofos… es un comentario de la muerte (comentatio mortis est)’, hasta Epicteto (‘Que la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la muerte…’), Marco
Aurelio (‘La perfección moral es esto: pasar cada día como el último’), y --sobre todo-- Séneca. El estoicismo y el cinismo romanos son sabidurías de vida –y de muerte-- a la vez que filosofías de resistencia a la tiranía de los Césares.

Si bien es a la filosofía estoica como meditatio mortis que Spinoza pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual ‘El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte sino de la vida (non mortis, sed vitae meditatio est)’, la demostración subsiguiente matiza la oposición. ‘Un hombre libre –dice Spinoza allí--… no se deja llevar por el miedo a la muerte (Homo liber… nortis Metu non ducitur)’, lo cual es también una idea eminentemente estoica. La liberación del miedo a la muerte mediante la meditatio vitae en Spinoza, a través de la meditatio mortis en el estoicismo, es el objetivo común y acaso lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un ars moriendi, lo es sólo en la medida en que coincide con un ars vivendi. Por esto habla Epicteto, respecto a las promesas de la filosofía, de una téchne peri bion, esto es de un ‘arte de la vida’, y también de una epistéme peri bon, de una ‘sabiduría de la vida’. El ars moriendi estoico no es una libido moriendi, ni tiene vinculación alguna con el ‘muero porque no muero’ teresiano, fascinación por la muerte que en la cultura filosófica contemporánea tiene acaso su exponente mayor en el pensamiento de Georges Bataille. La meditación estoica de la muerte deberá más bien ser comprendida como un ejercicio de libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos hallamos sometidos, esto es, como una condición para desatemorizar la vida.

El solitario filósofo de Amsterdam, por su parte, tiene como blanco la existencia supersticiosa y las formas múltiples de su funcionalidad política: la promoción del temor, la melancolía, la tristeza, la inseguridad, que convergen en una inhibición de la potencia –siempre susceptible de ser considerad y ejercida en un sentido político— merced a un poder cuya eficacia no deriva tanto de su propia materialidad como del miedo, la ignorancia, la impotencia y el consentimiento de aquéllos sobre los que se ejerce. Liberarse es meditar la vida porque, en última instancia, es dejar de temer la muerte. Meditar la vida no significa aquí otra cosa sino un amor mundi manifestado en un conocimiento que obtiene su forma plena cuando se atiene a las res singulares; así, ‘cuantas más cosas conoce el alma conforme al segundo y al tercer género de conocimiento, tanto menos teme a la muerte’ (E5p38).

08 abril, 2013

Las coordenadas spinozianas: afectos y conceptos

Ángel Gabilondo

Con porte decidido y enérgico, en ocasiones nos desenvolvemos activamente sin movernos
del sitio. Cuando lo que ocurre no parece afectarnos tanto, consideramos que debemos estar bien encaminados. No seríamos propiamente los afectados. La orientación y la pose del paso resultarían suficientemente uniformes con lo que nos rodea o, al menos, conformes. Una cierta homogeneidad nos procuraría el alivio de sentirnos protegidos, envueltos por cuanto vendría a confirmarnos. En tal caso, el apaciguamiento que se nos ofrece se presentaría como una suerte de identidad para nuestro amparo. Sin embargo, hay algo de mueca más que de gesto, de esfuerzo y de rigor, si bien para finalmente ratificar la inmovilidad.

© Tommy Ingberg
Tal actitud no es en realidad la de un compás de espera, sino de presunta firmeza, aunque más bien podría ser de pasividad, de fijeza. Ya no necesitaríamos más motivación. La mera colocación, nuestra posición, bastaría, por lo visto, como razón suficiente. Y aunque prefiriéramos mejorar, entenderíamos por tal avanzar en la dirección ya señalada, ya marcada, ya compartida, ya adoptada. Sentiríamos que es tarde para rectificar. Y no sería cosa sólo de tiempo. El debate es si vamos hacia quién sabe dónde, o si sencillamente no somos conscientes de que, aunque nos movamos mucho o poco, podríamos haber llegado. Quedamos conformados, que es más y algo otro que conformes. Eso no significa que no queramos cambiar, progresar, sino que la posición nos orienta, y si nos descuidamos nos determina, en una dirección. Creemos poder quizá desplazarnos, pero esto es insuficiente. Tamaño movimiento no nos diferencia. Ni siquiera por llegar antes o más lejos vendríamos a ser radicalmente otros. Somos distintos pero podríamos ser igual de indiferentes.

Eso no nos impide sentirnos peculiares, muy especialmente por una incomodidad tan propia que nos hace pensar que, por mucho que la compartamos, no deja de ser muy nuestra. Las relaciones con los demás son de mayor o menor celeridad, de reposo o de movimiento, como partículas que de hecho no conforman un cuerpo, aunque definan su individualidad. Y no deja de ser luminoso que Spinoza, leído por Deleuze, nos ofrezca un plano de inmanencia y de consistencia para comprenderlo. Y es gratificante comprobar cómo el pensador francés adopta términos geográficos para dilucidarlo. Si a este conjunto de relaciones las denominamos longitud, llamaríamos latitud al conjunto de afectos que llenan y completan un cuerpo en cada momento, es decir, a los estados intensivos de la fuerza de existir, al poder de ser afectados. Se establece así la cartografía de un cuerpo. Y vivimos en el ajetreo de la longitud, insensibles a la cordial latitud.

El plano no cesa de ser reajustado, compuesto y recompuesto una y otra vez. Efectivamente, de eso se trata, de composición y no sólo de despliegue, de organización y de desarrollo. Y no estaría mal que lo tuviéramos en cuenta también socialmente. Es cuestión asimismo de relaciones. Composición y relaciones confirman que no basta con el permanente ir y venir de una desmesurada agitación repleta de labores, enmascarada de actividades, lo que sin duda constituiría una dimensión longitudinal de gran colorido. Se precisa una dimensión latitudinal, de musicalidad y de silencio, sin carecer por ello de longitud. Pero encontramos mucho efecto de longitud y poco afecto de latitud. En definitiva, poco poder y capacidad de afectar y de ser afectado, que es lo que verdaderamente cuestiona lo llamado real.

Cuando lo olvidamos, ya no nos afectan ni los afectados. O nuestro quehacer no les afecta a ellos, sino en la medida en que ya previamente se sienten y saben afectados. Pero es cuestión de liberar los afectos y ese poder y capacidad. Esa es una verdadera tarea de experimentación, la de la prudencia para comprobar los afectos de los que uno es capaz. No es tanto una simple cuestión moral en la que se oponen valores (Bien-Mal), como de la diferencia cualitativa de modos de existencia (bueno-malo).Y efectivamente, de eso se trata, de una sociedad en la que la contraposición de los valores viene a ser la contraposición de modos de vida, y eso es ya un asunto ético, y no sólo de moral, el de no supeditar unas vidas a otras.

Encontraríamos así, con este Spinoza-Deleuze, toda una filosofía de vida, un verdadero amor de la libertad, una crítica de las pasiones tristes y la reivindicación del poder de ser afectado. Y afectado precisamente no sólo por el dolor de quienes son literalmente los afectados, sino a su vez por la injusticia de la indiferencia. Este poder de ser afectado se define como “potencia de obrar” y “potencia de padecer”. Exactamente lo contrario de la apatía e insensibilidad, no simplemente anímicas, sino éticas. O la consideración exquisita de un presunto concepto que se aplica ensimismado en ser aplicado. Un concepto impasible que se comporta en nombre de un supuesto orden, aunque no genere composición alguna.

Si tantas veces hemos subrayado que sin afectos no hay conceptos, encontramos precisamente en el libro V de la Ética de Spinoza, la textura y compostura de algo bien melodioso y exigente, la reunión en el pensar, que es un estilo de vida, una forma de vida, un modo de vida, de cuanto no se deja ya escindir en más clasificaciones. O al menos no lo necesita. Se trata del encuentro del concepto y del afecto. De no ser así, no es que nos hallemos ante miríadas de sucesos perdidos, ni ante revulsivas acciones, siquiera mínimas, ni ante turbulencias transformadoras, sino ante el despliegue o el repliegue de la emotividad que, desperdigada, funciona más como una nueva carga que como una libertad. La necesidad y el poder de afectar y de ser afectado es condición de posibilidad para una acción integral. Ello no garantiza la plena satisfacción. Más bien ofrece a su vez nuevos e inauditos desafíos, pero es el espacio en el que el movimiento de los conceptos puede procurar un verdadero relanzamiento de la efectividad de los afectos.

01 abril, 2013

La Ethica de Spinoza, ¿una camera obscura?

Sergio E. Rojas Peralta

Ethica ordine geometrico demonstrata. Detrás, un pensamiento radical. Spinoza es un filósofo excomulgado, anatematizado, desfigurado. Y tal vez, por ello mismo, embelesador. ¿Qué monstruo afirma lo que Spinoza afirma? ¿Qué monstruo imagina un orden geométrico para los contenidos de la razón y de este mundo? Un monstruo de la razón. Spinoza exige, efectivamente, un esfuerzo para comprender lo que se presenta como una obra, una entelecheia. Pero, ¿es tal? ¿Cuál es ese esfuerzo? ¿Qué orden es ése de la razón y del mundo?

Si me detengo un momento en la figura spinozana, lo que aparece es el juicio desde fuera, el juicio hacia fuera: el herem judío, la herejía según los cristianos, protestantes o católicos. ¿No se interesa por su propia imagen pública? ¿Por qué Spinoza no se retrató a sí mismo? ¿O sí lo hizo? Tal vez, un autorretrato evitaría esos juicios sobre lo que uno es. Las confesiones, a la cartesienne, determinan el punto de partida. Lo que uno es --o debe ser-- para el lector. Pero el autorretrato es riesgoso. Por una parte, el que la imagen externa sea una pintura fiel. Y por otra, implica un juego de espejos, que no deben producir aberración alguna. Tanto la pintura como la aberración son un objeto de la geometria spinozana: corregir la aberración o concebir la representación adecuadamente. Estos son los objetos de su geometría. Por una parte, la geometría spinociana es construcción de un modelo. El hecho mismo de la demostración es una construcción a partir de elementos dados, definiciones y axiomas. Pero también es una proyección, porque dibuja líneas a partir de esos primeros puntos hasta conformar una imagen y una perspectiva sobre esa imagen proyectada. Ya hay ahí un desplazamiento de la mirada hacia el horizonte. Y ciertamente, el método está relacionado con el problema de la imagen. La geometría: la luz, la imagen, la cámara obscura, la representación, la lente. Finalmente, la reflexión. El autorretrato, en aparente ausencia, se halla en una teoría de la imagen que permite efectivamente el juicio. Si se quiere, una teoría de la imagen sobre la cual se construye una sobre el juicio. Pero, como se verá, no se trata de un juicio en el sentido kantiano, no una proposición. El herem desaparece para Spinoza: no porque una autoridad lo absuelva, sino porque con la nueva teoría revela lo que la filosofía puede decir de un dios para cuyo contenido lo dicho no es una herejía. La herejía se convierte en la imagen que un modo de la substancia se forma respecto de otro, jerarquizando de manera confusa los modos. Mas esta jerarquía no es real. Y ella modifica su propia imagen y, particularmente, las condiciones y potencia para producir su imagen, y por ello, los otros son, cuando menos, los diletantes. Ha disuelto el herem en un prejuicio, por estar fundado en los temores de los hombres, y como tal desaparece. Pues el prejuicio es una parte imaginada o una imagen parcial de la trama y evita la comprensión de la trama de imágenes y luego de ideas.

¿Se trata, entonces, de una teoría de la imagen? ¿Cómo ha formado la filosofía la imagen? En cada época, ¿ha formado la filosofía una imagen sobre la imagen misma? El concepto de phantasia (imago) quedó registrada en un campo léxico de lo visible por una doble procedencia (Ferraris, 1999): de lo que se manifiesta (phainein) y de lo que aparece (phantazésthai). Se trata primero de aquello que es presentación. El proceso por el cual se llegó a las ideas platónicas implica la falsificación de la "presentación". La phantasia no consistía en un engaño, pero, bajo el proceso de abstracción de la idea, de la presentación material o empírica habría de surgir la forma de la cosa presentada sin su materialidad. Sin embargo, las ideas o el pensamiento de las ideas no se separan de las imágenes, de manera que "no es posible pensar sin una imagen. Se produce en efecto, la misma afección en el pensar que en el trazado de una figura." (Aristóteles, 1998b, 449b-450a) "El alma jamás intelige sin el concurso de una imagen." (1999, 431aI6-17) Pero esa imagen con cuyo concurso se piensa y se intelige tiene una forma propia.

Spinoza no deja que la imagen sea una representación definitiva, asociada a la falsificación. Se trata más bien del figmen o figmentum de las operaciones de la mente. Las imágenes de las cosas son las afecciones del cuerpo humano, cuyas ideas representan los cuerpos exteriores como presentes, aunque no reproducen las figuras de las cosas (Spinoza, Ethica II.17e). Esta podría ser la definición spinociana de imago. La imagen es una representación, mas no en el sentido de la manifestación de la cosa, sino que consiste en un tener-por, un estar-por. Y cuando la mente realiza esta operación, la mente imagina. La afección consiste en la sola receptividad del cuerpo, parte de su potencia, como si en él fuera dejada una impresión. Respecto de lo que el cuerpo exterior es, la impresión es una inversión. Ya la idea spinociana es un reflejo del exterior, un concepto que la mente forma sobre el figmentum de la percepci6n (la afecci6n del cuerpo por un cuerpo exterior). La mente, cuando imagina, refleja la imagen, la reinvierte, de manera que efectivamente representa lo que el objeto es, sin los sensibles comunes, tamaño, figura, movimiento y número (Aristóteles, 1998a, 437a9). De manera que la idea spinociana es un reflejo de la cosa, transferida a la mente por la imagen y sin la cual la mente no piensa la cosa.

¿Cuál es la importancia de este mecanismo inversión-reflexión? Por una parte, subraya la nota spinociana según la cual la imaginación de la mente no falsifica por sí misma. La imaginación no hace sino mostrar la potencia del cuerpo y, por ende, de la mente. La mala definición de la imagen es ya un problema de la ideación de las afecciones. Un problema de aberración del espejo, si se quiere. Es aquí donde confluye geometría y óptica (Chaui, 1999). Es inevitable comparar el sistema spinociano con la camera obscura, mecanismo óptico y pictórico cuyo fin es substituir la visión binocular por una mirada monopolizada, evitar el dinamismo de la imagen, separar la imagen del tiempo en la que transcurre y proyectar el contorno y la perspectiva de los objetos. La Ethica, ¿una camera obscura?