La
primera edición del Tratado Teológico-Político, escrito en latín y publicado
en Ámsterdam por Jan Rieuwertsz entre finales de 1669 y comienzos de 1670,
tenía, sin embargo, como lugar de edición Hamburgo y como editor Heinrich
(Henricum) Künraht [1]. No figuraba el nombre del autor. Constaba como
subtítulo: «Que contiene diversas disertaciones que muestran cómo la libertad
de filosofar puede garantizarse sin perjuicio de la Piedad y la Paz del Estado,
y que no puede destruirse sin que se destruyan también la propia Piedad y Paz
estatales».
La recepción de la obra fue «inmediata, unánime, hostil e implacable» [2]. Se sucedieron las condenas de los pastores protestantes, de los cartesianos [3], de los arminianos e incluso de los colegiantes. Spinoza fue inmediatamente catalogado como enemigo de la religión, e incluso como Anticristo y agente de Satanás. El primer ataque, de mayo de 1670, procedía de un profesor de teología de Leipzig, Jacob Thomasius, quien calificó el libro de «documento impío». Algo más tarde, el 30 de junio de 1670, se produjo la condena oficial por parte de las autoridades religiosas. El Tribunal eclesiástico de la Iglesia Reformada de Ámsterdam consideró el asunto tan grave que convocó un sínodo general de la ciudad, que denunció el libro por «blasfemo y peligroso» [4]. A finales de verano, los sínodos de Holanda del Norte y del Sur dictaminaron que era el libro «más vil y blasfemo de todos los que el mundo había contemplado» y recomendaron a todos los predicadores que se mantuvieran alerta para detener su peligrosa influencia, y que conminaran a los magistrados para impedir la impresión y difusión de la obra. En abril de 1671, la Corte de Holanda, el Tribunal Superior de Justicia de la provincia, actuando a requerimiento de los sínodos, decretó que la publicación y distribución del libro atentaba contra la orden de los Estados Generales de Holanda del 17 de septiembre de 1653, que prohibía las obras «socinianas» y similares [5].
La recepción de la obra fue «inmediata, unánime, hostil e implacable» [2]. Se sucedieron las condenas de los pastores protestantes, de los cartesianos [3], de los arminianos e incluso de los colegiantes. Spinoza fue inmediatamente catalogado como enemigo de la religión, e incluso como Anticristo y agente de Satanás. El primer ataque, de mayo de 1670, procedía de un profesor de teología de Leipzig, Jacob Thomasius, quien calificó el libro de «documento impío». Algo más tarde, el 30 de junio de 1670, se produjo la condena oficial por parte de las autoridades religiosas. El Tribunal eclesiástico de la Iglesia Reformada de Ámsterdam consideró el asunto tan grave que convocó un sínodo general de la ciudad, que denunció el libro por «blasfemo y peligroso» [4]. A finales de verano, los sínodos de Holanda del Norte y del Sur dictaminaron que era el libro «más vil y blasfemo de todos los que el mundo había contemplado» y recomendaron a todos los predicadores que se mantuvieran alerta para detener su peligrosa influencia, y que conminaran a los magistrados para impedir la impresión y difusión de la obra. En abril de 1671, la Corte de Holanda, el Tribunal Superior de Justicia de la provincia, actuando a requerimiento de los sínodos, decretó que la publicación y distribución del libro atentaba contra la orden de los Estados Generales de Holanda del 17 de septiembre de 1653, que prohibía las obras «socinianas» y similares [5].
Los
Estados de Holanda tomaron nota de la decisión del Tribunal y nombraron una
comisión para que estudiara el caso pero no tomaron medidas. Es probable que
los regentes, que gobernaban la Asamblea Provincial, se mostraran reacios a
prohibir un libro que no estaba escrito en holandés. También es posible que
interviniera el Gran
Pensionario
Jan De Witt, que ejercía un férreo control sobre los Estados [6]. En cualquier
caso, los sínodos continuaron presionando a las autoridades municipales y
provinciales sin demasiado éxito pues, durante los primeros años de la década
de 1670, se podía comprar en las librerías de las ciudades importantes, aunque
con discreción [7].
La
situación cambió radicalmente a raíz de la invasión de Holanda por las tropas
de Luis XIV, en la primavera de 1672. La caída y muerte de Jan De Witt y la
consiguiente wetsverzetting
(transformación legal profunda) acabó con la era de la «verdadera
libertad». El 19 de julio de 1674, el Tratado Teológico-Político,
junto con otros «libros socinianos y blasfemos» como el Leviatán, fue prohibido por
las autoridades políticas de la provincia de Holanda [8].
La
traducción al holandés de Glazemaker no apareció hasta 1693, mucho tiempo
después de la muerte del filósofo. Spinoza había logrado in extremis,
a comienzos de 1671 [9], detener la edición que su editor Rieuwertsz había
preparado sin su consentimiento. La conmoción y la oleada de repulsa que el Tratado Teológico-Político había
desatado no hacían aconsejable sacar una traducción [10]. Además, el hecho de
que el libro no estuviera escrito en holandés permitía a Spinoza esquivar la
suerte de los hermanos Koerbagh.
El Tratado
Teológico-Político se inscribe en el marco de las tensiones
político-religiosas que enfrentaron al Gran Pensionario de Holanda, Jan De Witt,
con los calvinistas intolerantes así como con los partidarios del príncipe de
Orange, deseosos de instaurar una monarquía absoluta. Abanderado del partido de
los regentes,
los grandes comerciantes, tolerantes, republicanos y pacifistas, De Witt
defendía el liberalismo comercial y la libertad de pensamiento que los propios
intereses comerciales y la prosperidad económica holandesa, así como la
proliferación de sectas religiosas, reclamaban.
Supuestamente
De Witt y Spinoza estaban en el mismo bando, el de los valores republicanos y
la libertad de pensamiento. La alabanza al sistema político holandés con que
comienza el Tratado
Teológico-Político [11] tiene, pues, todos los visos de ser una
táctica por parte de Spinoza para asegurarse su apoyo, y arremeter con mayor
libertad contra los predicadores.
Pero el
filósofo holandés sospechaba con razón que sus ideas podían resultar demasiado
«escandalosas» [12], de ahí el mensaje explícito —sin duda dirigido a De Witt
[13]— con el que termina el prefacio:
Yo no
escribo nada que no lo someta gustosísimo al examen y juicio de las supremas
potestades de mi patria. Si juzgaran, en efecto, que alguna de las cosas que
digo, se opone a las leyes patrias o que dificulta la salvación pública, la doy
desde ahora por no dicha [14].
Su
objetivo de atraerse a las autoridades civiles tuvo éxito sólo a medias. Como
ya he señalado, los Estados Generales de Holanda no llegaron a intervenir ante
las demandas de los sínodos [15], pero el filósofo no logró el apoyo
incondicional que seguramente esperaba [16]. El Gran Pensionario no sólo se negó a
recibir a Spinoza [17] y a respaldar sus ideas públicamente, sino que condenó
el escrito [18] (a pesar de lo cual la mentalidad popular les asoció
inexorablemente) [19].
Decididamente
Spinoza había llegado demasiado lejos. El compromiso de De Witt con la libertad
era limitado. Aunque estaba a favor de la tolerancia, la libertad religiosa y
la «libertad de filosofar», el Gran Pensionario apoyaba la hegemonía de la Iglesia
Reformada, y se negaba a suprimir todas las censuras y prácticas restrictivas
impuestas a los disidentes intelectuales y religiosos [20]. Desaprobó el Tratado
Teológico-Político que, no lo olvidemos, defendía un Estado
democrático y podía representar una amenaza para el régimen y para la propia
sociedad, al cuestionar el sistema de castigos y recompensas que sustentaba el
orden social [21].
Según
Nadler, el Tratado
Teológico-Político no fue sólo fruto del dolor causado por la
muerte en prisión, en 1669, de Adriaan Koerbagh, ni siquiera la respuesta a las
crisis políticas de finales de los años sesenta, sino la culminación de un
largo proceso de reflexión sobre el Estado, la religión, la tolerancia y la
libertad [22].
El
objetivo del escrito, como queda reflejado en una carta de Spinoza a Oldenburg
[23], era triple. Por un lado, el filósofo se proponía limpiar su nombre de la
acusación de ateo que empañaba su reputación. Dado que, en la época, el término
se aplicaba a los disolutos, licenciosos y libertinos, el autor del Tratado,
que llevaba una vida ejemplar e irreprochable, debía sentirse particularmente
molesto y ofendido por el tratamiento [24].
Pero
además, se trataba de defender la libertad de pensamiento y de expresión,
permanentemente amenazada, coartada y amordazada por unos teólogos calvinistas
[25] a los que el filósofo ataca sin miramientos, con una vehemencia
desconocida [26] en sus restantes obras, y con una carga de amargura y de
aflicción indisimulada.
Los
verdaderos cismáticos son aquellos que condenan los escritos de los demás e
instigan al vulgo presuntuoso contra los escritores, y no estos escritores, que
las más de las veces sólo a los doctos se dirigen, y sólo a la razón llaman en
su auxilio [27].
Por muy
racional que Spinoza fuera, la muerte de su amigo, víctima de la intolerancia y
de la falta de libertad, debió de suponer un golpe terrible para él, que
se sumaba a su propia excomunión [28], al intento de apuñalamiento [29], y a la
tragedia de Uriel da Costa [30]. Su ataque a los teólogos, que le «tendían por
todas partes asechanzas», como escribe a Oldenburg [31], era parte de una
estrategia defensiva que buscaba acabar con una trayectoria vital marcada por
la represión, la persecución, el hostigamiento, y el continuo acoso por parte
de los fanáticos de turno, siempre al acecho para lanzarse sobre él al menor
indicio de visibilidad.
No es,
pues, extraño que la libertad fuese para él una exigencia vital, una necesidad
básica sin la cual su vida, dedicada a la filosofía y a la búsqueda de la
verdad, quedaba desvalida. Y es que pocos autores han estado tan necesitados de
libertad como Spinoza porque probablemente ninguno haya carecido tanto de ella.
Y, sin embargo, vivía en el país más libre y tolerante de Europa, que
garantizaba la libertad de conciencia [32], prueba por excelencia de su
excepcionalidad.
Si, como
se ha dicho, Spinoza dedica cuatro largos años [33] a escribir el Tratado
Teológico-Político, aparcando durante ese tiempo su búsqueda de la verdad,
es decir, su dedicación a la filosofía, es porque la situación política se
estaba volviendo cada día más comprometida. De ahí el tercer objetivo del Tratado
Teológico-Político: combatir a los predicadores intolerantes y
minar su autoridad. Para ello Spinoza utiliza una táctica fulminante, la de
socavar su fuente de legitimidad, las Sagradas Escrituras, en cuyo nombre
acosaban, denunciaban, y perseguían a los disidentes, y presionaban al poder
político.
En
la primera parte de la obra, la teológica, el filósofo holandés lleva a cabo
una completa labor de demolición del Antiguo Testamento, demostrando que, lejos
de ser la palabra de Dios, no es más que una colección de mitos, parábolas y
fantasías [34] escritos por diversos profetas y autores desconocidos, a lo
largo de un dilatado período histórico. Fábulas y ficciones que persiguen una
finalidad concreta, la de enseñar sencillas verdades morales a un pueblo
inculto e ignorante como el judío. Spinoza desvela las incoherencias internas
de los textos [35], las falsas cronologías, así como su carácter histórico
fruto de unas exigencias sociales y culturales determinadas, iniciando de este
modo la moderna exégesis bíblica.
Aún así,
según Spinoza, el código moral que encierra el Antiguo Testamento sigue
teniendo validez. El problema es que los teólogos lo han sepultado bajo una
avalancha de ritos, supersticiones y prejuicios que impiden a los hombres
gobernarse por su razón y obstaculizan su «libertad de filosofar» [36].
Spinoza desvela su esencia y sus enseñanzas fundamentales, que se resumen en
siete dogmas, la creencia en un único Dios, supremo, justo y misericordioso,
omnipresente y todopoderoso, en la vida ultraterrena, la salvación y la
condenación eternas, y el amor al prójimo. Pero si quisiéramos extractar aún
más ese credo mínimo, esos «dogmas de la fe universal», tendríamos simplemente
que hablar de amar a Dios y al prójimo [37]. A eso se reduce la fe [38].
Es ese
amor al prójimo lo que constituye, según Spinoza, el valor de la religión, que
cumple el cometido de impulsar entre los hombres la justicia y la caridad, es
decir, promueve elementales reglas morales. Lo que cuenta, por consiguiente, es
su función social. Pues la religión no consiste en creencias sino en obras y,
al ser las creencias un asunto personal, no pueden ser impuestas por ninguna
autoridad. Poco importa, por lo tanto, concebir a Dios como fuego, espíritu,
luz o pensamiento, poco importa admitir el libre albedrío o creer que todo está
determinado, poco importa aceptar o no la existencia de un más allá donde se
premia a los buenos y se castiga a los malos [39]. Las autoridades religiosas y
los poderes públicos sólo tienen competencia sobre los comportamientos
sociales. En consecuencia, la libertad de filosofar tiene que ser respetada.
La fe,
por tanto, deja a cada uno la máxima libertad de filosofar para que cada uno
pueda pensar
sobre todas las cosas lo que le parezca conveniente [40].
Según
Michael A. Rosenthal, no hay que ver en ese credo de siete dogmas que resume la
esencia del Antiguo Testamento ninguna intención espuria de crear una
nueva religión de la razón, ni una religión cívica [41], ni desde luego de
abolir las religiones reveladas. Pues lo único que buscaría el Tratado
Teológico-Político sería ratificar la validez de los textos
sagrados, a pesar de las contradicciones que encierran [42]. Validez que, como
hemos visto, no reside en su contenido teológico sino en su función social. La
religión continuaría siendo necesaria pues los hombres son incapaces de llevar
una vida racional y siguen encadenados a sus pasiones. Y Spinoza no tendría más
remedio que admitirlo.
Pero
esta lectura de un Spinoza defensor de las Escrituras choca con la opinión
unánime de sus contemporáneos, que concibieron el Tratado Teológico-Político como
un escrito ateo, así como de numerosos autores actuales (Leo Strauss, Yirmiyahu
Yovel, Stephen B. Smith, Jonathan Israel, etcétera). En mi opinión, Rosenthal
está equivocado pues la finalidad de Spinoza, al desplegar ante los ojos de los
fieles el contenido de las Escrituras, no es otra que denunciar las prácticas y
enseñanzas de unos predicadores que violan sistemáticamente el mensaje
fundamental de los textos sagrados, es decir, el deber de practicar la justicia
y amar al prójimo. El objetivo del Tratado Teológico-Político sería,
por lo tanto, el de acotar a la caridad con el prójimo la esfera de deberes
exigibles a los fieles, con el fin de salvaguardar la libertad de
pensamiento y expresión.
Es
cierto que, si el capítulo XIV del Tratado Teológico-Político ha
dado pie a lecturas tan opuestas, es porque destila una cierta ambigüedad. Hay
ciertamente unanimidad entre los investigadores a la hora de concebir los siete
dogmas como la «esencia» de las Escrituras. La cuestión está en esclarecer si
dicho credo, por muy vaciado de contenido teológico y por muy cargado de moral
que esté, es obligatorio para todos
los ciudadanos del Estado, como deduce Rosenthal, o sólo para los fieles. A mi
juicio, esta segunda interpretación es la correcta.
Porque,
como sostiene Leo Strauss [43], Spinoza no admite para sí —ni para los
individuos racionales— unos dogmas que sólo le parecen útiles para los hombres
comunes. Como declara en su carta a Willen van Blijenbergh, «los filósofos y
todos aquellos que están por encima de la ley […] practican la virtud, no
como una ley, sino por amor, porque es lo más excelente» [44].
Las
religiones reveladas son efectivamente útiles para todos aquellos individuos —y
Spinoza cree que son la mayoría— que no se guían por criterios racionales [45].
Pero sólo
para ellos. Porque quienes se rigen por la razón, los sabios o filósofos, no
necesitan la fe para obrar bien, ni estímulos ni amenazas exteriores para
ejercer la justicia y la piedad [46]. La virtud es en sí misma su recompensa.
Religión
y filosofía son, pues, dos esferas estrictamente separadas [47], como Spinoza
declara repetidamente y como queda de manifiesto en el título del capítulo XIV
que venimos comentando [48]. Y el cometido de la religión no
reside en buscar la verdad, sino tan sólo en predicar la piedad y la justicia.
Su reino es el de la obediencia, la sumisión y el sometimiento, en suma, el de
la imaginación y lo no-racional. Por el contrario, el ámbito de la filosofía es
el de la libertad y la razón [49].
Aunque
Spinoza desearía que todos los hombres pudieran abandonar el ámbito de la fe,
que les mantiene cautivos y dependientes [50], es consciente de que es una
guerra perdida de antemano. Ante la hegemonía de las pasiones, al racionalista
no le cabe más que admitir la necesidad de la religión para los
individuos no racionales, es decir, para la mayoría de la sociedad.
Esto
muestra claramente a quiénes y por qué razón es necesaria la fe en los relatos
de las Sagradas Escrituras. Se ve, clarísimamente en efecto, que el pueblo,
cuyo genio grosero es incapaz de percibir las cosas de un modo claro
y distinto, no puede absolutamente prescindir de esos relatos [51].
Porque,
al ser el vulgo
«incapaz de percibir las cosas de un modo claro y distinto» [52], «necesita no
sólo el conocimiento de la Escritura, sino pastores, ministros de la Iglesia
que le den una enseñanza proporcionada a la debilidad de su inteligencia» [53].
Sólo el sabio queda liberado [54].
Pero,
más allá de ese código moral que, al predicar el amor al prójimo, facilita la
convivencia y cohesiona a la sociedad, las creencias religiosas son un asunto
privado [55], incluso
para el pueblo.
Puesto
que cada uno tiene por sí mismo el derecho de pensar libremente, incluso sobre la
religión, y no se puede concebir que alguien pueda perderlo, cada
hombre tendrá también el supremo derecho y la suprema autoridad para juzgar libremente
sobre la religión […] y emitir un juicio sobre ella [56].
Con su
alegato a favor de la libertad religiosa, Spinoza no sólo arrebataba a los
teólogos buena parte de su autoridad, circunscribiendo su jurisdicción
esencialmente a límites morales, sino que, además, apuntaba su diana contra los
Estados (prudentemente denominados monárquicos) que instrumentalizan la religión
y la usan como un arma para mantener sometido al pueblo, contra los regímenes
que apelan al más allá, a la esperanza y al temor a los castigos eternos, para
afianzar su poder.
El gran
secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener
engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión,
el miedo con el que se les quiere controlar [57].
Tales
métodos que, en vez de sofocar, alimentan las sediciones [58], no pueden tener
cabida, según el filósofo, en un Estado libre. El aviso para navegantes no
podía echarse en saco roto. Jan De Witt y el partido de los regentes estaban
obligados a leer entre líneas que su obligación y responsabilidad exigían
salvaguardar la libertad [59], por muchas presiones e injerencias que sufrieran
por parte de los predicadores. El Tratado Teológico-Político les
recordaba, en efecto, que los teólogos les estaban disputando una parcela de
sus derechos de soberanía [60].
El pulso
entre el poder político y los grupos más intolerantes de la Iglesia Reformada
venía de lejos. Una de las razones por las que el De Cive de Hobbes había sido
tan bien acogido entre los republicanos holandeses era porque proclamaba el
poder absoluto del Estado frente a las Iglesias. En ese clima de permanente
tensión entre los regentes y los teólogos calvinistas, la obra hobbesiana
proporcionaba argumentos al partido de los regentes. Pero la publicación en
holandés del Leviatán,
en 1667, produjo una reacción contraria. La apuesta de Hobbes por la monarquía
absoluta encerraba una amenaza potencial para el régimen republicano, al
facilitar munición ideológica a los seguidores del Príncipe de Orange, deseosos
de instaurar una monarquía absoluta. Tres años más tarde de la publicación en
Holanda del Leviatán,
Spinoza se apresuraba a rebatir a Hobbes declarando, en la segunda parte del Tratado
Teológico-Político, que el régimen más natural y más conforme con
la razón era el democrático.
He
preferido […] esta forma de gobierno, porque me parecía la más natural y la más
aproximada a la libertad que la naturaleza concede a todos los hombres. En
ella nadie transfiere a otro su derecho natural, de manera que no pueda
participar en las deliberaciones en el porvenir, sino que este poder reside en
la mayoría de toda la sociedad de la cual él constituye una parte [61].
Puede
sorprender, sin embargo, que Spinoza prefiriera la democracia [62] al sistema
aristocrático holandés, defensor de los valores republicanos, la tolerancia, y
la libertad de pensamiento y expresión. Y más extraño aún puede resultar su
opción por un régimen inexistente en la Europa de las grandes monarquías
absolutas, salvo en los cantones suizos de los que el filósofo probablemente ni
siquiera había oído hablar.
Pero su
defensa de la democracia se deriva del fin que atribuye al Estado,
que no es otro que garantizar la libertad individual.
De los
fundamentos del Estado a que nos hemos referido más arriba, se deduce
evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por
el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino, por el contrario, libertar del
miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad, esto
es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño
propio ni ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de
seres racionales en bestias o en autómatas, sino, por el contrario, que su
espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso
de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la
guerra con ánimo injusto. El fin del Estado es, pues, verdaderamente la
libertad [63].
El telón
de fondo de este párrafo y el punto de referencia inevitable es Hobbes. A él se
refiere Spinoza de manera recurrente –aunque implícita—, y es contra el Estado
hobbesiano —que sólo cumple su misión haciéndose temer y ahogando los derechos
políticos [64] y la libertad de expresión [65]— contra el que se alza el
filósofo holandés. Pues, a diferencia de Hobbes, el fin del Estado no radica
para Spinoza en salvaguardar la vida de los individuos a costa de convertirles en
bestias o autómatas, es decir forzándoles a la obediencia y a la sumisión [66].
Spinoza va más allá al atribuir al Estado, no solamente la misión de velar por
la seguridad física
de sus súbditos, sino también por la intelectual respetando su
derecho a vivir según los dictados de su razón.
Tal
derecho exige que el Estado no recurra a la religión para reforzar la
obediencia y apuntalar el orden social, sino que salvaguarde la libertad de
pensamiento y expresión.
A pesar
de que Spinoza sostiene, al igual que Hobbes, que el soberano —sea cual fuere
la forma de Estado — tiene en teoría [67]— derecho a todo [68], y hasta puede
gobernar con violencia y dar muerte a los ciudadanos por causas baladíes [69],
niega que, en
la práctica, pueda hacer uso de ese derecho.
Aunque el filósofo holandés no discute el derecho del Estado, sí cuestiona su
utilidad.
No
pudiendo hacerse tales cosas sin gran peligro de todo el Estado, podemos negar
lógicamente que tengan los soberanos poder absoluto para estas y otras cosas
semejantes y, por consecuencia, un derecho absoluto [70].
Así, por
muy absoluto que sea un Estado, el individuo conservará siempre una parcela de
derechos irrenunciables.
Si los
hombres pudieran ser privados de su derecho natural de suerte que, en lo
sucesivo, no
pudieran nada sin el consentimiento de quienes detentan el derecho supremo,
éstos podrían reinar impunemente sobre los súbditos de la forma más
violenta, cosa que no creo le pase a nadie por la mente. Hay que conceder,
pues, que cada
uno reserva muchas parcelas de su derecho [71].
Pues
nadie —insiste Spinoza— puede renunciar a sus derechos hasta el punto de dejar
de ser hombre [72], ni ningún Estado puede situarse por encima del individuo y
ahogar sus libertades.
Aunque
Spinoza no piensa aún en términos de división de poderes y admite que el poder
del soberano es absoluto —Locke no publicará su Ensayo sobre el gobierno civil hasta
1690, victoriosa ya la revolución de 1688 e instalado en el trono Guillermo de
Orange— no hay que dejarse llamar a engaño. El carácter absoluto del Estado
spinozista no va en detrimento de los súbditos, cuyas derechos son en la práctica inviolables,
sino del excesivo poder de los teólogos calvinistas. A pesar de que algunas de
las formulaciones de Spinoza pueden inducir a pensar que es partidario de una
democracia con poderes absolutos —y de ahí los puentes que algunos
investigadores han tendido con Rousseau [73]— ambas formas de democracia son opuestas.
El
reconocimiento de una esfera de libertades individuales irrenunciables, que el
Estado tiene que respetar [74], es la piedra de toque que separa a Spinoza de
los pensadores republicanos, como Maquiavelo y más tarde Rousseau [75], y le
vincula a los teóricos liberales [76]. En efecto, Spinoza, como Kant, como
Tocqueville, y como los restantes autores de la familia liberal, convierte a la
libertad individual en el eje de su pensamiento, y concibe el Estado como un
mero instrumento [77] y a la democracia como un simple medio —aunque el mejor—
para dotar al individuo del marco de seguridad y libertad que posibilita
su autorrealización. Autorrealización que se enmarca en la esfera de la
vida privada, lejos de los avatares de la política.
Pero,
aunque las metas que persiguen los seres humanos sean de índole individual, se
alcanzarán más fácilmente si cuentan con el respaldo, la complicidad y la
comprensión del resto de la sociedad [78]. La ética spinozista es una ética
solidaria y democrática —a pesar de sus tonalidades elitistas— que concibe el
conocimiento y la búsqueda
de la verdad como una vía abierta a todos los que quieran
explorar el duro camino de la perfección. Y cuantos más sean éstos, mejor para
todos.
Este es,
pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza (el verdadero bien) y
procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir, que a mi felicidad
pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo […] (Por eso
es necesario) formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el
mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima
facilidad y seguridad [79].
El Tratado
Teológico-Político termina con un canto al pacifismo y al
cosmopolitismo, fuentes de la prosperidad y el crecimiento de Ámsterdam, donde
viven en la mayor concordia «los hombres de cualquier secta y de cualquier
opinión» [80].
Notas
1.
Steven Nadler, Spinoza,
Acento, Madrid, 20004, p. 367.
2. Nadler, Spinoza, op. cit., p. 399.
3. En carta a Oldenburg, Spinoza habla de
los «estúpidos» cartesianos que, aunque decían simpatizar con él, no cejaron de
denigrar su obra para alejar las sospechas de coincidir con ella, Correspondencia, edición de Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1988, carta 68, p. 377.
4.
Nadler, Spinoza,
op. cit., p. 400.
5.
Nadler, Spinoza,
op. cit., p. 401.
6. Lo que no significa, como veremos, que
estuviera de acuerdo con el contenido del libro. Ver Jonathan
Israel, Radical
Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity 1650-1750,
Oxford University Press, Nueva York, 2002, p. 275.
7. Según Israel, el Tratado
Teológico-Político nunca circuló libremente en Holanda. Ése es un
mito carente de todo fundamento. Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making
of Modernity 1650-1750, p. 276.
8.
Nadler, Spinoza, op. cit., p. 433.
9. Spinoza, Correspondencia, op. cit., carta 44 a Jarig Jelles del 17 de
febrero de 1671, p. 292.
10.
Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity
1650-1750, op. cit., p. 278.
11. «Viendo, pues, que nos ha caído en
suerte la rara dicha de vivir en un Estado, donde se concede a todo el mundo
plena libertad para opinar y rendir culto a Dios según su propio juicio, y
donde la libertad es lo más apreciado y lo más dulce…». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, Madrid, 1986, p. 65.
12. Ver Spinoza, Tratado Breve, edición de Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1990, II, 18, p. 138.
13. Sobre las relaciones Spinoza-De Witt,
algunos investiga-dores han sugerido que Spinoza era el «alma máter» que
impulsaba el liberalismo de De Witt, y otros que De Witt apoyaba económicamente
a Spinoza por sus ideas innovadoras. No obstante, no hay indicios de contactos
entre ambos, aunque es cierto que tenían amigos y conocidos comunes. Herbert
Rowen, que examinó exhaustivamente los papeles de De Witt, no encontró nada que
probara dicha relación. Popkin se muestra escéptico en este tema y califica de
«románticas» las tesis que sostienen posibles vínculos entre ambos. Richard H. Popkin, Spinoza, Oneworld, Oxford, 2004, pp. 142 y 143 nota 77.
14. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza, op.
cit., prefacio, pp. 72-73.
15.
Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity
1650-1750, op. cit., p. 277.
16. El «mito» de las relaciones Spinoza-De
Witt a las que me he referido antes, así como el de la pensión que éste último
habría concedido a Spinoza, habría sido un invento de su biógrafo
Jean-Maximilian Lucas. Nadler, Spinoza, op. cit., p. 353.
17. Según Nadler, De Witt desaprobó hasta
tal punto las ideas democráticas de Spinoza que, después de leer el Tratado
Teológico-Político, se negó a entrevistarse con él: «Cuando
Spinoza se enteró de que su Excelencia había desaprobado su libro, le envió un
emisario a fin de concertar con él una entrevista. Pero la respuesta de
su Excelencia fue que no deseaba en modo alguno verlo atravesar su
puerta». Citado por Nadler, Spinoza, op. cit., p. 350.
18. De Witt habría calificado a Spinoza de
«bellaco que merecería la cárcel». Citado por Israel, Radical
Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity 1650-1750, op. cit., p. 278.
19. En los libelos que proliferaron en
1672, a raíz de la muerte de Jan de Witt, se describe el Tratado
Teológico-Político como «forjado por el judío renegado en el
infierno, en compañía del diablo», y se acusa al Gran Pensionario de haber
permitido su publicación. K. O. Meinsma, Spinoza et son cercle, Vrin, París, 1983, pp. 406-439.
20.
Nadler, Spinoza, op. cit., p. 350.
21.
Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity
1650-1750, op. cit., pp. 277-278.
22. Nadler, Spinoza, op. cit.,
p. 243.
23. Spinoza, Correspondencia, op. cit., carta 30, p. 231.
24. Meinsma, Spinoza et son cercle, op. cit.,
p. 397.
25. Ibídem.
26. «Son realmente Anticristos aquellos
que persiguen a los hombres de bien y amantes de la justicia, simplemente
porque disienten de ellos y no defienden los mismos dogmas de fe que ellos».
Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., p. 312.
27. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
Madrid, 2007 (4.ª ed.), cap. XX, p. 132.
28. Sobre la excomunión, ver Meinsma, Spinoza et son
cercle, op. cit., p. 124. En Nadler, Spinoza, op. cit., pp. 173 ss.
29. Ver Meinsma, Spinoza et son cercle, op. cit.,
p. 123.
30. Ver, por ejemplo, Gabriel Albiac, La sinagoga vacía. Un
estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Hiperión, Madrid,
1987, pp. 183 ss.
31. Spinoza, Correspondencia, op., cit.,
carta 68, p. 377.
32. El tratado de la Unión de Utrecht, de 1579, que dio
lugar a las Siete Provincias del Norte
de los Países Bajos reconocía, en efecto, la libertad de conciencia. Libertad
forjada en la lucha de independencia contra la Corona -española, que promovió
lazos de unión entre las distintas sectas y sentó las bases de una tolerancia
que haría de las Siete Provincias del Norte, pero sobre todo de Holanda, tierra
de acogida para los disidentes, en el marco de Estados caracterizados por la
rigidez y dureza de la Inquisición, como España.
33. Ver Atilano Domínguez, «Spinoza», Fernando Vallespín
(ed.), Historia
de la Teoría política, 2, Alianza, Madrid, 1990, p. 318.
34. Spinoza cuestiona, por ejemplo, que el
Pentateuco fuese escrito por Moisés, que sus preceptos fuesen de origen divino,
que los judíos fuesen una nación superior o el pueblo elegido, etcétera.
35. Ver, por ejemplo, Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., cap. VII, p. 205.
36. La fe, dice Spinoza, ya no es más que «credulidad
y prejuicios». Pero unos prejuicios «que transformaban a los hombres de
racionales en brutos». Tratado Teológico-Político, Alianza, op. cit., prefacio, p. 67.
37. «Todo el culto de Dios y su obediencia
consiste únicamente en la caridad y la justicia, o sea, en el amor del
prójimo». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos, op. cit.,
cap. XIV, p. 52.
38. «La fe no exige tanto la verdad como
la piedad». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos, cap. XIV, p. 53.
39. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos, op. cit.,
cap. XIV, pp. 52-53.
40. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. XIV, p. 54. La cursiva es mía.
41.
Una
religión cívica que tendría grandes similitudes con la «religión del ciudadano»
de El contrato
social. Ver Jean-Jacques Rousseau, Le contract social, en Oeuvres Complètes, Gallimard,
París, 1964, III, p. 468
42.
Michael Rosenthal, «Spinoza’s Dogmas of the Universal
Faith and the Problem of Religion», Philosophy&Theology, 13,
1, 2001, pp. 56-57.
43. Según Leo Strauss, existe un abismo
entre los sabios y la multitud en Spinoza. Ver La critique de la religión chez Spinoza ou
Les fondements de la science spinoziste de la Bible. Recherches pour une étude
du «Traité théologico-politique», Les Éditions du Cerf, París,
1996, p. 277.
44. Spinoza, Correspondencia, op. cit., carta 19 a Willen van Blijenbergh, p. 171. La cursiva
es mía.
45. «Sé también que es tan imposible que
el vulgo se libere de la superstición como del miedo (pues)… no se guía por la
razón, sino que se deja arrastrar por los impulsos». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., prefacio, p. 72.
46. «A quien da a cada uno su derecho,
sólo por miedo al poder público, obedeciendo a una autoridad extraña y bajo la
presión del mal que recela, no se le puede llamar justo. Al contrario, el que
da a cada uno su derecho, porque conoce la razón de las leyes y su necesidad,
obra con cuidado constante, no por voluntad extraña, sino por la propia, y
merece realmente el nombre de justo». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. IV, p. 17.
47. «Entre
la fe y la filosofía no hay comercio ni afinidad al-guna, lo cual no puede
ignorar nadie que conozca el principio y -fundamento de estas dos facultades
que realmente
discrepan en absoluto». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. XIV, p. 53. La cursiva es mía.
48. «Qué sea la fe y qué los fieles; se
determinan los fundamentos de la fe, y después se la separa de la filosofía».
Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Tecnos, op. cit., p. 46.
49. «El fin de la filosofía no es otro que
la verdad». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos, op. cit.,
cap. XIV, p. 53.
50. «La finalidad de las ceremonias fue,
pues, ésta: que los hombres no hicieran nada por decisión propia, sino todo por
mandato ajeno y que con sus acciones y consideraciones dejaran
constancia de que no eran autónomos, sino totalmente dependientes de
otro». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., cap. V, -p. 160.
51. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. V, p. 40. La cursiva es mía.
52. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. V, p. 140.
53. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. V, p. 141.
54. «El hombre que vive en la soledad no
está obligado a ponerlas en práctica». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. V, p. 38.
55. «Hay que dejar a todo el mundo la
libertad de opinión y la potestad de interpretar los fundamentos de la fe según
su juicio». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza, op. cit.,
prefacio, p. 70.
56. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza, op. cit., cap. VII, p. 218. La cursiva es mía.
57. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza,
op. cit.,
prefacio, p. 64.
58. «Esa misma libertad puede y debe ser
concedida, sin menoscabo de la paz del Estado y del derecho de los poderes
supremos, y […] no puede ser abolida sin gran peligro para la paz y sin gran
detrimento para todo el Estado». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza,
op. cit.,
prefacio, p. 71.
59. «Quienes detentan la potestad estatal
[…] son los únicos garantes del derecho y de la libertad». Ibídem.
60. «Tuve que indicar también los
prejuicios acerca del derecho de las supremas potestades; son muchos, en
efecto, los que tienen la insolencia de intentar arrebatárselo». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., prefacio, p. 65. La
cursiva es mía.
61. Spinoza, Tratado Teológico-Político, op. cit.,
Tecnos, cap. XVI, p. 63.
62. La influencia de Van den Enden, el ex
jesuita que le inició en el conocimiento de los grandes textos políticos, fue
probablemente determinante en su apuesta por la democracia. Van den Enden
mantenía, en efecto, posiciones muy democráticas. Ver, por ejemplo, Nadler, Spinoza, op. cit.,
p. 153.
63. Spinoza, Tratado Teológico-Político, op. cit.,
Tecnos, cap. XX, pp. 124-125.
64. Hobbes, Leviatán, Editora Nacional,
Madrid, 1983, capítulo XVIII, p. 272.
65. La única limitación a la libertad de
expresión afecta a los «heréticos y cismáticos» que enseñan opiniones que
incitan al odio. Spinoza, Tratado Teológico-Político, op. cit., Tecnos,
cap. XIV, p. 54. Aunque una libertad tan grande pueda conllevar
algunos inconvenientes, un buen gobierno debería adoptar una actitud permisiva
pues el intento de regular todo mediante leyes «más bien irrita los vicios que
los corrige».
66. «Como el verdadero fin de las leyes sólo suele
resultar claro a unos pocos, mientras que la mayoría de los hombres son casi
completamente incapaces de percibirlo y están muy lejos de vivir de acuerdo con
la razón, los legisladores […] han procurado sujetar, en la medida de lo
posible, al vulgo como a un caballo con un freno». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, op. cit., Alianza, cap. IV, p. 137.
67.
Spinoza, Tratado
Teológico-Político, op. cit., Tecnos, cap. XVII, p. 71
68.
«Aunque se admita, por tanto, que las supremas potestades tienen derecho a
todo…». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, op. cit., Alianza, cap. XX, p. 409.
69. Ibídem.
Ver mi artículo «Spinoza, Rousseau: dos concepciones de democracia», Revista de Estudios
Políticos, abril-junio 2002, p. 99.
70.
Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Tecnos, op. cit., cap. XX, pp.
123-124. La cursiva es mía.
71. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza,
op. cit.,
cap. XVII, p. 351. La cursiva es mía.
72. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos, op., cit.,
cap. XVII, p. 71. La frase la recogerá Rousseau en El contrato social.
73. Madeleine Francès, «Les reminiscences spinozistes
dans le Contract
social de Rousseau», Revue Philosophique, CXLI,
1951.
74. «Quienes detentan la potestad estatal,
tienen derecho a cuanto pueden y son los únicos garantes del derecho y la
libertad […] Más, como nadie puede privarse a sí mismo de su poder de
defenderse, hasta el punto de dejar de ser hombre, concluyo de ahí que nadie
puede privarse completamente de su derecho natural, sino que los súbditos
retienen, por una especie de derecho de naturaleza, algunas cosas, que no se
les pueden quitar sin gran peligro para el Estado. De ahí que, o bien les son
concedidas tácitamente o ellos mismos las estipulan con quienes detentan la
potestad estatal». Spinoza, Tratado Teológico-Político, Alianza, op. cit.,
prefacio, p. 71.
75. Rousseau y, en general, los autores
republicanos no tienen reparos en sacrificar algunos derechos individuales en
nombre de los intereses de la comunidad. De ahí los límites impuestos en El contrato social a
la libertad de expresión y de reunión. Ver Jean-Jacques Rousseau, Le contract social en
Oeuvres
Complètes, Gallimard, III, p. 371.
76. Ver mi libro La ilusión republicana. Ideales y mitos, Tecnos,
Madrid, 2008, pp.
214 ss.
77. El pacto mediante el cual se
constituye el Estado «no puede tener fuerza alguna, sino por razón de su
utilidad, quitada la cual, el pacto mismo desaparece y se convierte en nulo».
Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Tecnos, op. cit., cap. XVI, p. 60.
78. «Sin la ayuda mutua, los hombres viven
necesariamente en la miseria y sin poder cultivar la razón». Spinoza, Tratado
Teológico-Político, Alianza, op. cit., cap. XVI, p. 334.
79. Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, Principios de filosofía de Descartes, Pensamientos metafísicos, edición de Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1988, p. 80.
80. Spinoza, Tratado Teológico-Político, Tecnos,
op. cit.,
cap. XX, p. 131.
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