18 diciembre, 2015

Frédéric Lordon: Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza

Valeria N. Bula

Lordon, Frédéric. Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza, Paris, La fabrique, 2010, 216 pp. [Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza, Buenos Aires, Tinta Limón, 2015, 176 pp.]

“Si la idea de progreso tiene un sentido… es orientarse ‘al verdadero bien’”: “yo entiendo por esto una vida humana”, concluye en Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza [Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza], Frédéric Lordon. Con esta contundencia hacia la búsqueda de una vida humana, la presente obra ofrece la ocasión de reflexionar acerca de la evolución del capitalismo a partir de dos autores fundamentales como Marx y Spinoza. Desde un enfoque sociológico --y no psicologizante-- y de manera muy pertinente, el autor propone que la antropología de las pasiones de Spinoza, completa la teoría de las relaciones binarias marxista del capital-trabajo y brinda una posible llave de superación del capitalismo.

La obra de Lordon está articulada en tres partes: la primera titulada “Hacer hacer” en la que explica cómo el empleador capitalista tiene métodos muy particulares para hacer hacer, a través del dinero o interés que es igual al deseo o el conatus spinozista y la estrategia capitalista de alinearse a partir de este deseo de los asalariados en el deseo-maestro, que es el deseo del capital. En la segunda parte, titulada “Felices automóviles” reflexiona acerca de cómo el capital logró hacer mover los cuerpos de los asalariados a través del deseo inculcado desde afuera; ese deseo definido como una ephitumia es capitalista porque busca perseguir la felicidad capitalista y no humana en el sentido en que se alinean a los intereses materiales del capital. Y se pregunta si la sociedad capitalista no es la primera en presentar un régimen de un conjunto de deseos y afectos a gran escala. En la tercera, y última, parte cuyo título es “Dominación, Emancipación”, siguiendo el Tratado político de Spinoza, Lordon propone reconocer lo que denomina sociedad radiante y superar la exodeterminación.

Lordon recuerda que Spinoza nombra conatus al impulso por el cual cada cosa se esfuerza por persistir en su ser, es la fuerza de existir. El ser es un ser de deseo, existir es desear y, en consecuencia, activarse en la búsqueda de sus objetos de deseo, es el “hacer hacer” para satisfacer los deseos del capitalista; así el conatus capitalista se incrementa indefinidamente porque no encuentra resistencia. El empleador capitalista tiene métodos muy particulares para “hacer hacer”: el dinero que tiene intrínseco el valor de las cosas que se pueden obtener para subsistir biológicamente.

“La legitimidad de sus ‘ganas de hacer’ (del empresario) no debe extenderse a las ganas de hacer hacer” (Lordon 2010: 19). Lordon plantea el problema de las formas cuando el empresario tiene ganas de emprender y se extiende a las ganas de “hacer hacer”, convirtiéndose en capturador de los conatus de los asalariados, los productos de la actividad común y el reconocimiento para sí mismo, lo que bajo otras formas de participación política debería ser compartido.

Un deseo implica terceras fuerzas. Para la conformación de una empresa es necesario entonces, expone Lordon, deshacer la idea de “servidumbre voluntaria”. En este sentido Lordon rescata a La Boétie quien rechaza esta idea de servidumbre voluntaria haciendo perder de vista la servidumbre; no es que los hombres olvidarían que son miserables, sino que ellos viven el descontento como un fatum. Así, recuerda La Boétie, las sumisiones exitosas son aquellas que llegan a cortar en la imaginación de los sumisos, los efectos tristes de la sumisión de la idea misma de la sumisión, siempre susceptible de presentarse en la conciencia de hacer renacer los proyectos de revuelta. Esta advertencia laboeciana es útil y Lordon la toma para pensar la servidumbre capitalista y medir su profundidad en lo que ya no sorprende: que algunos hombres llamados patrones pueden arrastrar a otros muchos a entrar en su deseo y a activarse por y para ellos. De esta manera, la relación de dominación salarial como captura de un cierto deseo, el de la subsistencia material-biológica, pone al desnudo el principio real de la esclavitud. Como son las estructuras sociales de las relaciones de producción capitalistas, en el caso salarial, las que configuran los deseos y predeterminan las estrategias para alcanzarlas, ninguna servidumbre es voluntaria porque los objetos a desear le vienen designados desde afuera como deseo bajo las estructuras de la heteronimia material.

23 noviembre, 2015

Deleuze en medio de Spinoza

Pierre Macherey

‘Deleuze en medio de Spinoza’ apareció publicado como ‘Deleuze in Spinoza’, en Warren Montag (ed.), In a Materialist Way. Selected Essays by Pierre Macherey, London/New York, 1998, pp. 119-124.

Una parte importante de la obra de Deleuze está dedicada al estudio de filósofos: los estoicos, Leibniz, Hume, Kant, Nietzsche, Bergson, etc., pero un lugar muy singular en esta lista lo ocupa Spinoza, debido al interés filosófico que le merece:

Sobre Spinoza he trabajado con más seriedad, según las normas de la historia de la filosofía, y él es el que más me ha dado la impresión de ser algo así como una corriente de aire que te empuja por la espalda cada vez que lo lees, algo así como una escoba de bruja sobre la que él te hace cabalgar. A Spinoza ni siquiera se le ha empezado a comprender, y yo no más que los demás [1].

No se puede decir que Deleuze sea un historiador de la filosofía, dado que su método mantiene una distancia de las divisiones disciplinarias y por este hecho ignora dilemas artificiales tales como explicación y comprensión, y comentario e interpretación. Pues Deleuze, cuando presenta el pensamiento de Spinoza, analiza con el mayor rigor el texto que lo ocupa, mostrando cómo se compone este texto y cómo se las arregla para establecer lo que tiene que decir, no excluye en absoluto una evaluación de su contenido especulativo desde el punto de vista de una investigación teórica, no sólo en relación con un pasado histórico, en relación con algo que se ha pensado, y que ya no puede ser considerado excepto en el pasado. Más aún, coincide también con el esfuerzo de un pensamiento en el presente, recreando el acto mediante el cual este pensamiento se actualiza en la propia persona que lo lee.
  
En lugar de repensarlo, Deleuze propone una manera de pensar en Spinoza, o para pensar "en" Spinoza, colocándose él mismo en medio del entorno especulativo, en el elemento vivo desde el cual la totalidad de esta obra se desarrolla, donde esta última no es reducible a una composición de la doctrina, a un "sistema". En lugar de tomar la filosofía de Spinoza tal como es, o como se supone que es, y ofrecer una descripción de su discurso que en principio es objetiva y exhaustiva desde un punto de vista estático, la cuestión reside en producir dinámicamente, antes que reproducir, el movimiento intelectual a través del cual esta filosofía se ha convertido en lo que es. En lugar de "seguir" a Spinoza, teniendo mucho cuidado en repetir todo lo que ya ha dicho, Deleuze se coloca como si le precediera interviniendo en la historia de un pensamiento al mismo tiempo que lo da a conocer, y haciéndolo conocido sólo en la medida en que interviene en él, o con él: Deleuze en medio de Spinoza también es Spinoza en medio de Deleuze.

12 octubre, 2015

Antídoto Spinoza: La crítica como invención de modo de vida

Diego Sztulwark

Sztulwark, Diego. Prólogo, en Henri Meschonnic, Spinoza poema del pensamiento, Buenos Aires, Cactus y Tinta Limón, 2015.

"Todo el sentido del trabajo iniciado aquí es pues el de mostrar la inanidad de una afirmación como esta: “una filosofía construida more geometrico excluye absolutamente la hipótesis de un sujeto creador de sentido, y al mismo tiempo, toda concepción del lenguaje donde este sería expresivo de mis representaciones”. Mostrando que el sujeto en cuestión ya no es por cierto el sujeto filosófico sino lo que llamo el sujeto del poema".

“Spinoza no fue un erudito, sino un pensador”.

No se piensa “para” la época sino para escapar de ella y para ventilarla. Spinoza poema del pensamiento nos devuelve al más imprudente de los pensamientos, aquel que piensa “contra” el orden, aquel que se dirige a la invención de pensamiento y a la alegría que hace vivir. Es una imprudencia inventiva que exige enfrentarnos al lenguaje, convertirlo en poema.

Para Meschonnic Spinoza funciona exactamente en este sentido: como un antídoto contra el aplastante dominio del signo en las representaciones del lenguaje. Y esta es la principal contienda de la que nos habla este libro, la del pensamiento intempestivo contra las teorías del lenguaje que borran el afecto en el concepto.

“No se trata impunemente al lenguaje como una herramienta. Eso vuelve sordo” para pensar lo que un cuerpo “le hace al lenguaje”.

En Spinoza la sistematicidad filosófica es poemática y crítica. Y sin embargo, su explosividad afectiva no acaba de estallar, metida como está en la máquina de lectura universitaria, cuya insistencia en los marcadores lógicos y en los asuntos de la lengua no deja escuchar. Es lo que pasa cuando la filosofía opera como actividad intelectual meramente explicadora –el comentario–, dentro del orden y no contra él. Se acomoda en lo teológico político, en la metafísica dominante, tradicional, que todo lo somete a la separación entre cuerpo y pensamiento. Es este el reproche central que Henri Meschonnic dirige a los filósofos: el hecho de moverse siempre dentro del espacio de la analítica y la pedagogía, en el horizonte del signo, en el que el poema queda reducido a un filosofema y el ritmo al sentido.

La ausencia de una relación concebida y construida entre el ritmo, la prosodia y el pensamiento permanece en el estado actual, el más extendido, tan trivial que ni siquiera lo vemos. Este estado se inscribe en el signo, en la cultura griega-cristiana del lenguaje. Y este estado constituye un obstáculo epistemológico insalvable para entender un pensamiento de la inseparación entre el afecto y el concepto. Por consiguiente para traducirlo en su ritmo y su prosodia, que no son más que el movimiento mismo del pensamiento en su continuo.

El poema, movimiento que organiza el sentido, hace invención de pensamiento y crea modo de vida; abre el lenguaje a la historicidad y piensa más allá de lo que ya se sabe; hace sujeto; rechaza el mundo, lo transforma. Poema del pensamiento es la crítica que el ritmo le hace al signo, y el afecto al concepto. Es la crítica que batalla contra el dualismo metafísico cuerpo/alma, para buscar la unidad afecto-concepto; la fuerza de esa unidad a la que Spinoza llama Natura.

14 septiembre, 2015

El ‘Tratado político’: una ciencia del Estado

Etienne Balibar

Etienne Balibar, “El Tratado político: una ciencia del Estado”, en Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 67--90.

Algunos años separan el Tratado político, inconcluso a la muerte de Spinoza, del Tratado teológico-político. Sin embargo tenemos la impresión de cambiar de universo. No se trata más de una extensa argumentación exegética, tampoco de una estrategia persuasiva destinada a hacer comprender poco a poco al lector las causas de una crisis inminente y los medios para conjurarla, sino más bien de una exposición sintética --sino "geométrica" como en la Ética-- que reenvía explícitamente a los principios racionales y presenta todos los rasgos de la ciencia.

La diferencia no es solamente de estilo: se apoya también sobre articulaciones teóricas, y sobre el sentido político de la argumentación. Más de un lector se habrá confundido con ella. De una obra a la otra relevamos ciertos elementos esenciales de continuidad: ante todo la "definición" de derecho natural del poder, a la cual, veremos, Spinoza confiere ahora un significado radical. Igualmente encontramos la tesis del TTP la cual propone que la libertad de pensar es incoercible y así queda pues fuera del alcance del soberano (TP, III, 8). Sin embargo ya no está atada indisociablemente a la libertad de expresión de las opiniones, al menos explícitamente. Pero los contrastes no son menos impresionantes: Spinoza no hace más referencia al "pacto social" como un momento constitutivo de la sociedad civil. La tesis contundente --casi una prescripción-- según la cual "la finalidad del Estado es la libertad" no es más enunciada. Por el contrario, encontramos allí: "La finalidad de la sociedad civil no es ninguna otra que la paz y la seguridad" (TP, V, 2). Por último, aunque Spinoza nos reenvía varias veces a los análisis del TTP referidos a la religión, el lugar de ésta en la construcción política aparece subordinado, si no marginal, y su concepto incluso parece profundamente modificado. La "teocracia" no tiene derecho más que a una alusión, y no designa más que un modo de elección del rey entre otros. (TP, VII, 25). La noción de una "verdadera Religión" no juega ningún rol; por el contrario Spinoza introduce, a propósito de la aristocracia, la de una "religión de la patria", que suena más bien como un eco de la tradición de las ciudades antiguas.

Todo esto perfila finalmente cualquier otra relación con la historia. Por este hecho, incluso el concepto de historia no puede ser exactamente el mismo. Subordinada a la teoría, la historia constituye para ésta un campo de ilustración e investigación, no un marco orientado en el cual los "momentos" irreversibles impondrían sus obligaciones a la política. En consecuencia, la Biblia no tiene que jugar más un rol central, más que como historia "santa", incluso sometida a una refundación crítica, no es una fuente de enseñanzas políticas privilegiadas. Más que un desplazamiento de ciertos conceptos, parece más bien que nos enfrentásemos con una problemática nueva.

Después de 1672: nueva problemática

¿Por qué estas transformaciones? Sin duda éstas corresponden al género diferente de la obra. En lugar de una intervención militante, obligada a tener en cuenta los cuestionamientos y el lenguaje de aquellos que debe combatir o convencer, el TP se presenta como un libro de teoría que tiene por objeto, más allá de tal o cual coyuntura, los "fundamentos de la política" --estos fundamentos que el TPP había evocado aplazando su elaboración completa para más tarde. Sin duda éste recalca enseguida que la teoría y la práctica (praxis) son indisociables, pero para agregar de inmediato --demarcándose de la Política de Aristóteles-- que "la experiencia (experientia) ya mostró todos los tipos de Estado (Civitas) que pueden concebirse, para asegurar la concordia entre los hombres" (TP, III, 1).

Pero esta razón es aún demasiado formal. Ella recubre, me parece, una causa más decisiva: la conjunción de las dificultades internas del TTP (de las cuales intenté de dar una idea) y del acontecimiento histórico que sobrevino entre tanto, la "revolución" orangista marcada por la derrota del Partido de los Regentes y por la irrupción efímera de la violencia de masas en la política de las Provincias Unidas. Encontramos indicadores inequívocos de ésta en los pasajes donde Spinoza se interroga sobre las causas de disolución de los regímenes aristocráticos, a los cuales asimila ahora a la República holandesa (TP, IX, 14; XI, 2). Y más en general en su búsqueda verdaderamente obsesiva de los medios para "contener a la multitud" (TP, I, 3; VII, 25; VIII, 4-5; VIII, 13; IX, 14).

¿Podemos, según el contenido mismo que él da a su teoría, reconstruir la manera en la cual ese acontecimiento se le apareció? Pasada la primera reacción de dolor y de indignación causada por el asesinato de sus amigos y la caída del régimen que le parecía como el mejor; no es cierto que Spinoza haya visto en la "revolución" de 1672 la realización exacta de los temores que él compartía con los adversarios del partido monárquico. El hecho es, en principio, que el príncipe de Orange defiende victoriosamente la patria (contra la invasión francesa). Por otra parte, el poder personal que se le atribuye no es institucionalmente una monarquía hereditaria. Forzada a someterse a la "dictadura" del jefe militar, la clase de los Regentes no es completamente desplazada del poder: un compromiso interviene. Finalmente, es verdad que el nuevo régimen satisfacía ciertas reivindicaciones del partido calvinista en materia de censura de opiniones (es en 1674 que los Estados prohíben oficialmente el TTP y la obra del cartesiano Louis Meyer amigo de Spinoza sobre la interpretación de las Escrituras, al mismo tiempo que el Leviatán de Hobbes y la selección de textos de la "herejía" sociniana: abanico completo de todo lo que los predicadores juzgan peligroso para la fe; Spinoza renuncia entonces a publicar la Ética). Pero de esto no resulta sin embargo una sujeción completa del Estado a las autoridades religiosas. Más bien se ve disociarse el "frente" heterogéneo de adversarios de la República. Por una parte, el partido "teocrático" frustró sus esperanzas y la unidad de la clase dirigente se recompone en torno de un nuevo equilibrio, que puede parecer bastante más inestable que el precedente.

La cuestión de la libertad permanece así pues planteada. Mejor: ella debe ser planteada respecto de cada régimen, no como una cuestión incondicional, sino como un problema práctico de los efectos de su funcionamiento. (TP VII, 2; VII, 15-17; VII, 31; VIII, 7; VIII, 44; X, 8, etc.) Si no son todos equivalentes, ningún régimen es formalmente más incompatible con la afirmación de la individualidad, con lo que el TP (V, 7) llama una "vida humana". Se trata de descubrir las condiciones de ésta para cada uno. Por el contrario, lo que se vuelve más enigmático, es el sentido que se acuerda conferir a la noción de absolutismo.

Es necesario aquí traer a la memoria el largo debate contemporáneo en torno a esta noción del cual no evocaremos más que algunos aspectos. Es sabido que en esa época, tanto en Holanda como en Francia o Inglaterra, frente a los teóricos del absolutismo del derecho divino (como Bossuet, quien había leído detenidamente el TTP), otra concepción del absolutismo se nutría de la lectura de Maquiavelo, de la cual los "libertinos" sacaron la doctrina de la razón de Estado. No es una casualidad que, a partir de su primer párrafo, el TP nos presente una antítesis entre dos tipos de pensamiento político. Uno es denunciado como "utópico" (según el título del famoso libro de Thomas Moro): el de los filósofos platónicos que buscan deducir la constitución ideal de la Ciudad de la Idea de Bien y de la hipótesis de una naturaleza humana racional, atribuyendo los defectos de las constituciones reales a sus "vicios" y perversiones. El otro, realista (y potencialmente científico), sería el de los "prácticos", los "políticos", de los cuales Maquiavelo es el caso. Aunque Spinoza remarca que el propósito de éste no está totalmente claro (TP, V, 7), lo defiende y lo discute (cf. también, TP X, 1). Él saca de allí la idea de que el valor de las instituciones no tiene nada que ver, ni con la virtud, ni con la piedad de los individuos. Este debe poder manifestarse independientemente de esta condición. La regla fundamental sobre la que basa el TP es enunciada muchas veces:

Por consiguiente, un Estado cuya salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien administrados si quienes los dirigen quieren hacerlo con fidelidad, no será en absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal que sean bien administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mienuas que la virtud del Estado es la seguridad. (TP, I, 6)

Si la naturaleza humana estuviese constituida de suerte que los hombres desearan con más vehemencia lo que les es más útil, no haría falta ningún arte para lograr la concordia y la felicidad. Pero, como la naturaleza humana está conformada de modo muy distinto, hay que organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan, como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común (...) (TP, VI, 3).

De estas formulaciones ¿concluiremos que Spinoza retoma por su cuenta el pesimismo antropológico que la tradición conservó de Maquiavelo ("Los hombres son malvados": El príncipe, capítulo 18)? Encontraremos esta cuestión más adelante. La confrontación que se impone más de inmediato, es la del TP y el pensamiento de Hobbes, aquella de las dos obras mayores, la De Cive (Tratado del Ciudadano, 1642) y el Leviatán (1651) que habían sido rápidamente introducidas y discutidas en Holanda. Hobbes considera en primer lugar que las nociones de "derecho" y de "ley" son antitéticas, "como la libertad y la obligación". El derecho natural del hombre, es decir su libertad individual originaria, es por lo tanto en sí misma ilimitada. Pero es también autodestructor, puesto que cada derecho invade sobre todos los demás, en una "guerra de todos contra todos", en la cual su vida misma está amenazada. Lo que engendra una contradicción insostenible, puesto que el individuo busca ante todo su propia conservación. Así pues, es necesario salir de la misma. Para que se establezca la seguridad, es necesario que el derecho natural ceda el lugar a un derecho civil, a un orden jurídico que no puede resultar más que de una obligación superior absolutamente indiscutible. AI estado de naturaleza (es decir a los individuos independientes) lo substituye entonces un individuo "artificial", un "cuerpo político", en el cual la voluntad de los individuos está completamente representada por la del soberano (la ley). Por el "contrato social" se supone que los individuos instituyen por sí mismos esta representación. Al mismo tiempo el cuerpo político aparece indivisible (tanto tiempo como él subsista), del mismo modo que la voluntad del soberano. La equivalencia del poder y del derecho está establecida (o restablecida), pero ésta no vale más que para el soberano mismo, excluyendo a los ciudadanos privados a quienes les son concedidos espacios de libertad condicional, más o menos grandes según lo exijan las circunstancias. Es verdad que se encuentra siempre incluida en ésta como mínimo la propiedad privada, cuya garantía por el Estado es la contrapartida del contrato. Tal es, esquemáticamente, el absolutismo de Hobbes, fundado sobre lo que se puede llamar un "individualismo posesivo".

A partir del año 1660, los teóricos del partido republicano holandés (uno de ellos Lambert de Velthuysen, corresponsal de Spinoza: cf. cartas XLII-XLIII y LXIX) habían utilizado la teoría hobbesiana a su vez contra la idea del "derecho divino" y contra la de un "equilibrio" de poderes entre el Estado y los cuerpos de magistrados municipales o provinciales. No sin paradojas: puesto que el absolutismo jurídico en Hobbes, es de hecho indisociable de una toma de posición por la monarquía; solamente la unidad de la persona del soberano garantiza la unidad de su voluntad, así pues la indivisibilidad del cuerpo político contra las facciones.

Spinoza, ya lo veremos, comparte el objetivo de un "Estado fuerte" y la exigencia de indivisibilidad que se asignaban los teóricos republicanos. Reconoce la conveniencia del principio propuesto por Hobbes: el Estado cumple con su finalidad cuando, concentrado todo el poder, asegura al mismo tiempo su seguridad y la de los individuos. Pero él rechaza explícitamente la distinción de "derecho natural" y "derecho civil" (cf. carta L a Jelles y nota XXXIII agregada al TTP) y con esta, los conceptos de "contrato social" y de "representación". Además, no contento con afirmar que la democracia puede, ella también, ser "absoluta", sostiene-contra todos sus contemporáneos- que el Estado "absolutamente absoluto" (omnino absolutum) sería, en ciertas condiciones, la democracia (TP, VIII, 3; VIII, 7; X, 1). Pero se pregunta al mismo tiempo porqué la "República libre" de los grandes burgueses de Ámsterdam y de La Haya no era y no podía sin duda volverse "absoluta" en este sentido. Lo que lo conduce a una cuestión que no se planteaban ni Hobbes ni incluso Maquiavelo; y que el TTP no había tratado más que de una manera unilateral: la de los fundamentos populares de la fuerza de los Estados, en los movimientos de la "multitud" misma. Cuestión inédita, al menos en tanto que objeto de análisis teórico, de la cual se podría decir que obligaba a mostrarse más "político" aún que los "políticos" mismos...

07 septiembre, 2015

Hegel, lector de Spinoza

Pierre Macherey

Pierre Macherey, Hegel, lector de Spinoza, en Hegel o Spinoza, trad. María del Carmen Rodríguez, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006, pp. 31-54.

Todo comienza, en Hegel,  por  un  reconocimiento.  Hay  en  la filosofía de Spinoza algo excepcional e ineluctable. "Spinoza es tan fundamental para la filosofía moderna que bien puede  decirse: quien  no sea spinozista no tiene filosofía alguna (du hast entweder den Spinozismus oder keine Philosophie)". Hay que pasar por Spinoza, porque es en su filosofía donde se anuda la relación esencial del pensa­ miento con lo absoluto, único punto de vista desde el cual se expone la realidad entera y se advierte que la razón no tiene nada fuera de ella misma sino que comprende todo en sí. Así toda filosofía, toda la filosofía  deviene  posible.

Para Hegel, Spinoza ocupa entonces la posición de un precursor: con él comienza algo. Pero justamente, no es más que un precursor: lo que comienza con él no concluye, a la manera de un pensamiento fijado que se cercena la posibilidad de alcanzar una meta indicada, sin embargo, por él. Es por eso que Hegel descubre en la obra de Spinoza todos los caracteres de una tentativa abortada, trabada por dificultades insuperables que ella misma erigió  ante  su propia progresión. Ese  saber fundamental  pero  desgarrado no tiene  entonces más que una significación histórica: en el proceso del conjunto de la filosofía, Spinoza ocupa una posición muy particular, desde la cual lo absoluto se percibe, pero captado restrictivamente como una substancia. Con Spinoza, y con su esfuerzo por pensar lo absoluto, se señala de algún modo una fecha, pero los límites históricos de ese pensamiento hacen que sea imposible ir más lejos, en espera de ese punto de vista final en el que Hegel ya está instalado y desde el cual interpreta retrospectivamente todas las filosofías anteriores.

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31 agosto, 2015

El ‘Tratado Teológico-político’: un manifiesto democrático

Etienne Balibar

Etienne Balibar, “El Tratado teológico-político: un manifiesto democrático”, en Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 43-66.

Lo que hace a la dificultad --y al interés-- de la teoría política expuesta en el TTP, es la tensión que ésta conlleva entre nociones aparentemente incompatibles (y que no dejan hoy de ser percibidas como tales). Esa tensión nos parece enseguida como una tentativa de superar los equívocos de la idea de "tolerancia". Lo analizaremos examinado primero las relaciones entre la soberanía del Estado y la libertad individual. Lo que nos conducirá, por una parte, a cuestionar la tesis del fundamento "natural" de la democracia, y por la otra, a discutir la concepción spinozista de la historia y su original clasificación de los regímenes políticos (teocracia, monarquía, democracia).

Derecho de soberanía y libertad de pensamiento

Toda soberanía del Estado es absoluta, si no ésta no sería tal. Los individuos, nos dice Spinoza, no podrían substraer su actividad de ésta sin encontrarse en la posición de "enemigo público", con sus riesgos y peligros (cf. Cap. XVI). Por lo tanto todo Estado, si quiere asegurar su estabilidad, debe conceder a los individuos mismos una libertad máxima de pensar y expresar sus opiniones (cf. Cap. XX). ¿Cómo conciliar estas dos tesis, de las cuales una parece inspirada en una concepción absolutista, por no decir totalitaria, mientras que la otra parece expresarnos un principio democrático fundamental? Spinoza nos lo dice él mismo al final de su libro: aplicando una regla fundamental, que reposa sobre la distinción de los pensamientos y los discursos por un lado, y las acciones por el otro:

El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. Hemos visto, además, que, para construir el Estado, éste fue el único requisito, a saber, que lodo poder de decisión estuviera en manos de todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el libre juicio de los hombres es sumamente variado y que cada uno cree saberlo todo por sí solo; y como no puede suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que hablen al unísono, no podrían vivir en paz, si cada uno no renunciara a su derecho de actuar por exclusiva decisión de su alma (mens). Cada individuo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero no de razonar y de juzgar Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su decisión, algo nuevo en el Estado. Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba que una ley contradice a la sana razón y estima, por tanto, que hay que abrogarla. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema potestad (la única a la que incumbe dictar y abrogar leyes) y no hace, entre tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito ante el Estado, como el mejor de los ciudadanos. Mas, si, por el contrario, obra así para acusar al magistrado y volverle odioso a la gente; o si, con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y un rebelde (TTP, 411-412).

Esta regla plantea muchos problemas. En primer lugar de interpretación: nos hace
considerar lo que Spinoza explicaba en el capítulo XVII a propósito de la obediencia. Ésta no reside en el móvil por el cual se obedece, sino en la conformidad con el acto. "Por tanto, del hecho de que un hombre haga algo por propia decisión, no se sigue sin más que obre por derecho propio y no por el derecho del Estado" (TTP, 351). El estado en este sentido es el autor supuesto de todas las acciones conformes a la ley, y todas las acciones que no son contrarias a la ley son conformes a la ley. A continuación, un problema de aplicación; como Spinoza mismo lo muestra, ciertos discursos son acciones, en particular aquellos que enuncian juicios sobre la política del Estado y que pueden serle un obstáculo. Será necesario por lo tanto determinar "hasta qué punto se puede y debe conceder a cada uno esa libertad" (TTP, 410), o más aún "qué opiniones son sediciosas en el Estado" (TTP, 413). Ahora bien la respuesta a esta cuestión no depende solamente de un principio general (excluye las opiniones que, implícita o explícitamente, tienden a la alteración del pacto social, es decir los llamados a "cambiar la forma" del Estado que ponen en peligro su existencia misma), sino del hecho de que el Estado sea o no "corrupto". Es solamente en un Estado sano donde la regla, que tiende precisamente a su conservación, es claramente aplicable.

24 agosto, 2015

Spinoza, pasajes argentinos

Diego Tatián

 Diego Tatián, Spinoza, pasajes argentinos, en La biblioteca, no. 2-3, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2005, pp. 108-119.

Me pidieron un trabajo sobre Spinoza en la Argentina y me pregunto cómo escribir ese relato, y también: ¿acaso hay un spinozismo argentino? Una primera evidencia: hubo y hay estudiosos de la obra de Spinoza. Y según creo  –si  bien  esta  no  es  una  evidencia– también hubo y hay spinozistas, aunque no sean necesariamente estudiosos de su obra y muchas veces se hayan apropiado de sus ideas de manera salvaje, considerándolas en virtud de su estricto valor de uso.

Walter Benjamin, como se sabe, concibió un libro sólo compuesto por citas, un texto en el que hablaran los otros. Es la manera como Norman Brown escribió El cuerpo del amor. Me  propongo  intentar  aquí  que la historia  –o  más modestamente… la deriva– de Spinoza en la Argentina sea relatada por quienes, de un modo    u otro, se vieron afectados por su pensamiento o inspirados en algún  sentido por su signo. Se trata de jun tar los materiales, me digo, y componerlos, esto es ponerlos uno junto a  otro, de manera que cuenten una historia, no en sentido historiográfico sino más bien en tanto story –“había una vez...”. Para ello, me gustaría acumular en la mesa de tra bajo todo lo que pueda servir y, con  ese material heteróclito a disposición, comenzar a combinar los fragmentos con el propósito de construir  un único texto de muchos autores. Sin duda la elección del primero es  lo más difícil, como lo es la elección de la primera palabra cuando se  comienza a hablar. Puede ser cualquiera, pero las implicancias son dis tintas según el caso. Como alguna   vez le escuché decir a Horacio González, es posible comenzar a hablar a partir de cualquier detalle, pues todo    es un punto potencial de irrupción  de la filosofía, lo que nos lleva a la idea de que el pensamiento es una  esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna.

Con la composición sucede lo mismo. Comenzar por una página de  León Dujovne sería tal vez justo pero  no me tienta; hacerlo con una de  Borges, demasiado obvio; recurrir a un  pasaje de El árbitro arbitrario o Del deseo  implicaría algunas dificultades técnicas. Dejar que el primero en hablar sea Lisandro de la Torre, tal vez, pero no. Releo lo escrito, me doy cuenta de su tono excesivamente vacilante pero no voy a borrar –se me ocurre una cierta analogía con el mimo que llega a la plaza y antes de comenzar su trabajo, delante de  todos, abre su valija, saca sus objetos, se cambia de ropa y se pinta–.

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17 agosto, 2015

¿Qué puede un cuerpo (cuando se lo convierte en fetiche)?

Alejandra Lindman, Diego Sztulwark y Pedro Yagüe (1)

El fetichismo del cuerpo consiste en el hecho de atribuir al cuerpo humano unos valores-imagen separados del cuerpo de los afectos. Cuando Spinoza se preguntaba, allá por el siglo XVII, qué puede la fábrica del cuerpo humano, la disputa central era contra la teología y el racionalismo cristiano a la Descartes. Ante el cuerpo devaluado por la cultura monoteísta o racionalista, el “paralelismo” (término que se adjudica al spinozismo, sin haber sido empleado nunca por Spinoza mismo) entre cuerpo-alma, tal y como viene postulado y demostrado en la Proposición VII del Libro II (con su Escolio respectivo) procuraba salvar al alma (la mente, el pensamiento) de los poderes espirituales y políticos que la querían obediente bajo el peso de la moral (para la cual el cuerpo era sólo objeto de vergüenza y negación).

En el Libro II de la Ética, el filósofo, empeñado en comprender el alma humana, concluye (Proposición XIII) que la realidad del alma es ser idea del cuerpo, y que el alma es tan perfecta como perfección tiene el cuerpo actual del cual es idea. En efecto, el cuerpo puede afectar y ser afectado de muchas formas simultáneamente, y sólo por eso el alma puede percibir igualmente muchas formas. En el Prefacio al Libro III, acerca de los afectos, hay un duro ataque contra todos aquéllos que se burlan de la naturaleza del cuerpo humano, ignorando que no existe en él vicio alguno. Spinoza grita en su Ética: se ha inoculado en el cuerpo humano motivos de vergüenza, se ha depositado en él toda la negatividad que se le atribuyen a las pasiones, esa materia demasiado humana que se supone que el pensamiento debiera dominar. Pero esa alma, ese pensamiento que se cree libre, es en verdad una proyección lógica, un ideal moral introyectado. Spinoza desarticula la idea de que las cosas tengan un fin, un objetivo de su existencia que les haga de modelo y divida lo real. Es en el cuerpo donde Spinoza encuentra una dimensión que, devuelta a su materialidad, rompe las proyecciones lógicas del idealismo de su época. El cuerpo como dispositivo desplaza la lógica y reabrre la experimentación como verificador de caminos de potencia. El cuerpo, dice Gilles Deleuze, actúa en la Ética como “modelo del pensamiento”.

¿Por qué postular que el cuerpo es modelo del pensamiento?

La teología y la moral nos habían dicho que el cuerpo es un reflejo inferior respecto del alma. “No se sabe lo que puede un cuerpo” es el grito spinozista que rompe con el peso del idealismo de su época, pero ¿sigue siendo válido ese grito hoy? Cuatro siglos después, cuando el cuerpo sí se toma en cuenta aunque capturado como mercancía y fetiche, ¿conserva su vigencia el proyecto de tomar al cuerpo como modelo para el pensamiento? En esta época, en la cual la cultura de la imagen ha pasado a tener un lugar central ¿qué entendemos por el poder de los cuerpos?

El corporalismo propone un cuerpo para el consumo: “tener un buen cuerpo”: bello, modelado, saludable. Valores todos que surgen de las exigencias y parámetros del mercado. Nociones como “experiencia intensa” o “vence tu límite” ya no surgen de viejas sabidurías, sino que circulan como consignas de creativos publicitarios, pagos por los departamentos de ventas de las grandes empresas. Este nuevo corporalismo no sólo propone un cuidado y un tipo de experiencia-sin-experimentación de nuestro cuerpo, sino que también lo concibe como un bien a ser utilizado. El cuerpo aparece como una pertenencia del individuo mediante la cual éste puede satisfacer libremente sus propios deseos. Como toda mercancía, el cuerpo que nos ofrece el mercado tiene también un valor de uso. Pero entonces, ¿nos sirve todavía aquel grito spinozista del siglo XVII contra el sistema del idealismo? ¿O sucede más bien que necesitamos gritar a favor del “paralelismo”?