27 febrero, 2012

La relación mente-cuerpo


"El objeto de la idea que contituye el alma [la mente] humana es el cuerpo". (E2p13)

"El alma [la mente] humana no percibe ningún cuerpo externo como existente en acto, sino por las ideas de las afecciones de su cuerpo". (E2p26)

"El alma [la mente] misma está unida al cuerpo". (E2p21)

20 febrero, 2012

Steven Nadler: A Book Forged in Hell

Steven Nadler, A Book Forged in Hell: Spinoza’s Scandalous Treatise and the Birth of the Secular Age, Princeton University Press, Princeton, 2011, 304 pp.


Cuando apareció, en 1670, el Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza fue denunciado como el libro más peligroso que se haya publicado --"sin Dios", "lleno de aberraciones", "un libro forjado en el infierno… por el mismo diablo." Las autoridades religiosas y seculares lo vieron como una amenaza a la fe, la armonía social y política, y la moral. Su autor fue casi unánimemente considerado un herético y un peligroso político radical.

No es difícil comprender por qué el Tratado de Spinoza se convirtió en un acontecimiento en la historia del pensamiento occidental y en un escándalo en la Europa ilustrada. En este libro, Spinoza es el primero en afirmar que la Biblia no es literalmente la palabra de Dios, sino más bien una obra de la cultura universal, que la verdadera religión nada tiene que ver con la teología, las ceremonias litúrgicas o el dogma sectario, y que las autoridades eclesiásticas no deben tener ningún papel en el gobierno del estado moderno. Más aún, Spinoza niega la realidad de los milagros y la divina providencia, reinterpreta la naturaleza de la profecía y hace una elocuente defensa de la tolerancia y la democracia. Estas son las “espinas” del texto que contribuyeron profundamente al cambio del pensamiento político moderno.

En A Book Forged in Hell, Steven Nadler (Universidad de Wisconsin-Madison) ofrece un análisis del contexto histórico,  filosófico y religioso del Tratado de Spinoza. Cada capítulo corresponde a sendas secciones del mismo y explica el por qué de la reacción virulenta que las ideas spinozianas provocaron en unos e inspiraron en otros. Se trata de un excelente e interesante texto, escrito con la claridad que sólo un profundo conocedor es capaz de conceder a su lector. Mi único temor acerca del libro de Nadler es que abone –desde luego, ésta no es la intención del autor-- a la reciente tendencia, en las humanidades en general, de preferir la lectura de libros introductorios o analíticos a las obras originales. Sólo espero que el interés que despierte el trabajo de Nadler contribuya a cultivar el creciente pathos por el pensamiento de Spinoza.

13 febrero, 2012

Tomás Abraham: Variación continua

Para Spinoza la verdad es una cuestión que concierne a la ciencia. La religión no se preocupa por la verdad sino por la obediencia. Por eso las religiones son asunto de teología y de política. El libro de Spinoza Tratado teológico-político es un ataque contra el espíritu sacerdotal. Es la ideología de los poderosos que hacen de Dios un instrumento temible y el núcleo de un sistema de castigos para todos aquellos que duden, se rebelen o desobedezcan a la voz de las alturas, que no es otra que la voz del Amo.

El ataque spinoziano es uno de los más furiosos que se hayan elaborado en la era previa a la “muerte de Dios”. Si no se hubiera excomulgado a Spinoza por su conducta mucho antes de la escritura de este libro, no habría dudas de que su edición ha sido la verdadera razón por la cual el filósofo fue condenado y silenciado por la cultura judía hasta mediados del siglo XX, en que los oficios del primero ministro David ben Gurion, convencieron al Gran Rabinato de volver a aceptarlo en la comunidad hebrea.

La demifisticación del orden sacerdotal no implica ningún anarquismo. Para Spinoza no deja de ser cierto que las sociedades requieren un orden político. Pero el mejor de ellos es el orden republicano, aquel que en Holanda rigió durante veinte años, bajo el liderazgo de los hermanos de Witt. Una sociedad que limita el poder de las iglesias, y circunscribe a las confesiones y a los credos a la esfera privada.

Una sociedad delegativa conducida por manos prudentes y un ambiente de libertades hermanado con la responsabilidad. Spinoza era un hombre deseoso de pertenecer a comunidades de tranquila convivencia y organización flexible.

Fue aún más firme esta convicción al ver los desquicios de lo que llamaba “la multitud”, que descuartizó y colgó en la plaza pública a sus  amigos de Witt.

Para él, la única religión válida es aquella que ama al prójimo en nombre de Dios. Lo que cuentan son la compasión y la generosidad. Spinoza se sentía más cerca de Jesús que de Moisés.

Por otra parte, la filosofía diagrama el orden del mundo revelado por los descubrimientos de la física gracias a los instrumentos de la óptica y el lenguaje matemático. Dios no desaparece del mundo pero se hace divinidad, fuerza integral omnipresente sin rostro propio. Lo llaman panteísmo. Dios no es una  fuente radiadora y lumínica como en el emanantismo de la filosofía neoplatónica, ni un modelo de verdad al que los hombres sólo pueden acercarse por analogías, como en el tomismo.

El mundo de Spinoza no tiende hacia un fin, carece de teleología, no está determinado por un sentido. Su funcionamiento es a-teo, ateológico, se rige por sus propias leyes, es autosustentable. Lucha y encuentro entre potencias, entre fuerzas, expansión y contracción, y afectos.

La tercera parte de la Ética, nos habla de los afectos, primer género de conocimiento. Si bien no hay una teleología, puede haber una progresión por lo que llama géneros de conocimiento.

Los malos encuentros producidos por choques, desvíos, por la pasividad de los cuerpos ante las afecciones, pueden remediarse conociendo las relaciones entre las cosas, con el conocimiento de sus composiciones. Este conocimiento gracias a lo que Spinoza llama “nociones comunes”, es el adecuado. El tercer género de conocimiento es intuitivo. Una vez que mediante el conocimiento adecuado producimos buenos encuentros, potenciamos nuestras fuerzas y las afecciones son activas y nos producen alegría, estamos preparados para una última etapa que es el estado de beatitud, el de la contemplación de la divinidad en sus obras. El goce apolíneo por lo bien hecha que ha sido concebida la Creación, por lo maravilloso de su movimiento, por el estado de serenidad que nos invade.

Afecciones, entendimiento, intuición. Alegría, sabiduría, beatitud. Hay en Spinoza una  confianza en la razón, en el more geométrico como camino hacia un estado místico. Existe un puente entre la ciencia y la iluminación, entre la física y la devoción, entre la deducción y la intuición.

La imaginación óptica debe conducirnos hacia la visión inmediata de lo que hay. Es la utopía cartesiana del goce cognitivo.  La mathesis representacional desplegada totalmente para un ojo incorporado y prendido a su red extendida.

El mundo de Spinoza, en la lectura de Gilles Deleuze es una nueva imagen del pensamiento, un rizoma, una variación continua, un desplazamiento horizontal, unívoco, inmanente, en donde los dioses mueren para disolverse en la divinidad.

Fuente: La página de Tomás Abraham

07 febrero, 2012

Steven Nadler: Spinoza's Vision of Freedom, and Ours

Reproduzco aquí del blog ‘The Stone’ (NY Times), un foro abierto a filósofos profesionales, el artículo de Steven Nadler --reconocido especialista en Spinoza--, sobre el concepto de libertad del judío ‘renegado’ . El foro se ha ganado una dudosa reputación en el medio filosófico norteamericano debido a los altibajos de sus estándares editoriales, no obstante ha publicado colaboraciones de filósofos competentes, tales como Arthur Danto, Nancy Fraser, Martha Nussbaum, Peter Singer, entre otros. Gracias a Gilberto González Buenrostro, estudiante de psicología en la UABC, por la referencia del artículo.

Baruch Spinoza, the 17th-century Dutch thinker, may be among the more enigmatic (and mythologized) philosophers in Western thought, but he also remains one of the most relevant, to his time and to ours. He was an eloquent proponent of a secular, democratic society, and was the strongest advocate for freedom and tolerance in the early modern period. The ultimate goal of his “Theological-Political Treatise” — published anonymously to great alarm in 1670, when it was called by one of its many critics “a book forged in hell by the devil himself”— is enshrined both in the book’s subtitle and in the argument of its final chapter: to show that the “freedom of philosophizing” not only can be granted “without detriment to public peace, to piety, and to the right of the sovereign, but also that it must be granted if these are to be preserved.”
Spinoza was incited to write the “Treatise” when he recognized that the Dutch Republic, and his own province of Holland in particular, was wavering from its uncommonly liberal and relatively tolerant traditions. He feared that with the rising political influence in the 1660s of the more orthodox and narrow-minded elements in the Dutch Reformed Church, and the willingness of civil authorities to placate the preachers by acting against works they deemed “irreligious,” “licentious” and “subversive,” the nearly two decades-long period of the “True Freedom” was coming to an end. The “Treatise” is both a personally angry book — a friend of Spinoza’s, the author of a radical treatise, had recently been thrown in prison, where he soon died — and a very public plea to the Dutch republic not to betray the political, legal and religious principles that made its flourishing possible.

In this work, Spinoza approaches the issue of individual liberty from several perspectives. To begin with, there is the question of belief, and especially the state’s tolerance of the beliefs of its citizens. Spinoza argues that all individuals are to be absolutely free and unimpeded in their beliefs, by right and in fact. “It is impossible for the mind to be completely under another’s control; for no one is able to transfer to another his natural right or faculty to reason freely and to form his own judgment on any matters whatsoever, nor can he be compelled to do so.”
For this reason, any effort on the government’s part to rule over the beliefs and opinions of citizens is bound to fail, and will ultimately serve to undermine its own authority. A sovereign is certainly free to try and limit what people think, but the result of such a policy, Spinoza predicts, would be only to create resentment and opposition to its rule.
It can be argued that the state’s tolerance of individual belief is not a difficult issue. As Spinoza points out, it is “impossible” for a person’s mind to be under another’s control, and this is a necessary reality that any government must accept. The more difficult case, the true test of a regime’s commitment to toleration, concerns the liberty of citizens to express those beliefs, either in speech or in writing. And here Spinoza goes further than anyone else of his time: “Utter failure,” he says, “will attend any attempt in a commonwealth to force men to speak only as prescribed by the sovereign despite their different and opposing opinions … The most tyrannical government will be one where the individual is denied the freedom to express and to communicate to others what he thinks, and a moderate government is one where this freedom is granted to every man.”
Spinoza has a number of compelling arguments for the freedom of expression. One is based both on the natural right (or natural power) of citizens to speak as they desire, as well as on the apparent fact that (as in the case of belief per se) it would be self-defeating for a government to try to restrain that freedom. No matter what laws are enacted against speech and other means of expression, citizens will continue to say what they believe (because they can), only now they will do so in secret. The result of the suppression of freedom is, once again, resentment and a weakening of the bonds that unite subjects to their government. In Spinoza’s view, intolerant laws lead ultimately to anger, revenge and sedition. The attempt to enforce them is a “great danger to the state.” (This would certainly have been the lesson gleaned from recent history, as the Dutch revolt originated in the repressive measures that the Spanish crown imposed on its northern territories in the 16th century.)
Spinoza also argues for freedom of expression on utilitarian grounds — that it is necessary for the discovery of truth, economic progress and the growth of creativity. Without an open marketplace of ideas, science, philosophy and other disciplines are stifled in their development, to the technological, fiscal and even aesthetic detriment of society. As Spinoza puts it, “this freedom [of expressing one’s ideas] is of the first importance in fostering the sciences and the arts, for it is only those whose judgment is free and unbiased who can attain success in these fields.”
Spinoza’s extraordinary views on freedom have never been more relevant. In 2010, for example, the United States Supreme Court declared constitutional a law that, among other things, criminalized certain kinds of speech. The speech in question need not be extremely and imminently threatening to anyone or pose “a clear and present danger” (to use Justice Oliver Wendell Holmes’ phrase). It may involve no incitement to action or violence whatsoever; indeed, it can be an exhortation to non-violence. In a troubling 6-3 decision, Holder v. Humanitarian Law Project, the Court, acceding to most of the arguments presented by President Obama’s attorney general, Eric Holder, upheld a federal law which makes it a crime to provide support for a foreign group designated by the State Department as a “terrorist organization,” even if the “help” one provides involves only peaceful and legal advice, including speech encouraging that organization to adopt nonviolent means for resolving conflicts and educating it in the means to do so. [1] (The United States, of course, is not alone among Western nations in restricting freedom of expression. Just this week, France — fresh from outlawing the wearing of veils by Muslim women, and in a mirror image of Turkey’s criminalizing the public affirmation of the Armenian genocide — made it illegal to deny, in print or public speech, officially recognized genocides.)
For Spinoza, by contrast, there is to be no criminalization of ideas in the well-ordered state. Libertas philosophandi, the freedom of philosophizing, must be upheld for the sake of a healthy, secure and peaceful commonwealth and material and intellectual progress.
Now Spinoza does not support absolute freedom of speech. He explicitly states that the expression of “seditious” ideas is not to be tolerated by the sovereign. There is to be no protection for speech that advocates the overthrow of the government, disobedience to its laws or harm to fellow citizens. The people are free to argue for the repeal of laws that they find unreasonable and oppressive, but they must do so peacefully and through rational argument; and if their argument fails to persuade the sovereign to change the law, then that must be the end of the matter. What they may not do is “stir up popular hatred against [the sovereign or his representatives].”
Absolutists about the freedom of speech will be troubled by these caveats on Spinoza’s part, and rightly so. After all, who is to decide what kind of speech counts as seditious? May not the government declare to be seditious simply those views with which it disagrees or that it finds contrary to its policies? Spinoza, presumably to allay such concerns, does offer a definition of “seditious political beliefs” as those that “immediately have the effect of annulling the covenant whereby everyone has surrendered his right to act just as he thinks fit” (my emphasis). The salient feature of such opinions is “the action that is implicit therein”— that is, they are more or less verbal incitements to act against the government and thus they are directly contrary to the tacit social contract of citizenship.
What is important is that Spinoza draws the line, albeit a somewhat hazy one, between ideas and action. The government, he insists, has every right to outlaw certain kinds of actions. As the party responsible for the public welfare, the sovereign must have absolute and exclusive power to monitor and legislatively control what people may or may not do. But Spinoza explicitly does not include ideas, even the expression of ideas, under the category of “action.” As individuals emerged from a state of nature to become citizens through the social contract, “it was only the right to act as he thought fit that each man surrendered, and not his right to reason and judge.”
In the penultimate paragraph of the “Treatise,” Spinoza insists that “the state can pursue no safer course than to regard piety and religion as consisting solely in the exercise of charity and just dealing, and that the right of the sovereign, both in religious and secular spheres, should be restricted to men’s actions, with everyone being allowed to think what he will and to say what he thinks.” There is no reason to think that Spinoza believed that this remarkable and unprecedented principle of toleration and liberty was to be qualified according to who was speaking, the ideas being expressed (with the noted exception of explicit calls for sedition), or the audience being addressed.
I cited the case of Holder v. Humanitarian Law Project not to make a constitutional point — I leave it to legal scholars to determine whether or not the Supreme Court’s decision represents a betrayal of our country’s highest ideals — but rather to underscore the continuing value of Spinoza’s philosophical one.
Well before John Stuart Mill, Spinoza had the acuity to recognize that the unfettered freedom of expression is in the state’s own best interest. In this post-9/11 world, there is a temptation to believe that “homeland security” is better secured by the suppression of certain liberties than their free exercise. This includes a tendency by justices to interpret existing laws in restrictive ways and efforts by lawmakers to create new limitations, as well as a willingness among the populace, “for the sake of peace and security,” to acquiesce in this. We seem ready not only to engage in a higher degree of self-censorship, but also to accept a loosening of legal protections against prior restraint (whether in print publications or the dissemination of information via the Internet), unwarranted surveillance, unreasonable search and seizure, and other intrusive measures. [2] Spinoza, long ago, recognized the danger in such thinking, both for individuals and for the polity at large. He saw that there was no need to make a trade-off between political and social well-being and the freedom of expression; on the contrary, the former depends on the latter.
Footnotes
[1] Holder v. Humanitarian Law Project, No. 08-1498; see “Court Affirms Ban on Aiding Groups Tied to Terror,” The New York Times, June 21, 2010. The briefs and other documents for this case are available online at Scotusblog.
[2] The Supreme Court’s decision on January 23, in which it ruled unanimously that police violate the Fourth Amendment when they place a G.P.S. tracking device on a suspect’s car without a warrant, serves less as an indication of reversing the trend than as an exception that proves the rule.

04 febrero, 2012

Roger Bartra: Spinoza. Determinismo vs. libertad

En la Ética spinoziana, la libertad no parece tener cabida en un orden de absoluta y necesaria causalidad. La libertad se concibe como la posibilidad humana de actuar con independencia de las causas determinantes. En la filosofía de Spinoza, en cambio, tiene lugar la más estricta identidad entre causa, razón y naturaleza: causa es lo mismo que razón, razón es lo mismo que causa, y causa es lo mismo que causalidad necesaria. ¿Puede haber libertad en un universo regido por leyes de pura causalidad necesaria? ¿Puede explicarse todo lo humano dentro de una concepción estrictamente determinista? ¿Cómo se explica dentro de un orden perfecto la presencia universal de la irracionalidad, la destructividad y la maldad del hombre?
Roger Bartra explora aquí la posibilidad de un sentido de la libertad en la Ética de Spinoza.

Quienes niegan el libre albedrío suelen, abusivamente, acudir a la famosa frase de Spinoza: “Los hombres se equivocan, en cuanto piensan que son libres; y esta opinión solo consiste en que son concientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados.” Y digo abusivamente, porque el gran filósofo judío estaba muy lejos de creer en un determinismo implacable. La frase proviene de la Ética, una maravillosa obra que Spinoza no llegó a ver publicada y que es, entre otras cosas, un poderoso llamado a alcanzar la libertad humana. ¿Cómo concilia Spinoza su reconocimiento de que existe una cadena natural de causas y efectos con la lucha por lograr una verdadera libertad? Es necesario comprender el contexto y la lógica en que la frase citada está inscrita. Dice a continuación: “Su idea de la libertad es, pues, esta: que no conocen causa alguna de sus acciones [...] Pues qué sea la voluntad y cómo mueva al cuerpo, todos lo ignoran; quienes presumen de otra cosa e imaginan sedes y habitáculos del alma, suelen provocar la risa o la náusea.” La última es una dura referencia a Descartes, y la línea de razonamiento se basa en el hecho de que siendo ignorantes los hombres no pueden ser libres. Ya antes ha explicado que los hombres ignorantes creen que todas sus acciones tienen una finalidad decidida por ellos y que lo mismo creen sobre los hechos naturales, por lo que llegan a creer que los dioses dirigen todo para que sea útil a los humanos. Para Spinoza la naturaleza “no tiene ningún fin que le esté prefijado” y está convencido de que todas las causas finales no son más que ficciones humanas. Quienes siguen la cadena causal para encontrar una finalidad en las cosas no cesarán de preguntar por las causas de las causas, hasta que se hayan “refugiado en la voluntad de Dios, es decir, en el asilo de la ignorancia”.
Lo que afirma Spinoza es fundamental: ante los hechos naturales no hay una libre voluntad absoluta, porque ella depende del entendimiento de los objetos singulares que causan las ideas. La mente está “determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es por otra, y esta  a su vez por otras, y así al infinito”. Critica la idea cartesiana de un alma con poder absoluto unida al cerebro gracias a la glándula pineal, capaz de dictar libremente su voluntad al cuerpo.
Veamos ahora el proceso que lleva a Spinoza desde afirmar que la mente está sujeta a una cadena causal hasta su exaltación de la capacidad de los ciudadanos para actuar libremente. Piensa que en la mente no se da una voluntad absoluta sino solamente un conjunto de voliciones singulares que afirman o niegan una idea. Pero la voluntad no es infinita, no se extiende más allá de lo que percibimos y de lo que concebimos. Spinoza termina la parte de su Ética dedicada a la naturaleza y origen del alma afirmando que su doctrina contribuye a que los individuos aprendan a ser gobernados y a que “hagan libremente lo que es mejor”.
¿De dónde proviene la fuerza que puede permitir a los humanos ser libres? Spinoza ubica esa potencia en lo que llama conato (conatus), que es el esfuerzo que realiza la mente para perseverar en su ser. El conato es una tendencia, propensión o impulso que abarca tanto a la mente como al cuerpo: “como el alma es necesariamente conciente de sí misma por las ideas de las afecciones del cuerpo, se sigue que el alma es conciente de su conato”. Ya antes había señalado que “alma y cuerpo es una y la misma cosa”. Yo creo que la noción de conatus puede interpretarse como conciencia, en el sentido de un impulso o esfuerzo, basado tanto en el cuerpo como en el entorno social y natural, que nos hace darnos cuenta de nuestro yo y de nuestra identidad. Es en este esfuerzo donde reside la posibilidad del libre albedrío. En la cuarta parte de su Ética, dedicada a la esclavitud humana, Spinoza explica que el hombre libre es aquel que vive según el solo dictamen de la razón. Para impulsar el entendimiento y la razón sobre los afectos los hombres se apoyan en el conatus que conserva su identidad: “como este conato del alma con que el alma, en cuanto que razona, se esfuerza en conservar su ser, no es otra cosa que entender, ese esfuerzo por entender es el primero y único fundamento de su virtud”. Ciertamente, Spinoza cree que raramente los hombres viven bajo el dictado de la razón. Su impotencia y falta de libertad están determinadas por la ausencia de entendimiento y la debilidad de su conciencia. Pero no es imposible que puedan ser conducidos a vivir “bajo la guía de la razón, esto es, a que sean libres y gocen la vida de los bienaventurados”. Afirma que “el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según el común decreto, que en la soledad, donde solo se obedece a sí mismo”. Reconoce que la potencia humana es muy limitada y es superada por las fuerzas exteriores; hay que aceptar que somos parte de la naturaleza y que, si lo entendemos claramente, el mejor lado de lo humano –definido por la inteligencia– descansará en el orden natural: “en la medida en que entendemos correctamente estas cosas, el conato de la mejor parte de nuestro ser concuerda con el orden de toda la naturaleza”.
Al abordar este tema Spinoza ha invocado los grandes temas de la libertad moderna: razón, saber e identidad.
Fuente: Letras Libres

01 febrero, 2012

Tomás Abraham: Spinoza y la New Age

La gran revolución teórica respecto de la lectura de la filosofía de Spinoza ha sido la que llevó a cabo Gilles Deleuze. Escribió dos libros sobre su pensamiento y dictó durante años clases sobre el tema en la Universidad de Vincennes, que pueden ser leídas en la web y en ediciones piratas, entre ellas la de la editorial Cactus.

Deleuze no rescata al filósofo maldito, al desterrado, al rebelde. Rescata la literalidad del mismo nombre de Spinoza, Baruch, Bendito, lo considera un ángel de la filosofía, un hombre de una imaginación conceptual sin igual, el constructor de una ontología plena de vitalidad, humor, y alegría de ser.

Leer la ética spinozista lo hace feliz. Son cosas de Deleuze, cosas que a veces también pueden ser nuestras y que nos permiten compartir su felicidad. Sucede lo mismo cuando nos dice que Kafka reventaba de risa cuando leía sus relatos a sus amigos, ese Kafka que ha sido ungido como el gran interpretador de la culpa judía, de la burocracia staliniana, y de la alienación existencial.

Jamás me reí con Spinoza, pero detengámonos un momento. La risa a la que se refiere Deleuze no es la misma que explota en nosotros con Abbot y Costello. Es otra risa. Tampoco es la risa trágica del dionisismo de Nietzsche. Pretende ser una alegría tranquila, nada tiene del tono vindicatorio y exaltado del síndrome maníaco-depresivo del alemán.

El sello con el que firmaba Spinoza decía “caute”, prudencia, el Spinoza-Caute, fijado por el lacre puede ser un “cuidado con las espinas” según interpretan algunos lectores el humor de Spinoza. Benny el espinoso.

Con Deleuze navegamos por el océano spinozista. Su filosofía se edifica frente al templo de Salomón y su muro de los lamentos. Spinoza arremete contra la filosofía de la trascendencia. Contra el platoninismo y las filosofías binarias que al separar la luz de las sombras, mandaron el cielo arriba y a nosotros abajo.

Una división cuya resonancia es ética, el socratismo, la unión entre conocimiento y felicidad a costa del caos sensible y de la esclavitud pasional, o sea, el cuerpo.

Spinoza es el filósofo de la inmanencia, todo es naturaleza y todo es Dios, pero no es un Dios que nos antecede, nos supera, nos eleva. No está separado. Sagrado es separado, y con Spinoza el espacio de la divinidad no está separado.

Tampoco está en nosotros, no es una introspección calvinista ni un diálogo interior. Estamos en el mundo porque somos mundo. Dios también está “en” el mundo. No hay exterior ni interior, sino modulaciones de una sola faz.

Dios es sustancia, la sustancia se expresa en atributos, que a su vez se multiplican en modos. Una sola realidad que cambia de forma y se expande de acuerdo a su potencia.

La alegría del sistema se basa en su capacidad de expansión. Su tristeza en el gruñido sordo de su retracción. Somos lo que podemos y valemos lo que podemos ser.

No hay moral en la naturaleza, es decir, no vivimos en un universo moral. La moralidad es una cuestión societaria impuesta por el espíritu sacerdotal, por los dueños de las llaves del reino que nos exigen obediencia y sumisión a la ley.

La moral necesariamente es política. En la naturaleza todo es necesario. La libertad no deja de estar determinada por el movimiento general de la metamorfosis cósmica.

El Spinoza de Deleuze es pagano, es parte de la fiesta del animismo. En todo está Dios, todo lo existente es divino, en este magma ontológico se crece y se empequeñece. Este movimiento no deja de ser pasional. Todo es cuerpo, los modos son corporales y vibran con las energías o fuerzas llamadas potencias. Cuando los cuerpos se cruzan y se expanden es porque la composición que resulta de este encuentro es buena. Si se contraen es porque el encuentro los intoxica, es malo. La ética es química, farmacología. La alegría y la tristeza expresan buenas y malas composiciones, y despliegue o repliege de potencias.

Hay un Spinoza para la ideología de la New Age, la doctrina de las buenas y malas ondas, y la del contagio de fealdades. El peligro del gordo, del fumador, del depresivo, del baixo astral, la onda expansiva emitida por las malas compañías.

Puede haber un fascismo estético spinoziano, lo habría, si el filósofo del Amsterdam no fuera tan dificil de entender, si su estilo geométrico no fuera ininteligible para el no especialista, y si, quizás, tampoco diera cuenta de la verdadera dimensión de su pensamiento.

Fuente: La página de Tomás Abraham