26 mayo, 2014

Lucrecio y el materialismo de lo imaginario

Aurelio Sainz Pezonaga

[…] les grands penseurs matérialistes, qui ont compris
que la liberté des hommes passait, non par la complaisance
de sa reconnaissance idéologique, mais par la
connaissance des lois de leur servitude, et que la ‘réalisation’
de leur individualité concrète passait par l’analyse
et la maîtrise des rapports abstraits qui les gouvernent.

Louis Althusser, Cremonini, peintre de l’abstrait

1. El materialismo de lo imaginario: Spinoza y Althusser

La afinidad entre la teoría de la imaginación de Baruj Spinoza y la teoría de la ideología de Louis Althusser fue señalada por el propio Althusser [1], ha sido siempre reconocida desde entonces e incluso ha sido estudiada alguna vez [2]. En la línea de seguir investigando tal afinidad, proponemos aquí, como punto de partida que nos ha de llevar a la teoría de lo imaginario en Lucrecio, la tesis de que lo que caracteriza a estas teorías es que ambas defienden que la imaginación o la ideología poseen una eficacia propia. La imaginación o la ideología producen efectos específicos. En la teoría de Spinoza el efecto específico es la creencia en la libre decisión de la mente. En la de Althusser, es la transformación del individuo en sujeto.

Sólo atendiendo a esta característica ya podemos apreciar el modo en que las teorías de Spinoza y Althusser se contraponen a las concepciones idealistas de la imaginación o de la ideología. En Aristóteles, en Descartes, en Kant, por hablar de algunas de ellas, la imaginación se mueve entre su subordinación a la sensibilidad y su dependencia del entendimiento. Y si en algún momento, o en algunas de las lecturas que el idealismo contemporáneo hace de sus clásicos, la imaginación llega a alcanzar algún grado de independencia de la una o del otro, incluso si llega a presentarse como fundamento o raíz común de ambos, lo hace a costa de tener como rasgo distintivo la pura indeterminación, esto es, la carencia de todo efecto sea del tipo que sea. De manera similar, en La ideología alemana, Marx y Engels reducen la ideología a un mero reflejo invertido de la “vida real”, sin historia propia [3].

Ahora bien, es evidente, que no basta con defender que la imaginación o la ideología poseen una eficacia propia, es necesario además demostrarlo. Y la manera de demostrarlo consiste, ciertamente, en exponer el automatismo específico que produce el efecto específico. Ya que el efecto específico lo es no porque se produce como hecho puntual, sino porque lo hace con una cierta necesidad que hay que explicar. En trabajos anteriores, al automatismo explicado por Spinoza lo hemos llamado “ciclo de servidumbre” [4]. El nombre que ese automatismo recibe en la teoría de Althusser es “interpelación” [5].

La afinidad entre las teorías de la imaginación y de la ideología de Spinoza y Althusser no implica, sin embargo, una identidad u homología de ningún tipo. Ambas defienden una eficacia propia de la imaginación o de la ideología y un automatismo o mecanismo que produce los efectos específicos de la creencia en la libre decisión de la mente y de la transparencia del sujeto, respectivamente. Pero las diferencias son también importantes. Aunque podrían ponerse en paralelo, la distinción de Spinoza entre la ética, lo teológico-político y lo político y la que Althusser realiza desde el materialismo histórico entre economía, ideología y política siguen siendo reparticiones muy distintas de la realidad social con efectos de sentido diferentes. Lo interesante es que esas diferencias no impiden, sino que son una condición para la formación de encuentros parciales entre ambos pensamientos, encuentros parciales que conducen de hecho a la elaboración de lecturas althusserianas de Spinoza y de lecturas spinozistas de Althusser. Nuestro propósito es, entonces, sumar a Lucrecio a este encuentro parcial entre Spinoza y Althusser y hacerlo también a través de su teoría de lo imaginario.

Defenderemos, pues, que Lucrecio atribuye a lo imaginario una eficacia propia que explica a través de un automatismo que reproduce el efecto específico. En el caso de Lucrecio, adelantamos, ese efecto específico es la creencia en el alma separable e inmortal y el automatismo, la pasión por imaginarnos mirando.

19 mayo, 2014

Dios o la nada

Jesús Ezquerra Gómez

Sainte-Beuve dijo de Montaigne: «puede haber parecido muy buen católico, con la salvedad de que no era cristiano» (1). Algo análogo podríamos decir de Spinoza: puede haber parecido un hombre «ebrio de Dios» (2), con la salvedad de que era ateo (3).

El ateísmo de Spinoza no es asimilable al escepticismo del agnóstico ni a la teofobia del apóstata. Podríamos decir que su ateísmo es, paradójicamente, el de Dios mismo. Por eso es inapelable. ¿Qué pasa —es la pregunta spinoziana— si asumimos plenamente un concepto coherente de Dios? Respuesta: el ateísmo. ¿Por qué? Porque Dios, el genuino Dios, para un filósofo, es decir para un ser racional, no puede ser sino la nada. Pero ¿de qué nada se trata?

1. El horizonte de la nihilidad

La idea de una creación del mundo ex nihilo introduce en la historia del pensamiento lo que Xavier Zubiri ha denominado «el horizonte de la nihilidad» (4). Efectivamente, lo creado de la nada es en última instancia nada puesto que proviene de ella. El Dios creador es, dicho en términos aristotélicos, agente del cambio substancial o génesis. La génesis para Aristóteles es cambio (metabolé) de un no sujeto a un sujeto (ek mè hypokeímenou eis hypokeímenon), es decir, de no A a A, donde A es una ousía o substancia (5). Si no fuera por Dios no seríamos. Él nos ha generado, ha hecho que seamos. En virtud de tal génesis, venimos de la nada. Ese es nuestro origen. Por lo tanto, en cierto modo, lo que somos. Lo que surge de la nada nada es. Nuestro ser consiste por consiguiente, de modo paradójico, en ser nada. Antes que hijos de la ira (6) somos hijos de la nada. Nada, sobre todo, por ser hijos, es decir, por haber nacido, por haber llegado a ser. No en vano la palabra «nada» viene de «[res] nata», es decir, de (cosas) nacidas.

Si los entes son nada, la nada de la que nacen es, correlativamente, algo. Más que algo: es aquello que el ente es; el ser del ente. Hasta tal punto es así en el cristianismo que Fredegiso, abad de San Martín de Tours, en su Epistola de nihilo et tenebris, llegará a afirmar, utilizando argumentos que ya aparecen en el Sofista de Platón (7), no sólo que la nada es algo, sino algo grande: «non solum aliquid sit nihil, sed etiam magnum quiddam» (8). Grande por ser justamente origen (origo) y linaje (genus) de las cosas creadas (9).

Dentro de ese horizonte de la nihilidad el siglo diecisiete es, sobre todos los demás, el siglo de la nada. «Infini rien», infinito nada, escribe Pascal al inicio del fragmento trescientos noventa y siete de sus Pensées (10). Esas dos palabras cifran el barroco. ¿Qué relación hay entre ellas? «Lo finito —escribe Pascal en el mismo fragmento— se aniquila en presencia de lo infinito y deviene una pura nada» (11). Ese infinito anonadante es Dios. La nada es, por lo tanto, la finitud anulada por la infinitud divina. Las cosas son nada no sólo por venir de ella sino por medirse con Dios. El barroco es el siglo de las dos infinitudes: la de lo infinitamente grande y la de lo infinitamente pequeño. El infinito y la nada son, por lo tanto, conceptos correlativos. Entre el infinito y la nada: ese es el lugar del hombre. Un infinito frente a la nada y una nada frente al infinito. Infinitamente lejos de ambos extremos y, sin embargo, idéntico a ellos. Por eso puede mediar entre Dios y el mundo:

¿Pues qué es finalmente un hombre en la naturaleza? Una nada con respecto al infinito, un todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente lejos de comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios están para él invenciblemente escondidos en un secreto impenetrable.

Igualmente incapaz de ver la nada de la cual ha surgido y el infinito en el que está engullido, ¿qué hará sino percibir alguna apariencia del medio de las cosas en una desesperación eterna de conocer ni su principio ni su fin? (12).

Quizás no sea intempestivo recordar aquí que el siglo diecisiete es también el de la mística nadista de Miguel de Molinos. Esta corriente espiritual invita a anularse para dejar hueco a ese infinito. Lograr la kénosis o vaciamiento para permitir la hénosis o unidad con Dios. Por eso el alma, para Molinos, ha de hallarse «sumergida en su nada, quieta, tranquila, retirada en su centro» (13). ¿Por qué esa kénosis posibilita la hénosis? Porque la nada es el mismo Dios. Y lo es, escribe María Zambrano a propósito de Molinos, «por ser la máxima resistencia, la amenaza última. Y esa amenaza, si es última, sólo puede provenir del propio Dios» (14). Amenaza última ¿para quién? Para el ser propio del hombre (15). «Abandonarse a la nada ―escribe María Zambrano― es la salida del infierno de la temporalidad; el perderse en la noche de los tiempos, dejando la historia, la conciencia y la responsabilidad aparejadas a toda pretensión de ser» (16). El ser es lo infernal y la nada el nuevo rostro de lo divino, «la última aparición de lo sagrado» (17).

Si venimos de la nada ¿por qué no pensar que esa nada es Dios? Gershom Scholem ha mostrado que paralelamente a la interpretación ortodoxa de la creación ex nihilo discurre otra neoplatonizante según la cual Dios es esa nada de la que deriva todo. Esta corriente hermenéutica comienza con el gnóstico Basílides y llega hasta Jacob Böhme pasando por Plotino, el Pseudo-Dionisio Areopagita, la Teología del Pseudo-Aristóteles, Juan Escoto Eriúgena, el Maestro Eckhart y la cábala judía (18). «Dios hizo todas las cosas de la nada, y esta nada es Dios mismo», escribió Jakob Böhme en su De signatura rerum (19). Este Dios que es nada, pero sin el cual nada es, es más afín a la substancia spinoziana que el demiurgo cristiano y su abracadabrante acto creador. Sin embargo si el Dios de Spinoza es nada lo es, como veremos, en un sentido radicalmente distinto al neoplatónico.

12 mayo, 2014

Afectos, tiempos e intensidades en la ‘Ética’ de Spinoza

Sergio Rojas Peralta

a Jean-Marie Vaysse,
in memoriam

En este texto el autor presenta a grandes rasgos su tesis doctoral. Dentro del marco de la teoría de los afectos, Spinoza sostiene una tesis sobre la alienación a partir de la imaginación y del tiempo, para ello produce una teoría del tiempo y, fundamentalmente, una teoría de las intensidades que sirve para explicar la ilusión (1).

I. Un problema

La tesis defendida en octubre de 2009, Spinoza: fluctuations et simultanéité, tiene algunos precedentes sobre los cuales no quiero extenderme excesivamente.

Si hubiese que contar cómo he llegado aquí habría que partir del problema de la transgresión y del código social. La forma que adopta la transgresión en la sociedad moderna implicaba estudiar la construcción de ese código (N. Elias, 1989) bajo la forma de la norma (Rojas, 1999). Esto generó una modelación de figuras sociales, en particular la de Don Juan, que cristalizaba la sociabilidad a contraluz.

Sin embargo, pese a las ventajas que ello proporcionaba y pese al análisis dinámico y diacrónico que se adoptó de esa figura, la construcción de una figura que no considere la hermenéutica de los afectos tendía a la simplificación de la explicación social. Por ello, hubo un paso hacia la configuración de un modelo hermenéutico (Rojas, 2002). Dicha configuración reveló en el problema de la interpretación textual, en este caso a partir de Spinoza, la necesidad de replantear la relación entre la mente y el cuerpo (Rojas, 2006), pues desde ese punto de vista la interpretación consiste en dar una idea, formar una idea de la cosa, entendida lato sensu. Tanto la transgresión como la norma implican la modificación de los cuerpos como las ideas que los definen, los entienden, los regulan… Una historia del cuerpo es a la vez una historia de la manera de pensar los cuerpos, por lo cual un registro conduce a otro.

Ahora bien, tratada esa relación entre mente y cuerpo, re-emergió como la relación misma
entre teoría y praxis, la cuestión de la alienación como un desfase en la perspectiva entre mente y cuerpo. Ese desfase podía adoptar dos aspectos, uno temporal otro formal. Precisamente escindir el carácter temporal de la relación entre mente y cuerpo debía dejar ver el carácter formal de la alienación y en ese sentido el aspecto formal de la constitución de una norma social y de su transgresión. La tesis se concentró pues en analizar una serie de fenómenos temporales que atañen la imaginación, función principal de la temporalidad, y las formas de alienación emergentes a partir de dicho análisis.

Quisiera aquí retomar el núcleo de la tesis en relación con la fluctuación y con la intensidad de los afectos.

05 mayo, 2014

Spinoza y el amor

Guido Ceronetti

Una joven alemana docta en latín y música, hija de un afortunado médico ex jesuita, hizo latir durante algún tiempo, como causa externa, el corazón difícil de Baruj Spinoza. Estaba entre laúdes y penumbras, porcelanas de Delft y clásicos paganos y cristianos. Visitaba también aquella casa de Amsterdam, como alumno de Franz van den Ende, profesor de latín, un joven rico, Dirck Kerckrinck, que con el regalo de un hermoso collar consiguió inclinar de su lado el favor de Clara María. Baruj la conoció de niña, mientras bebía lentamente el filtro de su latín en precoz florescencia: la desilusión, si esta historia es cierta, tuvo lugar hacia 1660, cuando ya era un reyezuelo de la sinagoga, no tenía dinero para collares, y el objeto de sus devaneos entre Laetitia y Tristitia, Amor y Odio, tenía casi quince años.

Algunos de sus apuntes en holandés, conocidos como Breve Tratado, parecen reflejar, en movimientos como de sueño, la amargura sufrida: “Tenemos el poder de liberarnos del amor de dos maneras: o mediante el conocimiento de algo mejor, o experimentando cómo la cosa amada, antes considerada grande y magnífica, lleva consigo cierta cantidad de consecuencias funestas”. (Una de ellas aparece ilustrada en la Ética: el Goce de una sola parte no es bueno para el resto del Cuerpo).

El Tratado enseguida profundiza: es imposible esforzarse por liberarse; incluso, es necesario no liberarse. Para no amar, dice el joven filósofo, haría falta no conocer, pero no conocer equivale a no ser, y del amor no habría que apartarse porque “sin algo de lo cual podamos gozar y que esté unido a nosotros y que nos reconforte, no podríamos existir”. Así, quien no ama es como si no hubiera nacido siquiera. Se siente, en ese encadenamiento de motivos abstractos, como un olor lejano de herida en carne viva.

Nada más hay, en la biografía de Spinoza, que tenga algún remoto parentesco con el amor carnal. Su filosofía honra las bodas, la buena mesa, los espectáculos, las uniones de las fuerzas y el comercio de los hombres; su vida es retirada, difidente y solitaria. Apremia al amor a quedarse inmóvil en un prolixus esquema geométrico, donde el latido humano parece alejarse a una infinita distancia. A veces, sin embargo, la cáscara artificial se rompe, y dentro podemos encontrar algo que tiene el sabor del alma.

Este escrutador solitario reconoció la omnipotencia del Deseo –ipsa hominis essentia–, la fuerza desmedida de los sentimientos: “La fuerza de una pasión o de un sentimiento puede superar todas las demás acciones del hombre y su potencia, de tal modo que este sentimiento permanece ferozmente adherido al hombre” (E4p6). Hay en su suave latín un acero de dureza bíblica: “La pasión es una carie para los huesos” (Prov. 14, 30), “El deseo es despiadado como el sepulcro” (Cant. 8, 6). Dos meses antes de su muerte, se representó en París, por vez primera, la Fedra de Racine, donde el espinosiano ita ut affectus pertinaciter homini adhaereat aparece encarnado en un verso único, magnífico: C’est Vénus tout entière à sa proie attachée.