13 julio, 2011

Rosa Ma. Palazón Mayoral: La filosofía de la praxis según Adolfo Sánchez Vázquez

La sensible pérdida del filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011) me ha movido a reproducir aquí este trabajo de la doctora Rosa María Palazón (UNAM), trabajo que es una útil introducción al concepto de praxis en nuestro autor.

ADOLFO SÁNCHEZ VÁZQUEZ es un filósofo prolífico que ha afinado sus argumentaciones a lo largo de muchos años. Fiel a su convicción libertaria, elevó constantemente su voz de protesta porque, dice, “lo importante es cómo se está en la tierra”. En 1961, presentó como tesis doctoral la que considera su mejor obra, Filosofía de la praxis. Desde entonces, una de sus ambiciones ha sido que se supere “el dogmatismo y la esclerosis que durante largos años había mellado el filo crítico y revolucionario del marxismo” (Sánchez Vázquez, 1985: 11). Editó Filosofía de la praxis en 1967. Tras numerosas reimpresiones, su “filo crítico” lo obligó a eliminar, en la reedición de 1980, planteos personales en los que ya no creía particularmente sobre la esencia y la enajenación humanas para adentrarse en las propuestas filosóficas y económicas del joven Marx. Y este proceso de revisión no lo termina hasta la última edición que publicará el Fondo de Cultura Económica en 2003, en la que rehace y precisa la absolutización del proletariado como la clase mayoritaria que dominará la tierra y protagonizará el derrumbe del capitalismo, así como su animadversión por la palabra “utopía”, heredada de los ataques que escribiera este mismo filósofo alemán contra los llamados socialistas utópicos; por último, deja atrás su antigua pasión concordante con los resabios positivistas del Marx engolosinado con la palabra “ciencia” (y su método nomológico-deductivo, o basado en leyes cuantitativas probabilísticas), que a lo largo del siglo XIX y parte del XX se concibió como la poseedora de la Verdad, con mayúsculas, que antes detentaba como suya la religión. Sánchez Vázquez tampoco cree que la historia universal transcurra linealmente por las mismas fases o te, únicas. Por si fuera poco, el parteaguas de la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia, junto con los movimientos estudiantiles democratizadores que en 1968 repudiaron el marxismo-leninismo dogmático, lo han enseñado a dudar, a criticar (Sánchez Vázquez, 2003: 38) y auto-criticarse, como demuestra en Ciencia y revolución (el marxismo de Althusser), Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos de 1844) y en su Ética.

Este filósofo hispano-mexicano ha llegado a la conclusión de que el pensamiento de Marx más vigente es estructuralista o, mejor, sistémico: “una concepción estructuralista de la historia” (Sánchez Vázquez, 1985: 24) que contempla la realidad social como totalidades o conjuntos estructurados de manera tal que si se altera una parte, se altera el todo –luego habrán de estudiarse los vínculos del todo con sus partes y viceversa. En cada conjunto estructurado existen normas jerárquicamente determinantes (que los estructuralistas y Marx llamaban “sistema”), que son heterogéneas y hasta incoherentes, razón por la cual, gracias a su puesta en práctica, ninguna sociedad permanece estable. Sin embargo, estas contradicciones del código constituyen sus modos normales de operar. No operan como una máquina coordinada a la perfección, sino que el orden prevaleciente sufre alteraciones sustanciales (en un tiempo histórico largo o corto). Por tanto, no basta con analizar nuestras organizaciones sociales mediante cortes sincrónicos ensimismados en la realización de un código, sino que es necesario preocuparse por entender cómo se rompe su relativa estabilidad, y cuáles son la génesis y los procesos evolutivos de un nuevo orden bajo otras normas: esto es, entender la historia o, si se prefiere, la diacronía. Las normas, una abstracción explicativa, no se cambian a sí mismas (no son seres vivos); sus cambios se deben a los comportamientos de personas que lograron destacarse (aunque ahora desconozcamos sus nombres). Al estudiar cada sociedad, se jerarquizan los factores determinantes de los procesos históricos y los individuos o agentes del cambio (con frecuencia las autoridades políticas máximas no son los más influyentes). Por ende, enfocar sincrónicamente el código como si careciera de alteraciones profundas es una hipóstasis. Tampoco el carácter histórico de la realidad en cuestión es aislable de su origen y desenvolvimiento.

Algunos trabajos no se interesan por los aspectos diacrónicos: “La prioridad del estudio de las estructuras sobre su génesis y evolución es innegable cuando la investigación se propone hacer la teoría de un sistema o todo estructurado” (Sánchez Vázquez, 1985: 29).

Pero cualquier teoría completa requiere observar lo fáctico; entonces, es menester que repare en la unicidad histórica concreta. El marxismo, una filosofía para el cambio, tiene que alejarse de abstracciones ontologizantes que nada explican de la vida y las vivencias que han ocurrido o pueden ocurrir en un espacio-tiempo, y saber que cada fenómeno histórico tiene un carácter singular, irrepetible. Por ejemplo: si los estados son un instrumento de las clases dominantes, debemos decir sin embargo que en el capitalismo han existido los bonapartistas, cuya tendencia es mediar entre las clases que existen bajo su jurisdicción. En el caso de nuestra América, siempre con una vocación antiimperialista, tenemos a Lázaro Cárdenas en México; Arbenz en Guatemala; el primer ministro Cheddi Jagan en la Guyana; Torrijos en Panamá, Goulart en Brasil. El marxismo se nutre con la historia para enriquecer las teorías que perduran y desechar aquellas que no están a la orden del día.

Sánchez Vázquez sostiene su perspectiva de la praxis como categoría central del marxismo: “seguimos pensando que el marxismo es ante todo y originariamente una filosofía de la praxis, no sólo porque brinda a la reflexión filosófica un nuevo objeto, sino especialmente porque cuando de ‘lo que se trata es de transformar el mundo’ forma parte como teoría del proceso mismo de transformación de lo real” (Sánchez Vázquez, 1980: 12), proceso interminable. En suma, para nuestro filósofo nacido en Algeciras, España, y nacionalizado mexicano, el marxismo es una nueva praxis de la filosofía y una filosofía de la praxis.

El libro que nos interesa consta de dos partes. La primera trata sobre las fuentes filosóficas fundamentales para el estudio de la praxis, subdividida en cuatro capítulos dedicados a la concepción de la praxis en Hegel, Feuerbach, Marx y Lenin. La segunda parte consta de siete capítulos acerca de problemas en torno a la praxis: qué es; su unidad con la teoría; la praxis creadora y la reiterativa; la espontánea y la reflexiva, y su combinación para alcanzar el éxito. Suele ocurrir que la praxis revolucionaria espontánea tiene una baja o ínfima conciencia de lo que socialmente quiere y debe ser, o es tan reiterativa que puede derrocarse con relativa facilidad. La praxis es crítica de la realidad, y autocrítica, porque no existen privilegiados jueces del conocimiento, y la crítica trabaja en conjunción con el comportamiento preventivo lleno de valores y conciencia de clase.

Analogías de la praxis con la actividad práctica

En primera instancia, el concepto de praxis es, según afirma Sánchez Vázquez, una actividad práctica que hace y rehace cosas, esto es, que transmuta una materia o una situación. Según sus etimologías griegas, explícitas en Aristóteles, praxis es el fenómeno que se agota en sí mismo; si engendra una obra, es poiesis o creación. Tal distinción es abandonada por nuestro autor, porque el uso de poiesis se ha restringido a lo artístico, mientras que en el término praxis caben todos los campos o áreas culturales y también las obras, porque es “el acto o conjunto de actos en virtud de los cuales el sujeto activo (agente) modifica una materia prima dada” (Sánchez Vázquez, 1980: 245). Su significado no se constriñe, pues, ni a lo material ni a lo espiritual, y únicamente entraña un trabajo creador.

La práctica humana revela funciones mentales de síntesis y previsión, afirma Marx en la primera Tesis sobre Feuerbach: como actividad previsora, ostenta un carácter teleológico o finalista: la actividad práctica se adecua a metas, las cuales presiden las modalidades de actuación (los actos de esta índole se inician con una finalidad ideal y terminan con un resultado). Lo dado en la praxis es el acto más o menos cognoscitivo y sin duda teleológico. El agente modifica sus acciones para alcanzar el tránsito cabal entre lo subjetivo o teórico y lo objetivo o práctico. Su obrar revela que la realización actualiza el pensamiento, o lo potencial-concreto-pensado. Ahora bien, el calificativo de actividad práctica no especifica el tipo de agente (un fenómeno físico o biológico, un animal o un humano) ni la materia (un cuerpo físico, un instrumento o una institución, por ejemplo), solamente se opone a la pasividad y subraya que la praxis debe tener efectos, hacerse actual. En tanto actividad científica experimental, los objetivos de la praxis son básicamente teóricos. Ahora bien, Sánchez Vázquez destaca la praxis política, a la vez activa y pasiva o receptora, que se realiza desde el Estado o desde los partidos políticos. Y subraya también la praxis social: los sujetos agrupados aspiran a cambiar las relaciones económicas, políticas y sociales (la historia es realizada por individuos cuyas fuerzas unidas en un pueblo son capaces de revolucionar un sistema. Marx identificó al proletariado como tal fuerza motriz en el capitalismo).

Para comprender el resultado de la práctica es necesario desentrañar su verdad y utilidad. Tal aprehensión no se reduce a lo meramente intuitivo, sino que ha de penetrar en la historia. Esto es básico: el trabajo de cada ser humano entra en las relaciones de producción relativas a un ámbito socio-histórico. La humanidad en sus actos y productos va dejando huellas, improntas, que revelan la historicidad de sus pensamientos y deseos, de sus necesidades, de sus ambiciones e ideales que han humanizado el entorno y van humanizando a las personas: la conciencia no sólo se proyecta en su obra, sino que se sabe proyectada allende sus propias expectativas. La praxis es, pues, subjetiva y colectiva; revela conocimientos teóricos y prácticos (supera unilateralidades).

La mano y la creatividad

Cuando nuestros ancestros se pusieron en pie, liberaron las manos, que de alguna manera se forman y deforman gracias a la inteligencia. En labores como las artesanales persiste la simbiosis de mano y conciencia, que se divorcian en la producción masiva. La grandeza de las manos fue menospreciada desde la perspectiva soberbia de las clases dominantes, cuando olvidaron que las manos vencen la resistencia de un material, tocan, exploran, escriben, expresan con dibujos o sonidos, crean objetos y son el inicio de los instrumentos y de las tecnologías y máquinas más sofisticadas.

En la sociedad griega, rigurosamente dividida en clases, las manualidades fueron colocadas en un rango inferior a la teoría. Consiguientemente, el trabajo se dividió en dos: el libre, propio de señores detentadores del ocio que supuestamente les permite meditar y enriquecer su alma, y el característico de banausus, los encargados de trabajar con sus manos para satisfacer las necesidades inmediatas. Los esclavos, casi siempre extranjeros o “bárbaros”, y los oficios manuales, fueron degradados, justificándose de este modo la explotación reinante. Sofistas y cínicos como Antístenes y Pródico, tal como se lee en los escritos de Diógenes Laercio y en el Carmínedes (163 a.C.), atacaron la división en la humanidad entre bárbaros o subhumanos esclavizados y pensantes, y denunciaron el desprecio de los atenienses (no de los jónicos) por las artes “mecánicas”. En el Renacimiento, la especie humana fue definida como activa. Pero las antiguas creencias persistieron: Leonardo luchó por elevar la pintura, manual por excelencia, a ciencia, para así liberarla de infamaciones. Giordano Bruno, sostiene Sánchez Vázquez, condenó el ocio, aunque añadió que el trabajo reduce el número de sabios que, por definición, son contemplativos. Este giro que ensalza las manualidades no pudo liberarlas, pues, de su colocación en un plano inferior.

Maquiavelo destapó lo que se mantenía encubierto y que se agudizó con la Revolución Industrial: las alabanzas de la técnica acompañadas del fuerte desprecio por el trabajador manual se deben a razones político-económicas. No sólo se pagan al trabajador sueldos de miseria, sino que paulatinamente se irá conformando un aparato estatal centralizado y dominante que cumplirá un rol fundamental en la escena política (esta, por cierto, nunca ha sido esfera de la moralidad, antes bien lo ha sido de los intereses de una expansiva burguesía que pretende unificar los mercados violentamente) prestando sus servicios a las ambiciones de las clases dominantes.

En otro orden de cosas, Francis Bacon, Descartes, los enciclopedistas y los clásicos economistas ingleses fueron admitiendo la importancia de la energía que, mediante el intelecto que crea la ciencia y la técnica, facilita que la humanidad domine, posea, utilice y maltrate nuestro acogedor hogar natural que nos alimenta y cobija. Rousseau, antes que Marx, aclaró que esta visión utilitaria ha sido a la vez positiva y muy negativa. Las prácticas dominantes lentamente han degradado el ambiente y hasta el potencial creativo de la mano humana. Al capitalista nada le importa la amenaza de la vida en la tierra, y, por lo mismo, incrementa las calamidades que ha desatado.

Asimismo, si Adam Smith y David Ricardo descubrieron que el trabajo es la fuente de la riqueza y del valor, Marx se pregunta por qué no llevaron hasta sus últimas consecuencias clasistas este hallazgo (su adoración a la “racional” oferta y demanda les impidió descubrir la plusvalía que agranda paulatinamente la situación más desventajosa de los trabajadores comparados con los dueños del capital); cerraron los ojos ante la enajenación del asalariado, quien desde la industrialización no se reconoce en sus productos, cuyo salario es tratado como una mercancía y al cual hasta le resulta extraña la idea de que pertenece a una especie con un gran potencial creativo. Hegel sí contempló tales injusticias; reconoció que la práctica socio-política y el trabajo son actividades enajenadas. No obstante, la mistificación idealista de este filósofo valoró a los males como indispensables para el progreso histórico del Espíritu. Aseguró que la “astucia de la razón”, en su camino invariable hacia el “progreso”, se aprovecha de las tendencias destructivas y dominantes de los individuos. Por su parte, Feuerbach se opuso a esta cosmovisión religiosa: en lugar del Absoluto como sujeto por excelencia de la praxis, colocó al sujeto humano real, dándole un contenido efectivo, terreno. La actividad crea el objeto, y el objeto tiene el poder de señalar muchos aspectos de su productor. Su antropología es incompatible con la teología y la religión. Sin embargo, Feuerbach deja en pie el peor lado de nuestra especie egoísta y traicionera. Perfila a la praxis “en su forma sucia y sórdida de manifestarse” (Sánchez Vázquez, 1985: 109), más utilitaria que útil, evaporándola como práctica comunitaria. Así también Feuerbach resta importancia al sujeto hasta convertirlo en predicado de los objetos o productos sociales que lo determinan, y diviniza a la humanidad desarraigando a los individuos del mundo, quienes no juegan ningún papel determinante sino que siempre son determinados. El toma y daca histórico que destruye la realidad anterior para poner en escena otra nueva ha devenido mecánico y “sórdido” en el capitalismo (Sánchez Vázquez, 2003: 74). Las fuerzas de trabajo son puestas bajo la bota de relaciones orientadas sólo a incrementar la producción, a optimizar los “tiempos y movimientos”. Han devenido especializadas, parciales, unilaterales, reiterativas y maquinizadas porque la economía prevaleciente impide la participación directa de la persona en el proceso productivo. Sin duda, se ha llegado al “idiotismo profesional”, en palabras de Marx. Empero, esta oposición entre objeto producido y sujeto productor no significa que este haya perdido sus capacidades inventivas, ya que no siempre se comporta como un pasivo y obediente autómata, sino que deja emerger su creatividad en otros momentos. El reino de la libertad crítica-práctica y transformadora empieza donde termina el reino de la necesidad, afirma Karl Marx; esto es: creando se responde adversamente a un trabajo que en forma paulatina va siendo más anticomunitario y competitivo (Marx tuvo en mente a las auténticas y no a las falsas necesidades, inducidas por un mercado a partir de la industrialización, agrega Sánchez Vázquez). Siempre queda la esperanza de la praxis o rebelión creativa que racionalice o cambie radicalmente las relaciones productivas y la repartición no equitativa de la riqueza, mientras que, paralelamente, rompa con los encadenamientos y las opresiones enajenantes para instaurar la justicia distributiva y retributiva.

Marx ensalzó la visión de la humanidad como activa y creadora, lo cual conlleva que la práctica es base y fundamento de los conocimientos que inciden en la producción y, por lo tanto, alteran a la sociedad, la historia y la naturaleza de los individuos. Su alabanza de la clase trabajadora, la actividad práctica y las manualidades marcó un giro radical. Las propuestas marxianas sobre la praxis no sólo se nutrieron con los planteamientos de Hegel, Feuerbach, Smith y Ricardo, sino que desataron una cadena episódica de argumentos que van desde los de Bujarin, Lukács, Korsch, Fogarasi, Gramsci, Althusser, Adam Schaff, Karel Kosík y Lefebvre, hasta llegar a los del grupo yugoslavo de la “Praxis”, encabezado por Petrovic. Sánchez Vázquez se afilia a Gramsci, Schaff (no en su tesis del trabajo como algo meramente utilitario), Kosík y al grupo “Praxis”.

La praxis es más que práctica, o su unidad con la teoría

Hay prácticas habituales con un conocimiento limitado a cierto know how. La praxis intenta adecuar los efectos a los ideales anticipatorios, a sabiendas de que la realidad nunca duplica el modelo pensado. Además, la práctica es subjetiva, colectiva o de clase conformada por “una especie de corte transversal” (Sánchez Vázquez, 2003: 297). Por si fuera poco, la historia de las ciencias y las técnicas brotan de unas prácticas de base, sea en la física, la química, las matemáticas o la ingeniería.

La práctica amplía los horizontes teóricos (los hallazgos de las fuerzas productivas caen bajo el control del intelecto) sin que se reconozca su origen. No sólo aporta criterios de validez, también principios, nuevos aspectos y posibles soluciones para el quehacer, y hasta medios o instrumentos innovadores. Es cierto que existen diferencias específicas o autonomía entre teoría y práctica. No son idénticas: no siempre la segunda se vuelve teórica; tampoco la primacía de la práctica disuelve la teoría. A veces la teoría se adelanta a la práctica y existen teorías aún no elaboradas como prácticas. Lo cual muestra que la práctica no obedece directa e inmediatamente a exigencias de la teoría, sino a sus propias contradicciones, y que sólo en última instancia, tras un desarrollo histórico, la teoría responde a prácticas y es fuente de estas.

No obstante estas diferencias, la praxis es, en definitiva, teórico-práctica. Esto es, dos caras de una moneda que se separan por abstracción. Marx se opone al idealismo que aísla la práctica de la teoría o actividad perfilada por las conciencias. Harto de la filosofía que operaba como medio ideológico de conservación de un statu quo nefasto, en Anales franco-alemanes, introducción a su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx, a la sazón parte de la izquierda hegeliana, afirma que un partido revolucionario ejerce la práctica. Sostiene que la crítica idealista de la realidad, una vez formulada, habría de suprimirse porque el mundo cambia aun cuando tal filosofía no pase por el mundo. Luego, el arraigo del razonamiento filosófico en lo que ocurre históricamente requiere que dicho razonamiento se niegue como argumentación pura y, volviendo la mirada a la realidad, acepte la influencia de la praxis. Sólo se posibilita su aceptación como crítica radical enfocada a una realidad injustamente opresiva.

A juicio de Sánchez Vázquez, las primeras dos Tesis sobre Feuerbach de Marx son las que perfilan su noción emancipadora de la praxis (Marx la aplica globalmente a la producción, a las artes, que satisfacen la expresión y el deseo de comunicarse, y a las revoluciones). Bajo la perspectiva marxiana, el mundo no cambia sólo por la práctica, requiere de una crítica teórica que incluye fines y tácticas. Tampoco la teoría pura logra cambiar el mundo. Es indispensable la íntima conjugación de ambos factores. Ahora bien, son los hechos los que prueban los alcances de la teoría misma. La práctica es fundamento y límite del conocimiento empírico: haz y envés “de un mismo paño” (Sánchez Vázquez, 2003: 305). Las limitaciones y fundamentos del conocimiento ocurren, pues, en y por la práctica que marca sus objetos de estudio, sus fines y, además, es uno de los criterios empíricos de verdad. La praxis opera como fundamento porque solamente se conoce el mundo por medio de su actividad transformadora: la verdad o falsedad de un pensamiento se funda en la esfera humana activa. Luego, la praxis excluye el materialismo ingenuo según el cual sujeto y objeto se hallan en relación de exterioridad, y el idealismo que ignora los condicionamientos sociales de la acción y reacción para centrarse en el sujeto como ser aislado, autónomo y no-social.

La praxis y los fines

Si la praxis es la actividad práctica adecuada a fines –algo desea cambiar y algo conservar–, ostenta un carácter teleológico. Como la historia no es explicable mediante la combinación de condiciones invariantes que mantienen en equilibrio o desequilibran a las sociedades, ni se de-sarrolla universalmente en las mismas fases, es menester que la acción se sustente en teorías con una orientación o finalidad (que jamás debe alejarse de las necesidades primarias e inmediatas, porque entonces operaría como especulación parasitaria). Si se alcanza un cierto nivel de éxito, los presupuestos teóricos no habrán sido del todo falsos (cabe aclarar que no debe confundirse la praxis con el sentido pragmatista del éxito o del fracaso dentro de iguales condiciones antisociales o anticomunitarias). Se tergiversa el marxismo cuando se lo reduce a una ma-nifestación del pragmatismo, o sea, el destinado a obtener, sin importar los medios, unas metas personales dentro de reglas negativas.

La adecuación relativa entre pensamiento y hechos requiere cierta planeación. Sánchez Vázquez afirma lo último en el entendimiento de que, a largo plazo, la acción colectiva llega a resultados imprevistos: la atribución de los actos a unos sujetos casi nunca conlleva su imputación moral por los efectos indeseados que producen a largo plazo (punto de vista de la historia efectual). Asimismo, la acción colectiva e individual es intencional en un plano y no-intencional en otro. Finalmente, subraya Sánchez Vázquez, la acción intencional obtiene efectos intencionales a corto plazo (la toma del poder obedece a una estrategia intencional; pero, episódicamente, a lo largo de un tiempo que se cruza con botas de siete leguas, obtendrá frutos no-intencionales). Con el tiempo, la actuación práctica se enriquece o deforma, pero nunca sus efectos son predecibles.

En su acepción revolucionaria, la praxis es una práctica que aspira a mejorar radicalmente una sociedad; tiene un carácter futurista, trabaja a favor de un mejor porvenir humano. La praxis revolucionaria aspira a una ética, a vivir bien con y para los otros en el marco de instituciones justas. Esto supone el cambio de las circunstancias sociales y del ser humano mismo. Los individuos son condicionados por la situación social en que se encuentran. Este ser-estar en una situación provoca sus reacciones más o menos revolucionarias o, en contrario, adaptadas a un statu quo. Si el comportamiento histórico no es predecible, sí debe explicarse por qué y cómo arraigan los proyectos colectivos.

El educador educado

La tercera Tesis sobre Feuerbach, anota Sánchez Vázquez, observa que la vida descubre que el que juega inicialmente el papel de educador cera también necesita ser educado. Desde la Ilustración, Goethe y Herder, las utopías se han concebido como una vasta empresa educativa que disipa prejuicios: el educador es el filósofo que asesora al déspota ilustrado, o el eterno conductor de las masas partidistas pasivas. Para Marx, en cambio, los papeles cambian, son producto de circunstancias determinadas. Y las circunstancias cambian y también son producto de sí mismas. Estos brincos sociales y la misma praxis enseñan que los papeles de maestro-discípulo varían (todos los agentes históricos son activo-pasivos, y el cambio de normas también cambia al sujeto). Aceptar estas premisas es indispensable para la práctica revolucionaria, nacida de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, donde las primeras ocupan el lugar subordinado en tanto clase social. Si se desata la revolución comunista, ella se encargará de abolir la organización clasista mediante la supresión de la propiedad privada de los medios de producción.

La teoría-práctica deseable de la revolución va señalando los objetivos sociales y los participantes activos que aspiran a una vida colectiva en el marco de instituciones más justas. La misión del resto de quienes se creen supuestos líderes es equivalente a “nada”. O sea que la creatividad social o praxis “está impregnada de un profundo contenido moral” (Sánchez Vázquez, 2003: 469).

La creatividad creadora

Sánchez Vázquez divide la praxis en creadora y reiterativa, habitual o imitadora. La creatividad tiene grados hasta llegar al producto nuevo y único. Aunque la creación siempre presupone la praxis reiterativa, no basta con repetir una solución constructiva fuera de los límites de su validez. Tarde o temprano deben encontrarse otras soluciones que generarán nuevas necesidades que impondrán nuevas exigencias. La creatividad emparenta la praxis espontánea y la reflexiva. Los vínculos entre ambas no son inmutables, porque la praxis espontánea no carece de creatividad y la reflexiva puede estar al servicio de la reiterativa. Además, existen grados de conciencia, los que revela el sujeto en su práctica y los implícitos en el producto de su actividad creadora.

La revolución y la filosofía de la praxis

Hemos llegado a la famosa Tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (Sánchez Vázquez, 2003: 164), en la cual el pensador marxista exiliado en México localiza el acta de nacimiento de la praxis. Contra la tradición que despreció las prácticas y a la filosofía misma, ahora esta no es un saber contemplativo que, por regla general, acepta, justifica y apuntala el statu quo, sino que el mundo, además de ser interpretado por la filosofía, lo es también en lo que respecta a su acción revolucionaria. No se trata de que, en sí misma, la filosofía modifique la realidad; sí de que coadyuve a este propósito.

Para destruir tantas falsas ilusiones, el filósofo debe observar las condiciones reales, las históricas, los procesos productivos vigentes, la distribución (que en ciertas épocas llamó “formas de intercambio”) (Sánchez Vázquez, 2003: 168) y el consumo de bienes de primera necesidad, así como de los tipos de fuerzas productivas; debe también observar los condicionamientos del Estado y las formas ideológicas prevalecientes, así como las relaciones dialécticas o sistémicas. Marx entrevió el comunismo (“proyectil lanzado a la cabeza de la burguesía”) (Sánchez Vázquez, 2003: 390) como solución a los antagonismos de clase: anulará y superará el estado de cosas que, llevadas a su extremo, sin acciones contestatarias, terminarían con la humanidad: los 72 días de la Comuna de París siguen floreciendo (en su papel destinado a abolir las clases, los revolucionarios no pertenecen a una clase específica, sino que son representantes de la sociedad frente a la clase dominante).

Desde el tiempo vital de Marx hasta el presente, el comunismo ha sido una propuesta que mantiene su vigencia. Así también, el corte ideológico-epistemológico de la Tesis XI mencionada afirma el marxismo como praxis revolucionaria y como filosofía de la praxis: no sólo reflexiona acerca de la praxis, sino que nace de la práctica misma. El Manifiesto del Partido Comunista es un documento teórico y práctico que explica y fundamenta la praxis revolucionaria, trazando fines, estrategias, tácticas y críticas a las falsas concepciones sobre el socialismo y el comunismo. Marx ilustra en este panfleto las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones productivas que generaron la revolución capitalista; la lucha de clases como respuesta a la violencia u opresión que ejerce la clase dominante en contra de otras clases y fracciones de clases. En suma, Sánchez Vázquez encuentra en El Manifiesto del Partido Comunista un ejemplo ilustrativo del marxismo como teoría de la praxis revolucionaria o del cambio radical del mundo. Además, el Manifiesto pone en claro la misión histórica de los agentes de la praxis, la retroalimentación entre teoría y práctica. Después de la citada Tesis XI y de otras precisiones de Marx, Sánchez Vázquez divide históricamente a las filosofías distinguiendo entre las que argumentan en falso su conciliación con la realidad (por ejemplo, Hegel) y las que se vinculan real y conscientemente con las prácticas revolucionarias. Estas son una guía teórica o parte de una guía para la transformación radical del mundo social, aunque en sí mismas no alcancen directamente consecuencias sociales. Su función es ser el arma teórica para replantear de raíz la sociedad. Tales filosofías cumplen una función ideológica.

No debe considerarse “ideología” en la acepción estrecha de falsa conciencia, sino como una toma de posición clasista de carácter cognoscitivo. En “La ideología de la neutralidad ideológica en las ciencias sociales”, Sánchez Vázquez sostiene que, en tanto ideología, las ciencias sociales se destinan al desarrollo, mantenimiento y reproducción de las relaciones sociales de producción, o a su destrucción: son terrenos de posturas opuestas. Sin embargo, más allá de “que una ideología puede ser una conciencia falsa, no toda conciencia falsa de por sí es ideología” (Sánchez Vázquez, 2003: 275). El conocimiento no es sinónimo de imparcialidad, sino de teorías fundamentadas en razones, comprobables, que incluyen, pero no se reducen a, una mera conciencia clasista; el ejemplo paradigmático al respecto es la explicación marxiana de la plusvalía.

Los obstáculos de la praxis revolucionaria


El amo y el esclavo

Las luchas o conflictos excluyentes no llegan a la destrucción del contrario, sino que lo dominan para que se subestime. La servidumbre del esclavo u oprimido, afianzada mediante prédicas manipuladoras, logra que este se identifique con el amo, que asimile y haga suyas las ideas que mantienen su explotación: es un alienado que estabiliza el poder de dominio (también el dominio utiliza el terror). Empero la sumisión externa no siempre significa espíritu de esclavitud.

La burocratización

Por mantener su afán de poder, la burocracia se divorcia de las necesidades que supuestamente debe cubrir. Su actual forma de actuar, heredada de procesos anteriores, congela o mata la creativa vida social. El cuerpo de funcionarios del Estado, la cultura, la educación y la salud degradan la capacidad creativa del ser humano mediante formulismos inútiles, contrarios a la aventura revolucionaria.

Las vanguardias, el partido político y la praxis

En La Sagrada Familia, Marx combate a Bauer y demás filósofos que redujeron la práctica a la teoría o crítica, desconocieron el real papel del sujeto en los cambios, e ignoraron la actividad real de las masas. La autoconciencia en Bauer es una caricatura sin contenido porque la separa de los condicionamientos sociales exteriores (la ubica fuera de la historia). Siendo que esta está hipotéticamente autocentrada, Bauer la perfila como los razonamientos de la vanguardia que educan a masas pasivas. Las categorías opuestas que maneja este autor son: espíritu-masa, idea-interés y creación-pasividad. Todas estas nociones las ubica al margen de las condiciones materiales y de su cambio. Todas ignoran el papel activo del pueblo como elemento generador de la evolución histórica.

Un partido político expresa unos intereses de clase y anhela la emancipación de esta (o de aquella que prolongue su dominio). Su declaración de principios y planes de acción sirve para que se afilien sus miembros. Su supervivencia y poder dependerán infaliblemente de que los primeros líderes teóricos escuchen a los otros, y todos acepten renovarse constantemente permaneciendo fieles a sus fines últimos liberadores. Una organización política tiene sentido por sus ideales y “por la base” (Sánchez Vázquez, 2003: 378). Las direcciones partidistas han de ser rotativas y renovarse elevando sus contenidos teórico-prácticos. Carecen, pues, de una forma inmutable, absoluta, universal para cualquier tiempo y situación.

Los insoslayables partidos llamados de izquierda han sido condición necesaria, no suficiente, de la praxis revolucionaria que transforma la sociedad para crear otra. Son un instrumento y, como tal, finito y superable. Si no saben renovarse actuarán como una dictadura, que termina por ser casi unipersonal, en donde cualquier disidencia es calificada como traición a la “vanguardia”.

La praxis y la violencia

Saint-Simon pensaba que mediante el amor y la persuasión se instaurarían las revoluciones, pero la milenaria realidad es que, en las agrupaciones sociales escindidas en clases, estas pugnan entre sí hasta ser mutuamente excluyentes. En política, unos han ejercido la dominación contra otros. Tal violencia aún persiste (e incluso se incrementa). Cuando la situación resulta intolerable y las condiciones son propicias, estalla la contra-violencia o violencia revolucionaria, que ha sido necesaria, aunque no forzosamente sea un factor decisivo o la fuerza motriz inalterable (su misión es desaparecer con las condiciones injustas que la engendraron). Sería innecesaria en una sociedad donde la libertad de cada uno presupusiera y respetase la de otros, es decir, cuando exista una sociedad libre de clases y demás aberraciones opresivas: cuando la praxis haya modificado al mundo hasta convertirlo en un hogar.

Praxis y creatividad

Sánchez Vázquez repite que los resultados de la praxis revolucionaria son impredecibles, sus agentes no tienen bajo su poder el por-venir, sino la esperanza de que llegue lo deseable y posible (esta anticipación afecta sus actos en el presente). Lo impredecible se debe a que la acción revolucionaria se enfrenta a resistencias que rebasan los planes individuales; no hay una continuidad entre la gestación subjetiva de proyectos y su realización efectiva, lo cual impele a que los actuantes peregrinen de lo ideal a lo real, y viceversa, dependiendo de situaciones no previstas. La praxis es, pues, creativa. En su curso sufre cambios en sus realizaciones episódicas y esto engendra la inadecuación entre intenciones conscientes y resultados.

Como los seres humanos son complejos, no robots, en sus tácticas, la praxis revolucionaria tiene que ser lo suficientemente creativa como para sorprender al enemigo. La praxis deja que lo espontáneo se manifieste. El extremo de pensar hasta el mínimo detalle, sin dar cabida a la innovación, falla. También yerra la espontaneidad ignorante o ciega. Así, Don Quijote, el que enamora las telas de nuestro corazón, puso en marcha su utopía sin pensar en gente destructiva que aspira sólo a dominar. Como tales aspiraciones destructivas son tan minúsculas (social y moralmente), quien las tiene carece de sitio colectivo adonde llegar y no distingue medios (sea el dinero o los cargos políticos) de fines. La impotencia quijotesca radica en cómo ejecuta su utopía: parte de no poder ver el mal porque ha perdido o ha invertido todo principio de realidad. En cambio, las ilusiones prospectivas deben analizar críticamente la realidad, no ser náufragos en un mar proceloso, sino marinos que, brújula en mano, enfocan la proa hacia un destino.

Las utopías fallan porque el resultado no se debe a un solo individuo sino a una colectividad con la cual originalmente cada uno contrae vínculos independientemente de su voluntad. No tienen éxito porque la praxis desarrolla potencialidades individuales y colectivas que permanecían dormidas, y fallan porque los agentes se ven obligados a cambiar sus fines inmediatos. Pero no todo es fracaso: la praxis innovadora “crea también el modo de crear” (Sánchez Vázquez, 2003: 313). En resumen, existe una enrevesada imbricación de planes y acciones subjetivas y colectivas que tornan los resultados de un proceso impredecibles, amén de que los sucesos y los productos tienen una unicidad. Es precisamente la complejidad humana lo que objeta la determinación incluso de la pertenencia a una clase y a su conciencia.

Concluiré diciendo que Sánchez Vázquez aspira a derrotar el capitalismo para instaurar otra organización, socialista y, más precisamente, comunista. Sabe que las intenciones de la izquierda formuladas por sujetos en condiciones históricas particulares quizá degeneren. Pero es seguro que, si las personas son hechas por la historia, también la historia es hecha por estas. Si la humanidad se hubiera mantenido alejada de la praxis revolucionaria, desde hace tiempo habría desaparecido. Por ende, “el bien no está condenado a ser desplazado fatalmente por el mal, ni la justicia por la injusticia, o la verdad por el engaño o el fraude” (Sánchez Vázquez, 2003: 541). Contra los nihilismos actuales, Sánchez Vázquez asienta que “no se puede vivir sin metas, sueños, ilusiones, ideales [...] sin utopías” (2003: 543-544). No, “no hay fin de la utopía, como no hay fin de la historia” (2003: 535).

Bibliografía

González, Juliana; Pereyra, Carlos y Vargas Lozano, Gabriel (comps.) 1986 Praxis y filosofía. Ensayos en homenaje a Adolfo Sánchez Vázquez (México: Grijalbo).

Sánchez Vázquez, Adolfo 1980 (1967) Filosofía de la praxis (México: Grijalbo).

Sánchez Vázquez, Adolfo 1985 Ensayos de marxistas sobre historia y política (México: Océano).

Sánchez Vázquez, Adolfo 2003 A tiempo y a destiempo. Antología de ensayos (México: Fondo de Cultura Económica).

Fuente: Rosa María Palazón Mayoral, “La filosofía de la praxis según Adolfo Sánchez Vázquez”, en Atilio A. Boron, Javier Amadeo y Sabrina González (comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, CLACSO, 2006, pp. 309-323,
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/campus/marxis/P2C5Mayoral.pdf