Reproduzco aquí la excelente e impecable traducción de mi amigo Juan
Carlos Álvarez del fragmento donde Slavoj Žižek reflexiona provocativamente
sobre Spinoza, mismo que recién reprodujera aquí en su versión original en
inglés (publicado en Lacan dot com). Al
mismo tiempo, felicito con genuino entusiasmo a Juan Carlos por su interesante blog
--además, generoso en textos diversos y materiales žižekianos--, Pensamiento
del vacío dedicado a difundir en
castellano el pensamiento de l’énfant terrible de la filosofía contemporánea.
Una
de las reglas consuetudinarias de la academia actual, desde Francia a Estados
Unidos, es la prescripción de amar a Spinoza. Todo el mundo lo ama, desde los
estrictos “materialistas científicos” althusserianos hasta los
esquizo-anarquistas deleuzianos, desde los críticos racionalistas de la
religión hasta los defensores de las libertades y las tolerancias liberales,
por no hablar de feministas como Genevieve Lloyd, quien propone descifrar el
misterioso tercer género de conocimiento de la Ética como el conocimiento
intuitivo femenino que supera al entendimiento analítico masculino… Entonces,
¿es posible de algún modo no amar a Spinoza? ¿Quién puede estar en contra de un
judío solitario que, en su momento cumbre, fue excomulgado por la propia
comunidad judía “oficial”? Una de las expresiones más conmovedoras de este amor
a Spinoza es la frecuencia con que se le atribuyen cualidades casi divinas
–como Pierre Macherey, quien en su (por otra parte) admirable Hegel ou
Spinoza afirma, contra la crítica hegeliana de Spinoza, que no es posible
evitar la impresión de que Spinoza ya había leído a Hegel y contestado de
antemano a todos sus reproches… Tal vez el primer paso más adecuado para
problematizar este estatus de Spinoza sea llamar la atención sobre el hecho de
que es totalmente incompatible con la que posiblemente sea la postura
hegemónica en los Estudios Culturales actuales, la del giro “judaico”
ético-teológico de la deconstrucción ejemplificado de forma inmejorable por la
pareja Derrida/Levinas. ¿Existe un filósofo más ajeno a esta orientación que
Spinoza –e incluso más ajeno al universo judío, que es precisamente el universo
de Dios como Otredad radical, del enigma de lo divino, del Dios de las
prohibiciones negativas en lugar de las prescripciones positivas? ¿No tenían
razón entonces, en cierto modo, los sacerdotes judíos cuando excomulgaron a
Spinoza?
No
obstante, en vez de tomar parte en el ejercicio académico bastante aburrido de
oponer a Spinoza y a Levinas, lo que quiero hacer es una lectura hegeliana
conscientemente desfasada de Spinoza –lo que tanto spinozianos como
levinasianos comparten es el anti-hegelianismo radical. Mi hipótesis inicial es
que, en la historia del pensamiento moderno, la tríada
paganismo-judaísmo-cristianismo se repite dos veces, primero como
Spinoza-Kant-Hegel, y luego como Deleuze-Derrida-Lacan. Deleuze despliega la
Sustancia-Uno como el medio indiferente de la multitud; Derrida la invierte
bajo la forma de la Otredad radical que se diferencia de sí misma; finalmente,
en una especie de “negación de la negación”, Lacan devuelve la fisura, el
hueco, al Uno mismo. La cuestión central no es tanto oponer a Spinoza y a Kant,
asegurando así el triunfo de Hegel, sino más bien presentar las tres posiciones
filosóficas en toda su radicalidad inaudita: en cierto modo, la tríada
Spinoza-Kant-Hegel abarca realmente toda la filosofía… (Este esquema
simplificador debería elaborarse, por supuesto, mucho más. ¿Y el interesante
papel mediador de Lyotard, que pasó del paganismo a la celebración de la
Otredad judía? ¿Y no encontramos en la evolución de Derrida un cambio simétrico
al de Lyotard, al retroceder desde Hegel hasta Kant? Así pues, en su tesis Qué
Es el Neo-estructuralismo (por otra parte ilegible), Manfred Frank tenía
razón en un punto: su insistencia en la relación entre la differance de
Derrida y el movimiento auto-diferenciador hegeliano del Concepto absoluto –en
el primer Derrida, no hay lugar alguno para “la deconstrucción como justicia”
en el sentido de “justicia por venir”, de la justicia como la
“indeconstructible condición de la deconstrucción”, de la promesa mesiánica de
la redención total… Uno de los lugares comunes sobre Lacan es que lo mismo
puede aplicársele: el Lacan de los primeros años 1950 era hegeliano (bajo la
influencia de Kojeve e Hippolite, por supuesto), y a menudo designaba
directamente al psicoanalista como la figura del filósofo hegeliano, el trabajo
del análisis como consistente en seguir la hegeliana “astucia de la razón”, el
fin del análisis como “conocimiento absoluto”, la mediación de todo contenido
particular en el medio simbólico universal, etc.; en claro contraste, el “Lacan
de lo Real” afirma la existencia de un núcleo traumático de lo Real que siempre
se resiste a ser integrado en lo Simbólico –y de este modo relaciona la Cosa
freudiana (das Ding) con la kantiana Cosa-en-sí (Ding-an-sich). [1]
Entonces,
¿quién es Spinoza? Spinoza es de hecho el filósofo de la Sustancia, y en un
momento histórico preciso: después de Descartes. Por esta razón,
es capaz de extraer todas las consecuencias (inesperadas para la mayoría de
nosotros) de este hecho. La Sustancia significa, en primer lugar, que no existe
ninguna mediación entre los atributos: cada atributo (pensamiento, cuerpo…) es
infinito en sí mismo, no tiene ningún límite externo donde se ponga en contacto
con otro atributo: la “sustancia” es el nombre para este medio absolutamente
neutral de la multitud de atributos. Esta falta de mediación es lo mismo que la
falta de subjetividad, porque el sujeto es dicha mediación: ex-siste
en/a través de lo que Deleuze, en La Lógica del Sentido, denominó
“precursor oscuro”, el mediador entre las dos series diferentes, el punto de
sutura entre éstas. Así pues, lo que falta en Spinoza es el “giro” elemental de
la inversión dialéctica que caracteriza a la negatividad, la inversión por
medio de la cual la renuncia misma al deseo se convierte en el deseo de la
renuncia, etc. Lo que resulta impensable para Spinoza es lo que Freud llamó
“pulsión de muerte”: la idea de que el conatus se basa en un acto
fundamental de auto-sabotaje. Spinoza, con su afirmación del conatus,
del esfuerzo de todo ente por persistir y reforzar lo que es y, de esta manera,
luchar por alcanzar la felicidad, permanece dentro del marco aristotélico de lo
que es una vida “buena”: lo que queda fuera de su alcance es lo que Kant
denomina “imperativo categórico”, un impulso incondicional que parasita a un
ser humano sin ningún respeto por su bienestar, “más allá del principio de
placer” y que, para Lacan, es el nombre del deseo en estado puro.
La
consecuencia filosófica subsiguiente es el rechazo total de la negatividad:
todo ente se esfuerza por lograr su actualización plena; todo obstáculo viene
de fuera. En suma, puesto que todo ente procura persistir en su propio ser,
nada puede ser destruido desde dentro, puesto que todo cambio debe venir desde
fuera. Lo que Spinoza excluye con su rechazo de la negatividad es el orden
simbólico mismo, puesto que, como hemos aprendido ya de Saussure, la definición
mínima del orden simbólico es que toda identidad es reducible a un haz
(“faisceau” –¡la misma raíz que en “fascismo”!) de diferencias: la identidad
del significante reside únicamente en su(s) diferencia(s) respecto a otro(s)
significante(s). Lo que esto significa es que la ausencia puede ejercer una
causalidad positiva –sólo dentro de un universo simbólico, el hecho de que el
perro no ladre es un acontecimiento… Spinoza quiere prescindir de lo anterior:
todo lo que él admite es una red puramente positiva de efectos causales en la
que, por definición, una ausencia no puede desempeñar papel positivo alguno. O,
en otras palabras, Spinoza no está dispuesto a admitir en el orden de la
ontología lo que él mismo, en su crítica de la idea antropomórfica de Dios,
describe como un falso concepto que sólo rellena las lagunas de nuestro
conocimiento –por ejemplo, un objeto que, en su misma existencia positiva, sólo
encarna una falta o ausencia. Para Spinoza, cualquier negatividad es
“imaginaria”, el resultado de nuestro (falso) conocimiento limitado y
antropomórfico que no logra aprehender la cadena causal existente –lo que
permanece fuera de su alcance es la idea de negatividad, que quedaría ofuscada
precisamente por nuestro (falso) conocimiento imaginario. Aunque el (falso)
conocimiento imaginario se centra naturalmente en las faltas o carencias, éstas
siempre son carencias con respecto a alguna medida positiva (desde nuestra
imperfección con relación a Dios, hasta nuestro conocimiento incompleto de la
naturaleza); lo que esto elude es la idea positiva de falta, una
ausencia “generadora”.
Es
esta afirmación de la positividad del Ser la que fundamenta la equivalencia
radical que Spinoza establece entre poder y derecho: la justicia implica que
todo ente es capaz de desplegar libremente sus potenciales de poder
intrínsecos, es decir, la cantidad de justicia que se me debe equivale a mi
propio poder. La idea central de Spinoza es anti-legalista: el modelo de la
impotencia política es para él la referencia a una ley abstracta que ignore la
interconexión y relación de fuerzas diferencial y concreta. Un “derecho” es
para Spinoza siempre un derecho de “hacer”, de actuar sobre las cosas de
acuerdo con la naturaleza de alguien, y no el derecho (judicial) de “tener”, de
poseer cosas. Es precisamente esta equivalencia entre poder y derecho la que,
en la última página de su Tractatus Politicus, es evocada por Spinoza
como argumento clave para defender la inferioridad “natural” de las mujeres:
/…/ si las mujeres fueran por naturaleza
iguales a los hombres, y si se hallaran igualmente distinguidas con la misma
capacidad y fuerza de carácter, en las que el poder humano y en consecuencia el
derecho humano consisten principalmente, a buen seguro entre tantas y tan
diferentes naciones podrían encontrarse algunas en las que ambos sexos
gobernaran por igual, y otras naciones donde los hombres fueran gobernados por
las mujeres y criados de tal modo que hicieran un uso menor de sus capacidades.
Y puesto que esto no se da en ninguna parte, es posible afirmar con perfecta
propiedad que las mujeres no tienen por naturaleza iguales derechos que los
hombres. [2]
En
lugar de señalar los puntos fácilmente criticables de este pasaje, habría que
oponer aquí a Spinoza y a la típica ideología liberal burguesa, que garantiza
públicamente a las mujeres el mismo estatus jurídico que a los hombres,
relegando su inferioridad a un hecho “patológico” legalmente irrelevante (y, en
efecto, todos los grandes anti-feministas burgueses, desde Fichte hasta Otto
Weininger, siempre han procurado enfatizar que, “por supuesto”, lo anterior no
significa que la desigualdad de los sexos deba traducirse en desigualdad ante
la ley…). Además, habría que leer esta equivalencia spinoziana entre poder y
derecho en el contexto del famoso pensamiento de Pascal: “Sin duda la igualdad
de posesiones es correcta pero, puesto que los hombres no han podido lograr que
el poder obedezca al derecho, han hecho que el derecho obedezca al poder. Como
no podían fortificar la justicia, han justificado la fuerza, de modo que el
derecho y el poder convivan juntos y reine la paz, el bien soberano”. [3] En este pasaje
resulta crucial la lógica formalista subyacente: la forma de la
justicia importa más que su contenido –la forma de la justicia debería
mantenerse aunque, en lo que respecta a su contenido, coincidiese con la forma
de su opuesto, la injusticia. Y podríamos añadir que esta discrepancia entre
forma y contenido no es sólo el resultado de circunstancias particulares
desafortunadas, sino que es constitutiva de la idea misma de justicia: la
justicia es “en sí misma”, en su misma idea, la forma de la injusticia, es
decir, una “fuerza justificada”. Por lo general, cuando tenemos un juicio
amañado donde el resultado está fijado de antemano por intereses políticos y de
poder, hablamos de una “parodia de justicia”: pretende ser justicia, pero es
sólo una demostración de poder o de corrupción pura y dura que se hace pasar por
justicia. Sin embargo, ¿y si la justicia “como tal”, en su misma concepción,
fuese una parodia? ¿No es esto lo que Pascal da a entender cuando concluye, de
modo resignado, que si el poder no puede alcanzar la justicia, entonces el juez
debe alcanzar el poder?
Kant
se ve envuelto en un problema similar cuando distingue entre el mal “ordinario”
(la violación de la moralidad a causa de alguna motivación “patológica”, como
la avaricia, la lujuria, la ambición, etc.), el mal “radical” y el mal
“diabólico”. Puede parecer que tenemos aquí una gradación lineal simple: el mal
“normal”, el mal más “radical” y, finalmente, el mal “diabólico” impensable.
Sin embargo, en una lectura más atenta, queda claro que las tres especies no se
encuentran al mismo nivel, es decir, que Kant confunde diferentes principios de
clasificación. [4] El mal “radical” no
designa un tipo concreto de malas acciones, sino una tendencia a priori
de la naturaleza humana (a actuar egoístamente, a otorgar preferencia a
motivaciones patológicas sobre el deber ético universal) que abre el espacio
mismo que posibilita las malas acciones “normales”, es decir, que las arraiga
en la naturaleza humana. En contraste con lo anterior, el mal “diabólico”
designa realmente un tipo concreto de malas acciones: las acciones que no son
causadas por ninguna motivación patológica, sino que son hechas “sólo por sí
mismas”, elevando el mismo mal a la categoría de una motivación no patológica
a priori –algo parecido al “demonio de la perversidad” de Poe.
Aunque
Kant afirma que el “mal diabólico” no puede ocurrir en la realidad (no es
posible que un ser humano eleve el mismo mal a la categoría de norma ética
universal), no obstante afirma que habría que postularlo como una posibilidad
abstracta. De manera harto interesante, el caso concreto que Kant menciona (en
la Parte I de su Metafísica de las Costumbres) es el del regicidio
judicial, el asesinato de un rey ejecutado como castigo pronunciado por un
tribunal: la tesis de Kant consiste en que, a diferencia de una simple rebelión
en la que la turba sólo asesina a la persona del rey, el proceso judicial que
condena a muerte al rey (la encarnación del imperio de la ley) destruye desde
dentro la misma forma (o gobierno) de la ley, convirtiéndola en una parodia
aterradora –razón por la cual, como dice Kant, tal acto es un “crimen
indeleble” que no puede ser perdonado jamás. Sin embargo, en un segundo paso,
Kant sostiene desesperadamente que los dos casos históricos de tal acto (bajo
Cromwell y en la Francia revolucionaria de 1793) sólo fueron una simple
venganza de la turba… ¿Por qué esta oscilación y esta confusión clasificatoria
en Kant? Porque, si tuviera que afirmar la posibilidad real del “mal
diabólico”, le sería imposible distinguirlo del Bien –puesto que ambas acciones
no estarían motivadas patológicamente, la parodia de la justicia se haría
indistinguible de la justicia misma. Y el tránsito de Kant a Hegel es simplemente
el pasaje desde esta inconsistencia kantiana hasta la asunción imprudente por
parte de Hegel de la identidad del Mal “diabólico” con el Bien mismo. Lejos de
suponer una clasificación clara, la distinción entre el mal “radical” y el mal
“diabólico” es así la distinción entre la tendencia general e irreductible de
la naturaleza humana y una serie de acciones particulares (que, aunque
imposibles, son imaginables). Entonces, ¿por qué necesita Kant este exceso
sobre el mal patológico “normal”? Porque sin él su teoría no sería más que la
idea tradicional del conflicto entre el bien y el mal, como un conflicto entre
dos tendencias de la naturaleza humana: la tendencia a actuar libre y
autónomamente, y la tendencia a actuar en base a motivaciones egoístas patológicas
[5] –desde este punto de
vista, la opción entre el bien y el mal no es una elección libre, ya que sólo
actuamos de manera realmente libre cuando lo hacemos de forma autónoma, por el
deber mismo (cuando seguimos motivaciones patológicas, estamos esclavizados a
nuestra naturaleza). Sin embargo, ello va en contra de la idea fundamental de
la ética kantiana, según la cual la misma elección del mal es una decisión
libre y autónoma.
Volviendo
a Pascal, ¿no es su versión de la unidad de derecho y poder homóloga al amor
fati de Nietzsche y al eterno retorno de lo mismo? Puesto que, en esta vida
mía única y singular, estoy determinado por la carga del pasado que pesa sobre
mí, la afirmación de mi voluntad incondicional de poder siempre es frustrada
por aquello que, en la finitud de ser arrojado a una situación particular, fui
obligado a asumir como dado. Por tanto, la única manera de afirmar eficazmente
mi voluntad de poder es transportarme a un estado en el que soy capaz de querer
libremente, de afirmar como resultado de mi voluntad lo que por otra parte
experimento como impuesto sobre mí por el destino externo; y la única manera de
llevar a cabo lo anterior es suponer que, en los futuros “retornos de lo
mismo”, en las repeticiones de mi situación actual, estoy totalmente dispuesto
a asumir libremente esta situación. Sin embargo, ¿no oculta también este
razonamiento el mismo formalismo que el de Pascal? ¿No es su premisa oculta que
“si yo no puedo elegir libremente mi realidad y vencer así la necesidad que me
determina, debería elevar formalmente esta misma necesidad a algo libremente
asumido por mí”? O como dijo Wagner, la gran némesis de Nietzsche, en El
Crepúsculo de los Dioses: “¡El miedo a la caída de los dioses no me aterra,
/ ya que ahora yo lo quiero así! / Lo que una vez resolví en la desesperación,
/ en la angustia salvaje del conflicto, / ahora lo haré libremente, de buena
gana y con alegría.” ¿Y no se apoya la posición spinoziana en la misma
identificación resignada? ¿No se halla Spinoza, por lo tanto, en el extremo
opuesto de la esperanza judeo-levinasiana-derrideana-adorniana de la Redención
final, de la idea de que este mundo nuestro no puede ser “todo lo que hay”, la
Verdad última y definitiva, sino que deberíamos atenernos a la promesa de
alguna Otredad mesiánica?
El
rasgo final en el que culminan todos los anteriores es la suspensión radical,
por parte de Spinoza, de cualquier dimensión “deontológica”, es decir, de lo
que habitualmente entendemos por el término “ética” (las normas que nos
prescriben cómo deberíamos actuar cuando tenemos una opción), en un libro
llamado Ética, lo que sin duda es todo un logro por sí mismo. En su
famosa lectura de la Caída, Spinoza afirma que Dios tuvo que pronunciar la
prohibición “¡No debéis comer la manzana del Árbol del Conocimiento!” porque
nuestra capacidad de conocer la conexión causal verdadera era limitada; a
aquéllos que saben habría que decirles: “La comida del Árbol del Conocimiento
es peligrosa para vuestra salud.” Esta traducción completa de la prescripción
en forma de declaraciones cognoscitivas desubjetiviza una vez más el universo,
e implica que la libertad verdadera no es la libertad de elección, sino la
comprensión verdadera de las necesidades que nos determinan –aquí está el paso
clave de su Tratado Teológico-político:
/…/ las afirmaciones y las negaciones de
Dios siempre implican la necesidad o la verdad; de modo que, por ejemplo, si
Dios hubiera dicho a Adán que Él no deseaba que Adán comiera del árbol del
conocimiento del bien y del mal, esto habría implicado la contradicción de que
Adán debería haber sido capaz de comer del árbol, y al mismo tiempo habría sido
imposible que hubiera comido de él, ya que la orden Divina habría implicado una
necesidad y una verdad eternas. Sin embargo, puesto que las Escrituras relatan
que Dios dio realmente esta orden a Adán, y que sin embargo Adán comió del
árbol, debemos deducir forzosamente que Dios reveló a Adán el mal que se
seguiría con seguridad si él fuera a comer del árbol, pero no le reveló que
dicho mal ocurriría necesariamente. Así fue que Adán tomó la revelación no como
una verdad eterna y necesaria, sino como una ley –es decir, como una orden seguida
de un beneficio o de una pérdida, un resultado que no dependía necesariamente
de la naturaleza del acto cometido, sino únicamente de la voluntad y el poder
absoluto de algún potentado, de modo que la revelación antes mencionada fue
–únicamente con relación a Adán, y únicamente por su falta de conocimiento– una
ley, y Dios fue un legislador y potentado, por así decir. Por la misma causa,
es decir, por la falta de conocimiento, el Decálogo fue –con relación a los
hebreos– una ley. /…/ Concluiremos, por tanto, que Dios es descrito como un
legislador o príncipe, y es considerado justo, misericordioso, etc.,
simplemente como una concesión al entendimiento popular y a la imperfección del
conocimiento popular; que en realidad Dios interpreta y dirige todas las cosas
simplemente por la necesidad de Su naturaleza y perfección, y que Sus decretos
y voliciones son verdades eternas, y siempre implican necesidad. [6]
Dos
niveles se oponen aquí: el de la imaginación/opinión y el del conocimiento
verdadero. El nivel de la imaginación es antropomórfico: tenemos una narración
sobre agentes que dan órdenes que nosotros somos libres de obedecer o
desobedecer, etc.; Dios mismo es aquí el príncipe más alto que dispensa piedad.
El conocimiento verdadero, por el contrario, ofrece el nexo causal
–absolutamente no antropomórfico– de las verdades impersonales. Uno se siente
tentado de decir que Spinoza des-judaíza a los judíos mismos: extiende la
iconoclastia al propio hombre –no sólo “no pinta a Dios a imagen del hombre”,
sino que “no pinta al mismo hombre a imagen del hombre.” En otras palabras,
Spinoza da aquí un paso más allá de la advertencia habitual de no proyectar
sobre la naturaleza conceptos humanos tales como “objetivo”, “piedad”, “bien” y
“mal”, etc.: no deberíamos emplear tampoco estos conceptos para concebir al propio
hombre. La frase clave en el pasaje citado es: “únicamente por falta de
conocimiento” –el entero dominio “antropomórfico” de la ley, la prescripción,
el orden moral, etc., está basado en nuestra ignorancia. Lo que Spinoza rechaza
así es la necesidad de lo que Lacan denomina “Significante Amo”, un
significante reflexivo que llena la falta misma del significante. El propio
ejemplo supremo de Spinoza, el de “Dios”, resulta aquí crucial: cuando es
concebido como una persona poderosa, Dios simplemente encarna nuestra
ignorancia de la causalidad verdadera. Habría que recordar en este punto
conceptos como los de “flogisto” o el “modo asiático de producción” de Marx o,
incluso, la “sociedad postindustrial” tan popular hoy en día –conceptos que,
aunque parecen designar un contenido positivo, simplemente señalan nuestra
ignorancia. El esfuerzo inaudito de Spinoza consiste en pensar la ética misma
fuera de las categorías morales “antropomórficas” de las intenciones, los
mandamientos, etc. –lo que Spinoza propone es en sentido estricto una ética
ontológica, una ética privada de la dimensión deontológica, una ética del “es”
sin el “debe”. (¿Cuál es, entonces, el precio a pagar por esta suspensión de la
dimensión ética del mandamiento, del Significante Amo? La respuesta
psicoanalítica es clara: el superyó. El superyó está del lado del conocimiento;
como la ley de Kafka, no quiere nada de ti, está ahí sólo si tú llegas hasta
él. Es la orden implícita en la advertencia que vemos hoy por todas partes:
“Fumar puede ser peligroso para tu salud.” Nada está prohibido, sólo se nos
informa de una relación causal. En la misma línea, la prescripción “¡Practica
el sexo sólo si realmente quieres disfrutar de él!” es la mejor manera de
sabotear el placer…).
Traducción: Juan Carlos Álvarez
1.
Fue Bernard Bass quien articuló detalladamente esta lectura kantiana de Lacan
(Ver Bernard Baas, De la Chose a l’objet, Leuven: Pieters 1998).
2. Baruch Spinoza, A Theologico-Political Treatise and A
Political Treatise, Nueva York: Dover Publications 1951, p. 387.
3. Blaise Pascal, Pensées, Harmondsworth: Penguin Books
1965, p. 51.
5. Según Kant, si uno se encuentra a solas
en alta mar con otro superviviente de un barco hundido, cerca de un trozo
flotante de madera que sólo puede mantener a flote a una persona, las
consideraciones morales ya no son válidas –no hay ninguna ley moral que me
impida luchar a muerte con el otro superviviente para lograr un sitio en la
balsa, puedo tomar parte en ello con total impunidad moral. Precisamente aquí
se encuentra, tal vez, el límite de la ética kantiana: ¿y si alguien se
sacrifica voluntariamente a fin de dar a la otra persona una posibilidad de
sobrevivir –y, además, está dispuesto a hacerlo por ningún motivo patológico?
Ya que no existe ninguna ley moral que me ordene hacer lo anterior, ¿significa
esto que dicho acto no posee ningún estatus ético propiamente dicho? ¿No
demuestra esta extraña excepción que el egoísmo despiadado, la preocupación por
la supervivencia y el beneficio personales, es la presuposición “patológica”
silenciosa de la ética kantiana –es decir, que el edificio ético kantiano sólo
puede mantenerse si presuponemos silenciosamente la imagen “patológica” del
hombre como un egoísta utilitario y despiadado?
6. Spinoza, op.cit., p. 63-65.
Fuente: Pensamiento del vacío
5 comentarios:
Hola, Alfredo:
En primer lugar, muchísimas gracias por tu elogio, tan amable y efusivo cuanto seguramente inmerecido.
Por mi parte, quiero expresarte igualmente mi felicitación por este blog tan excelente, dedicado a uno de los más grandes pensadores de toda la historia de la humanidad.
Como comentamos en el blog de Luis Roca Jusmet, el texto de Žižek es muy provocativo y está lleno de cuestiones interesantes que ofrecen numerosos estímulos para la reflexión. Sin embargo Žižek, como auténtico filósofo que es, y por lo tanto creador de un pensamiento original, probablemente imponga su propia visión sobre el pensamiento de Spinoza forzándolo a yacer en una especie de lecho de Procusto lacaniano.
En todo caso, puede que el pensador esloveno tenga razón al señalar que Spinoza no abolió a Dios, sino que lo que abolió fue la humanidad.
Un abrazo.
Hola Juan Carlos,
Muchas gracias por tus amables palabras.
Ciertamente, el texto de Žižek tiene mucha carne que masticarle y bien señalas el gesto filosófico originario del esloveno --virtuoso y virulento, excesivo y provocador.
Por mi parte, me inclinaría a aceptar que Spinoza sí abolió la 'humanidad' en el sentido de una abstracción, de una representación vacía. Para Spinoza, no hay género ni especie, sino modos finitos singulares: tu, yo, el, nosotros, ellos --en continua composición y descomposición.
Por otro lado, en Spinoza la negación no es una negación dialéctica, sino una negación positiva, es decir, actual --aquí y ahora. El hombre elige entre afecto 'bueno' o 'malo', acción o pasión, falsedad o conocimiento. Elige afirmar o aniquilar su naturaleza.
Seguimos. Un fuerte abrazo.
Como ha mostrado Althusser, lo imaginario nunca “evoluciona” hacia lo simbólico —la ideología no da lugar a la ciencia— porque media entre ambas orillas un profundo y aborrecible abismo; para el filósofo, Hegel jamás crecerá hasta dar cabida a Marx (en el mismo sentido en que Spinoza no podría hallar descendencia legítima en el idealismo alemán) porque los mitos simplemente no pueden alumbrar ciencia alguna. Romper con Hegel es romper con la Madre: no hay otro camino. Y no lo hay contra lo que estipule el último avatar de ese idealismo pasado por aguas (turbulentas) que es Slavoj Zizek; quizá bastaría con percatarse de que la razón dialéctica se configura por necesidad como el Discurso del Amo para separar el poder del dominio y la negación mediadora de la afirmación incondicional: una distinción verdaderamente crucial que pocos (legítimamente) indignados se hallarán en posición de practicar. Remitirse al gran maestro de Jena es comprensible mientras no se desmonte suficientemente el esquema pastoral en virtud del cual la violencia ordenada del (y por el) Superyó será siempre preferible a la incontrolable locura del Ello. En general, Zizek advierte muy bien cuál es el “peligro” o la “anomalía” de Spinoza en nuestra contemporaneidad: al igual que Pierre Bayle en su época, considera al santo judío como un verdadero pagano. Parcialmente de acuerdo: el fondo de la filosofía es teológico; más incluso que el cielo. Monismo, dualismo, trinitarismo… Y la potencia absoluta —moralmente neutra— de la causa sui. Así convendrá plantear los diferendos. Porque a Spinoza no le falta nada, y principalmente no le hace falta un “sujeto” capaz de negar —dialécticamente— la sustancia. Todo va a depender entonces de lo que se entienda por “deseo”. ¿Llenar un vacío? ¿Conquistar el mundo? ¿Aplastar al contrincante? ¿Cogerse o tirar a matar a todo lo que se mueva? Escasamente. La concepción de Spinoza es menos pagana que rigurosamente ateológica, posición que a un hegeliano como Zizek, a pesar de sus concesiones materialistas, le provocará un insuperable malestar. El problema de Spinoza es que con su filosofía no se puede asegurar una ontología crítica. Esto significa que, para Zizek, la bronca con Spinoza es que ha tenido la valentía de desmontar el judaísmo, hazaña notable y digna de encomio, pero, qué calamidad, no es cristiano. No lo dirá así, por supuesto, pero es exactamente lo mismo: al rechazar la negatividad, al considerarla puramente imaginaria, destituye al orden simbólico, ese reino que Lacan no sin malicia ha acuñado con el mantra europeo por antonomasia: En el Nombre del Padre… Allí reside la diferencia, allí se abre la distancia infinita entre el Dios de la Biblia y la Causa sui, que desde luego prescinde de cualquier “deontología” para sujetar persuasiva aun si siempre imperativamente al animal humano. El instinto cristiano (o dialéctico-hegeliano) de Zizek le permite captar lo esencial. Lo inasimilable del pensamiento de Spinoza es que ha logrado dejar de pensar a lo humano en términos de pecado y expiación, de renuncia y gratificación. La idea de sacrificio le es radicalmente ajena. Ha dejado, en suma, al des-antropomorfizar lo real o des-sujetar la sustancia, de pensar en términos religiosos. Nos guste o no.
Interesante pero discutible.
El « perseverar en su ser » incluye una singularidad que pede leerse con Freud, cuando, investigando su « pulsion de muerte » escribe :
« Tan extraño como estas conclusiones suena lo que se obtiene respecto de los grandes grupos de pulsiones que estatuimos tras los fenómeno vitales de los organismos. El estatuto de las pulsiones de autoconservación que suponemos en todo ser vivo presenta notable oposición con el presupuesto de que la vida pulsional en su conjunto sirve a la provocación de la muerte. Bajo esta luz, la importancia teórica de las pulsiones de autoconservación, de poder y de ser reconocido, cae por tierra; son pulsiones parciales destinadas a asegurar el camino hacia la muerte peculiar del organismo y a alejar otras posibilidades de regreso a lo inorgánico que no sean las inmanentes. Así se volatiliza ese enigmático afán del organismo, imposible de insertar en un orden de coherencia, por afirmarse a despecho del mundo entero. He aquí lo que resta: el organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron originariamente alabarderos de la muerte. Así se engendra la paradoja de que el organismo vivo lucha con la máxima energía contra influencias (peligros) que podrían ayudarlo a alcanzar su meta vital por el camino más corto (por cortocircuito, digámoslo así); pero esta conducta es justamente lo característico de un bregar puramente pulsional, a diferencia de un bregar inteligente.''
Sólo para informar que el comentario de un lector "Unknown" es de mi autoría.
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