Vicente
Serrano Marín, La herida de Spinoza.
Felicidad y política en la vida posmoderna, Anagrama, Barcelona, 2011, 217
pp.
Cuando el alma imagina su
impotencia, se entristece.
Spinoza (1)
El último
libro de Vicente Serrano, ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2011, recurre a
nuestras heridas más íntimas, nuestras heridas narcisistas, para tratar de
pensar, desde Baruch de Spinoza (1632-1677) hasta las últimas elaboraciones
sobre la biopolítica, el significado teórico del gran tabú de la modernidad: el
límite. Esta obra sigue la estela de Nihilismo y modernidad (2005) o Soñando
monstruos (2010), estudios en los que el pensador español buscaba escudriñar
los aspectos más amenazadores de la modernidad y su alargada sombra sobre
nuestra época. Pero el estilo de este último trabajo es distinto. Serrano se
desembaraza del instrumental académico de sus anteriores obras, y pasa a
transmitirnos de forma más directa y ligera sus ideas sobre lo que nos hace
(in)felices o acerca de cómo la filosofía política moderna ha participado en un
festín obsceno del poder por el poder.
La idea
inicial de este proyecto es servir de réplica a las páginas finales de un libro
que Serrano considera “magnifico” (p. 11): En busca de Spinoza.
Neurobiología de la emoción y los sentimientos (2005) de Antonio Damasio.
Ya casi al final de este libro, y después de alabar la portentosa creatividad
así como la actualidad de las innovaciones del sabio sefardí sobre la unidad
entre mente y cuerpo, Damasio reconoce que considera “exasperante” la
tranquilidad con la que Spinoza acepta el sufrimiento y la muerte, y es que el
científico portugués prefiere los “finales felices”. (2) Esta provocativa
afirmación desencadena la respuesta filosófica de Serrano, quien analizará las
causas por las que la felicidad moderna solo puede pensarse en ausencia de
finitud, o mejor, solo puede concebirse como infinita, en una carrera alocada
donde no están bien vistos ni siquiera los finales felices.
Damasio, en su
búsqueda de las causas biológicas de los sentimientos, se refugia en uno de
ellos, la esperanza, para dar sentido a sus descubrimientos científicos y, como
todo médico, tratar de aliviar el dolor humano. Pero Serrano detecta en esta esperanza
en los logros de la razón y de la ciencia, el afecto moderno que distancia a Damasio
de Spinoza. Para este la esperanza, esa “alegría inconstante”, (3) no es una
buena compañera en la búsqueda de
la felicidad
(p. 24). Spinoza nos advertirá de que “todo lo excelso es tan difícil como
raro”, (4) queriéndonos decir que la virtud, ese “amor intelectual hacia dios”
en el que consistiría la felicidad, no es fruto de ninguna esperanza, sino del
trabajo y la dedicación, como demuestra su Ética.
Alguien como Damasio, quien por profesión debe estar habituado a los estragos del sufrimiento humano, no podría negar la evidencia del dolor y la muerte, pero sí que anhela que, algún día, estos puedan ser superados. Es esta aspiración moderna a la inmunidad y a la inmortalidad la que queda herida tras la lectura que el científico portugués hace de Spinoza. Su malestar aflora cuando se da cuenta de que el sabio sefardí construyo su heterodoxa filosofía desde la tranquila certeza de que estas realidades son consustanciales al ser humano. A pesar de toda sus lecturas e inteligencia, el científico de nuestros días no puede soportar las palabras desafiantes del pensador holandes: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”. (5) Su filosofía es una afirmación de la vida humana, por ello se sitúa a años luz en lo espiritual de ese ser para la muerte del lúgubre Martin Heidegger (1889-1976) (p. 21). Por el contrario, Spinoza trata de afirmar la vida tal y como es, con sus potencialidades, pero también con sus sinsabores, con sus limitaciones.
Aunque Serrano
sabe captar muy bien ese sentimiento tan moderno en la obra de Damasio, nos
sorprende que no mencione otro rasgo no menos moderno y sobre el que Damasio
basa sus teorías sobre el principio de anidamiento entre lo físico y lo
espiritual, cuyas conclusiones, según nuestro autor, no se alejan mucho de las ideas
de Sigmund Freud (1856-1939) (p. 26). (6) Este rasgo es la obsesión de Damasio por
encontrar “mapas” o “cartografias” del
psiquismo
humano, con el objetivo de localizar en un determinado lugar del cerebro la
ira, la tristeza o la simpatía. Esta fijación identitaria en la que incluso las
ideas y las emociones deben estar enclavadas en un eje espacio-temporal es, en nuestra
opinión, la principal característica del saber depredador, de ese saber/poder que
caracteriza la época moderna. Sin embargo, Serrano parece no solo no prestar atención
al detalle, sino que usa repetidamente la expresión “mapa mental” en su obra
para hacer referencia a sentimientos, emociones o ideas que creemos muy capaces
de escapar a una lógica identitaria tan aplastante. Esto nos lleva a pensar que
las investigaciones de Damasio, aunque interesantes y relevantes, no compartan,
en contra de lo que asegura Serrano, el fondo que permanece tras una lectura
atenta de Freud y que constituye su descubrimiento más extraordinario: que en
el mundo interno del ciudadano no funciona el principio de identidad.
No obstante,
lo que realmente le interesa justificar al autor del ensayo que comentamos es
su interpretación de que el pensamiento de Spinoza supone una anomalía dentro
de la filosofía moderna, una anomalía que no tiene nada que ver con la visión
ultramoderna de Antonio Negri sobre el concepto de multitudo y sus supuestas
implicaciones revolucionarias (pp. 43-44).
En el siglo
diecisiete se está imponiendo en la ciencia y en la especulación filosófica un
nuevo tipo de sujeto social y político con las características de un militar o,
incluso, de un depredador. Alguien que no puede parar de crecer, de ser más fuerte,
más poderoso y, sobre todo, no puede quedarse parado ni mucho menos dormido; en
caso contrario, sería aniquilado por algún enemigo. La letargia o la quietud son
vistas como signos de debilidad o enfermedad (p. 39), una pérdida de tiempo que
puede llegar a ser mortal. Serrano ya nos había hablado de este sentimiento en su
anterior libro, Soñando monstruos,
(7) y lo equiparaba a la “voluntad de poder” nietzscheana o a la
“voluntad de voluntad” heideggeriana. Sin embargo, basándose en el análisis del
discurso de Thomas Hobbes (1588-1679), ahora lo va a denominar de una manera más
clara y precisa: el sentimiento básico del ciudadano moderno es la omnipotencia.
Por esta razón, el Estado hobbesiano, su Leviathan, el primer gran contrato
social de Occidente, se levantara sobre esta concreta antropología política:
[L]o que se conoce como la guerra de todos contra todos, la idea de que
la sociedad se comporta a partir de la existencia de individuos cada uno de los
cuales es un átomo deseante con pretensiones de omnipotencia… El mundo moderno
se caracteriza entonces por haber trasladado la omnipotencia divina al ámbito
de los humanos (pp. 54-55).
Pero,
siguiendo la argumentación de Serrano, Spinoza, desde la “contingencia” histórica
moderna (p. 76), propone una solución que se aparta anómalamente de esa
ansiedad vigilante, de ese deseo de poder sin fin. Y lo hace sin apartarse de
esa moda filosófica que comenzó en su tiempo y llega hasta el nuestro, es decir,
lo hace negando la trascendencia de la divinidad y equiparando a esta con la
naturaleza, Deus sive natura. Esa naturaleza divinizada es, para
Serrano, “el complejo simbólico capaz de resolver la imposible ecuación de lo
moderno” (p. 91), porque se nos presenta como una totalidad capaz de conciliar
el infinito al que tiende la modernidad con la quietud a la que aspiraba el
pensamiento de la Antigüedad. Cada individuo, cada “modo finito de ser” ya no
poseería el ansia por ocupar y ser todo, en una guerra constante contra los
demás átomos deseantes. En la concepción spinoziana, el ciudadano limitado
solamente es una parte de la totalidad, por lo que “la tensión inherente a esa
exigencia insuperable por ser todo quedaría relajada, aliviada, pacificada, y
la guerra como metáfora dejaría de ser adecuada” (p. 92). ¿Y cuál sería el
distintivo de ese límite que nos hace humanos en vez de dioses? Los afectos. La
naturaleza/Dios no los posee, pues se trata de la infinitud sin tristezas ni
alegrías; solo el individuo finito es capaz de sentir el dolor de no ser omnipotente.
La mente humana puede imaginar la omnipotencia, es decir, puede tener
una “idea inadecuada” de sí misma (p. 98), pero esto sólo revelará la verdad de
su impotencia. Paradójicamente, cuando el afecto dominante es el delirio
omnipotente estaríamos frente a un límite cuya pretensión es lo ilimitado, ante
el afecto capaz de borrar los demás afectos. Estaríamos, en realidad, ante el
sentimiento que hace imposible la felicidad humana. (8)
Sin embargo,
es precisamente este sentimiento sobre el que hemos basado, según Serrano, todo
nuestro progreso económico, político, social y cultural. Por ello el resto
del libro está plagado de referencias a los más importantes pensadores
modernos, formando una inquietante procesión de sabios impotentes/omnipotentes:
René Descartes (1596-1650), Francis Bacon (1561-1626), David Hume (1711-1776), Immanuel
Kant (1724-1804), Georg Wilhelm
Friedrich
Hegel (1770-1831), Karl Marx (1818-1883)… todos ellos profesaron una idea de
progreso en la que se buscaba un mundo mejor, y por eso contribuyeron tanto a
las luces y a las sombras de la modernidad, como a dejar una herencia podrida,
la de la posmodernidad en que vivimos, donde el crecimiento sigue
actuando como gran eslogan publicitario, pero el sentido de tal crecimiento se
ha desvanecido por completo. Y lo que es aún más terrorífico, que autores como
Carl Schmitt (1888-1985), poco originales pero directos, han traspasado las
fronteras ideológicas diseminando el odio estructural de la dicotomía
amigo/enemigo como el marco más pretendidamente realista de entender la política
o, mejor dicho, de gestionar la omnipotencia (pp. 132-133).
Las teorías
acerca de la biopolítica que, comenzadas por Michel Foucault (1926-1984),
han continuado filósofos como Giorgio Agamben o Roberto Esposito, nos hablan de
la cara más horrible del liberalismo, esa que preconiza una libertad de
intereses privados que maximizan sus beneficios hasta hacer de este mundo un lugar
inhabitable. La democracia funcionaria como un rostro amable que oculta el principio
de omnipotencia que tiene al límite como “el pecado fundamental” (p. 144), algo
que intentan encubrir con pantallas superficiales las obras de Jürgen Habermas
y Richard Rorty (1931-2007) (pp. 197-198). De la crítica radical a la que Serrano
somete el pensamiento de los últimos siglos, solo parece salvar al último Foucault
de la vuelta a los afectos y al cuidado de sí, a ese pensador que quiso salir del
laberinto del poder y el odio de la mano del amor, volviendo a una ética y estética
de la existencia que lo acercan a la propuesta spinoziana (pp. 186-190).
Sin compartir
la posición del autor de considerar la omnipotencia como una pasión exclusivamente
moderna y contingente (¿qué es el relato de la Caída en el Génesis sino
una advertencia contra esa tentación tan antigua como el mundo?), y lamentando
la supresión de un aparato académico que permitiera al lector ahondar en las
atrevidas interpretaciones de los pensadores citados, consideramos este ensayo
una prueba más de la valía de Vicente Serrano como uno de los investigadores más
originales y sugerentes de la filosofía política en español. Una confirmación más
de que se puede pensar con profundidad y libertad en nuestra lengua.
Notas
1. Baruch Spinoza,
Ética, trad. de Vidal Peña, Alianza, Madrid, 1987, p. 225 [E3p55].
2. Antonio Damasio,
En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos,
Crítica, Barcelona,
2005, p. 258.
3. Spinoza, Ética,
p. 238 [E3p18esc2].
4. Ibid., p.
379 [E5p42].
5. Ibid., p.
320 [E4p67]. La frase completa dice así: “Un hombre libre en nada piensa menos
que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la
vida”. Creemos que para interpretar bien esta sentencia deberíamos tener en
cuenta que en la Ética de
Spinoza
libertad, sabiduría y felicidad acaban siendo prácticamente sinónimos.
6. Damasio
reconoce que sus investigaciones provienen de dos herencias intelectuales, la
de Charles Darwin
(1809-1882) y la de Freud. Véase Damasio, En busca de Spinoza. Neurobiología
de la emoción y los sentimientos, pp. 51-52.
7. Véase mi
reseña sobre esta obra en Foro Interno. Anuario de Teoría Política, vol.
10
(2010), pp.
226-229.
8. La
preocupación contra los peligros de la omnipotencia humana ha sido una
constante
del pensamiento
judío sefardí, algo que Spinoza, estudioso de Moisés Maimónides (1135-1204)
y educado en
la comunidad sefardí de Amsterdam, no podía ignorar. Sin embargo, Serrano no
hace ninguna
mención al respecto en su obra. Sobre el pensamiento político de Sefarad, véase
Javier Roiz, Sociedad
vigilante y mundo judío en la concepción del Estado, Editorial Complutense,
Madrid, 2008, passim.
Fuente: Foro Interno. Anuario de teoría política,
Madrid, vol. 11, 2011, pp. 294-298.
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