Estoy
firmemente convencido de que un discurso filosófico acerca de las categorías de
universal, universalidad y universalismo, un discurso sobre sus significados y
sus usos, tiene que ser crítico. No puede ser simplemente un discurso histórico
que se limite a enumerar y contextualizar los discursos sobre lo universal,
algunos de los cuales afirman ser a su vez discursos universalistas; tampoco
puede ser simplemente un discurso que confirme la existencia de estos otros
discursos o que intente sumarlos a una lista de por sí ya larga de los mismos.
De esta manera (algunos) hemos tendido a ser cautos frente al discurso
filosófico de lo universal, escépticos incluso, porque hemos aprendido que la
distancia entre teoría y práctica, entre principios y consecuencias, entre
expresiones cognitivas y performativas, es intrínseca al lenguaje mismo del
universalismo, o, como yo prefiero decir en términos más generales, es
intrínseca a cualquier lenguaje que se esfuerza por “hablar lo universal”, como
en efecto hacen nuestros discursos de esta tarde [2].
La
ambigüedad arriba señalada adopta múltiples formas. En particular, adopta la
forma de enunciaciones universalistas idénticas que cobran significados
opuestos y producen efectos opuestos dependiendo de cuándo, cómo, por quién y a
quién están dirigidas; asimismo, adopta la forma de discursos universalistas
que legitiman o instituyen exclusiones, y lo que resulta aún más perturbador,
la de discursos universalistas cuyas categorías se basan en exclusiones —por
ejemplo en la negación de la otredad o la alteridad—; y a veces también incluso
adoptan la forma inversa a la anterior, la de discursos particularistas o
diferencialistas que se convierten en premisas paradójicas para la invención de
nuevas y ampliadas formas de universalismo, determinando el contenido de éste.
Parecería (y aún estoy a la espera de que se argumente lo contrario) que el
universalismo nunca está simplemente haciendo lo que dice, o diciendo
lo que hace. En consecuencia, lo que creo es que la tarea de un
filósofo (o de un filósofo en la actualidad, en el momento presente) con
respecto a la universalidad es precisamente comprender la lógica de estas
contradicciones y, en un modo dialéctico, investigar sus aspectos dominantes y
subordinados, para revelar cómo operan y cómo pueden ser desplazados o
distorsionados mediante la interacción entre teoría y práctica, o si se
prefiere, entre el discurso y la política. Por tanto, lo que no admito —y ello
supone ya un gesto de exclusión, o quizás un gesto que excluye lo exclusivo— es
un alegato a favor o en contra del universalismo en cuanto tal, o de
cualquiera de sus nombres históricos.
Espero,
sin embargo, que este tipo de actitud crítica, la cual me gustaría exponer en
forma de “dialéctica negativa” (dejando aparte los usos previos de esta
expresión), y cuyos efectos no puedo por completo anticipar, no sea
malinterpretada hoy. Mi actitud no surge del hecho de que yo vacile o sea
ambiguo en mi compromiso con determinadas formas de secularismo. Permítanme
recordar aquí algunos de sus nombres o nociones clave: secularismo, derechos
humanos, democracia, igualitarismo, internacionalismo, justicia social,
etcétera. Pero no me parecería suficiente, ni siquiera seguro, salir a la calle
o entrar en una sala de conferencias haciendo declaraciones como “estoy por el
secularismo” (por tanto, contra el comunitarismo religioso o cultural), “estoy
por el internacionalismo” (por tanto, contra la lealtad nacional, que en algún
lugar he descrito como realmente indistinguible del nacionalismo, que en sí
mismo no carece de aspectos universalistas), etcétera. O al menos no lo haría
sin lanzar inmediatamente preguntas como: ¿qué secularismo?, ¿qué
democracia?, ¿qué internacionalismo y nacionalismo?, etcétera; y también: ¿para
qué?, ¿bajo qué condiciones? “Tout tient aux conditions”: las
condiciones son siempre determinantes, como mi maestro Althusser, que
ciertamente no era un relativista, solía decir. Y es debido a mis pretensiones
de incorporar algunas de sus condiciones (incluidas las condiciones
negativas, o las“condiciones de imposibilidad”) dentro del discurso
del universalismo, o por decirlo más filosóficamente, porque quiero bosquejar
un discurso del universalismo que abra la posibilidad de incorporar dentro del
mismo sus condiciones contradictorias, las contradicciones que siempre afectan
a sus condiciones, que adopto un punto de vista crítico y dialéctico.
Y
ahora, después de estos preliminares, al mismo tiempo demasiado largos con
respecto al corto tiempo que se nos ha otorgado y demasiado rápidos como para
no resultar superficial, déjenme indicar cuáles son las tres direcciones a las
que apunta el punto de vista expresado y que a mí me resultan particularmente
significativas. Una dirección trata sobre los dilemas o las enunciaciones
del universalismo que en la filosofía adoptan una forma dicotómica; una segunda
dirección trata sobre la ambivalencia intrínseca de la institución de lo
universal, o de lo universal como “verdad”; finalmente, una tercera dirección
trata sobre lo que, de una forma cuasi weberiana, me gustaría llamar la responsabilidad
(o responsabilidades) que implica una “política de lo universal”, con la
que muchos de nosotros estamos comprometidos.
Permítanme
empezar con algunas palabras sobre aquellos dilemas y dicotomías que, desde el
comienzo, han caracterizado nuestras disputas entorno al universalismo. Es en
efecto intrigante, aunque también revelador, que la mayor parte de los
argumentos sobre el universalismo, que combinan distinciones lógicas con elecciones
éticas o políticas, construyan simetrías, emparejamientos, o dilemas entre nociones,
concepciones o realizaciones opuestas del universalismo. De
hecho, se podría sugerir que el contenido de la oposición es siempre el mismo,
al menos en la era moderna, y que sólo se reformula para adaptarse a diferentes
contextos; pero esta afirmación no resulta completamente satisfactoria debido a
que deja fuera la cuestión de la “condiciones”. Una aproximación dialéctica,
siguiendo el ejemplo de Hegel en su fenomenología de las universalidades en
conflicto [3],
trataría de describir esos dilemas en sus propios términos, tomándolos en firme
con el fin de descubrir qué es lo que está en juego, en cada ocasión, en la
manera en que se oponen. Semejante aproximación también explicaría por qué los
debates acerca de la oposición entre lo universal y lo particular, o a
fortiori la oposición universalismo versus particularismo, son mucho
menos interesantes e importantes que los debates que oponen diferentes
concepciones de lo universal, o diferentes universalidades; explicaría por qué
de hecho estos debates sólo abarcan una defensa estratégica de una concepción
de lo universal como “negación” de su opuesto, es decir, lo que se presenta
como lo particular.
Ya
que hace algunos años argumenté a favor de distinguir entre universalismo intensivo
y extensivo, soy particularmente sensible a este primer aspecto
dialéctico [4]. Por entonces yo estaba particularmente
interesado en la figura del ciudadano y en la historia de la institución de la
ciudadanía, en sus efectos excluyentes e incluyentes. En la era moderna, la
ciudadanía se ha asociado estrechamente, casi se ha identificado, con la
nacionalidad. Expliqué que el nacionalismo, pero también otras formas de
universalismo en el sentido de supresión o neutralización de diferencias
naturales y sociales, como es el caso de los grandes discursos religiosos de la
redención, tuvieron una orientación dual. Una orientación estaría dirigida a
establecer igualdad o a suprimir distinciones, tanto en la realidad como en lo
puramente simbólico, en el seno de una cierta comunidad que se basa
precisamente en esa supresión, comunidad que podría ser tanto pequeña como
grande, dependiendo de la circunstancias. La otra orientación estaría dirigida
a eliminar cada límite o frontera preestablecidos que limitasen el
reconocimiento y la implementación de esos principios, buscando en última
instancia crear un orden cosmopolita, que podría implementarse ya sea de una
manera revolucionaria, desde abajo por así decir, ya sea de manera
imperialista, desde arriba. Lo que yo sostenía es que, aunque resulten
radicalmente opuestas y de hecho sean incompatibles, ambas orientaciones sirven
para ilustrar la lógica de la universalidad, que quizá expresaríamos mejor con
el término “universalización”.
Por
aquellos años, exactamente en 1989, Michael Walzer pronunció sus Tanner
Lectures sobre el tema Nación y Universo. La primera parte de sus
conferencias se titulaba “Two Kinds of Universalism”, y en ella confrontaba dos
tipos de universalismo (mostrando su preferencia por el segundo): un
“universalismo del derecho omniabarcante” [a covering-law universalism],
que incluye todas las demandas de derechos dentro de la misma justicia y todas
las experiencias de emancipación dentro de la misma narrativa, frente a lo que
llamaba “universalismo reiterativo” [reiterative universalism], cuyo
principio inmanente sería la diferenciación, o más bien la capacidad que los
valores morales y las definiciones de derecho tienen virtualmente de emular y
comunicar en un proceso de reconocimiento mutuo [5].
Entre estas dos dicotomías (por una parte, mi propio dilema intensivo versus
extensivo, y por otra el dilema omniabarcante versus reiterativo de
Walzer) había obvias afinidades y llamativas discrepancias, que podrían llegar
a ser muy interesantes si fuese mi intención entrar en un debate y, en
particular, hacerlo a través de algunos temas en concreto, como puede ser el
tema del nacionalismo. Pero ahora no tenemos tiempo para eso, así que
permítanme mostrar sencillamente que, tan pronto como entramos de veras en el
debate sobre el universalismo, tales dicotomías, simétricas y asimétricas, o si
lo prefieren descriptivas y normativas, se hacen ineludibles. Son una buena
señal del hecho de que cada hablante (y cada discurso) de lo universal está localizado
dentro, y no fuera del campo de discursos e ideologías que
él/ella/ello quiere mapear.
No
puede ser casual que muchos, quizás la mayoría, de los discursos acerca del
universalismo y lo universal adopten la forma refutativa que los Griegos
llamaron elencus, al hablar no tanto de lo que lo universal es sino
más bien de lo que no es o no sólo es lo universal. Es
efecto, no hay un metalenguaje de la universalidad; el camino más seguro para
destruir la universalidad de un discurso universalista es afirmar que se
sostiene en un metalenguaje de la universalidad, como Hegel ya sabía. Pero hay
posibilidades de ejercer desplazamientos y elecciones estratégicas entre las
categorías que conceden un valor explicativo o inyectivo concreto a la
distinción entre formas antitéticas de universalismo. Para clasificar estas
categorías, y también para mostrar cómo es que estas categorías pueden ser
viejas y, al mismo tiempo, renovarse periódicamente, se podría esbozar una
historia especulativa de la universalidad y las universalidades, en la cual
resulta tentador embarcarse puesto que podría arrojar más luz sobre algunas
controversias contemporáneas.
Encontramos,
por ejemplo, la oposición entre verdadera y falsa universalidad. Un buen
ejemplo reciente nos lo brinda el propio Alain Badiou, quien, al comienzo de su
ensayo sobre San Pablo [6] opone un verdadero
universalismo de la igualdad (eliminando o deponiendo diferencias
genealógicas, antropológicas o sociales tales como Judío y Griego, Hombre y
Mujer, Amo y Esclavo, cuyo principio fue transmitido por el Cristianismo y
después secularizado por el republicanismo moderno) y un falso universalismo
o “simulacro” de universalismo (aunque podrían surgir problemas
derivados del hecho de que el simulacro es en un sentido mucho más real, o
efectivo, que la versión “verdadera”), esto es, el universalismo del mercado
mundial liberal (o quizá de la representación liberal del mercado mundial), el
cual se basa no en la igualdad sino en la equivalencia,
permitiendo por tanto una reproducción permanente de identidades rivales al
interior de su homogeneidad formal. Este segundo término lleva la noción de
“universalismo extensivo” al extremo: la idea de que el universalismo extensivo
es un producto ontológico de su propia extensión, o de su
territorialización o desterritorialización. Esto tiene muchos antecedentes
filosóficos, de entre los cuales yo resaltaría la distinción rousseauniana
entre la “voluntad general” y la “voluntad de todos”. A esa idea de Badiou,
ciertamente, Marx hubiera opuesto fuertes objeciones, pues destinó mucho tiempo
de su vida intelectual a mostrar no sólo que la universalidad del mercado es
“real”, sino también que es “verdad”, es decir, que proporciona una base
ontológica para la representación jurídica, moral y política de la igualdad.
Resulta interesante que otra influyente contribución a los actuales debates
acerca del universalismo tenga que ver con lo que Dipesh Chakrabarty —y pienso
aquí en su Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical
Difference— llama
“equivalencia” o “conmensurabilidad”, asociándolo a las “metanarrativas” del
valor (o del valor-trabajo) y el progreso como una forma dominante de
universalismo cuyos resultados, en efecto, contradicen sus demandas
igualitarias. Pero Chakrabarty extrae de ello conclusiones opuestas. En su
terminología, “traducción” es un nombre genérico para la universalidad, de tal
manera que confronta “dos modelos de traducción”. Basándose ampliamente en una
cierta representación romántica de la singularidad de los lenguajes y las
culturas, describe la antítesis de la equivalencia —que es también una forma de
universalismo o de traducción que se basa en el reconocimiento de lo “intraducible”—
como lo heterogéneo, lo “no moderno” (más que lo posmoderno) y lo
“antisociológico”. Más que la antítesis entre lo verdadero y lo falso, lo
que resulta relevante en este planteamiento de Chakrabarty son las viejas
categorías de lo Uno y lo Múltiple, por lo que podríamos hablar de un
universalismo de lo Uno (o de la unidad) y un universalismo de lo Múltiple (o
de la multiplicidad), donde la característica esencial de la multiplicidad es que
excede toda posibilidad de subsunción, y por tanto excede cualquier
denominación común, o sólo puede adoptar la forma de “denominación negativa”. Se
trata de una larga historia que se retrotrae a los conflictos entre religiones
monoteístas y politeístas en el antiguo mundo grecosemítico, pero que también
domina completamente las oposiciones de la Ilustración moderna, tal y como
ejemplifica la “guerra de universales” entre los seguidores del concepto
fuertemente unívoco, en efecto monoteístico, de la universalidad del imperativo
categórico de Kant, y el concepto no sólo historicista sino también politeísta
de historia mundial de Herder, en el cual la unidad sólo existe como la causa
ausente de la multiplicidad armónica de las culturas.
Ahora
bien, como ya dije, tales antítesis pueden ser desplazadas teorética y
prácticamente, aunque sólo puedo mostrarlo ahora de manera muy esquemática.
Tanto Kant como Herder fueron cosmopolitas típicos; encarnaron los dos modelos
de cosmopolitismo que han sido hasta hoy dominantes en el uso de esta noción.
Pero tomemos ahora como ejemplo la discusión que se dio entre Derrida y
Habermas [7]. Ambos son profundamente kantianos, ya que
los dos se refieren a la definición kantiana de Weltbürgerrecht [derecho
cosmopolita], aunque podríamos decir que en su disputa enfatizan
retrospectivamente una escisión dentro del propio discurso de Kant, evidente si
se observa la distancia que existe entre La religión dentro de los límites
de la mera razón y la Doctrina del Derecho. Habermas definía el
cosmopolitismo como el límite o el horizonte de una línea de progreso que
tiende (no sin obstáculos ni resistencias) a sustituir las relaciones
internacionales con una “política interna mundial” (Weltinnenpolitik)
que consistiría no tanto en una integración global institucional como en una
exclusión institucional de la exclusión. Y Derrida aceptaba la consigna
cosmopolita con la condición de que ésta llegara a ser asociada, a través de
nombres tales como “hospitalidad” o “justicia” (o más bien hospitalidad y
justicia “incondicionales”), con una crítica radical de los fundamentos legales
de la política. Pero esto no impide que unan sus fuerzas después del 11-S, no
sólo contra una cierta forma de unilateralismo soberano y una
generalización del modelo político belicista, sino también a favor de
una cierta construcción de la esfera pública global, trasnacional y
transcultural, en lo que yo me atrevería a llamar una cierta “política de lo
universal”. El viejo Spinoza quizás podría ver en ello una ilustración de su
idea, tal y como la expuso en su Tratado teológico-político, de que, en
determinadas circunstancias o en ciertas condiciones, premisas teóricas
opuestas o conceptos contradictorios de lo universal pueden conducir en la
práctica hacia las mismas consecuencias. Y, efectivamente, lo contrario
también es cierto.
Me
gustaría hacer alusión ahora —y tendrá que ser también de modo telegráfico— a
otro aspecto de la dialéctica de la universalidad al cual he dedicado alguna
atención no sólo en el pasado sino también más recientemente. Este aspecto
tiene que ver con la institución
de lo universal, o incluso con la institución de lo universal como verdad,
lo que implica por tanto la dificultad adicional de que no puede ser
contradicho desde dentro, esto es, sobre la base de su propia lógica o
sus propias premisas. Ello no se debe al hecho de que sea impuesto por alguna
autoridad externa o por un poder que prohíba la contradicción o la refutación,
sino porque la contradicción está ya incluida en la propia definición de lo
universal. Como veremos, esto se relaciona estrechamente con el hecho de que
ciertas formas de universalidad obtienen su fuerza institucional no del hecho
de que las instituciones en las que se corporizan sean en sí mismas absolutas,
sino más bien del hecho de que son el lugar de interminables disputas acerca de
cuál es la base de sus propios principios o de su propio discurso.
Estas
reflexiones carecen de sentido y son incomprensibles a menos que las refiramos,
o por lo menos aludan, a algún caso. No voy a negar que el caso que
tengo en mente está determinado ideológicamente y orientado políticamente;
incluso puede que mis reflexiones sólo sean válidas para este caso. Esto
significaría que la historia de la universalidad está de hecho compuesta tan
sólo de singularidades. La universalidad singular en la que estoy pensando no
es la enunciación paulina de la igualdad de los fieles transferida después a
los seres humanos, sino más bien algo así como un principio cívico diferente, o
una propuesta de“igualdad-libertad” (la cual sugiero leer como un término
único: igualibertad [equaliberty]). Esta fórmula aparece en
inglés en algunos panfletos de los Levellers [8]
británicos del siglo XVII, lo que indica su relación cercana a los ideales de
las llamadas “revoluciones burguesas”. Pero hunde sus raíces en una tradición
mucho más antigua, en la Ley Romana y la filosofía moral, y también, quizá más
significativamente (aunque esto implique algunos problemas de traducción), en
los ideales y discursos democráticos de la polis griega. Y genera además
efectos continuados, viene a ser reiterada (por tanto iterada)
hasta nuestros días en el seno de las instituciones democráticas y los
movimientos sociales, tanto del lado liberal como del socialista. Dejo esto a
un lado ya que, efectivamente, sería una larguísima historia. Baste con
recordar las formulaciones gemelas de las declaraciones estadounidense y
francesa de 1776 y 1789 respectivamente, las cuales ya representaban una
iteración interesante dentro del evento “originario”, o bien inscriben la
reciprocidad constitutiva de equality [igualdad] y liberty
[libertad] (o freedom [libertad], o independence
[independencia]...) [9] al interior de contextos
parcialmente convergentes y parcialmente divergentes. Aunque la manera en que
yo entiendo cómo actúa esta proposición deriva en gran parte de las
reflexiones de Hannah Arendt sobre qué significado tiene para la institución de
lo político, no comparto sin embargo su visión de que tenemos por un lado una
“revolución (o constitución) de libertad” y por el otro una revolución de
igualdad (y “felicidad”). Yo diría, por el contrario, que tenemos en ambos
casos enunciación fuerte y absoluta de la conexión necesaria entre los dos
conceptos, aunque con una tensión permanente que revela algo así como un
equilibrio “imposible”.
De
entre las reflexiones que he dedicado hasta fecha de hoy a este asunto [10], me gustaría recordar tres ideas:
1)
La primera idea es la de la estructura refutativa de la proposición o,
si se prefiere, la de cómo encarna un elencus, una “negación de la
negación”. En los textos constitucionales, la proposición aparece como
positiva, afirmando que “los Hombres nacen libres e iguales”, o que lo son por
naturaleza, por derecho adquirido al nacer, etcétera. Lo cual significa: sólo
la violencia institucional puede privarles de estos derechos. Pero estas
formulaciones surgen de revoluciones o “insurrecciones”, en sentido amplio, y
resumen el efecto de la insurrección. Están basadas en la crítica teórica y en
el rechazo práctico de las desigualdades y privilegios creados, y de las
relaciones de sujeción. Más precisamente, se basan en la convicción —en mi
opinión completamente validada por la historia— de que de no puede haber
discriminación sin sujeción (lo que en el lenguaje de la tradición se llama “tiranía”);
a la inversa, no puede haber sujeción o tiranía sin que haya también
discriminación y desigualdades. En consecuencia, las instituciones políticas,
la ciudadanía si se quiere, deben estar basadas en un doble rechazo, no
en uno sólo. De forma más profunda, ello da cuerpo a la conexión negativa entre
los dos “valores nucleares” de la ciudadanía. Esto ha sido reiterado muchas
veces en la historia de los movimientos emancipatorios, particularmente en el
movimiento obrero, el movimiento feminista y las luchas anticoloniales. Quiero
poner en relación directa esta negación lógica con un hecho político crucial
que se refiere al poder y la efectividad de esta forma de universalismo. Lejos
de sus muchos fracasos y limitaciones prácticas, esto es, del hecho de que en
la práctica los Estados o sociedades, incluyendo los llamados Estados y
sociedades “democráticas”, están llenos de desigualdades y relaciones
autoritarias que destruyen el principio en sí mismo, es la propia contradicción
práctica lo que explica su inmortalidad. Individuos y grupos discriminados y
sometidos se rebelan en nombre de, y por los principios que oficialmente son
válidos mientras se deniegan en la práctica. Es la posibilidad de la rebelión
inherente al principio, siempre y cuando éste “aferre a las masas”, como diría
Marx, lo que explica la capacidad que las democracias tienen de sobrevivir, aun
a riesgo de conflictos o guerras civiles.
2)
La segunda idea que quiero recordar es ésta: aunque tiene que ser instituida
(una y otra vez), la “igualibertad” no es una institución como cualquier otra.
Podríamos decir que es, en las democracias modernas, la archi-institución, o
la institución que precede y condiciona a toda otra institución. Es en este
contexto que adquieren su significado más absoluto las profundas reflexiones de
Arendt acerca del “derecho a tener derechos”, desarrolladas, no por casualidad,
en el contexto de un análisis de las formas más extremas de destrucción de la
vida humana y de las raíces del concepto de derechos individuales que fue
instituido por los Estados-nación universalistas [11].
“Igualibertad”
es un nombre que damos al “derecho a tener derechos”, dado que enfatiza la cara
activa de esta noción. En la práctica, significa que puede haber un derecho
a tener derechos solamente allí donde los individuos y los grupos no los
reciben de un poder soberano externo o de una revelación trascendente,
sino que se confieren este derecho a sí mismos, o se otorgan
los derechos recíprocamente. Sería importante desarrollar la idea de una
institución-límite o una institución de la propia institución, con el fin de
discutir su transferencia progresiva de una forma “naturalista” del discurso
sobre los derechos humanos (los hombres, o los seres humanos, son libres e
iguales por naturaleza) a una forma histórica, en la que la
universalidad parece estar basada en la contingencia de la propia
insurrección o, si se prefiere, en la lucha insurreccional más que en la
esencia de la propia universalidad. Y sería importante también poner en
relación esta situación-límite, que se manifiesta esencialmente en la forma y
en las circunstancias de la negación, con las contradicciones subsiguientes que
afectan a la institución positiva de la igualibertad o, si se prefiere,
de la democracia. Toda la historia moderna de los regímenes y las luchas
democráticas da testimonio de la dificultad, y en efecto del obstáculo interno,
que impide que las instituciones efectivas o los regímenes políticos
concretos, progresen uniformemente hacia la igualdad y la libertad, o que las
protejan uniformemente. Al contrario, lo que se da con frecuencia es la
destrucción simultánea tanto de la una como de la otra. La realización de ambas
a la vez se observa muy raramente, o sólo es visible como una tendencia, como
una exigencia. De ello deduzco no que esa universalidad cívica sea un mito absurdo,
sino precisamente que existe como una tendencia, como un esfuerzo, como
un conatus. La fuerza motriz que yace en esta tendencia continúa siendo
la fuerza de lo negativo, como se expresa con belleza en algunas fórmulas
filosóficas: la part des sans-part (la parte de los sin-parte), en
Jacques Rancière, y también en lo que quizás sea para éste el modelo: le
pouvoir des sans-pouvoir (el poder de los sin-poder) en Merleau-Ponty [12].
3)
Finalmente, quiero recordar una tercera idea, quizás la más embarazosa de
todas, pero sin la cual cualquier discurso acerca del universalismo resulta, en
mi opinión, fútil: se trata de la cara violenta inherente a la
institución de lo universal. Insisto, una vez más, en el hecho de que esta
violencia es intrínseca, no adicional; no es algo de lo que podríamos culpar a
la mala voluntad o a la debilidad o a restricciones que afectan a quienes son
los depositarios de la institución universalista, porque es la propia
institución, o su movimiento histórico, la que los hace sus depositarios. Dije
al principio que habíamos aprendido que la distancia entre teoría y práctica,
tanto más inestable cuando se trata de la realización de la teoría en la
historia y en la política, y sobre todo cuando se trata de los efectos
perversos de la exclusión que surge de los propios principios de inclusión, no
es accidental. Ni es algo que nos pudiera llevar a decir: “intentémoslo de
nuevo, y esta vez vamos a evitar esta cara oculta de la universalidad”. Pero la
violencia intrínseca de lo universal, que forma parte de sus condiciones de
posibilidad, también forma parte de sus condiciones de imposibilidad, o
de autodestrucción; es un “cuasi trascendental”, como diría Derrida. El cara
oculta, por tanto, forma parte de la propia dialéctica; forma parte de la
política de lo universal (una expresión que, distanciándome de algunos
autores contemporáneos como Charles Taylor, no identifico con una política
de la universalidad que se opondría a la idea de una “política de la
diferencia”, porque una “política de la diferencia” es también una
política de lo universal). Ahora bien, la violenta exclusión inherente a la
institución o realización de lo universal puede adoptar muchas formas
diferentes, las cuales no son equivalentes y no requieren la misma política.
Un
punto de vista sociológico y antropológico insistiría en el hecho de que
implantar la universalidad cívica contra la discriminación y los modos de
sujeción en formas legales, educativas y morales implica definir modelos del
ser humano o normas de lo social. Foucault y otros han llamado
nuestra atención sobre el hecho de que el ser humano excluye al “no-humano”, lo
social excluye lo “a-social”. Éstas son formas de exclusión interna que
afectan a lo que yo llamaría “universalismo intensivo”, más que “universalismo
extensivo”. No están ligadas al territorio, al imperium; están ligadas
al hecho de que la universalidad del ciudadano, o del ciudadano humano, tiene
una comunidad como referencia. Pero un punto de vista político y ético, que
podríamos asociar con la idea o la fórmula de una “comunidad sin una
comunidad”, o sin una comunidad ya existente, tiene que afrontar aun
otra forma de violencia intrínsecamente ligada a la universalidad. Se trata de
la violencia ejercida por los depositarios y activistas de la universalidad
contra sus adversarios, y por encima de todo contra sus adversarios internos,
esto es, potencialmente cualquier “hereje” al interior del movimiento
revolucionario.
Muchos
filósofos, sean adversarios o defensores fervientes de los programas y
discursos universalistas, como Hegel en su capítulo sobre el “terror” en la Fenomenología,
o Sartre en la Crítica de la Razón Dialéctica, han insistido en esta
relación, claramente ligada al hecho de que ciertas formas de universalismo
encarnan el carácter lógico de “verdad”, es decir, no admiten excepción. Si
tuviéramos tiempo, o quizás en la discusión posterior, nuestra tarea debería
ser examinar las consecuencias políticas que hemos de extraer de este hecho. He
hablado en otro momento de una noción cuasi weberiana de “responsabilidad” [13]. La responsabilidad no se habría de oponer solamente
a la “convicción” (Gesinnung) sino, más en general, a los propios ideales
o ideologías que implican un principio y un fin universalistas. Una
política de los Derechos Humanos en este sentido es típicamente una política
que conlleva la institucionalización de una ideología universalista, y antes
que eso un devenir ideológico del mismo principio que perturba y desafía las
ideologías existentes. Las ideologías universalistas no son las únicas
ideologías que pueden volverse absolutas, pero se trata ciertamente de unas
cuya realización implica una posibilidad de intolerancia radical o violencia
interna. No se trata de un riesgo que deberíamos evitar correr, porque es, en
efecto, inevitable; pero sí se trata de un riesgo que necesita ser conocido, y
que arroja una responsabilidad sin límites a quienes son depositarios,
portavoces y agentes del universalismo.
Notas
1.
Intervención de apertura del Koehn Endowed Lecuture in Critical Theory. A
Dialogue Between Alain Badiou and Étienne Balibar on ‘Universalism’”,
Universidad de California en Irvine, 2 de febrero de 2007.
2.
“Nuestros discursos de esta tarde”: véase supra, nota 1 (NdE)]. Véase mis ensayos anteriores: “Racism as
Universalism”, Masses, Classes, Ideas: Studies on Politics and Philosophy
Before and After Marx, Routledge, New York, 1994; “Ambiguous Universality”,
Politics and the Other Scene, Verso, Londres, 2002; “Sub Specie
Universitatis”, en Topoi, vol. 25, nº 1-2, septiembre de 2006, número
especial: “Philosophy: What is to be done?”.
3.
Estoy pensando especialmente en las “dialécticas” sucesivas del Derecho Divino
y el Derecho Civil (Antígona y Creonte), y de la Fe y el Entendimiento como
modos de cultura (la Ilustración), en la Fenomenología del Espíritu.
4. Etienne Balibar, “La proposition de
l'égaliberté”, en Les Conférences du Perroquet, n° 22, París, noviembre
def 1989 (traducido en inglés como “Rights of Man and Rights of the Citizen:
The Modern Dialectic of Equality and Freedom”, en Masses, Classes, Ideas,
op. cit.).
5. Michael Walzer, Nation and Universe: The
Tanner Lectures on Human Values, conferencias pronunciadas en el Brasenose
College, Oxford University, 1 y 8 de mayo de 1989.
6. Alain
Badiou, San Pablo: la fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona,
1999.
7. Véase Giovanna Borradori, Philosophy in
a Time of Terror: Dialogues With Jürgen Habermas and Jacques Derrida,
University of Chicago Press, Chicago, 2003.
8.
En el contexto de la revolución inglesa de 1642, Levellers era el nombre
que recibían los líderes de una coalición social reunidos bajo la bandera de
los Agreements of the People (Acuerdos del Pueblo), los cuales
sostuvieron la defensa de unos derechos básicos de la persona, definida como freeman
u hombre libre, siguiendo las teorías contractuales modernas [NdT].
9.
Los dos conceptos originales utilizados por Balibar, freedom y liberty,
se traducen al castellano con el mismo término: libertad. Freedom
da nombre la posibilidad general de actuar como se desea, al acto de ser libre,
mientras que liberty se refiere a las libertades políticas concretas: a
la condición de ser libre del control y las restricciones, de la esclavitud,
del trabajo, de la prisión; a la libertad de expresión o a la condición de ser
libre de las convenciones sociales [NdT].
10.
Véase “La proposition de l’égaliberté”, op. cit.
11.
Véase Hannah Arendt, “El declive de los Estados-nación y el fin de los Derechos
Humanos”, Los orígenes del Totalitarismo, vol. II (Imperialismo),
capítulo 9, Taurus, Madrid, 1999.
12.
Véase Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1996; Maurice Merleau-Ponty, “Notas sobre maquiavelo”, Elogio
de la filosofía. El lenguaje indirecto y las voces del silencio, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1970.
13.
Véase Max Weber, "La política como vocación" y "La ciencia como
vocación", en H.H. Gerth y C. Wright Mills (coords.), Ensayos en
sociología contemporánea, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972.
Traducción:
Pilar Monsell. Revisión: Joaquín Barriendos y Marcelo Expósito.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario