La elección presidencial no es la encarnación del poder del pueblo. Es
justo lo contrario.
Igual que las precedentes, esta elección presidencial, brinda a [los
ciudadanos digitales, los usuarios de la redes sociales, la oportunidad de irrumpir
en la contienda y…] retomar el leitmotiv
de la crisis o el malestar de la democracia.
Hoy, denuncian el imperio de los medios que “fabrican” elecciones
presidenciales como si lanzaran productos. Al denunciar lo que consideran una
perversión de la elección presidencial, confirman el postulado de que esta
elección constituye la encarnación suprema del poder del pueblo.
La historia y el sentido común enseñan sin embargo que no es así. La
elección presidencial directa no fue inventada para consagrar el poder popular
sino para contrarrestarlo. Es una institución monárquica, una desviación del
sufragio colectivo destinada a transformarlo en su opuesto, vale decir, la
sumisión a un hombre superior que sirve de guía a la comunidad […].
La idea era en realidad dar todo el poder a ese guía poniendo el aparato
del Estado enteramente al servicio de un partido […]. [Los políticos profesionales]
descubrieron, con las ventajas prácticas del sistema, los encantos privados de
la vida de corte […y los burócratas de los partidos] encontraron así los medios
de negociar sus votos con la mira en los repartos de circunscripciones o de
hacer un poco de propaganda para su tiendita.
Sin embargo, hoy como ayer, la elección presidencial es la caricatura de
la democracia. La reduce al modelo económico que rige nuestro mundo, la ley de
la presunta competencia al servicio de la “elección racional” de los
individuos. Se considera que el poder de inteligencia de cada uno y el poder de
decisión colectivo pueden ejercerse eligiendo a un individuo dotado de virtudes
exactamente antagónicas: representante de su partido e independiente respecto
de los otros, dispuesto a escuchar nuestros “problemas” y capaz de imponernos
las leyes de la ciencia gubernamental [--eficacia, le dicen].
Se considera que pueden hacer valer al mismo tiempo su carisma personal
y la racionalidad de un programa fabricado con pedacitos de idoneidad aportados
por los especialistas de cada campo, calculando cuánto se va a gastar en salud
o en justicia, en la empresa o la vivienda y repartiendo de antemano los
beneficios de un crecimiento futuro que depende a su vez de la confianza que
“los mercados” tengan a bien acordar a este patchwork de análisis y
promesas antes que a otro.
Algunos creen que aumentan nuestra participación colectiva
“interpelando” a los candidatos y pidiéndoles compromisos para la creación de
tal enseñanza, el apoyo a tal actividad artística o el desarrollo de tal tipo
de tratamiento. La “vigilancia democrática” que pretenden ejercer no hace más
que consagrar la renuncia colectiva en beneficio de una sabiduría suprema que
supuestamente velará tanto sobre los grandes problemas como sobre la distribución
de cada centavo entre cada grupo de presión.
El modelo económico de la libre elección y la libre competencia que
algunas voces complacientes oponen a los rigores del estatismo es en realidad exactamente
homólogo a las formas del dominio estatal sobre nuestros pensamientos y
nuestras decisiones. ¿Quién pretenderá determinar el balance de los beneficios
y los costos de las medidas propuestas por cada candidato para la justicia y
para los transportes, para la enseñanza y para la salud? ¿Quién sabrá calcular
la relación entre el equilibrio interno de los programas, la autoridad acordada
a quien deba llevarlos a cabo y la “confianza de los mercados”? Si alguien
quisiera hacerlo honestamente se vería llevado naturalmente a la abstención.
La elección es, en realidad, entre la abstención y la decisión de
confiar votando por quienes se declaran más capaces que nosotros de hacer ese
cálculo.
El poder que ejercemos votando por uno u otro no es la elección racional
del más capaz, es simplemente la expresión del sentimiento vago de que la
boleta confiada al secreto de la urna expresa mejor nuestra preferencia por la
autoridad o por la justicia, por la jerarquía o por la igualdad, por los pobres
o por los ricos, por el poder de las capacidades establecidas o por la
afirmación de la capacidad política del que sea.
La paradoja es que ese sentimiento vago, que dice la verdad sobre la
presunta elección racional de las ofertas en competencia, está, en definitiva,
más cerca de la verdadera racionalidad política; la política, efectivamente, es
en primer lugar una cuestión de sentimientos “vagos” sobre algunas cuestiones
de principio: […] si los o las que hacen el mismo trabajo deben recibir
salarios diferentes según su sexo, si los o las que se presentan para un empleo
o una vivienda deben ser distinguidos [por su condición social…] y en definitiva
si los asuntos de la comunidad son asuntos de todos o de élites compuestas por los
profesionales del gobierno, por los poderes de dinero y por los expertos de
tales universidades y tales disciplinas.
Este sentimiento se formula, de manera codificada, a través de las
abstenciones o los votos […] por los candidatos […heterogéneos al proceso
“democrático”]; se expresa, ya con mayor claridad, en el rechazo de […un juego
electoral que] los expertos […en sondeos de opinión presentan] como la encarnación
de la razón […].
Adquiere su forma propia con la acción colectiva de todos los y las que
afirman su capacidad de juzgar acerca de la validez de tal medida referida al
empleo o las jubilaciones, la enseñanza, la salud […], acerca de su conformidad
con el sentido de nuestra comunidad y sus consecuencias para el futuro.
No hay una crisis ni un malestar de la democracia. Y cada vez será más
evidente la distancia entre lo que ésta significa y a qué se pretende
reducirla.
Traducción: Cristina Sardoy
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