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29 junio, 2015

La «teodicea clandestina» de Spinoza

José Luis Pardo

Pardo, José Luis. “La teodicea de Spinoza”, en La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, Barcelona, 2004, pp. 624-629.

[N]o puede dejar de resultar curioso que Spinoza, cuya agudeza a la hora de captar la mezquindad de la teodicea de los sacerdotes es proverbial, opere al final (al final de su obra) una suerte de teodicea clandestina que reproduce el mismo defecto que con tanta justicia combatía al principio (en el ya citado «Apéndice» del libro primero de la Ethica). Y es que a veces nos pasa desapercibido el hecho de que un tratado como el de Spinoza, universalmente reconocido como tratado de metafísica, lleve por título Ethica. La «th» de este título nos impide perder su conexión con el ethos, ese término griego que podríamos traducir por carácter. Porque está sin duda que la Ethica de Spinoza, además de ser un tratado de metafísica y sin dejar de serlo, es también la narración heroica de la forja de un carácter o el dibujo de un personaje (character), el de aquel que consigue, gracias a la potencia de su entendimiento, liberarse de la servidumbre de las pasiones y alcanzar la perfección moral e intelectual. De quien logre completar este trayecto habría que decir, en el espíritu de Spinoza, que ha llegado a ser el que era (o el que es), que, lejos de cambiar, lo que ha hecho es «progresar hacia sí mismo», es decir, explicitar o expresar su esencia (lo que él ya era) o, lo que para Spinoza sería lo mismo, actualizar su potencia. Desde la perspectiva de la eternidad, cada individuo es un grado de potencia, una parte intensiva de la infinita esencia de la substancia única. Pero, desde la perspectiva del tiempo, cada individuo se enfrenta a la tarea intelectual y moral de explicitar ese grado de potencia implícito que es su esencia, de actualizarlo plenamente mientras dura. Desde la perspectiva de la eternidad, no hay nada que contar y, desde ella, la Ethica de Spinoza (que entonces no se hubiera llamado Ethica) habría terminado con el primer libro. Si el tratado se llama finalmente Ethica es porque en él no se trata de expresar únicamente «el punto de vista de Dios» (o sea, de la naturaleza sin comillas: la sustancia infinita y eterna que constituye todo cuanto hay), sino también un cierto ethos (noción esta que, para Dios, carece de sentido). Pues además de que en sus páginas el Dios de Spinoza --la naturaleza-- despliega inmediatamente in actu toda su potentia (que es lo mismo que decir que existe con toda su esencia, que es todo lo que puede ser, pues en Él coinciden esencia y existencia, potencia y acto), también en ellas intenta Spinoza construir un personaje y hacerlo verosímil, el del hombre virtuoso que, a pesar de no existir por su propia esencia, a pesar de desarrollarse en el tiempo y no en la eternidad, a pesar de tener una parte considerable de su potencia sin realizarse en acto, debe esforzarse tanto como pueda por alcanzar ese fin --la plena actualización de toda su potencia--, por progresar hacia sí mismo desde el comienzo hasta el final de su vida, por llegar a ser (al final y explícitamente) lo que ya era (al principio e implícitamente): un grado de potencia de la infinita y eterna esencia de la naturaleza-sustancia divina. Y esto es lo mismo que decir que debe preocuparse de que su existencia sea «reabsorbida» y redimida por la eternidad (de acuerdo con lo que acabamos de considerar como la «solución clásica» de la aporía).

Así, desde la perspectiva del tiempo, se cuenta en la Ethica lo que siempre cuenta el tiempo, a saber, un movimiento, un movimiento que va desde un principio hasta un final. Al final (del movimiento), la perspectiva del tiempo desaparece (porque se ha concluido el movimiento que tenía que contar), queda reabsorbida en la perspectiva de la eternidad como si se hubiese tratado de una ficción, porque el final coincide exactamente con el principio (la esencia del individuo que ha estado durando es al final lo mismo que era al principio, una parte intensiva de la esencia eterna e infinita de la sustancia única, y exactamente esa parte que ya era, que siempre fue y que siempre será). Por eso, lo que mientras dura la historia --mientras se forja el carácter o se dibuja el personaje-- presenta un aire de contingencia, de imprevisibilidad, que mantiene en vilo al lector de la narración para saber cómo acabará la historia, eso mismo adquiere, al final, un carácter de ineluctable necesidad (el último capítulo nos hace comprender que las cosas no podían haber sucedido de otro modo que como sucedieron, que cada episodio contingente era absolutamente imprescindible para que la trama quedase configurada como exactamente ha quedado configurada al final, y para que al final se dibujase el verdadero carácter del personaje que ha protagonizado la intriga). Esta coincidencia final de la perspectiva del tiempo con la perspectiva de la eternidad es lo que hace que la historia sea una historia sólida, que su personaje sea un personaje bien definido, y todo ello porque el final es --como podría decirse-- un buen final. ¿Quiere esto decir que es un final feliz? Las esencias de los virtuosos y las de los viciosos van a parar al mismo final, todas ellas terminan siendo lo que ya eran, grados indivisibles de potencia que componen la esencia infinita y eterna de la sustancia única. ¿Puede decirse, entonces, que ha habido un progreso desde el principio hasta el final (si en definitiva tanto el principio como el final, y el movimiento que ambos definen, no es más que una ficción), si la distancia entre ambos se disuelve al resolverse en la eternidad? Es una pregunta difícil de contestar, pero no más que esta otra: ¿en qué sentido puede decirse que suponga un progreso, en una historia de ficción, el haber recorrido el argumento desde el principio hasta el final? El final del libro siempre estuvo allí escrito, en la última página, y para el caso podríamos suponer --al estilo de Spinoza-- que estuvo allí escrito desde la eternidad. Pero para quien lee el libro eso no basta, como no bastaría con empezar simplemente por la última página y leer el final, porque el final sólo llega a ser final si se lee al final, después de haber leído el principio y la mitad, después de haber progresado hasta él. Se dirá que la lectura no cambia el final (que ya era el mismo antes de que la lectura comenzase, y que lo seguiría siendo aunque no hubiese habido esa lectura), pero acaso cambia algo en el que lee. Asimismo, es indudable que la sustancia única, infinita y eterna, no resulta modificada por la lectura que de ella hacen los individuos en el tiempo y mientras duran (lectura que es una ficción que la propia sustancia única termina desbaratando), pero ya es menos indudable que a esos mismos individuos les deje indiferentes tal lectura --su propia historia--, que durante ese tránsito del principio al final no hayan aprendido nada.

Ahora bien, así como el teólogo cristiano está obligado a reconocer que la «reabsorción de todas las cosas en Dios» no puede producirse sino después de la muerte y, lo que es más, al final de todos los tiempos, Spinoza es un metafísico lo suficientemente modesto como para admitir que la distinción entre potencia y acto, entre tiempo y eternidad, entre esencia y existencia, debe durar al menos «mientras dura el cuerpo», sin que la virtud, por mucha que sea, pueda reducir a cero esa distancia (distancia que, una vez más, es la imposibilidad de la contradicción o de la coincidencia de lo dialógico y lo diacrónico ). Pero en la parte V de la Ethica --que es en donde Spinoza escribe su última línea--, como ya hemos indicado, Spinoza somete a consideración al alma humana «independientemente de su relación con el cuerpo» (como el sacerdote experto en teodicea quiere hacer que la madre desconsolada contemple el episodio de la pérdida de su hija «independientemente de su relación con ella»), y en ese contexto que se produce una reconciliación total por la cual la perspectiva del tiempo resulta completamente reabsorbida, salvada y redimida por la perspectiva de la eternidad, que Spinoza marca celebrando el alcance del conocimiento intuitivo «del tercer género» (es decir, también una vez más, el tan ansiado y buscado «juego»). Quienes han conseguido perfeccionar su potencia hasta el máximo de perfección posible «mientras dura el cuerpo», verán su alegría existencial convertida en felicidad esencial eterna e infinita (gozarán para siempre de la felicidad de la sustancia). Es decir, que de esta manera se cumple esa «teodicea clandestina» merced a la cual, incluso para un antifinalista tan caracterizado como Spinoza, los «buenos» se salvan eternamente y los «malos» se condenan eternamente, quedando los esfuerzos de los unos sobradamente compensados y los fracasos de los otros debidamente castigados. Y esta justicia final, que «desde la perspectiva de la eternidad» es prácticamente inapreciable, pues Dios no puede comprender el significado de los términos «justicia» o «injusticia», es, «desde la perspectiva del tiempo», exactamente lo que ocurre en el curso del tiempo (que la naturaleza, al reabsorberlo en la eternidad, convierte en implacablemente necesario). Por ello, todo cuanto pasa (a los mortales) es finalmente justo en toda su extensión. Y ésta es la noción de «justicia» que, para los mortales, resulta completamente injusta (no es posible justificar todo lo que pasa).

Dejando aparte el hecho de que esto, precisamente, es lo que hace de las partes I y V de la Ethica escritos bastante inverosímiles (a pesar de su pretensión de ser, en última instancia, los únicos auténticamente «verdaderos» de todo el tratado), esta redención constituye un modelo de lo que hemos llamado «forma clásica» de «superación» de la dificultad de aprender (y por tanto de superación del encabalgamiento crono-lógico del ser y de la filosofía misma), es decir, la superación del tiempo a favor de la eternidad y en virtud del riguroso método geométrico, que consigue que incluso las pasiones del alma (es decir, aquello que Dios no puede de ningún modo sentir, porque nada pasivo hay en él) puedan ser tratadas como figuras y números cuyo conocimiento claro y adecuado extingue el poder que tienen sobre el alma humana. La manifiesta «falta de sentido» que afecta al Dios de Spinoza (y que nos avisa de que, como ya sabemos, allí donde sólo hay un sentido, el recto, el único, ousía, substantia --allí donde no hay encabalgamiento crono-lógico del ser--, no hay sentido alguno), su indiferencia con respecto a las afecciones que padecen sus criaturas, su imposibilidad (debida a su perfección) de comprender el significauo de términos «humanos» tales como «bien», «mal», «justo», «injusto», etc., su total impasibilidad (debida a su infinitud) relativa a la cuestión del «final» (de la historia, que para Dios no puede ser otra cosa que tiempo y, por lo tanto, ficción creada por una forma inadecuada de existir que genera una forma inadecuada de pensar, ya que quien todo lo mira desde la perspectiva de la eternidad no puede comprender el sentido de la sucesión, y quien existe infinitamente por su eterna esencia no puede comprender que haya fines o finales), y en suma su neutralidad moral, termina por hacer de él, justamente por carecer de intenciones que podrían enturbiar sus actos (es decir, por carecer de potencias que ensombrecerían su actualidad plena), el perfecto juez capaz de premiar a los buenos y castigar a los malos, en un sentido lógico-deductivo o físico-mecánico y de ningún modo moral, pues no es que Dios (o la naturaleza) se someta a algún principio (por ejemplo, al de no-contradicción, o al de preferir el bien al mal), sino que resulta bueno aquello que Dios hace y precisamente porque lo hace (sin que ninguna «regla del bien» preceda a su acción), un poco de la misma manera que, para Leibniz, la «prueba» de que el mundo real es el mejor de los posibles es que Dios (un entendimiento infinito y perfecto) lo ha preferido a todos los demás. Spinoza rechaza el argumento de aquellos que quieren hacer de la inverosimilitud algo verdadero (lo que él llama argumentar «por reducción a la ignorancia»), pero sustituye este procedimiento por otro que hace de la verdad --entendida como convergencia sólida y final de tiempo y sentido-- algo inverosímil. Y ésta sigue siendo la «forma clásica» de superar la dificultad o de abolir la filosofía haciéndola innecesaria more geometrico.

12 enero, 2015

De Cézanne a Spinoza

José Luis Pardo

Pero hay, además, en SV [abreviatura utilizada para referirse a la novela La doctrina del Sainte-Victorie de Peter Handke], una segunda referencia que contribuye a aclarar las experiencias especialísimas de Sorger [el protagonista de dicha novela] con sus paisajes. Desde muy pronto, comienzan a aparecer las citas de un personaje a quien se apoda, con mayúscula, el Filósofo. Este título, que durante una parte de la Edad Media sirvió para identificar a Aristóteles sin nombrarlo, remite sin embargo a un pensador severamente antiaristotélico: a partir del tercer capítulo (9), no puede ya cabernos duda de que se trata de Spinoza.

Spinoza, como Sorger, vive en el exilio; se dedica a su oficio de pulir lentes para hacer visibles los Espacios, y dibuja (incluso autorretratos); también como Sorger, pasa algún tiempo conviviendo bajo el mismo techo con un «investigador de la tierra» (el botánico Casearius), respecto del cual sabemos, por sus cartas, que sentía —como Sorger por su colega Lauffer— una mezcla de recelo y esperanza. Probablemente pudiera establecerse un ángulo de convergencia que, por encima del curso irremontable del tiempo, ligase la estancia de Spinoza en Rijnsburg —donde compone el único tratado que será impreso con su nombre durante su vida— en compañía de Casearius, el exilio de Sorger en el Extremo Norte —donde concibe la idea de escribir un tratado «sobre los espacios»— en compañía de Lauffer, y el retiro de Cézanne a Pontoise («He resuelto trabajar en silencio hasta el día en que me sienta capaz de defender teóricamente el resultado de mis ensayos», escribe a Maus el 25 de noviembre de 1899) en compañía del pintor Pisarro.

Pero sin necesidad de recurrir a esa «geografía fantástica», la explicación se nos aparece más a mano: si Cézanne se proponía salvar las cosas confiriéndolas algo así como «un sentido de eternidad», la mayor aspiración de la Ethica de Spinoza —que es la obra de su vida y la vida de su obra— es conducir al hombre a lo que él llama «el tercer género de conocimiento», para lo cual es imprescindible aprender a captar las cosas «bajo la perspectiva de la eternidad». Según Spinoza, este género superior de conocimiento hace nacer en la mente la mayor felicidad posible (Ethica, V, 27): la mayor perfección ontológica coincide con la más alta capacidad cognoscitiva y con la más elevada dicha anímica (es inconcebible un sabio débil o un ignorante feliz):

Nada de lo que la mente entiende desde la perspectiva de la eternidad, lo entiende en virtud de que conciba la presente y actual existencia del cuerpo, sino en virtud de que concibe la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad (V. 29).

No se habla en esta proposición solamente de «dos maneras de concebir», sino de dos maneras de concebir el cuerpo, a saber, de acuerdo con su existencia actual y presente y de acuerdo con su esencia. Comencemos por la «primera manera de concebir»: la mente tiene conciencia de la existencia actual de su cuerpo, y esta conciencia es conciencia del presente, con- ciencia de la presencia. Para empezar, es la forma de la presencia a sí mismo del sujeto, puesto que «la mente no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo» (II, 23). Pero, en segundo lugar, es también la forma de presencia de los cuerpos exteriores: «si el cuerpo humano experimenta una afección que implica la naturaleza de algún cuerpo exterior, la mente humana considerará dicho cuerpo exterior como existente en acto, o como algo que le está presente» (II, 17). Todo lo cual, sin embargo, no significa de ningún modo que la mente conozca adecuadamente el cuerpo propio o el cuerpo exterior (II, 24 y 25), y ni siquiera significa que la mente pueda estar segura de la existencia actual y presente del cuerpo exterior que siente como tal, ya que «si el cuerpo humano ha sido afectado una vez por dos o más cuerpos al mismo tiempo, cuando más tarde la mente imagine a uno de ellos, recordará inmediatamente también a los otros» (II, 18); lo que, añadido al hecho de que «las ideas de las afecciones del cuerpo humano, en cuanto referidas sólo a la mente humana, no son claras y distintas, sino confusas» (II, 28), conduce a la posibilidad de considerar como existentes cosas inexistentes: «aunque no existan ya los cuerpos exteriores por los que el cuerpo humano ha sido afectado alguna vez, la mente los considerará como presentes cuantas veces se repita esa acción del cuerpo... puede ocurrir que consideremos como presentes cosas que no existen, lo que sucede a menudo» (II, 17).

Ésta es una idea que debemos explorar adecuadamente: debido a la acción concertada de la imaginación y la memoria, todo aquello que nos ha afectado una vez queda de alguna manera inscrito, grabado de tal modo en el cuerpo y en la mente, que arrastramos esas imágenes allí donde vamos, creyendo que se trata de imágenes que reflejan una causa actualmente existente en un exterior despegado de nosotros, cuando en realidad están adheridas, son adherencias o huellas de las cosas en nuestra propia «cara externa». Y hemos de tener buen cuidado en retener esto: tales imágenes o afecciones, dice Spinoza, implican la naturaleza de nuestro cuerpo y la naturaleza del cuerpo exterior; bien entendido: esa implicación vale incluso contando con la posibilidad de que el cuerpo exterior que imagino afectándome sea diferente de como lo imagino, o incluso de que tal cuerpo no exista actualmente, no me esté afectando en el momento presente. Lo cual es una manera de decir que la «implicación» de la naturaleza no está genuinamente en el orden del tiempo, en el orden de la duración, que las esencias («naturalezas») de las cosas están implicadas en nuestras afecciones incluso aunque «ya» o «todavía» no existan las cosas de las cuales constituyen la esencia.

La adherencia o inscripción de las cosas en esa envolvencia exterior de nuestro ser, en esa capa de imágenes o afecciones que lo recubre, equivale a la implicación de las esencias en nuestras afecciones confusas. Esto constituye un primer hallazgo de las cosas «fuera del tiempo», una primera forma de extemporaneidad o intemporalidad que debe ponernos en la pista de lo que pueda ser concebir las cosas «bajo la perspectiva de la eternidad».

En Spinoza, muy a diferencia de lo que sucede en Descartes, la mente tiene únicamente conciencia de sí mediante las afecciones del cuerpo y gracias a ellas; esto debe forzosamente de cargar de un sentido distinto la afirmación «Yo existo» o, con otras palabras, debe conducir a una concepción muy particular del sentido de la existencia, del sentido de «existir». ¿Qué significa para Spinoza «existir», cuando se trata de entes que, como nosotros, no existen «por su propia esencia»? Mejor dicho, ¿cómo es posible que llegue un individuo a existir, puesto que no está impelido a hacerlo «por su propia esencia»?

La esencia de un individuo es sinónimo de «la naturaleza de una cosa», y ya hemos visto cómo esas esencias o naturalezas existen perfectamente, como implicadas en las afecciones e ideas confusas, en las imágenes de los individuos existentes en el tiempo (duración), pero existen sin embargo indiferentemente al tiempo y, de hecho, «fuera del tiempo»: en el tiempo, en la experiencia de los individuos en el tiempo, está implicado algo completamente extemporáneo: la inscripción de esa implicación se da en el tiempo como algo exterior a él. Pero como, de otro lado, esas esencias que existen extemporáneamente, al menos como implicadas en las afecciones, no implican, por su parte, la existencia (presente y actual) de los individuos de los que son esencias, de lo que se trata es de saber cómo pasan de ser «esencias intemporales» a ser «esencias actuales», cómo se insertan también ellas en el orden del tiempo y la duración.

Hemos de evitar, ante todo, imaginarnos el «orden de las esencias intemporales» como una suerte de «mundo de las ideas» platónico; primero, porque las «esencias» a las que se refiere Spinoza no son ideas sino cosas «físicas», cosas de la physis, cosas de la naturaleza y naturaleza de las cosas; pero, en segundo lugar y ante todo, porque ese mundo de esencias implicadas o impresas en las cosas existentes actualmente (cuya existencia sin embargo no es actual, ni pasada, ni futura, sino «inactual» o intempestiva) es todo menos un mundo «inteligible»: Spinoza acaba de recordárnoslo, no se trata de la claridad y distinción del conocimiento adecuado, no se trata de la luminosidad cegadora del ser que haría la luz sobre un mundo «sensible» oscuro y tenebroso; bien al contrario, se trata del mundo sensible propiamente dicho. Lo que tenemos que imaginar es un mundo de huellas, de marcas, de impresiones, de imágenes; este mundo está lejos de ser «inteligible», transparente a una inteligencia que intuiría sus esencias; pues las esencias no pueden verse con claridad y distinción, están, justamente, implicadas, plegadas, envueltas en las afecciones. La imagen que arroja este orden es, por tanto, la de un ámbito lleno de envolvencias y recovecos, de oquedades y deformaciones, de adherencias, tejido grumoso de una realidad que se oculta envolviéndose infinitamente sobre sí misma, cubriéndose de sombras por todas partes.

Pero retornemos a nuestra pregunta inicial: ¿qué significa en el spinozismo «existir»? ¿Cómo llega un individuo a la existencia? La mente parte de esta primera certeza: «hay afecciones», las imágenes se dan; lo cual, sin duda, sólo puede sucederle a un individuo que existe y, en ese sentido, prueba su existencia. Además, las imágenes son impresiones, huellas, trazas dejadas por las cosas en la superficie exterior de los individuos (decir «de los cuerpos» o «de las mentes» es indiferente, pues se trata de dos modalidades de una misma cosa); hemos visto que es preciso concebir estas «huellas» como una especie de pinturas que constituyen el aspecto exterior de los individuos (justamente, lo que ellos no pueden «ver» de sí mismos), como una suerte de «cuadro del mundo» dibujado en la piel de los entes: por cierto, un cuadro que no es «figurativo» ("«llamaremos 'imágenes' de las cosas a las afecciones... aunque no reproduzcan las figuras de las cosas», II, 17). El individuo no es, pues, un espejo en cuya superficie pulimentada se reflejasen las cosas presentes a su alrededor, sino una tela en la que queda pintado todo lo que alguna vez le ha afectado, y tanto mejor grabado cuanto con mayor frecuencia e intensidad le afecte.

Por último, hemos visto que esas imágenes son envolturas, envolvencias, abstracciones (el cuadro pintado en nuestra piel es arte abstracto); y lo envuelto en ellas, lo que ellas abstraen o absorben son las esencias de las cosas. Todo comienza, pues, para el individuo, con un «yo siento» y no con un «yo pienso», con un «yo soy afectado», con una pasión. Todo comienza cuando una esencia se inscribe, se implica, se pliega, se envuelve en una sensación, se disfraza con el velo de una imagen. Las esencias se muestran ocultándose, el ser se revela como oscuridad. Ahora bien, este instante que inaugura la existencia de un individuo al inaugurar su pres-ente, su presencia a sí mismo, su experiencia, puede ser observado desde dos ángulos: por una parte, la esencia que se inscribe o se implica en el individuo (en el sentido en que se dice de alguien que está «muy implicado» en talo cual asunto). Una esencia, para Spinoza, es una intensidad, una fuerza (no una idea platónica ni un «posible» leibniziano); por tanto, desde ese punto de vista, la implicación de una esencia es la envolvencia de una fuerza que encuentra refugio en una afección.

Pero para que una fuerza pueda inscribirse, es preciso que encuentre una superficie de inscripción, una placa sensible en la que hacerlo, una afección que le «responda». Por tanto, en ese momento inaugural que determina la existencia de un individuo, su esencia —la esencia de ese individuo— tiene que ser una esencia actual (III, 7), es decir, tiene que poseer eso que Spinoza llama conatus o, en otras palabras, tiene que tener una cierta «receptividad» para «recoger» la inscripción de la fuerza, para sentir la huella de la intensidad; así, la actualización de la esencia se define como una cierta potentia pasiva, un cierto poder de ser afectados de los individuos. Esta receptividad es la tela sobre la que se pintan las abstracciones de las esencias implicadas, el tejido que se pliega de acuerdo con la impresión de las fuerzas y que constituye en realidad la existencia del individuo, su ser, la capa de afecciones que arrastra durante toda su vida.

La sensación, la afección, se produce sin duda en el tiempo, en los individuos cuyo cuerpo «dura»; pero lo sentido, lo envuelto en esa sensación, está fuera del tiempo. Es un mundo de signos o de símbolos entre los que el individuo se mueve como un ciego, sin poder llegar jamás a «ver» clara y distintamente los significados envueltos en tales signos: la sensación oculta lo sentido, la afección oculta el sentido. Nada hay, pues, en el pensamiento de Spinoza, que permita dar pábulo al tan repetido «los sentidos engañan». Las imágenes no son engañosas más que cuando pretendemos inferir a partir de ellas la existencia presente de cuerpos exteriores (suposición de la que no es responsable la imaginación); si no fuera por esa suposición, que es la única falacia, la mente «atribuiría sin duda esa potencia imaginativa a una virtud, y no a un vicio» (II, 17).

* * *

La mente puede concebir las cosas actuales y presentes lm Lauf der Zeit solamente porque piensa simultáneamente la existencia presente y actual de ese cuerpo que es contemporáneo de las cosas que le afectan (Vid. la «demostración» de V, 29); concebir las cosas (como en cierta medida les sucede a Cézanne y a Sorger) bajo la perspectiva de la eternidad implica, más bien, concebir la cosa fuera del tiempo y la duración (con los que, sin embargo, coexiste inexplicablemente). En otras palabras, la idea de una «existencia presente y actual» es inexorablemente la idea del tiempo tal y como es vivido por la conciencia (para la que siempre es presente y para la que el mundo experimentado a su través existe actualmente) en la forma de duración.

La eternidad es, según Spinoza, algo que pertenece a la naturaleza de la Sustancia (I, 7), una propiedad de aquella cosa que, «situándose más allá de todo tiempo y de toda duración, es eterna en cuanto a su existencia tanto como en cuanto a su esencia» (M. Géroult, Spinoza, París, 1968, p. 79, tomo I), que escapa a toda medida porque todo lo que sirve para medir lo finito —así el tiempo y el número— es necesariamente finito (10). No obstante, estas definiciones sirven sólo para la Sustancia, no así para las cosas singulares, que no «existen necesariamente por sí». Las cosas singulares (las que ven los ojos de Sorger y los de Cézanne, pero también los de Spinoza cuando mira a través de sus «lentes» —las demostraciones, decía, son los ojos de alma) son finitas y, como tales, susceptibles de medida. De ellas —volvamos a la proposición citada en primer lugar— habla el filósofo al distinguir entre la concepción presente y actual de su existencia, contemporánea de la duración del cuerpo, y la concepción de su esencia: las esencias de las cosas finitas son eternas aunque estas cosas no existan necesariamente y por sí mismas.

Si la experiencia de Sorger consiste en asistir a la yuxtaposición aberrante de dos órdenes inconmensurables (la extemporaneidad de las formas geológicas y la intratemporalidad de la historia humana), si el «efecto Cézanne» consiste en situar, junto a esta manzana su «manzanidad» intemporal que la salva para siempre convirtiéndola en un acontecimiento cósmico imperecedero, también en la Ethica spinoziana se revela una sorprendente coexistencia de dos reinos incompatibles, pues «encerrando en sí la serie entera de las cosas existentes necesariamente en la duración, debe comprenderlas también en sí fuera de la duración, es decir, eternamente. Así, los mismos términos deben, por una parte, existir fugazmente en la duración, y por otra, ser eternos; no por una existencia de duración ilimitada, sino por la actualidad eterna de toda duración..., en resumen, son eternos... solamente por su esencia» (Géroult, ibíd., pp. 325-6).

Debemos recordar aquí, aunque sólo sea breve y esquemáticamente, la concepción que permite a Spinoza realizar esta sorprendente conciliación de duración y eternidad. La Sustancia spinoziana expresa su esencia en una infinidad de atributos. Cada uno de estos atributos está formado a la vez por a) una cualidad eterna infinita (y, por tanto, indivisible), y por b) una cantidad infinita divisible infinitamente. En lo que se refiere a esta segunda modalidad de la infinitud —el infinito modal cuantitativo o, en el léxico de Spinoza, el Modo—, su materia comporta dos órdenes heterogéneos e independientes, a saber: 1) una cantidad intensiva infinita, cuyas «partes» son las esencias de las cosas singulares finitas, y 2) una cantidad extensiva infinita, cuyas partes componen las existencias (Deleuze, Spinoza y el problema de la expresión, París, 1968, trad. cast. [¿ ?] H. Vogel, Barcelona, 1975).

En SV se describe un determinado «procedimiento literario» (curiosamente, esta descripción ocupa justamente el espacio intermedio entre dos citas de Spinoza, p. 23 y 24): «representarse los objetos que hay que apresar de tal modo que parezca que los estoy viendo en sueños, con el convencimiento de que allí, y sólo allí, es donde aparecen en su esencia... (el escritor) repetidamente veía en las cosas algo esencial... y cuando se empeñaba en fijarlo dejaba de estar seguro de sí mismo» (23-24). En una palabra —y aunque todavía nos resulte enigmático el recurso a «los sueños» y «la fantasía»—, lo que corresponde en la filosofía de Spinoza a la yuxtaposición vertiginosa de Sorger y al «procedimiento literario» de SV no puede ser otra cosa que esa coincidencia de duración y eternidad que se verifica en la unidad compleja del Modo, en el que coexisten las esencias (Modo infinito inmediato) y las existencias (Modo infinito mediato), respectivos correlatos de los «paisajes inmemoriales» y de la «actualidad histórica».

Y cuando se nos recuerda que «"las ideas verdaderas", como ha dicho el Filósofo, "concuerdan con sus objetos" y toda forma tiene el poder de un ejemplo» (SV-24), como los personajes de Courbet o los paisajes de Cézanne, se está aludiendo al factum spinoziano de que a cada modo finito existente corresponde una esencia (una parte del modo infinito inmediato).

Es sólo en este sentido, técnico y riguroso, en el que podemos decir que los bosquejos de Sorger o los cuadros de Cézanne retratan esencias extemporáneas, sólo en este sentido «dos pares de ojos, distantes en el tiempo, se encontraban en la superficie de un cuadro» (SV-30), en un Espacio: el pensamiento spinoziano y la pintura de Cézanne proporcionan modelos para forjar esa escritura que Sorger presiente en los espacios desiertos del Extremo Norte y que el escritor necesita para describirlos. Y hay que tener buen cuidado de no dejarse guiar por las repetidas alusiones a los sueños y la fantasía y pensar que, para el filósofo, estas esencias que se captan en las cosas cuando se conciben bajo la perspectiva de la eternidad son seres imaginarios, irreales o ideales: repitámoslo, las esencias existen (como res physicae) en tanto esencias, y son absolutamente reales y actuales en su orden, incluso aunque no exista la «cosa» de la que son esencias (como ya no existen algunos de los paisajes salvados por Cézanne ni la mayoría de los personajes de la galería de Courbet). Esta sensación indefectible de realidad es mismamente la que autoriza a Cézanne a llamar a sus obras «realizaciones» (no «fantasías») en las que los colores y las formas celebran su objeto (SV-30). Así, el encuentro del escritor con el pintor, es también su encuentro con el filósofo (11).

Sorger-Cézanne-Spinoza, Espacios-Paisajes-Esencias. En su peregrinación por los paisajes de Cézanne, el escritor señala una región del espacio que, como el Extremo Norte, parece ser «un interior del país, inexplorado todavía... un paisaje yermo y que además está casi desierto... a esta enorme tabla situada por encima del paisaje la llamo aquí la meseta del Filósofo» (SV-42). En este «paraje desierto», el escritor ve surgir ante sí toda la majestuosa —y, a pesar de todo, minúscula y cotidiana— belleza de los Espacios. De nuevo, en efecto, el paisaje se convierte en monumento de una remota era geológica: y ahora vemos claro que esa alusión al «tiempo inmemorial» es sólo una metáfora; no se trata de un tiempo anterior (ni siquiera muy anterior), sino de algo que no puede en absoluto presentarse en el curso del tiempo, algo que no puede ser presente, la eternidad misma del Tiempo que no está antes ni después de ningún tiempo, que es intemporal. «Las praderas de la montaña... formaban un paisaje de fósiles al que por el momento pertenecía también la montaña», esa que fuera el Motivo supremo del pintor. Y, en seguida, el acontecimiento espacial que ya conocemos: las formas muestran bruscamente las fuerzas que están en su origen y provocan el vértigo: «la montaña, de un modo repentino, al mirarla, volvía a mostrar su origen, el monumental arrecife coralino» (SV-43).

¿Por qué llamar a esta «realización» la meseta del filósofo? Una de las doctrinas originales de Spinoza es la que se conoce como «paralelismo»; según ella, a toda idea corresponde una cosa. La idea es un Modo de un atributo (en este caso, del atributo Pensamiento); el cuerpo, un Modo de otro atributo (Extensión). En el orden mecánico de la Extensión, las cosas son producidas por otras cosas, que son sus causas (la montaña es producida por el arrecife coralino en una torsión geomorfológica y genética); en el orden automático del espíritu, la idea de la cosa es producida por la idea de la causa de esa cosa (la idea de la montaña de Sainte-Victoire es producida por la idea del arrecife coralino), que es su causa.

Ahora bien, el cuerpo y la idea de ese cuerpo son una sola cosa ontológicamente hablando; es decir: una misma Modificación atraviesa todos los atributos y se expresa en ellos (en cada uno según su género), aunque las expresiones (cuerpos, ideas) difieran por el atributo. El Individuo está constituido por 1) una idea en el atributo Pensamiento y 2) el modo del atributo Extensión (cuerpo) representado por esa idea: la unidad del cuerpo con la idea es la vibración única e individuante que recorre la infinitud de una Sustancia a la que sus modos son inmanentes. En ese sentido, la «experiencia» del escritor en la meseta del filósofo no es simplemente la del geólogo que descubre el encadenamiento causal del arrecife y la montaña al reflejarlo en el encadenamiento lógico de las ideas del arrecife y de la montaña científicamente tratadas, sino la del pensador que descubre el isomorfismo, la isonomía y la univocidad ontológica de las ideas y los cuerpos en la vibración cósmica del paisaje. «Este ser danzante que era yo-por-ejemplo, y en esta hora perfecta, expresaba de la misma manera la “forma existencial de la extensión y la idea de esa forma existencial”, que, según el Filósofo, son una sola y la misma cosa, pero expresada de dos formas: regla del juego y juego de la regla» (SV-43).

Y es al hacer ese descubrimiento cuando se manifiesta la extemporaneidad del paisaje, ya que todas las modificaciones se producen bajo la perspectiva de la eternidad, encierran algo universal, común y eterno. «Sí, entonces yo mismo sabía también quien soy, y como consecuencia sentía un Debo todavía inconcreto» (SV-43). ¿Por qué había de sentir un deber al comprender la verdad eterna inscrita en el espacio en un hic et nunc perfectamente delimitado («y en esta hora perfecta...»)? Sencillamente, porque la comprensión del paralelismo es, como hemos visto, la aprehensión simultánea del mecanismo físico y del automatismo espiritual y, por tanto, del determinismo absoluto. El individuo está definitivamente encapsulado en ese orden, y su única posibilidad de salvación (exactamente en el sentido en que el pintor y el escritor hablan de «salvar las cosas» ) consiste en situarse en la perspectiva de la eternidad; si, por el contrario, el modo finito se sitúa en sí mismo, en el orden de la duración, se considerará sin duda dotado de libre arbitrio y liberado de todo «Debo», pero se encontrará «en el máximo de la servidumbre y la enfermedad» (Géroult, ibíd., p. 346).

Parecería, no obstante, que el triple encuentro del pintor, el escritor y el filósofo, para quedar anudado, debe conectar en los tres el aspecto de «geología genealógica» o de «pintura de las fuerzas» al que hemos aludido. Hay, evidentemente, dos planos: el plano de lo visible, y el plano de lo invisible que el Arte o el Pensamiento deben hacer visible. En el plano de lo invisible estarían las fuerzas y los poderes que tanto la estética cézanniana como la genealogía nietzscheana o la arqueología de Foucault intentan hacer pensables. A primera vista, no se percibe en el filósofo nada que nos lleve a la idea de «pensar las fuerzas». Sabemos que esa tarea va de suyo unida con la de «captar las esencias», pero desconocemos el vínculo entre las fuerzas y las esencias. Un vínculo que, sin embargo, proporciona la filosofía de Spinoza como ninguna otra, de forma tan explícita que se ha discutido a veces si se debía emplear, para «comprender» a Spinoza, el vocabulario metafísico de las esencias o el vocabulario dinámico de las potencias. Si no parece haber relación entre las fuerzas y las esencias es porque, como ya hemos señalado, para Spinoza, las esencias son (las) fuerzas: captar la esencia de algo es pensar su potencia y elevar el pensamiento a su potencia.

Hemos hablado hace un momento de una doble expresión modal de la Sustancia en Spinoza; y hemos dicho: de una parte, orden de las esencias (cantidad intensiva infinita), por otra, orden de las existencias. Interesa recordar aquí la identidad establecida por el filósofo entre esencia y potencia (o intensidad). Llega a tal grado esa ecuación que el Modo infinito inmediato es concebido como una Intensidad, como un campo intensivo «dividido» en partes de potencia, grados de intensidad, cantidades de fuerza (cantidades que, por tanto, no pueden analizarse extensivamente y son irreductibles entre sí, a pesar de no menoscabar la unidad del modo). Cada grado de intensidad es una determinación intrínseca de ese Modo, y es a su vez una esencia existente de un individuo, un principio intensivo de individualización. Así, cada individuo finito expresa el absoluto según su grado de potencia, su grado singular e imperecedero, eterno. Encontramos en ese grado de intensidad en que consisten para Spinoza las esencias el correlato de la esencia de los paisajes captada por el pintor y de la extemporaneidad de los Espacios experimentada por el escritor.

Lo que Sorger capta en sus Espacios son, en efecto, fuerzas. Pero, tras la aclaración proporcionada por la experiencia de la meseta, ya no puede tratarse de meras formaciones geológicas, sino de auténticos individuos intensos. Un individuo llega a existir en cuanto llega a expresar un determinado grado de intensidad, una determinada esencia eterna (así se comprende que los individuos puedan sufrir «conversiones», «renacimientos» y muertes según los relatos de Peter Handke). En el curso de la existencia, se puede aumentar la potencia (es decir, expresar un grado intensivo superior que, en ese momento, como las fuerzas germinales de las manzanas del pintor, deviene visible): este aumento es lo que Spinoza entiende por alegría y por sabiduría. Por eso comprendemos también el «contento» al que se refiere la proposición 27 de la parte V de la Ethica, la felicidad de quien adopta la perspectiva de la eternidad y se acuerda con su Debo, y también la alegría del escritor en «el camino de las moras» (SV-53-60).

Cuando se advierte a sí mismo que puede y debe nombrar con sus colores una mancha de tierra, está percibiendo los diferentes grados de intensidad inadvertidos en la inmensidad de la Tierra (las diferentes fuerzas de todo orden que configuran los Espacios) en lo que sólo parecía un continuum cualitativo e indiferenciado (como quien descubre el modo infinito inmediato en el modo infinito mediato): el Arte es un procedimiento para individuar intensidades, para producir individuos estéticos, como la Política lo es para producir individuos éticos y la Ontología para generar variaciones metafísicas.

El escritor toma posesión de un pequeño camino transversal, bajando del monte de Sainte-Victoire, como antaño Cézanne había tomado posesión de sus paisajes, como un individuo; se apodera del grado de fuerza que corresponde a sus condiciones de existencia. Y retengamos en la memoria la consecuencia de esta toma de posesión, que sólo más tarde se nos hará inteligible: «inauguraba para mí un nuevo parentesco con otras vidas desconocidas» (SV-59). Intuimos ya que todas esas «otras vidas desconocidas» no pueden ser sino las intensidades del campo de individuación, de las que la experiencia estética proporciona una repentina toma de conciencia: como un parentesco bastardo entre seres que no actúa siguiendo las vías de la comunidad espaciotemporal, cultural, lingüística, genérica o específica. Campo de alianzas y no ya de filiaciones.

Ocurre, en definitiva, que los dos planos yuxtapuestos —los Espacios y el tiempo actual, las esencias y la duración— se encuentran uno respecto del otro en relaciones expresivas: los Espacios, en principio extemporáneos y ajenos a la historia de la humanidad, son sin embargo capaces de manifestar la vibración instantánea e intensiva que recorre también la historia de la humanidad, son capaces de servir de modelo para una historia que tiende a la arqueología. Y esto vuelve a ser coherente con los motivos de Cézanne y hace utilizable su experimentación: «las cosas, los pinos y las rocas, en aquel momento histórico plasmado sobre la pura superficie... ¡pero comprometidos con el lugar concreto en sus formas y colores!, se habían entrelazado formando una escritura única e irrepetible de la historia de la humanidad» (SV-64). Y este lugar concreto es el nombre del cuadro, pues así el Espacio se vuelve visible en sus fuerzas y adquiere un título expresable en palabras, significando la apertura conjunta del «Reino de las Palabras» y del «Gran Espíritu de las Formas» (SV-90).

Pardo, José Luis. “De Cézanne a Spinoza”, en Sobre los espacios pintar, escribir, pensar, Serbal, Barcelona, 1991, pp. 79-92.

Notas

9. «No había que olvidar que la obra del Filósofo era una Ética», SV-43. Nuestras citas de esta obra de Spinoza, salvo algunas modificaciones en la traducción, seguirán siempre la versión de Vidal Peña, Madrid, 1975.

10. Cfr. la Def. VIII de la parte I: «Por eternidad entiendo la existencia misma, en cuanto se la concibe como siguiéndose necesariamente de la sola definición de una cosa eterna. En efecto, tal existencia se concibe como una verdad eterna, como si se tratase de la esencia de la cosa, y por eso no puede explicarse por la duración o el tiempo, aunque se piense la duración como careciendo de principio y fin».

11. «La tarea de la pintura se define como la tentativa de hacer visibles las fuerzas que no lo son... el Tiempo, que es insonoro e invisible, ¿cómo pintarlo o hacerlo audible?... Hacer sensible el Tiempo en sí mismo, tarea común al pintor, al músico, quizás al escritor. Es una tarea fuera de toda medida o cadencia» (Deleuze, Logique de la sensation, op. cit., pp. 39-43).

15 diciembre, 2012

Sub specie aeternitatis (2)


En consonancia con el tercer género del conocimiento en Spinoza --la contemplación de las cosas bajo la perspectiva de la eternidad--, José Luis Pardo afirma en Sobre los espacios pintar, escribir, pensar que la tarea del artista es mostrar cualquier objeto cotidiano como si fuese la ‘primera vez’, como descubrirle ‘fuera del tiempo’. No se trata de imitar a la perfección una manzana o unos zapatos, sino de rescatar el objeto cotidiano del tiempo, de que se muestre en su pura esencia, en la eternidad de su modo finito:

Van Gogh
‘[E]s la eternidad la que se encuentra comprendida, prendida, comprimida o impresa, implicada o envuelta en el tiempo; es lo finito lo que se compone de infinitos. En cada in-stante, en cada ente, en cada pres-ente (y, en consecuencia, en cada re-pres-entación) está impreso lo no presente que supera la representación. El problema consiste, siempre, en cómo expresar lo que está impreso, como desenvolver lo envuelto, cómo explicar lo implicado’.

José Luis Pardo, Sobre los espacios pintar, escribir, pensar, Serbal, Barcelona, 1991, p. 98.