11 enero, 2023

SER SPINOZISTA SIN SABERLO

Sergio Espinosa Proa

La filosofía de Baruch Spinoza es tan diáfana que, a cierta distancia, cuesta trabajo distinguirla; es muy difícil verla tal como es, pues casi no proyecta sombras. No hay frente a qué contrastarla. De hecho, es parecida a un lente de aumento; microscopio, periscopio o telescopio, se ve a través de ella, no dentro de ella. Tan transparente es. Finalmente, comprendemos que se trata de ver bien. Por lo mismo, puede resultar bastante insípida. Sin duda, esto no pasa de ser una metáfora; pero está muy bien traída. Después de todo, a eso se dedicaba Spinoza para procurarse el sustento (y al parecer eso fue lo que le llevó a la tumba); pulía lentes. La exposición de Alain no deja de ser sumamente curiosa; dice, al principio, que es chata, y que él no es spinozista. Pero el texto se derrite, como los copos de nieve, en la superficie de su campana. No es ínfimo tributo. Igual de falso sería permanecer indiferente. Asegura que el estilo es profesoral, cosa que deplora, pero para nosotros es bastante útil. Alain no habla sobre Spinoza, sino como si fuera el filósofo en persona. El efecto, no sólo estilístico, es raro. Comienza donde sin lugar a dudas se debe comenzar: a saber, por el miedo de ser Dios. Les pasó a todos los modernos: Descartes, Spinoza, Rousseau, Kant... Alain afirma que no es spinozista porque temió adoptar ese punto de vista, que el holandés hizo suyo sin complejos. "Pero Spinoza, por su parte, no tenía el menor miedo de su Espíritu y se entregó a él por completo, con la admirable ingenuidad de un lector de la Biblia" (Spinoza, Marbot, Barcelona, 2008, p. 14). A Alain sí le tembló la mano. La Ética es lo mismo que la Biblia. Con todo, su exposición resulta intachable. No le afecta demasiado que sea considerada como una nueva religión. Obviamente, para Alain como persona sí es demasiado. La Razón se ha alejado de la Tierra. La expresión a este respecto empleada apenas podría ser más sardónica: Spinoza representa el gozoso fanatismo de la razón. Muy judío para la humilde conciencia cristiana. No importa que ello nunca se diga abiertamente; es judío porque -a pesar de haber sido escrito en los Países Bajos del siglo XVII- descontinúa la posibilidad del nazismo. Lo desmantela. No se antoja tan relevante que Dios aparezca allí como un Espíritu Vasto e Impersonal. A Alain, en cambio, esto sólo podría provocarle miedo. Bien visto, sin embargo, no se aprecia tan terrible. La mirada de Dios no es ni inquisitorial ni misteriosa; no encontraría ninguna razón para serlo. ¿Cómo aparece el mundo? Exactamente como es: deformado por ciertas pasiones humanas. Esto es comprensible; los hombres creen que su dicha depende de la posesión, y ésta lo es de objetos que no admiten varios dueños. Son perecederos, y pueden perderse en cualquier momento. En conclusión, la gente se afana torpe y vorazmente sobre aquello que no sólo no otorga felicidad alguna, sino que produce directamente angustia y desasosiego. ¿Habría algo que no? En todas partes se adivina lo eterno. No, desgraciadamente, tal y como algunas religiones instituidas presentan a Dios: como un Ser malvado y terrible, que se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Los hombres quedan prisioneros de una doble esclavitud: la de las cosas que perecen -y la de un Ser Perpetuo que jamás deja de atormentarlos. Pero se equivocan. Dios no es ese Ser, ese Señor del que hablan las Escrituras. Es la Razón, punto final. "La salvación está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nosotros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión" (p. 25). El Dios de los Profetas es un falso Dios; sólo la Razón puede descubrírnoslo. Misterio, Sinrazón, Oscuridad, Secreto, en absoluto lo es. Pero, ¿sabemos exactamente lo que es la Razón?

Comenzamos a adivinar por qué Alain no puede darse el lujo de ser spinozista; reducir a Dios a la Razón llega a ser francamente inadmisible. ¿Para quién y por qué? Vayamos por partes. Lo primero por hacer es descartar la costumbre de entender la verdad como hacían los escolásticos; no se sostiene desde Descartes -incluso desde antes- la opinión de que es verdadera la idea cuando coincide con la realidad. Nada de adecuación de la res con el intelectum. La verdad es una concordancia de una idea con otra idea, pues de la realidad no tenemos ideas sino percepciones pasajeras, que dependen de la experiencia, y las experiencias no se repiten nunca como algo idéntico. La verdad es consecuencia del método, nada más. Es un modo de razonar, una manera de vincular los enunciados. A Spinoza, tan cerca y tan lejos de Descartes, tal certeza nunca podrá abandonarlo. Su fidelidad a la geometría no es insincera. En esto es totalmente platónico: no hay verdad en las existencias concretas, sino solamente en las esencias inmutables. "Debemos tratar de comprender todas las cosas particulares del mismo modo que comprendemos la naturaleza y las propiedades de círculo, es decir, sin atender a su existencia y a su duración sino únicamente a su naturaleza tal como era antes de su nacimiento y tal como será aún después de su muerte" (p. 36). Estas afirmaciones, sean correctas o no, y sean modernas o no, asustan. La verdad no tiene nada que ver con lo real, formado de un número infinito de cosas particulares (y, por lo mismo, efímeras e incognoscibles). Pero tampoco tiene que ver con una reconstrucción al infinito. La verdad se da de golpe, y sobre esa intuición es posible construir y enlazar los razonamientos. Tal vez debido a ello se calificó a Spinoza de dogmático. Hay una idea verdadera sobre la cual resulta posible construir una reflexión confiable. Pero, si nos fijamos bien, no de otra forma operan las matemáticas. Sólo que Spinoza va hasta el extremo y afirma que esta verdad -de la que toda verdad depende- es lo perfecto: a saber, Dios. No como Idea, sino como aquello sobre lo cual se puede confiar completamente en la verdad de las ideas. No habría matemáticas sin Dios. No habría nada -nada pensable- sin Dios. Alain lo establece con gran rigor: "Es preciso que exista una totalidad de ideas verdaderas y que este todo exista en el ser inmediato de cada idea. El ser inmediato de cada idea, el ser para sí de cada idea, supone toda las ideas perfectas, es decir, supone un pensamiento perfecto. La idea inmediatamente verdadera de la que partimos contiene pues necesariamente el Pensamiento perfecto del que nuestro pensamiento sólo es una parte: al definir la Verdad inmediata y absoluta definimos a Dios" (p. 41). ¡Tal vez corre demasiado rápido! Pero resulta inatacable. Esta verdad inmediata y absoluta es la Sustancia. La Ética no podría empezar de ninguna otra parte. Ninguna filosofía, ninguna reflexión rigurosa, podría comenzar de otra parte. ¿Del Sujeto? No podemos no pensar en Hegel, que intenta, tal vez desesperadamente, mediar entre Descartes y Spinoza. Eso que el holandés espera de la Sustancia, ¿se lo proporciona al Idealismo alemán el Sujeto? Sabemos de la importancia de éste en toda la filosofía moderna, de Descartes a Husserl. Sabemos también que el Sujeto salva al cristianismo de un ineludible naufragio. Pero no podemos decir que su lugar haya sido finalmente encontrado. Ahora bien, si seguimos el trayecto de Spinoza, el sujeto se halla necesaria e inevitablemente subordinado a la Sustancia. No porque ella lo haya creado, sino porque no se lo puede contemplar como sede de la Libertad. La Sustancia es Libre, tan libre como podría ser la Razón. El Sujeto pertenece a esa libertad; no, ojo, al libre albedrío según el cual se podría contravenir a la Sustancia (a la Naturaleza). El Sujeto puede imaginar que lo es, sin serlo. A eso parece reducirse todo.

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