Jesús Ezquerra Gómez
Sainte-Beuve dijo de Montaigne: «puede haber parecido
muy buen católico, con la salvedad de que no era cristiano» (1). Algo análogo
podríamos decir de Spinoza: puede haber parecido un hombre «ebrio de Dios» (2),
con la salvedad de que era ateo (3).
El ateísmo de Spinoza no es asimilable al escepticismo
del agnóstico ni a la teofobia del apóstata. Podríamos decir que su ateísmo es,
paradójicamente, el de Dios mismo. Por eso es inapelable. ¿Qué
pasa —es la pregunta spinoziana— si asumimos plenamente un concepto coherente
de Dios? Respuesta: el ateísmo. ¿Por qué? Porque Dios, el genuino Dios, para un
filósofo, es decir para un ser racional, no puede ser sino la nada. Pero ¿de
qué nada se trata?
1. El horizonte de la nihilidad
La idea de una creación del mundo ex nihilo introduce
en la historia del pensamiento lo que Xavier Zubiri ha denominado «el horizonte
de la nihilidad» (4). Efectivamente, lo creado de la nada es en última
instancia nada puesto que proviene de ella. El Dios creador es, dicho en
términos aristotélicos, agente del cambio substancial o génesis. La génesis
para Aristóteles es cambio (metabolé) de un no sujeto a un sujeto (ek
mè hypokeímenou eis hypokeímenon), es decir, de no A a A, donde A es una ousía
o substancia (5). Si no fuera por Dios no seríamos. Él nos ha generado,
ha hecho que seamos. En virtud de tal génesis, venimos de la
nada. Ese es nuestro origen. Por lo tanto, en cierto modo, lo que somos.
Lo que surge de la nada nada es. Nuestro ser consiste por consiguiente,
de modo paradójico, en ser nada. Antes que hijos de la ira (6) somos hijos de la nada.
Nada, sobre todo, por ser hijos, es decir, por haber nacido, por
haber llegado a ser. No en vano la palabra «nada» viene de «[res] nata», es
decir, de (cosas) nacidas.
Si los entes son nada, la nada de la que nacen
es, correlativamente, algo. Más que algo: es aquello que el ente es;
el ser del ente. Hasta tal punto es así en el cristianismo que Fredegiso,
abad de San Martín de Tours, en su Epistola de nihilo et tenebris,
llegará a afirmar, utilizando argumentos que ya aparecen en el Sofista de
Platón (7), no sólo que la nada es algo, sino algo grande: «non
solum aliquid sit nihil, sed etiam magnum quiddam» (8). Grande por ser
justamente origen (origo) y linaje (genus) de las
cosas creadas (9).
Dentro de ese horizonte de la nihilidad el
siglo diecisiete es, sobre todos los demás, el siglo de la nada. «Infini rien»,
infinito nada, escribe Pascal al inicio del fragmento trescientos
noventa y siete de sus Pensées (10). Esas dos palabras cifran el
barroco. ¿Qué relación hay entre ellas? «Lo finito —escribe Pascal en el mismo
fragmento— se aniquila en presencia de lo infinito y deviene una pura nada» (11).
Ese infinito anonadante es Dios. La nada es, por lo tanto, la finitud anulada
por la infinitud divina. Las cosas son nada no sólo por venir de ella sino
por medirse con Dios. El barroco es el siglo de las dos infinitudes: la
de lo infinitamente grande y la de lo infinitamente pequeño. El infinito y la
nada son, por lo tanto, conceptos correlativos. Entre el infinito
y la nada: ese es el lugar del hombre. Un infinito frente a la nada y una nada
frente al infinito. Infinitamente lejos de ambos extremos y, sin embargo,
idéntico a ellos. Por eso puede mediar entre Dios y el mundo:
¿Pues qué es
finalmente un hombre en la naturaleza? Una nada con respecto al infinito, un
todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente lejos de
comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios están para él
invenciblemente escondidos en un secreto impenetrable.
Igualmente
incapaz de ver la nada de la cual ha surgido y el infinito en el que está
engullido, ¿qué hará sino percibir alguna apariencia del medio de las cosas en
una desesperación eterna de conocer ni su principio ni su fin? (12).
Quizás no sea intempestivo recordar aquí que el siglo
diecisiete es también el de la mística nadista de Miguel de Molinos.
Esta corriente espiritual invita a anularse para dejar hueco a ese infinito.
Lograr la kénosis o vaciamiento para permitir la hénosis o unidad
con Dios. Por eso el alma, para Molinos, ha de hallarse «sumergida en su nada,
quieta, tranquila, retirada en su centro» (13). ¿Por qué esa kénosis posibilita
la hénosis? Porque la nada es el mismo Dios. Y lo es, escribe María
Zambrano a propósito de Molinos, «por ser la máxima resistencia, la amenaza
última. Y esa amenaza, si es última, sólo puede provenir del propio Dios» (14).
Amenaza última ¿para quién? Para el ser propio del hombre (15).
«Abandonarse a la nada ―escribe María Zambrano― es la salida del infierno de la
temporalidad; el perderse en la noche de los tiempos, dejando la historia, la
conciencia y la responsabilidad aparejadas a toda pretensión de ser» (16). El
ser es lo infernal y la nada el nuevo rostro de lo divino, «la última aparición
de lo sagrado» (17).
Si venimos de la nada ¿por qué no pensar que esa nada
es Dios? Gershom Scholem ha mostrado que paralelamente a la interpretación
ortodoxa de la creación ex nihilo discurre otra neoplatonizante según la
cual Dios es esa nada de la que deriva todo. Esta corriente hermenéutica
comienza con el gnóstico Basílides y llega hasta Jacob Böhme pasando por
Plotino, el Pseudo-Dionisio Areopagita, la Teología del
Pseudo-Aristóteles, Juan Escoto Eriúgena, el Maestro Eckhart y la cábala judía (18).
«Dios hizo todas las cosas de la nada, y esta nada es Dios mismo», escribió
Jakob Böhme en su De signatura rerum (19). Este Dios que es nada, pero
sin el cual nada es, es más afín a la substancia spinoziana que el demiurgo
cristiano y su abracadabrante acto creador. Sin embargo si el Dios de Spinoza
es nada lo es, como veremos, en un sentido radicalmente distinto al
neoplatónico.