13 agosto, 2023

EL DIOS DE LA INMANENCIA

 Sergio Espinosa Proa

"Yo no separo a Dios de la naturaleza", le escribe Baruch Spinoza a su amigo Henry Oldenburg (Carta 6). No parece necesario si lo que se desea es, ante todo, llegar a ser una
buena persona. Es muy comprensible. Nada tendría que ver tal meta con la religión. En cualquier caso, ¿qué significa eso? ¿De qué depende? Que el libro más importante de Spinoza ostente el título de Ética no debería inducirnos a error: se trata menos de (otra) moral que de un sistema filosófico completo, que no sólo aparece en la historia como uno entre muchos, a escoger como si fuera una sandía, un paraguas o una prenda de vestir, sino que constituye la subversión más potente e insidiosa de la Metafísic ocurrida hasta el instante de su irrupción (e incluso mucho después). La brasileña Marilena Chaui (1941), en Las nervaduras de lo real (1999), se ocupa, paciente y diligentemente, de mostrarlo. No será indispensable demorarse demasiado en su detalle. Sólo haré un par de comentarios rápidos. Baste saber, en principio, que Spinoza realiza tranquilamente lo que otros ignoran o se rehúsan: en pocas palabras, desantropomorfiza al mundo. No se trata, por cierto, de cualquier cosa. "No son (...) ni los panteísmos de la Cábala, ni los del Renacimiento hermético, las referencias más seguras para aproximarnos al pensamiento de Spinoza, sino la óptica de Kepler y Huygens" (FCE, Buenos Aires, 2020, p. 90). La revolución espiritual o intelectual de Spinoza se encuentra, en lo fundamental, ligada a la efectuada también en la ciencia pictórica: ella se desplaza desde la representación italiana o alemana -jerárquica, teológica, medieval-, como la de Alberto Durero, a la holandesa -inmanentista, democrática, moderna- de Vermeer y Rembrandt. Consiste, si bien la miramos, en una cuestión de luz: ¿las cosas finitas reflejan o refractan la luz infinita? Interesante cuestión, al mismo tiempo teológica y estética. Descartes, Malebranche, Pascal y Leibniz, son, naturalmente, fervientes partidarios de la segunda opción. Lo son, sin escapatoria, porque todos ellos son cristianos. ¡Spinoza, gracias a Dios, no lo es! Dejemos ya de pensar que eso no incumbe o que jamás alcanza la relevancia suficiente. Al contrario, en filosofía, resulta, de cabo a rabo, decisivo. Ser cristiano es, en filosofía, ser metafísico, es decir: esencialmente dualista. ¿Ejemplos? Descartes debe respetar, de modo indisimulablemente religioso, una línea divisoria entre el entendimiento (finito) y la comprensión (infinita), por más que se produzca entre ambas un contacto; Pascal ha de partir del reconocimiento de una frontera tajante entre la Luz Divina y la miopía humana; Malebranche hará lo propio, añadiendo que los sentimientos refractan aún más la luz del entendimiento; Leibniz completará el cuadro, cuidándose bien de no traspasar los límites de lo humano. A su turno, Spinoza no seguirá ninguno de esos caminos: la luz -la Sustancia-  nunca representa -a menos que las pasiones la obnubilen-, para los modos finitos, lo Absolutamente Otro. ¿Por qué habría de hacerlo? No son sus hijos; son su expresión. La Sustancia sigue siendo Dios, pero al suprimir su carácter trascendente no parece, ni a primera ni a segunda vista, conservar su tradicional sentido. Mejor dicho: ese Dios no se presta a ser manipulado y utilizado con el propósito de la dominación (o la domesticación). Dicho en hegeliano: Dios no es el Amo -porque, sencillamente, nosotros no somos sus Siervos. Lo absolutamente infinito -Dios- no es más que la actividad productora de la conexión de ideas, de la conexión de cosas y de la identidad de dichas conexiones. Definido así, en un tono tan desapasionado, tan desdramatizado, tan moralmente neutro, ¿para qué podría servir? Spinoza no tiene obligación alguna de negar a Dios: más bien lo vuelve inutilizable. De ahí que descarte toda la concepción, inamovible durante centurias, según la cual la verdad sería la adecuación del intelecto con la cosa. La suprime porque no hay más dualismos -politica o religiosamente interesados- que respetar. El entendimiento finito conoce exactamente lo mismo que el entendimiento infinito y en la misma forma que éste lo hace en virtud de que, al igual que la luz, no sufre deformación o distorsión alguna en el paso de la naturaleza naturante -los atributos- a la naturaleza naturada -los modos-. La Dialéctica del Sujeto y el Objeto, antes de entronizarse en manos del Idealismo Alemán, se halla, dentro de su ontología, con particular rigor desactivada. Menos que dinamitado, el dualismo metafísico es silenciado, y no sin elegancia. Porque el vínculo entre el hombre y Dios -la conexión entre la Sustancia Absolutamente Infinita y la multiplicidad o pluralidad infinita de los Modos Finitos- en modo alguno involucra la sumisión. La proposición 24 del Libro V de la Ética lo enuncia con todas sus letras: cuanto más entendemos (y amamos) a las cosas singulares, tanto más entendemos (y amamos) a Dios. No habría necesidad de nada más. Marilena Chaui está ahora en posición de defender su idea, patente ya en el título de su libro: "La inmanencia es la nervadura que sustenta todas las cosas y hace que se comuniquen, articulándose las unas con las otras" (p. 97). Como en los estereogramas, todo se aclara, se ilumina de pronto, después de modificar ligeramente los ejes ópticos del cristalino y la retina. Captamos su transparencia en su profundidad. El abigarramiento del mundo, su riqueza sensible, dista de ser un puro caos, una nube pura y perpetuamente turbulenta. Lo que es, se puede leer, se puede ver, se puede comprender. Somos naturaleza, incluso al considerar valientemente sus revueltas y transgresiones. "La inmanencia, nervadura de lo real, es la respuesta spinoziana a la cuestión del origen" (p. 98). Una respuesta de enorme impacto y elegancia, pues procura atajar dos tendencias igualmente nocivas: elevar a la Sustancia a la inasequible altura de una Trascendencia Impoluta, por una parte (tendencia que favorece a toda estructura eclesiástica, si ella es jerárquica), y endilgarle a la misma rasgos del ser humano, por la otra (cosa que al parecer facilita al vulgo su comprensión). A ello está inclinada, habitualmente, la imaginación. La metáfora de la nervadura es interesante. Chaui no dice: la osamenta, ni el sistema circulatorio o endocrino o muscular. Quiere entender al ser como un cuerpo que se da un espíritu. Un cuerpo que piensa. Por eso resulta casi ofensivo, blasfematorio, sostener, tal como desde infinidad de ángulos suele hacerse, que la Sustancia es como sus modos. Ello conduce a la divinización del hombre, o a la humanización de Dios; dos desastrosos callejones sin salida. No, todo depende de distinguir con calma y precisión, sin prisas ni presiones de ningún tipo -por eso la Religión, la Ciencia y la Política (en el mal sentido) se hallan excluidas-  a lo Naturante de lo Naturado. La relación entre Dios y sus criaturas no es ni transitiva -operación que deja a salvo la Trascendencia de Dios, y con ella la necesidad de un Pontifex y su burocracia- ni emanativa -allí donde la Luz original se va desvaneciendo progresivamente hasta llegar a la infamia e insignificancia de la criatura-, como lo suponen Plotino y buena parte del pensamiento Islámico: el Uno, que se degrada en Inteligencia, que a su vez se degrada en lo Inteligible, que sigue diluyéndose en el Ser, después precipitándose en el Cielo, y así hasta desembocar, exhausto, casi inánime, en la carne humana, epítome de la corrupción. Para el de Ámsterdam, en cambio, somos en Dios, lo cual es asaz diferente de considerar que Dios es humano (cosa que desafortunadamente, imagina, entre otras vías nihilistas, el cristianismo). La naturaleza en modo alguno vendría a dejarse identificar, en otro orden de ideas, por el inconsciente de Dios, como querrían dar por hecho Hegel o Schelling. Política y sociológicamente, semejantes estratagemas desembocan en lo mismo: la subordinación del individuo a un orden que lo trasciende y a la vez, a cambio de su obediencia, protege. Y eso, pensándolo bien, ¿es malo? Tal vez no, pero está claro que no tendría nada que ver con la verdad.

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