01 abril, 2013

La Ethica de Spinoza, ¿una camera obscura?

Sergio E. Rojas Peralta

Ethica ordine geometrico demonstrata. Detrás, un pensamiento radical. Spinoza es un filósofo excomulgado, anatematizado, desfigurado. Y tal vez, por ello mismo, embelesador. ¿Qué monstruo afirma lo que Spinoza afirma? ¿Qué monstruo imagina un orden geométrico para los contenidos de la razón y de este mundo? Un monstruo de la razón. Spinoza exige, efectivamente, un esfuerzo para comprender lo que se presenta como una obra, una entelecheia. Pero, ¿es tal? ¿Cuál es ese esfuerzo? ¿Qué orden es ése de la razón y del mundo?

Si me detengo un momento en la figura spinozana, lo que aparece es el juicio desde fuera, el juicio hacia fuera: el herem judío, la herejía según los cristianos, protestantes o católicos. ¿No se interesa por su propia imagen pública? ¿Por qué Spinoza no se retrató a sí mismo? ¿O sí lo hizo? Tal vez, un autorretrato evitaría esos juicios sobre lo que uno es. Las confesiones, a la cartesienne, determinan el punto de partida. Lo que uno es --o debe ser-- para el lector. Pero el autorretrato es riesgoso. Por una parte, el que la imagen externa sea una pintura fiel. Y por otra, implica un juego de espejos, que no deben producir aberración alguna. Tanto la pintura como la aberración son un objeto de la geometria spinozana: corregir la aberración o concebir la representación adecuadamente. Estos son los objetos de su geometría. Por una parte, la geometría spinociana es construcción de un modelo. El hecho mismo de la demostración es una construcción a partir de elementos dados, definiciones y axiomas. Pero también es una proyección, porque dibuja líneas a partir de esos primeros puntos hasta conformar una imagen y una perspectiva sobre esa imagen proyectada. Ya hay ahí un desplazamiento de la mirada hacia el horizonte. Y ciertamente, el método está relacionado con el problema de la imagen. La geometría: la luz, la imagen, la cámara obscura, la representación, la lente. Finalmente, la reflexión. El autorretrato, en aparente ausencia, se halla en una teoría de la imagen que permite efectivamente el juicio. Si se quiere, una teoría de la imagen sobre la cual se construye una sobre el juicio. Pero, como se verá, no se trata de un juicio en el sentido kantiano, no una proposición. El herem desaparece para Spinoza: no porque una autoridad lo absuelva, sino porque con la nueva teoría revela lo que la filosofía puede decir de un dios para cuyo contenido lo dicho no es una herejía. La herejía se convierte en la imagen que un modo de la substancia se forma respecto de otro, jerarquizando de manera confusa los modos. Mas esta jerarquía no es real. Y ella modifica su propia imagen y, particularmente, las condiciones y potencia para producir su imagen, y por ello, los otros son, cuando menos, los diletantes. Ha disuelto el herem en un prejuicio, por estar fundado en los temores de los hombres, y como tal desaparece. Pues el prejuicio es una parte imaginada o una imagen parcial de la trama y evita la comprensión de la trama de imágenes y luego de ideas.

¿Se trata, entonces, de una teoría de la imagen? ¿Cómo ha formado la filosofía la imagen? En cada época, ¿ha formado la filosofía una imagen sobre la imagen misma? El concepto de phantasia (imago) quedó registrada en un campo léxico de lo visible por una doble procedencia (Ferraris, 1999): de lo que se manifiesta (phainein) y de lo que aparece (phantazésthai). Se trata primero de aquello que es presentación. El proceso por el cual se llegó a las ideas platónicas implica la falsificación de la "presentación". La phantasia no consistía en un engaño, pero, bajo el proceso de abstracción de la idea, de la presentación material o empírica habría de surgir la forma de la cosa presentada sin su materialidad. Sin embargo, las ideas o el pensamiento de las ideas no se separan de las imágenes, de manera que "no es posible pensar sin una imagen. Se produce en efecto, la misma afección en el pensar que en el trazado de una figura." (Aristóteles, 1998b, 449b-450a) "El alma jamás intelige sin el concurso de una imagen." (1999, 431aI6-17) Pero esa imagen con cuyo concurso se piensa y se intelige tiene una forma propia.

Spinoza no deja que la imagen sea una representación definitiva, asociada a la falsificación. Se trata más bien del figmen o figmentum de las operaciones de la mente. Las imágenes de las cosas son las afecciones del cuerpo humano, cuyas ideas representan los cuerpos exteriores como presentes, aunque no reproducen las figuras de las cosas (Spinoza, Ethica II.17e). Esta podría ser la definición spinociana de imago. La imagen es una representación, mas no en el sentido de la manifestación de la cosa, sino que consiste en un tener-por, un estar-por. Y cuando la mente realiza esta operación, la mente imagina. La afección consiste en la sola receptividad del cuerpo, parte de su potencia, como si en él fuera dejada una impresión. Respecto de lo que el cuerpo exterior es, la impresión es una inversión. Ya la idea spinociana es un reflejo del exterior, un concepto que la mente forma sobre el figmentum de la percepci6n (la afecci6n del cuerpo por un cuerpo exterior). La mente, cuando imagina, refleja la imagen, la reinvierte, de manera que efectivamente representa lo que el objeto es, sin los sensibles comunes, tamaño, figura, movimiento y número (Aristóteles, 1998a, 437a9). De manera que la idea spinociana es un reflejo de la cosa, transferida a la mente por la imagen y sin la cual la mente no piensa la cosa.

¿Cuál es la importancia de este mecanismo inversión-reflexión? Por una parte, subraya la nota spinociana según la cual la imaginación de la mente no falsifica por sí misma. La imaginación no hace sino mostrar la potencia del cuerpo y, por ende, de la mente. La mala definición de la imagen es ya un problema de la ideación de las afecciones. Un problema de aberración del espejo, si se quiere. Es aquí donde confluye geometría y óptica (Chaui, 1999). Es inevitable comparar el sistema spinociano con la camera obscura, mecanismo óptico y pictórico cuyo fin es substituir la visión binocular por una mirada monopolizada, evitar el dinamismo de la imagen, separar la imagen del tiempo en la que transcurre y proyectar el contorno y la perspectiva de los objetos. La Ethica, ¿una camera obscura?

25 marzo, 2013

Spinoza, libertinismo e ilustración

Vidal Peña

ANÓNIMO CLANDESTINO (siglos XVII y XVIII). La vida y el espíritu del señor Benedicto de Spinoza o Tratado de los tres impostores (Moisés, Jesucristo y Mahoma), introducción y traducción Pedro Loma, Tecnos, Madrid, 2009, 512 pp.

En su muy interesante estudio preliminar, Pedro Lomba da cuenta de la compleja y curiosa historia del texto que se nos presenta aquí como de autor «anónimo clandestino». En realidad, se trata de dos textos, editados en fechas distintas y alejadas (1719 y 1768); Lomba los traduce sucesivamente, advirtiendo que el segundo consiste en una reelaboración, en ciertos aspectos, del primero.

El de 1719 se editó en Holanda con el título La Vie et l’Esprit de Mr. Benoît de Spinosa, y ha solido atribuirse (sobre todo su primera parte, una Vida de Spinoza) a Jean Maximilien Lucas, médico calvinista francés refugiado en Holanda y admirador del filósofo. Junto a esa Vie, la obra contenía (en su segunda parte, la del Esprit), menciones más o menos parafraseadas de ciertos textos de Spinoza, de Hobbes y de algunos autores de la tradición «libertina» (Naudé, Vanini, etc.), a través de los cuales planteaba la crítica a los «tres impostores» (Moisés, Jesucristo y Mahoma) en cuanto fundadores de religiones promotoras del engaño teórico por interesados motivos prácticos, político-sociales. Recordaré por mi parte que entre nosotros, hace años, Atilano Domínguez, en su edición de las Biografías de Spinoza (Madrid, Alianza, 1995), informaba de los problemas originados por aquella atribución a Lucas de esta Vida (entre otras cosas, a causa de las coincidencias entre ella y la biografía de Spinoza, por Colerus, de 1705). Ahora, Pedro Lomba recoge resultados de los estudios más recientes (sobre todo, los de Françoise-Charles Daubert), que lo llevan a interpretar este libro de 1719 como colectivo, aunque tal vez fruto de ampliaciones sobre una «matriz» de Lucas.

El segundo texto, de 1768, fue editado en Francia por los ilustrados radicales Naigeon y el barón de Holbach, cuyo radicalismo propiciaba aquella presentación de las religiones como imposturas. Bajo el nuevo título de Traité des trois imposteurs, elaboraba en seis capítulos los veintiuno de la obra de 1719, suprimiendo la Vie y fragmentos de la parte del Esprit, y uniformando la extensión dedicada a cada uno de los «tres impostores». El carácter «anónimo y colectivo» de la obra se traslada a esta segunda versión parcialmente modificada.

Ahora bien, el estudio de Lomba reconduce su crítica textual hacia marcos histórico-filosóficos más generales. Subraya un contexto de especial interés: en los siglos XVI y XVII circuló una leyenda bibliográfica sobre la existencia de un misterioso libro De tribus impostoribus, presuntamente compuesto en la Edad Media; libro fruto de un espíritu herético abominable (pero potencialmente fascinante) que pretendía desacreditar las trampas del judaísmo, cristianismo e islamismo. Aquel libro inexistente fue, claro está, buscado en vano... hasta que algunos decidieron escribirlo, trocando así la leyenda en realidad. Quienes procuran «rellenar el vacío» mediante versiones sucesivas y acumulativas que van produciendo al fin el libro buscado lo hacen desde un talante antirreligioso que procede del ámbito del libertinismo erudito. Los textos de 1719 y 1768 aquí traducidos nacerían de esa labor.

18 marzo, 2013

Conatus y alegría en Spinoza

Jesús Ezquerra Gómez

La Laetitia tiene en Spinoza una doble significación: por un lado es una pasión, producto, por lo tanto, de ideas inadecuadas y está asociada al conocimiento de primer género (Imaginatio); pero por otro es expresión del Conatus y es un afecto activo (Fortitudo) asociado al conocimiento de tercer género (Scientia intuitiva).

Conatus y alegría

El de Laetitia no es un concepto marginal o secundario. Como afirma Robert Misrahi, la alegría es el contenido cualitativo más importante en el conjunto del sistema spinoziano. Sobre la polaridad Laetitia / Tristitia está fundada y erigida la geometría de las pasiones de la tercera parte de la Ethica. Los afectos que aumentan o ayudan a la potencia de actuar o conatus son afectos de la alegría (Amor, Admiratio, Propensio, et cetera); los que, por el contrario, la disminuyen o estorban son afectos de la tristeza (Odium, Contemptus, Aversio, et cetera). Es más, el criterio moral parece tener su base o cimiento en el deseo y en sus dos manifestaciones inmediatas: la alegría y la tristeza: “el conocimiento del bien y del mal no es otra cosa que el afecto de alegría o tristeza, en cuanto somos conscientes de él” [E4p8]. No podría ser de otro modo ya que para Spinoza el bien se funda en el deseo, no el deseo en el bien: “nosotros no nos esforzamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque juzgamos que es bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno, porque nos esforzamos por ello, lo queremos, apetecemos y deseamos” [E3p9esc]. Dicho brevemente: es bueno (moralmente hablando) lo que nos alegra y malo lo que nos entristece. Si la alegría tiene tal relevancia teórica es por su íntima conexión con el Conatus. Veamos de qué conexión se trata.

Allegro ma non troppo
En el centro de la ontología Spinoziana, como el Minotauro en su laberinto, se encuentra el Conatus. Este es la esencia actual de las cosas [E3p7]. Cada cosa, en cuanto es en sí (quantùm in se est)  se esfuerza (conatur) por perseverar en su ser [E3p6]. Ese esfuerzo es el Conatus. Ser en sí es una característica definitoria de la substancia: “por substancia entiendo aquello que es en sí...” (Per substantiam intelligo id, quod in se est...) [E1def3]. Este en sí, del que derivará el An sich hegeliano, expresa el carácter autónomo, inmanente, autocausado o libre de la substancia. Lo que hace de la substancia tal, es decir, lo substancial o sustantivo de la misma, es el no necesitar de otra cosa fuera de sí para ser lo que es. Cada cosa, en tanto que es expresión de la substancia, es en sí, y, en tanto que es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. Es decir, se esfuerza por ser causa libre, substancia, Dios. Fuera de la substancia sólo podemos considerar algo como una entidad unitaria (y no como un mero agregado de individuos) es decir, podemos atribuirle una cierta substancialidad, en la medida en que ese algo sea el principio de la serie de sus avatares o manifestaciones, es decir, sea causa de aquello que hace que lo consideremos tal algo y no otra cosa. Pues bien, ese impulso o principio activo que hace que algo sea lo que es (a saber: ese algo) y no otra cosa es su Conatus. Podríamos decir que cada cosa, en tanto que modo de la substancia, consiste esencialmente en el esfuerzo por ser substancia. Ese impulso o esfuerzo substancializador viene de la propia substancia; es la potencia de Dios o Naturaleza: “La potencia por la que las cosas singulares y, por tanto, el hombre conserva su ser, es la misma potencia de Dios o Naturaleza, no en cuanto que es infinita, sino en cuanto que puede ser explicada por la esencia humana actual. Por tanto, la potencia del hombre, en cuanto que se explica por su esencia actual, es una parte de la potencia, esto es, de la esencia infinita de Dios o Naturaleza” [E4p4dem]. Por eso el Conatus o esfuerzo implica para Spinoza un tiempo indefinido [E3p8] pues no es, en última instancia, sino la esencia de la cosa en tanto que causa de sí misma, es decir, una expresión (modal) de Dios, que es eterno.

Ferdinand Alquié ha señalado atinadamente el doble carácter que presenta el conatus spinoziano: por un lado el Conatus sería conservación del propio ser, es decir, un trasunto ontológico de la ley física de la inercia y por otro capacidad, potencia. Este segundo carácter es heredero del tò dynámei òn aristotélico: el ser potente o que puede, frente a lo katà tò dynaton, lo posible o conforme a la posibilidad. El carácter “conservador” del conatus deriva de su carácter “dinámico” pues sólo conserva su identidad aquello que controla la serie de sus avatares o manifestaciones y tiene poder para mantener cohesionada la multitud que lo constituye frente a las causas externas. Sólo puede perseverar en su ser lo que es, en alguna medida, causa de sí. Con el Conatus entendido en este segundo sentido activo y dinámico tiene que ver la alegría pues ella consiste –como veremos– en el tránsito de una menor a una mayor perfección.

El Conatus, antes que el mantenimiento inerte del propio estado es el impulso que aumenta la potencia de existir. Por eso al Conatus referido a la vez al alma y al cuerpo lo llama Spinoza apetito (Appetitus) y al apetito con la conciencia del mismo deseo (Cupiditas) [E3p9esc]. Este apetito autoconsciente –nos dice Spinoza– es la esencia del hombre [E3p11esc]. Como ha señalado Robert Misrahi, si la esencia del hombre es el deseo, es decir, el esfuerzo que busca aumentar la potencia de existir, entonces puede decirse que la esencia del hombre es la búsqueda de la alegría, ya que ésta es la conciencia de tal aumento. La alegría y la tristeza no son afectos derivados del deseo sino que son modalidades concretas del deseo, las únicas formas bajo las cuales puede darse. “La alegría y la tristeza son pasiones con las que se aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia o esfuerzo de cada uno por perseverar en su ser. Ahora bien, por esfuerzo de perseverar en su ser, en cuanto que se refiere al alma y al cuerpo a la vez, entendemos el apetito y el deseo. Luego, la alegría y la tristeza son el mismo deseo o apetito, en cuanto que es aumentado o disminuido, favorecido o reprimido por causas exteriores; es decir, con la misma naturaleza de cada uno” [E3p57dem]. La alegría, por consiguiente, es el mismo deseo o apetito en tanto que aumenta o favorece la potencia o esfuerzo (Conatus) no sólo por perseverar en su ser sino por ser substancia. En tanto que deseo, y en última instancia en tanto que Conatus, la alegría constituye la esencia misma del hombre y, en tanto que –como hemos visto– la potencia por la que el hombre conserva su ser es la misma potencia de Dios, es Dios en el hombre.

11 marzo, 2013

Hegel ante Spinoza: El interés de un «malentendido»

Eugenio Fernández García

El encuentro con la interpretación hegeliana de Spinoza constituye una sorpresa. Se trata, en efecto, de una lectura desconcertante. Hegel pasa de la admiración al desprecio con osadía temeraria.

Spinoza constituye, junto con Aristóteles y Kant, la trinidad de maestros de Hegel. Aristóteles como inspirador, Kant como contraste crítico, Spinoza como punto de partida. No se trata sólo de estimación subjetiva; la sección central de la Ciencia de la lógica sobre la «Wirklichkeit» es toda ella un diálogo con Spinoza. Lo de menos es allí la nota marginal, aun siendo todo un indicio de su urgencia por marcar sus diferencias y originalidad, nada evidentes al parecer. Lo que está en juego es la elaboración de una categoria clave de su sistema.

Se ha acudido con frecuencia a la fórmula: Hegel = Spinoza + Fichte o mejor, como él mismo creía, su idealismo absoluto es la superación del idealismo subjetivo de Fichte y el objetivo de Schelling, tras el cual veía a Spinoza. Si Hegel ya no es idealista en sentido estricto, es justamente en la medida en que es spinozista. Por extraño que parezca, el camino de Kant a Hegel pasa por Spinoza. Verdad ésta que ha dado lugar al siguiente tópico: el sistema de Hegel es spinozismo dialectizado.

El propio Hegel ha reconocido su valoración sin ambigüedad: «Spinoza es tan fundamental para la filosofía moderna que bien puede decirse: quien no sea spinozista no tiene filosofía alguna». No existe alternativa a Spinoza porque con él, el saber ha logrado el nivel especulativo imprescindible para su desarrollo. Spinoza ha superado el dualismo, remontándose hasta concebir la realidad absoluta como unidad que incluye las diferencias. Con él se anuncia la aurora de la plenitud de los tiempos filosóficos.

«Hay que reconocer, pues, que el pensamiento no tuvo más remedio que colocarse en el punto de vista del spinozismo; ser spinozista es el punto de vista esencial de toda filosofía. Pues, como hemos visto antes, cuando se comienza a filosofar, el alma tiene que empezar bañándose en este éter de la sustancia una, en el que naufraga todo lo que venía teniéndose por verdad. Esta negación de todo lo particular a que necesariamente tiene que llegar todo filósofo es la liberación del espíritu y la base absoluta sobre la que este descansa».

04 marzo, 2013

Pierre-François Moreau: Spinoza. La experiencia y la eternidad

Eugenio Fernández García

MOREAU, Pierre-François. Spinoza. L’expérience et l’éternité, Paris, Presses Universitaires de France, 1994, 612 pp.

Por la novedad del tema, la magnitud de la documentación que maneja, el rigor de sus análisis y el alcance de las perspectivas que abre, este libro marca una inflexión importante en el panorama de los estudios spinozistas.

Guiado por el lema «rentimus experirnurque nos aeternos esse» (E 5p23s), se propone «reevaluar el estatuto de la experiencia en el pensamiento spinozista» (p. v). Noción descuidada por los estudiosos, está, sin embargo, presente a lo largo de su obra y es crucial en la trayectoria que va del comienzo del T.I.E. [Tratado de la reforma del entendimiento] al final de la Ethica. Siguiendo sus huellas, Moreau lee a Spinoza a la letra, compone una excelente monografía y ofrece una nueva visión de su obra y de lo que es un sistema filosófico.

Habitualmente se reduce la lógica spinozísta a su orden geométrico, de manera que el proceso experiencial queda reducido a sustituto pedagógico de aquel o a indicador de fallas de la razón. P.F. Moreau asume que se trata de un sistema cuyo modelo de inteligibilidad es matemático, pero para explicarlo recurre no sólo al análisis estructural, sino también a la historia de la recepción que hace aparecer las diversas posibilidades lógicas que animan el sistema, y a los micro-análisis de las diferencias que, a partir de un punto crucial, indican puntos de torsión. Ahí adquiere toda su importancia «la imbricación de lo geométrico y lo experiencial» (p. v). Justamente porque la filosofía de Spinoza es una arquitectura de razones, la pregunta decisiva es cómo se constituye el sistema y no sólo como se organiza (p. 556). La convicción, acertada, de que su inteligibilidad radica en sus estructuras, lleva, como sucede en Gueroult, a hacer desaparecer «lo real común” ya reducir los elementos de las ciencias, la política, la religión…, a periferia fugitiva de los sistemas. Siguiendo la tradición de Bachelard, Canguilhem, Belaval, Desanti..., Moreau escoge a Spinoza, prototipo de racionalismo, para mostrar el carácter constituyente de las relaciones de un sistema con «su exterior». El spinozismo, como las demás filosofías, recoge experiencias prefilosóficas, problemas, lenguajes... con los que elabora su sistema. De su capacidad de construir en ese espacio común depende, además, su capacidad de convencer. La experiencia da cuenta de ese punto de intersección y principio de construcción. Por eso, «la experiencia no es la periferia; es el punto por donde lo exterior está en el interior» (p. 558). Siguiendo su hilo conductor, Moreau hace una genealogía del sistema.

25 febrero, 2013

Cómo abordar la extraña forma (ordine geometrico) de la Ética de Espinosa

Vidal Peña

Una manera muy impresionante de abordar la Ética consiste en considerarla como si se tratase de un lenguaje expresivo. Unamuno, empeñado en hablarnos del «hombre Espinosa», lo encontraba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental. «Si se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema elegíaco...», decía en El sentimiento trágico de la vida. Tras la serenidad ordine geometrico, tras la olímpica posición de quien afecta contemplar las cosas sub quadam specie aeternitatis, hallaba Unamuno la agonía de un hombre («de carne y hueso») que se debate contra el terror de la finitud. Alguien que necesita demostrar que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte», y que pretende establecer el concepto («¡el concepto, y no el sentimiento!», se escandaliza Unamuno) de «felicidad». Pero —sobreentiende Unamuno — una demostración no es un consuelo definitivo: de ahí que la Ética sea una obra trágica. Su distanciada grandeza se resuelve, a la postre, en el gesto desesperado de quien pretende aliviar la incurable enfermedad de su finitud con el miserable remedio de una infinitud impersonal que a nadie puede satisfacer, empezando por el autor. La cadena de proposiciones que conducen a nuestra «salvación» tiene, en todo caso, la sublimidad de las cimas inhabitables: para ningún hombre de carne y hueso son accesibles.

De un modo muy distinto, puede abordarse la Ética —y ello ocurre con frecuencia— como si consistiese, más bien, en un lenguaje apelativo. La Ética sería algo muy distinto de lo que nos ofrece esa visión trágico-estética, según la cual puede en todo caso conmover, pero nunca convencer. La Ética contendría, muy al contrario, un pensamiento sobre todo terapéutico, una verdadera consolatio philosophiae. Propondría, más que nada, una actitud moral, de difícil acceso quizá, pero transitable. Citemos, por citar algo, un texto de G. Friedmann, escrito en el contexto de la comparación «Espinosa-Leibniz». «A pesar de la soberana indiferencia de la Ética hacia nuestras pequeñas necesidades humanas, hacia nuestras finalidades subjetivas ...el espinosismo nunca ha dejado de ejercer atracción y de otorgar fortaleza, y sigue siendo un hogar al que los hombres han venido, vienen y vendrán en busca del rudo aliento de un pensamiento honrado (¡honrado si los ha habido!), perfectamente sereno y apaciguador. Pero ¿quién se dirigiría para ello al Discurso de Metafísica o a la Teodicea? Leibniz, que podía jugar en todos los tableros ...ha perdido; Spinoza rehusando jugar, ha ganado» [1].

Estas dos versiones —expresiva y apelativa— del lenguaje de la Ética no carecen de interés, pero podría pensarse que no recogen lo que hay en ella de específicamente filosófico. Es cierto que la sospecha «psico-analítica» de Unamuno, acerca del carácter trágico de la Ética, siempre puede rondarnos (por remota que sea la posibilidad de su comprobación); es cierto también que declaraciones como la citada de Friedmann reflejan lo que a mucha gente le ha pasado con la Ética. Pero, por una parte, cabe decir que la «significación trágica» de una filosofía (aun cuando no se trate ya de psicoanálisis, sino de socioanálisis, como el que justificó para Goldmann hablar de la «tragicidad» de Pascal o de Kant) no es concepto que pueda agotar la significación de esa filosofía. Y, por otra parte, tampoco puede agotarla su significación «consoladora».

Al decir que una filosofía es «trágica» (viéndola como lenguaje expresivo), esa filosofía es vista desde fuera; sus contenidos teóricos son puestos en relación con otra cosa: sean las aspiraciones subjetivas del filósofo, sean las de la clase social que representa. Aquellos contenidos teóricos —vistos así, desde fuera— intentarían vanamente representar un orden conceptual, cuando lo que harían sería expresar la distancia entre unas aspiraciones y unos resultados de hecho. La verdad de la teoría —verdad de la que sería inconsciente la teoría misma — residiría en el desajuste entre ella y la realidad (entendiendo por «realidad», ya la psicológica, ya la social). Ahora bien: Espinosa puede haber sido un vasto abismo de desesperación, o la burguesía alemana el lugar del «quiero y no puedo»: no por ello la filosofía de Espinosa o la de Kant han de ser diagnosticadas como «trágicas» (dejamos de lado a Pascal y la cuestión de la noblesse de robe francesa, porque lo primero discutible es que el pensamiento de Pascal sea filosofía). ¿Por qué no serían «trágicas»? Hay una razón fundamental: porque, desde dentro de esas filosofías, están previstas ya las categorías que permiten luego pensarlas desde «fuera»: ese «fuera» reductor queda él mismo reducido por conceptos filosóficos que están dentro. Así, el psicoanálisis unamuniano de Espinosa no sería un astuto desvelamiento de algo absolutamente inconsciente para Espinosa mismo; Espinosa habría reconocido que el conocimiento es, en el hombre, una manifestación del conatus que constituye la esencia de todo ser. Para decirlo de un modo llamativo: Espinosa habría reconocido que el conocimiento se da en función de la vida, y no la vida en función del conocimiento (cfr. Eth., III, Def. 1 de los afectos). Cierto que el conocimiento está en lo más alto, pero, si lo está, es porque produce la salvación: siempre una función práctica. Que Espinosa elabore su filosofía porque «quiere perseverar en el ser» no sería, pues, un descubrimiento de Unamuno; Espinosa habría estado totalmente de acuerdo con semejante explicación, e incluso podría haber dicho: «¿y por qué, si no, iba yo a elaborar una filosofía?». (Digamos que lo mismo ocurre con la «tragicidad», ahora social, de Kant: reconocer que la filosofía —y en su momento más alto: el sistemático— está ligada a una realidad mundana de problemas que la rodean y que la preceden, es algo que hace Kant ya desde la arquitectónica de la razón pura; el propio concepto de «filosofía mundana» de Kant es uno de los fundamentos que hacen posible, precisamente, la interpretación que Goldmann hará de él... en términos «mundanos».) Tanto en Espinosa como en Kant, la reducción «expresiva» se encuentra con que en esas filosofías hay materiales que permitirán construir la posibilidad misma de tal reducción: ahí está la ironía del asunto. En cieno sentido, cuando se «descubren» esas cosas se descubren Mediterráneos, aunque —desde luego— siempre pueda ser interesante precisar, en la medida de lo posible, los componentes de eso que los filósofos han reconocido más bien en general (pero que han reconocido).

18 febrero, 2013

Spinoza y el pescador rebelde

Nicolás González Varela

Nuestra reflexión parte de una anécdota... toda anécdota existencial puede ser entendida como experiencias axiomáticas que pueden inducir o constituir efectivamente la convicción en que se base toda una filosofía práctica. Cuenta un conocido: "en un álbum de retratos suyo encontré, en la cuarta página, a un pescador dibujado en camisa con una red de pescar sobre su hombro derecho, exactamente como en los cuadros históricos se representa al notable líder rebelde napolitano Masaniello. El señor Henryk van der Spyk, su último casero, decía de él que se parecía al mismo Spinoza hasta en los más mínimos detalles y que sin duda él mismo se había tomado como modelo". El objeto de devoción era Tommaso Aniello d'Amalfi (detto "Masaniello"), uno de los líderes de las insurrecciones napolitanas en 1647-1648, levantamientos espontáneos, de masas, urbanos y potencialmente derivables a una lucha mortal entre ricos y pobres. Nápoles, un virreinato español, se había transformado en un Behemoth urbano, descontrolado en su densidad demográfica, un crisol de clases diferentes y sede de instituciones de un gobierno despótico. Y en el medio del descontento de la multitud, la Guerra de los Treinta Años. Los protagonistas más destacados de estos tumultos fueron las clases afectadas por la política fiscal estatal (baronaggio), los trabajadores y los marginados, pero nunca alcanzaron una convergencia revolucionaria decisiva. El motín fue el más agudo de su época, tanto en su caracter antifeudal, antiestatal y autónomo, y fueron "los diez días que conmovieron al mundo" barroco. Masaniello deviene el primer día un orador furioso, un gran tribuno, que conjuga la protesta con formas horizontales de organización, con una representatividad social insuperable, un antipolítico consumado, que desarma el mecanismo del gobierno vicerreal: mediación aristocrática, lúmpenes y provocadores paramilitares, estructuras populistas, ritos de honor y religión. Su brevísima "Reppubblica" popular, que reclamaba derecho iguales, reforma fiscal y representación de la plebe en las cámaras de gobierno, enfrentada al modelo barroco, es una contradicción en carne viva, que culminará con su asesinato.

¿Spinoza se veía como un Masaniello holandés?... seguramente. Las huellas de la lucha de ricos y pobres halla eco entre líneas: "La verdadera felicidad, la beatitud, consiste sólo en el goce del bien y no en la satisfacción de que disfruta un hombre porque goza de él con exclusión de todos los demás hombres. Si alguno se juzga feliz porque tiene privilegios de que están privados sus semejantes y porque se vio más favorecido de la fortuna, ignora la verdadera felicidad". El programa mínimo de los insurrectos: el fin del estado es la felicidad colectiva y la democracia es la forma más cercana al estado de naturaleza del ser humano. Las huellas del pescador subversivo se encuentran a lo largo de su obra, como cuando nos descubre su admiración oculta: "los hombres de conciencia clara no temen a la muerte ni piden clemencia como los criminales, pues sus espíritus no se ven atormentados por los remordimientos que produce la comisión de hechos vergonzantes; consideran un mérito, no un castigo, morir por una noble causa, y un honor morir por la libertad. Y puesto que dan sus vidas por una causa que es incomprensible para los holgazanes y los idiotas, odiosa para los sediciosos y querida por los buenos, ¿qué les enseña a los hombres su muerte? Sólo emularles, o al menos a reverenciarles".

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=31901

11 febrero, 2013

La democracia, según Spinoza

Diego Tatián

El spinozismo rompe con la idea clásica de buen gobierno como gobierno de la virtud, a la vez que con la política como un puro dispositivo de producir orden e impedir conflictos; la condición civil no es un artificio contra natura que despoja al cuerpo social de su derecho natural, sino una extensión, una radicalización, una composición y una colectivización de ese derecho. Vale decir que el derecho público no suprime al derecho natural; es este derecho natural mismo que adopta un estatuto político y de este modo se incrementa y deviene concreto como “potencia de la multitud”.

A la vez, Spinoza se interroga por las condiciones de permanencia de un estado, para anticipar que la libertad es una de ellas. La libertad spinozista es fuerza productiva de comunidad que no admite ser sacrificada a la seguridad, y la política que de ella resulta no exige a los hombres nada que vaya contra su naturaleza: ni ocultar sus ideas, ni ser desapasionados, ni ser puramente racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para la autoinstitución política en formas no alienadas de la potencia común. El nombre spinozista de esa “república libre” es democracia.

Democracia no designa aquí un conjunto de formas definitivas fundadas en el orden del concepto, sino el desbloqueo, la autoinstitución, la generación de cosas nuevas, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva de significados, de instituciones, de mediaciones por las que se mantiene e incrementa; el efecto de un trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación. La pregunta por lo común, la comunidad y el comunismo es uno de sus grandes legados, un legado “tan difícil como raro”.

Con Spinoza es posible pensar una política emancipatoria no sometida a la idea del “hombre nuevo”, a la idea de que los seres humanos debieran ser diferentes de como realmente son; por el contrario, lo que los seres humanos son capaces de ser y de hacer es siempre la revelación de un trabajo paciente y sin garantías que se mantiene en la inmanencia de su existir como seres naturales, apasionados y finitos. Un trabajo que cada generación deberá emprender una y otra vez porque no hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido lugar puede ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso unitario de acontecimientos que lleve por necesidad a una reconciliación de los hombres consigo mismos.

04 febrero, 2013

Spinoza, el labrador de infinitos

Jorge Luis Borges

El 1º. de abril de 1985, Jorge Luis Borges, un portentoso spinozista por connaturalidad afectiva, pronunció una conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina (Buenos Aires) sobre Baruch Spinoza con el título “El más adorable de los filósofos”. He aquí la transcripción.


Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo en casa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: “un hombre engendra a Dios...”. Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no sólo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no mucho podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.