Uriel da Costa
Da Costa, Uriel. Espejo
de una vida humana (Exemplar humanae
vitae), ed. y trad. Gabriel Albiac, Hiperión, Madrid, 1989.
Nací en Portugal, en la ciudad del mismo nombre, comúnmente llamada Oporto, tuve por padres a personas pertenecientes a ese género de hidalguía que tomaba su origen en los judíos forzados en aquel reino a abrazar la religión cristiana. Mi padre era auténticamente cristiano, hombre celosísimo de su honra y que ponderaba al máximo su honor. En su hogar fui honestamente educado. No nos faltaban servidores, ni en las caballerizas un noble corcel español con que practicar la equitación, disciplina ésta en la que era mi padre particularmente diestro; y yo seguía, desde tiempos muy tempranos, sus huellas. Una vez instruido en aquellas artes en que suelen serlo los hijos de buena familia, me entregué a la jurisprudencia. En lo concerniente al ingenio y afectos naturales, era yo de muy piadosa condición y tan propenso a la misericordia que cuando se narraba el acaecimiento de alguna calamidad ajena, en modo alguno podía contener las lágrimas. El pundonor era en mí innato, hasta un punto tal que nada temía más que la infamia. El ánimo, en modo alguno innoble ni desprovisto, llegada justa ocasión, para la ira. Era, igualmente, por completo adverso a los soberbios e insolentes que, por despectiva violencia, suelen perpetrar injusticias contra los demás, ardía en deseos de apoyar las causas de los débiles y hacia ellos me inclinaba.
A causa de la religión, he sufrido en mi vida cosas
inconcebibles. Fui educado, de acuerdo con las costumbres de aquel reino, en la
religión cristiana pontificia; y, como quiera que ya desde adolescente temiera
mucho la condenación eterna, deseaba observarlo todo con escrúpulo. Me dedicaba
a las lecturas del Evangelio y de otros libros espirituales, recorría los
manuales de confesión, y cuanto más me imbuía de
ellos, mayor dificultad encontraba. Finalmente, caí en inextricables
perplejidades, ansiedades y angustias. Me consumía en la tristeza y el dolor.
Llegué a la conclusión de que me era imposible confesar al modo romano, de modo
tal que pudiera solicitar con dignidad la absolución, cumpliendo todas las
condiciones requeridas; y, por consiguiente, desesperé de mi salvación, si ésta
dependía de tales cánones. Ya que, en verdad, era difícil desertar de aquella
religión a la que había sido acostumbrado desde la cuna y que había echado ya
en mí las hondas raíces de la fe, me pregunté en la duda (por aquella época,
accedí al vigésimosegundo año de mi edad) si no podría suceder que aquello que
se decía de la otra vida no fuese, a fin de cuentas, verdadero, y si, por otra
parte, la fe en tales cosas se ajustaba correctamente a la razón; ya que esta
razón me dictaba muchas cosas y continuamente susurraba a mi oído algunas que
le eran manifiestamente contrarias. Una vez llamado mi ánimo a la duda, me
calmé y, fuere lo que fuere, me persuadí de no poder alcanzar la salvación del
alma por semejantes vías. Por aquella época, como ya dije, me dedicaba al
Derecho, y, habiendo cumplido los veinticinco años, al surgirme la ocasión,
solicité un beneficio eclesiástico; la dignidad de tesorero en una Iglesia
Colegiata.
Como quiera que no hallase
la paz de ánimo en la religión cristiana pontificia, y deseara adherirme a alguna,
sabedor del grandísimo debate existente entre cristianos y judíos, recorrí los
libros de Moisés y de los profetas, hallando en ellos algunas cosas que
contradecían la nueva alianza en no poco, y que ofrecían menos dificultades en
todo cuanto, en ellos, era dicho por Dios. Por lo demás, de la antigua alianza
daban fe tanto judíos como cristianos, mientras que de la nueva, los cristianos
sólo. Juzgué, pues, creyendo en Moisés, que debía atenerme a la ley, puesto que
él aseguraba que toda la recibiera de Dios, declarándose él un simple
intermediario, por el mismo Dios llamado, o más bien forzado, a tal sacerdocio
(así se engaña a los niños). Llegado a esta conclusión, dado que no era libre
en aquel reino de profesar dicha religión en modo alguno, maquiné cambiar de domicilio, abandonando los lares propios
y nativos. Con este fin, no dudé en declinar, en provecho de otro, mi beneficio
eclesiástico, sin preocuparme de la utilidad u honor que de él derivan conforme
a los usos de aquellas gentes. E incluso abandoné la hermosa casa, situada en
el mejor sitio de la ciudad y que mi padre edificara. Y, así, nos embarcamos,
no sin gran peligro (puesto que no está permitido a quienes descienden de la
estirpe hebrea abandonar el reino sin permiso especial del rey), mi madre y yo
junto con mis hermanos, a quienes, movido por fraterno amor, había comunicado
aquellas cuestiones referentes a la religión que me parecían más ciertas, aun cuando,
acerca de algunas, yo mismo tenía mis dudas: todo lo cual bien hubiera podido
volverse en mi mayor perjuicio, tan peligroso es hablar en aquel reino de cosas
semejantes. Surcado el mar, llegamos a Amsterdam, en donde descubrimos judíos
de libre ejercicio; y, para cumplir con la ley, realizamos de inmediato el
precepto de la circuncisión.
Al cabo de unos días, me di cuenta de que las costumbres y reglamentos de los judíos apenas se ajustan a aquellos que fueron prescritos por Moisés. Si realmente había de ser alguna vez la ley observada con la pureza que exige, aquellos a quienes inadecuadamente llaman sabios de los judíos habían inventado cosas que le son aborrecibles. Por ello, no pude contenerme, e incluso consideré que haría algo agradable a Dios si defendiera libremente la ley. Estos sabios judíos actuales, que mantienen sus costumbres e ingenio maligno combatiendo duramente en favor de la secta e instituciones de los detestables fariseos, no sin esperanza de lucro y, en modo similar a como antaño les fuera justamente imputado, para obtener los primeros asientos en el templo y los primeros saludos en el foro, no aceptaron que disintiera de ellos ni en lo más mínimo, sino que exigieron que siguiese dócilmente tras de sus huellas; si no lo hiciere así, me amenazaban con la exclusión de la comunidad y de la relación con todos los demás, tanto en lo concerniente a las cosas divinas, como a las humanas. Como quiera que considerara ciertamente poco digno que por tal temor doblegara la espalda alguien que por la libertad había renunciado al suelo natal y a tantos otros beneficios, y que someterse a unos hombres que ante todo no tenían jurisdicción en tal causa, no era ni pío ni viril, decidí más bien soportarlo todo y perseverar en mi opinión, y así fue excomulgado por ellos del contacto con todos, e incluso mis hermanos, cuyo preceptor fuera yo antes, se cruzaban conmigo por la calle sin saludarme, tal era el miedo que les tenían. Llegado a este punto, proyecté escribir un libro en el que mostrase la justicia de mi causa y, de un modo explícito, probara, a partir de la propia ley, la vanidad de todo aquello que los fariseos siguen y observan, y la repugnancia que, respecto de la ley de Moisés, tienen sus tradiciones e instituciones. Luego de iniciada mi obra, llegué incluso (preciso es que todas las cosas, del mismo modo en que acaecieron, sean, lisa y llanamente, narradas) a sumarme, con resolución y firme decisión, a la opinión de quienes defienden como temporales los premios y castigos de la vieja ley, y apenas si se preocupan de la otra vida ni de la inmortalidad de las almas. Y me fortifiqué, sobre todas las demás, en la convicción de que la ley de Moisés guarda total silencio al respecto, no ofreciendo a observantes y transgresores sino premio o pena temporales. Mucho se regocijaron mis enemigos cuando supieron que había llegado a tal conclusión, considerando que les proporcionaba una amplia defensa ante los cristianos por el solo hecho de ser éstos adeptos a la creencia en esa inmortalidad del alma, en la que creen y reconocen, de acuerdo con la especial fe que se funda en la ley del Evangelio, en la cual se hace mención expresa de los eternos bien y suplicio. Guiados por esta intención, y para bloquear por completo mi palabra y hacerme odioso entre los propios cristianos, antes que el libro por mí escrito fuese enviado a la imprenta, editaron un libelo, obra de cierto médico, cuyo título era De Immortalitate Animarum. En ese libelo, el tal médico me zahería exhaustivamente, haciéndome pasar por un discípulo de Epicuro (por esa época juzgaba yo mal a Epicuro, y contra alguien a quien jamás había visto ni oído, temeraria mente arremetía, a partir de los inicuos relatos de otros; luego, cuando hube conocido el juicio que de él tienen algunos amantes de la verdad y cuál era su doctrina, me afligí de haber llamado loco e insensato a un tal varón, acerca del cual no puedo, sin embargo, aún hoy, dar mi juicio preciso, ya que sus escritos siguen siéndome desconocidos), que negaba, en efecto, la inmortalidad de las almas y a quien poco faltaba para negársela a Dios. Los hijos de esa gente, adoctrinados por los rabinos y por sus propios padres, me seguían en bandadas por las plazas y, a grandes voces, me maldecían y con toda clase de injurias me importunaban, gritándome hereje y traidor. De vez en cuando, incluso, se congregaban ante mis ventanas, tiraban piedras y nada dejaban de intentar para perturbarme de tal modo que ni siquiera en mi propia casa pudiera estar tranquilo. Luego que aquel libro contra mí fuera editado, me apresté, de inmediato, a la defensa, y escribí otro opúsculo contra él, impugnando la inmortalidad con todas mis fuerzas, para lo cual recurrí a otros de aquellos pasajes en que los fariseos disienten de Moisés. Apenas vio este libro la luz, cuando se reunieron senadores y magistrados judíos y presentaron acusación contra mí ante el magistrado público, diciendo que, al escribir semejante libro, en el que se negaba la inmortalidad del alma, no sólo los ofendía a ellos, sino que también conculcaba la religión cristiana. A raíz de esta delación suya, fui a dar en la cárcel y, tras pasar allí ocho o diez días, fui liberado bajo fianza: el juez me exigió una multa y fui condenado finalmente a pagar trescientos florines y a la desposesión de los libros.
Luego de pasado el tiempo, como quiera que la experiencia y los años mucho enseñan, cambiando consiguientemente el juicio de los hombres (permítaseme, como ya dije, que hable libremente, ¿y cómo no tolerar que relate la verdad de los hechos a quien está casi confeccionando su testamento, para dejar a los humanos razón de su vida, y ejemplo verdadero de las calamidades humanas en el umbral de la muerte?), caí en la duda de si la ley de Moisés debiera ser tenida por ley de Dios; muchas cosas me persuadían de lo contrario, o, más bien, me forzaban a afirmarlo. Llegué, finalmente, a la conclusión de que la ley no era de Moisés, sino uno de tantos inventos humanos como en el mundo son. Mucho en ella está en conflicto con la ley natural, y no podía ser que el Dios autor de la naturaleza fuese contradictorio consigo mismo; y contradictorio sería proponer a los hombres hacer cosas contrarias a la naturaleza, cuyo autor dice ser. Una vez llegado a esta convicción, me dije: ¿qué utilidad (y ojalá nunca hubiera acudido a mi ánimo tal pensamiento), hay en perseverar en este estado hasta la muerte, separado de la comunidad de estos patriarcas y de este pueblo, tanto más cuanto que extranjero soy en este país y no tengo familiaridad con sus habitantes, cuya lengua ignoro? Más sensato sería volver a la comunidad con ellos y seguir sus huellas, tal como lo desean, actuando, según se suele decir, como mono entre los monos. Guiado por esta consideración, volví a su comunidad, retractándome de mis afirmaciones y suscribiendo sus opiniones cuando habían transcurrido ya quince años desde que fuera separado. Fue también garante de aquel acuerdo un primo mío. Al cabo de pocos días, fui delatado por cierto niño, hijo de mi hermana, que vivía en mi casa, acerca de los alimentos, el modo de prepararlos y otras cosas que demostraban que yo no era un judío. A causa de esta delación emprendieron otra nueva y acerba guerra: pues aquel primo mío del que dije que fuera garante del acuerdo, considerando que mi actuación lo hundía en el oprobio, soberbio y arrogante como era, imprudentísimo y aún más impúdico, lanzóse a una guerra abierta contra mí, valiéndose de su riqueza y arrastrando en pos de sí a todos mis hermanos; nada dejó de intentar de cuanto pudiere contribuir a la destrucción y mácula de mi honor, mi condición y, por tanto, mi vida. Fue él quien impidió las nupcias que estaba a punto de contraer, ya que, por aquel tiempo, había perdido a mi esposa. Él consiguió que uno de mis hermanos bloqueara mis posesiones que tenía en depósito, y destruyó las relaciones que entre nosotros existían; lo cual, en el estado en que andaban mis cosas, me ocasionó un daño que no sabría expresar. Baste, en suma, decir que ha sido el más encarnizado enemigo de mi honor, mi vida y mis bienes. Luego de aquella guerra doméstica de que acabo de hablar, estalló una guerra pública con los rabinos y el pueblo, que concibieron nuevos odios contra mí e impúdicamente me infligieron mil ultrajes, sólo comparables a mi desprecio. Entre tanto, sucedió algo nuevo: una conversación totalmente casual que tuve con dos hombres que habían llegado a la ciudad provenientes de Londres, italiano uno, el otro ciertamente español, los cuales, siendo cristianos y de origen no judío, tras de hacerme ver la miseria en que se hallaban, pidiéronme consejo acerca de la conveniencia de integrarse en la comunidad judía y pasarse a su religión. Yo les aconsejé que no hicieran tal y que, muy al contrario, quedáranse como estaban: que no sabían el yugo que iban a echar sobre sus cervices. Advertíles que, en todo caso, no indicaran nada a los judíos en nombre mío; y así me lo prometieron. Aquellos hombres malignos, con intención del torpe lucro que esperaban recibir de inmediato a modo de agradecimiento, fueron a contárselo a mis carísimos amigos los fariseos. De inmediato se congregaron los príncipes de la Sinagoga, tronaron los rabinos y la turba petulante gritó a grandes voces: crucifícalo, crucifícalo. Fui convocado al gran consejo, me comunicaron qué era lo que tenían en mi contra, con voz sumisa y triste, casi como si mi vida se hallase en juego, y, finalmente, sentenciaron que yo debía, si era auténtico judío, aguardar su juicio y cumplir su sentencia, y que, en caso contrario, quedaba nuevamente excomulgado. ¡Oh jueces egregios que no lo sois sino para hacerme daño! Si realmente yo precisara de vuestro juicio para que me librarais de alguna violencia e ileso me mantuvierais, no seríais ya entonces jueces, sino los más viles de los siervos de un gobierno extranjero. ¿Cuál es ese juicio vuestro al que queréis que me someta? Fuéme entonces dada lectura de un escrito en el que se explicaba cómo, vestido de luto y portando un cirio negro, debía entrar en la Sinagoga y vomitar ciertas palabras por ellos dictadas, palabras deliberadamente infames, mediante las cuales resonaran hasta el cielo las iniquidades por mí cometidas. Tras de lo cual debía sufrir, en la Sinagoga, pública flagelación con látigo de cuero o palo, extenderme luego sobre el suelo para que todos pasaran sobre mí y, finalmente, guardar ayuno durante algunos días. Cuando me hubieron leído el decreto, me ardieron las entrañas, y mi interior se desgarraba en una ira inextinguible; reteniéndome, sin embargo, respondí, simplemente, que no podía cumplir tales condiciones. Una vez oída mi respuesta, decidieron excomulgarme nuevamente, y, no contentos con esto, muchos de ellos me escupían al cruzarse conmigo, cosa que también hacían sus hijos, por ellos adoctrinados; y si no fui lapidado fue porque no entraba ello en su potestad. Duró esta lucha siete años, durante los cuales sufrí lo indecible. Como se suele decir, luchaban contra mí dos ejércitos; uno el del pueblo y otro el de mis parientes, que buscaban mi ignominia para obtener venganza de mí. No pararon éstos hasta provocar mi hundimiento. Dijéronse entre sí: nada hará a no ser coaccionado, debemos, pues, coaccionarlo. Si caía enfermo, en soledad transcurría mi enfermedad. Que cualquier nueva carga cayese sobre mí, era lo único que ellos esperaban. Si proponía que algún juez de su propio medio resolviera nuestros pleitos, se cerraban en banda. Intentar llevar tales negocios ante el magistrado, como traté de hacerlo, era asunto muy ingrato. Largo era el camino a seguir por vía judicial, ya que, además de muchas otras cargas, las dilaciones y retrasos le son inherentes. Me dijeron reiteradamente: somos como padres para ti, no pienses ni temas que podamos tratarte en modo infame. Dinos de una vez que estás ya listo para cumplir todo cuanto te impongamos y deja el asunto en nuestras manos, nosotros lo arreglaremos del modo más decente. A mí —lícito es tener dudas sobre esta cuestión—, tales sumisión y aceptación, obtenidas mediante la violencia, me resultaban ignominiosas, pero para acabar de una vez y comprobar el resultado con mis propios ojos, me sobrepuse a mí mismo, dispuesto firmemente a aceptar y realizar todo lo que quisieran. Si me era impuesto algo infamante y deshonroso, justificarían mi causa contra la suya y dejarían al descubierto cuál era el ánimo que contra mí mantenían y qué fe podía tenerse en ellos. Y quedaría, finalmente, manifiesto cuan infames y execrables son las costumbres de esas gentes que a los más honestos hombres tratan casi con la misma infamia con que se abusa de los más viles esclavos. Así pues, me dije, cumpliré todo cuanto me impongáis. Y ahora, prestadme atención quienes seais honestos, prudentes y humanos, y con la penetrante mirada de la mente pesad y sopesad qué juicio ejercieron sobre mí aquellos hombres sometidos a otro poder y carentes de la potestad de juzgar, sin que mediara pecado alguno por mi parte.
Entré en la Sinagoga, llena de hombres y mujeres que habían venido como para un espectáculo, y, llegado el momento, subí a un estrado que hay en medio de la Sinagoga para los sermones y demás oficios, y allí, con voz clara, leí un escrito, redactado por ellos, en el que se contenía mi confesión: que yo era digno mil veces de la muerte, pues había cometido desde la violación del Sabbat y la no observancia de la ley hasta su misma violación, ya que había disuadido a otros para que no se hicieran judíos, y que, para reparar todo ello, estaba dispuesto a ejecutar sus órdenes y cumplir cuanto me fuere impuesto, prometiendo, por lo demás, no reincidir en semejantes iniquidades y crímenes. Acabada la lectura, bajé del estrado y, acercándoseme el Sumo Sacerdote, susurróme al oído que me apartase hacia un ángulo de la Sinagoga. Así lo hice, y díjome el portero que me desnudara. Hícelo hasta la cintura, me até entonces un lienzo en torno a la cabeza, quitéme los zapatos y extendí los brazos, agarrándome con las manos a una especie de columna. Acercóse el portero aquel y atóme las manos con una cuerda. Acto seguido, llegó un sayón, tomó unas correas y propinóme en la espalda treinta y nueve azotes, según es tradición: pues está en la Ley que no debe excederse el número de cuarenta, y como son hombres muy religiosos y observantes, cuídanse mucho, no vaya a ser que pequen por exceso. Entre azote y azote, cantaban salmos. Cuando hubo acabado, sentéme en el suelo, y llegó el predicador o sabio (cuán ridiculas son las cosas de los mortales) y me absolvió de la excomunión. Y hete aquí que de nuevo se abrían para mí las mismas puertas del Paraíso, de cuyo umbral y acceso me había sido vetado el paso con férreas cerraduras. Luego tomé mis ropas y me postré en el umbral de la Sinagoga, y el custodio aquel sostenía mi cabeza. Todos los que salían pasaban sobre mí, levantando un pie por encima de la parte inferior de mis piernas; y esto hicieron todos, así niños como ancianos (no hay monos que puedan exhibir actos más absurdos ni gestos más grotescos a los ojos de los hombres) y, acabado todo, cuando ya nadie quedaba, salí de aquel lugar y, una vez que el que me asistía húbome quitado el polvo (y que nadie venga a decir ahora que no me trataron honorablemente, ya que, si bien flagrantemente me golpearon, igualmente luego me compadecían y me acariciaban la testuz), volví a casa. ¡Oh, impúdicos, los más entre los hombres! ¡Oh padres execrables, de quienes no debía temer indignidad alguna! ¿Que nosotros te vayamos a golpear?, decían. ¡Ni se te ocurra pensarlo! Juzgue, pues, quien esto ha oído, cuál debiera ser el espectáculo de ver a un hombre de edad, de nada abyecto linaje, de natural por encima de todo pudoroso, en medio de la asamblea pública, ante todos, tanto hombres como mujeres y niños, desnudo y azotado por mandato de los jueces, valientes jueces, más bien los más abyectos de los siervos son que verdaderos jueces. Con cuán grande dolor, considérese, caí a los pies de tan enconados enemigos, de quienes tantas desdichas e injurias he recibido, y me prosterné en tierra para ser por ellos hollado. Piénsese (lo que es aún peor: milagro portentoso, horrenda monstruosidad cuya visión indigna horroriza e incita a huir de ella) que mis naturales y carnales hermanos, hijos de los mismos padre y madre y educados conmigo en la misma casa, hicieron todo de su parte para ponerme en semejante trance, olvidando hasta qué punto me fueran siempre dilectos, con un amor en mí innato, y olvidándose de los muchos beneficios que de mí recibieron a lo largo de mi vida, como sola retribución me devolvieron ignominias, perjuicios, males, indignidades y abominaciones que me da vergüenza contar.
Dicen, mis nunca suficientemente detestados enemigos, haberme infligido con justicia tales penas para que nadie, en adelante, ose oponerse a sus designios, ni escribir contra sus sabios. ¡Oh, los más pérfidos de los mortales y padres de todo engaño! Con cuánta mayor razón podría yo infligiros penas ejemplares para que no osárais, en adelante, tales actuaciones contra los hombres amantes de la verdad, enemigos de fraudes, amigos por igual de todo el género humano, del cual sois los comunes enemigos, puesto que a todas las demás naciones las estimáis en menos de nada y entre las simples bestias las contáis, mientras desvergonzadamente os atribuís en exclusiva el acceso al cielo, halagándoos a vosotros mismos con mentiras, cuando es así que nada tenéis de lo que en verdad podáis gloriaros, a no ser tal vez que gloria sea para vosotros el estar desterrados, de todos sometidos al desprecio y el odio, a causa de vuestras ridículas y rebuscadas costumbres, mediante las cuales buscáis separaros de los demás hombres. Puesto que si quisiérais gloriaros de vuestra sencillez de vida y justicia, ¡ay de vosotros!, cuán inferiores a otros muchos apareceríais con toda transparencia. Digo, pues, que hubiera podido con justicia, si hubiera tenido las fuerzas necesarias, tomar venganza por los gravísimos males y atrocísimas injurias con que me abrumaron y tras de las cuales he llegado a detestar mi vida. ¿Quién, en efecto, que aprecie su honor podría sostener de buen grado el curso de una vida ignominiosa? Y, como alguien bien dijera, conviene al noble linaje vivir bien o morir honestamente. Tanto más justa es mi causa que la suya, cuanto superior es la verdad a la mentira. En favor de la mentira luchan ellos, que toman hombres y hacen de ellos esclavos: mientras que yo lucho por la verdad y la libertad natural de los hombres, a quienes conviene en el más alto grado liberarse de falsas supersticiones y vanísimos ritos, para llevar una vida que no sea indigna de los hombres. Confieso que me hubieran ido mejor las cosas si guardando desde el primer momento silencio y sabiendo lo que pasa en el mundo, hubiera optado más bien por callar; conviene saber, en efecto, lo siguiente a quienes comparten el trato de los hombres sin aceptar, como es de uso, ni la opresión de la multitud ignorante ni la de los tiranos injustos: que aquel que da oídos a su comodidad, trata de oprimir la verdad y, tendiendo insidias a los más débiles, pisotea la justicia. Pero, tras haber descendido, como un incauto, a la arena frente a ellos, bajo el engaño de una vana religión, más sabio es cumplir con gloria, o al menos morir sin el dolor que es compañero, para los hombres de honor, de la torpe huida o la inepta sumisión. Suelen ellos alegar en su favor el número. Tú, que eres uno, debes ceder frente a nosotros que somos muchos. Amigos, ciertamente que es útil que uno ceda ante la muchedumbre, si no se quiere ser despedazado. Pero no todo lo que es útil es, al mismo tiempo, hermoso. No es, ciertamente, hermoso batirse ignominiosamente en retirada y dejar insignias y estandartes en manos de los violentos e injustos. Debéis, pues, reconocer que es virtud digna de alabanza resistir a los soberbios cuanto sea posible, para evitar que, actuando con maldad y obteniendo utilidad de su malicia, ensoberbezcan cada día más. Hermoso es, sin duda, y digno de un hombre pío y generoso, ser débil con los débiles, oveja con las ovejas; pero también estúpido, culpable de ignominia y reprehensión, revestirse de la mansedumbre de la oveja, cuando se combate con leones. Pues, si se considera la más hermosa entre las cosas combatir por la patria hasta la muerte, ya que la Patria es algo nuestro, ¿por qué razón no habría de serlo combatir por el propio honor, que es personalmente nuestro y sin el cual no podemos vivir buenamente, a no ser que nos revolquemos en el inmundísimo fango del lucro, como los más inmundos de los cerdos? Pero dicen mis abominables burladores, asentando todo su derecho sobre la muchedumbre: ¿qué puedes tú, uno solo, frente a tantos? Confieso, y deploro, que vuestra muchedumbre me ha abrumado; pero, a medida que oigo esos pensamientos y sermones vuestros, más fuerte hierve la ira en mis entrañas y clama que impío es actuar piadosamente con los impíos, soberbios, contumaces y testarudos. Sólo dije una cosa: me faltan las fuerzas.
Bien sé que para despedazar mi nombre ante la inculta plebe, suelen mis adversarios decir: ése no tiene religión alguna, no es judío, ni cristiano, ni mahometano. Cuida de lo que dices, fariseo; estás ciego y, a pesar de tu abundante malicia, como un ciego golpeas. Te ruego que me digas: si yo hubiera sido cristiano, ¿qué habrías dicho? Evidentemente, según tus palabras, yo sería el más inmundo de los idólatras y acreedor, junto al doctor de los cristianos, Jesús Nazareno, de las penas impuestas por el verdadero Dios, del cual habría desertado. Si fuera mahometano, todo el mundo sabe de cuáles honores me habrías colmado. Así pues, jamás podré escapar a tu lengua, quedándome, por tanto, un solo refugio, postrarme a tus rodillas y besar tus inmundos pies, me refiero a tus abominables y vergonzosas instituciones. Te ruego ahora que me instruyas: ¿no irás a conocer alguna otra religión además de aquellas que mencionaste, y de las cuales tienes a las dos últimas por corruptas, por lo que las llamas no tanto religiones cuanto alejamiento de la religión? Ya te estoy oyendo proclamar que una sola religión conoces, por el momento, que sea verdadera y por cuyo medio puedan los hombres agradar a Dios. Si, en efecto, todas las naciones, salvo los judíos (preciso es que vosotros os separéis siempre de los demás, para que no os mezcléis con la plebe y la gente innoble) cumplen los siete preceptos que, según vosotros, Noé cumpliera, como tantos otros que existieron antes de Abraham, esto les bastaría para salvarse. Así pues, hay, según vosotros mismos, otra religión en la que puedo apoyarme, aun cuando proceda por mi origen de los judíos: os suplico, pues, que soportéis que me mezcle con la demás gente, o bien, si no obtengo esta licencia de parte vuestra, la tomaré por cuenta propia. ¡Oh, ciego fariseo, que olvidando la ley primera, que fue desde un principio y siempre será, sólo haces mención de otras leyes surgidas con posterioridad, y a todas las cuales condenas salvo la tuya, acerca de la cual, sin embargo, quiéraslo o no, otros juzgan de acuerdo con la recta razón, que es verdadera norma de la ley natural aquella de la que andas olvidado y que gustosamente quisieras enterrar para imponer sobre las cervices de los hombres tu pesadísimo y detestabilísimo yugo y perturbar su sana mente y transformarlos en parejos a los locos! Pero ya que estamos en ello, conviene recordar un poco, y no callar completamente, las alabanzas de esta ley primera. Digo, pues, que esa ley es común e innata para todos los hombres, por el hecho mismo de ser hombres. Ella liga a todos entre sí con mutuo amor, es ajena a la división, la cual es causa y origen de todo odio y de los mayores males. Ella, la maestra del bien vivir, discierne lo justo de lo injusto, lo abominable de lo bello. Lo mejor que haya en la Ley de Moisés, como en cualquier otra, está todo perfectamente contenido en sí por la ley natural; y en la medida misma en que uno se aparte de esta norma natural, se inicia la disputa, se produce la división de los espíritus y no puede hallarse la calma. Y si uno se aparta mucho de ella, ¿quién sabrá compilar los males y horrendas monstruosidades que toman en esta bastardía su origen y sus secuelas? ¿Qué tiene de mejor la ley de Moisés, o cualquier otra, que incumba a la sociedad humana, para que los hombres vivan buenamente entre sí y entre sí estén acordes? Ciertamente, lo primero es honrar a los padres, después, no apoderarse de los bienes ajenos, ya residan estos en la vida o en el honor o en otros bienes útiles para la vida. ¿Cuál, pregunto, de estas cosas no está contenida en sí por la ley natural y la recta norma ínsita en la mente? Por naturaleza amamos a los hijos, y los hijos a los padres, el hermano al hermano, el amigo al amigo. Por naturaleza queremos que todo lo nuestro esté salvaguardado, y sentimos odio contra aquellos que disturban nuestra paz y contra quienes tratan de quitarnos lo nuestro mediante fuerza o fraudes. De esta voluntad naturalmente nuestra se sigue con toda evidencia que no debemos cometer aquello que en los otros condenamos. Si, en efecto, condenamos a los otros cuando violan nuestras propiedades, nos condenamos ya a nosotros mismos en el caso de que violemos las propiedades ajenas. Y aquí tenemos ya, con suma sencillez, lo que constituye lo principal de cualquier ley. En lo concerniente a la alimentación, abandonamos esto a los médicos; éstos, en efecto, nos enseñan bastante adecuadamente qué alimento es saludable, cuál, por el contrario, nocivo. Pero, en cuanto concierne a los demás ceremoniales, ritos, estatutos, sacrificios, diezmos (insigne robo, mediante el cual el ocioso goza del trabajo ajeno), ay, ay, lloremos por ello, puesto que en innumerables laberintos hemos sido arrojados a causa de la malicia de los hombres. Los verdaderos cristianos que se han dado cuenta de esto, son dignos de gran elogio, por haber mandado todas esas cosas a paseo, reteniendo tan sólo aquéllas que se refieren al vivir moralmente bueno. No vivimos bien cuando hacemos caso de numerosas vanidades, sino que vivimos bien cuando vivimos de acuerdo con la razón. Dirá alguno que tanto en la ley mosáica como en la evangélica se contiene un principio de más elevación y perfección: el de amar incluso a los enemigos, que es desconocido por la ley natural. A esto respondo del mismo modo que ya dije antes: si nos apartamos de la naturaleza y queremos ir más allá de ella, de inmediato surge el conflicto, la calma se turba. ¿De qué sirve imponerme tareas imposibles que no podré realizar? Nada bueno se sigue de ello, salvo tristeza de espíritu, si se admite que es imposible por naturaleza amar al enemigo. Ya que, si no es por completo imposible hacer naturalmente bien a los enemigos (ello puede acaecer sin amor), es porque el hombre tiene, en términos generales, tendencia natural a la piedad y la misericordia; por lo que no teñemos por qué negar en términos absolutos que una tal perfección se halle comprendida en la ley natural.
Veamos, pues, ahora cuantos males se originan cuando mucho nos alejamos de la ley natural. Hemos dicho que existe un natural vínculo de amor entre padres e hijos, hermanos y amigos. Tal vínculo es disuelto y hecho añicos por la ley positiva, sea ésta la de Moisés o bien cualquier otra, cuando exige al padre, hermano, cónyuge o amigo que mate o abandone al hijo, hermano, cónyuge o amigo a causa de la religión. Tal ley exige algo más grande y elevado de lo que está en la mano de los hombres realizar; y, si fuere realizado, se trataría de un crimen contra la naturaleza, puesto que ella tiene horror de tales cosas. Pero, a qué seguir hablando de esto, cuando han llegado los hombres a tal grado de sinrazón como para ofrendar en holocausto sus propios hijos a los ídolos a los que estúpidamente adoraban, hasta tal punto apartándose de la ley natural aquella y mancillando los naturales sentimientos paternos. ¡Cuánto más amables serían las cosas si los mortales se restringiesen a los límites naturales y no se hubieran dedicado jamás a inventar tan funestos hallazgos! Y qué decir de los gravísimos terrores y ansiedades en que la maldad de unos hombres ha arrojado a los otros; de los cuales cada uno de ellos estaba libre tan sólo con haber escuchado a la naturaleza que ignora por completo cosas tales. ¿Cuántos son los que de su salvación desesperan? ¿Cuántos los que sufren mil martirios, obsesionados por divergentes opiniones? ¿Cuántos los que, espontáneamente, llevan una vida por completo mísera, macerando lastimosamente su cuerpo, buscando soledades y apartamientos de la común sociedad de los demás hombres, perpétuamente autoinfligiéndose suplicios. ¡Como que se lamentan ya, como si estuvieran presentes, de los males que temen puedan acaecerles en el futuro! Esto y otros innúmeros males los trajo para los mortales una falsa religión maliciosamente inventada. ¿Y acaso no soy yo mismo uno de los muchos que, engañados por semejantes impostores y dándoles crédito, se descarriaron? Hablo por experiencia. Pero me replican que si no existiera más ley que la natural, ni tuvieran los hombres que subsistir, como establece la fe, en la otra vida, ni temieran los eternos castigos, ¿qué es lo que les impediría empecinarse en el mal? Habéis concebido tales invenciones (y acaso ello oculte algo más, se puede temer, en efecto, que por vuestro propio beneficio sólo, queráis gravar a los demás), en esto semejantes a quienes, para aterrar a los niños, simulan fantasmas o conciben cualesquiera otras palabras atroces, hasta que los crios, sacudidos por el miedo, se plieguen a su voluntad, renunciando a la voluntad propia con hastío y profunda tristeza. Pero sólo sirven tales cosas mientras el niño es niño; tan pronto como abra, sin embargo, los ojos de la mente, se reirá del engaño y ya no temerá al fantasma. Igual de ridículos son vuestros planteamientos, sólo capaces de asustar a un niño o a un estúpido; los demás, por el contrario, que conocen vuestras mañas, se ríen de vosotros. Renuncio ahora a tratar acerca de la justicia de ese engaño, ya que vosotros mismos, que tales cosas simuláis, tenéis entre las reglas de vuestro derecho que no se puede hacer algo malo para conseguir algo bueno. A no ser que no contéis entre los males el mentir en grave perjuicio de los demás, dando ocasión de enloquecer a los débiles. Pues si hubiera en vosotros la sombra sólo de una religión verdadera, o hubiera temor [de Dios] en vosotros, fuera de duda está que deberíais inquietaros no poco, siendo así que habéis expandido tales males sobre la faz de la tierra, tales conflictos excitado, tales iniquidades e impiedades instaurado, hasta el punto de no haber dudado en incitar impíamente a padres contra hijos e hijos contra padres. Sólo quisiera preguntaros una cosa: si no es cierto que, al simular esas cosas contra la malicia humana, para mantener a los hombres en el deber por medio de simulados terrores, ya que de no ser así difícilmente saldríais victoriosos, no os vino a la mente que érais iguales a los hombres repletos de malicia, puesto que nada podéis hacer por el bien, nada que no sea perseguir eternamente el mal, perjudicar a los demás y no ejercer con nadie la misericordia. Os estoy ya viendo montar en cólera contra mí, que soy culpable de preguntaros tales cosas, y a cada uno de los vuestros defender con denuedo la justicia de sus acciones. Ninguno hay que no diga ser pío, misericordioso, amante de la verdad y la justicia. Así pues, o bien mentís cuando tales cosas decís de vosotros mismos, o bien acusáis falsamente la maldad de todos los hombres, a quienes con vuestros fantasmas y ficticios terrores pretendéis curar, injuriadores de Dios, a quien presentáis como cruelísimo carnicero y horrible torturador ante los ojos de los hombres, injuriadores de los hombres, a quienes pretendéis presentar como nacidos para una tan deplorable miseria, que parece como si aquella que encuentran a lo largo de la vida no fuera ya bastante. Pero, sea: reconozco que grande es la maldad humana, y vosotros mismos me sois prueba de ello, como quiera que sois de una extrema maldad, a falta de la cual no hubiérais pretendido imaginar tales ficciones. Buscad remedios eficacísimos que, sin producir mayores lesiones, expulsen esa enfermedad para siempre de todos los hombres, y dejaos de fantasmas que sólo sobre niños y estúpidos tienen fuerza. Y si tal enfermedad es en verdad incurable en el hombre, dejaos de mentiras y no prometáis, ineptos médicos, una cura que no podéis prestar. Contentaos con instaurar entre vosotros leyes justas y razonables, con laurear con premios a los buenos e infligir a los malos la pena merecida; liberad a aquellos que padecen constricción por parte de los violentos, que no tengan que gritar que no se hace justicia sobre la tierra. Y que no hay quien arranque al débil de manos del más fuerte. En verdad que si los hombres quisieran seguir la recta razón y vivir según la naturaleza humana, todos mutuamente se amarían, todos mutuamente se compadecerían. Cada uno, en la medida de sus posibilidades, aliviaría la desdicha ajena o, al menos, nadie ofendería gratuitamente a su prójimo. Todo lo que se haga contra esto, se hace contra la humana naturaleza; y mucho se hace en este sentido, puesto que los hombres han creado para sí diversas leyes aborrecibles para la naturaleza y mútuamente se hostigan haciéndose daño. Muchos hay que andan disfrazados y se fingen extremadamente religiosos y engañan a los incautos con el envoltorio de la religión, para, aprisionando a cuantos puedan, explotarlos. Puede con justeza comparárselos al ladrón nocturno que insidiosamente ataca a quienes, vencidos por el sueño, nada de tal sospechan. Estos suelen tener las siguientes palabras en la boca: soy judío, soy cristiano, cree en mí, no te traicionaré, ¡Oh, bestias malditas! Aquel que nada de todo eso dice y limítase a proclamarse hombre, es mil veces mejor que vosotros. Así pues, si no queréis creer en él en tanto que hombre, podéis guardaros de él; pero de vosotros, ¿quién podrá guardarse?, de vosotros que, envueltos en el ficticio manto de la santidad, como nocturnal ladrón, penetráis por los resquicios y miserablemente estranguláis a los incautos y dormidos.
De una cosa entre muchas me admiro, y en verdad que es asombrosa: cómo puedan hacer uso de tanta libertad los fariseos que actúan entre los cristianos, hasta el punto de poder realizar juicios, y puedo, en verdad, decir que si Jesús Nazareno, a quien los cristianos tanto veneran, predicara hoy en Amsterdam y pluguiere a los fariseos azotarlo de nuevo a latigazos por haber combatido sus tradiciones y señalado su hipocresía, podrían hacerlo con toda libertad. Es ciertamente ignominioso esto, y algo intolerable en una ciudad libre que declara proteger a los hombres en la libertad y la paz, y que, sin embargo, no los protege de las injurias de los fariseos. Y cuando alguien no tiene ni defensor ni vengador, nada tiene de asombroso que trate de defenderse por sí mismo y de vengar las injurias recibidas. Aquí tenéis la verdadera historia de mi vida; y el personaje que en este vanísimo teatro de la vida he interpretado a lo largo de mi vanísima y siempre insegura vida ante vosotros lo exhibo. Juzgad ahora rectamente, hijos de los hombres, y sin afecto alguno, libremente, emitid un juicio verdadero. Es esto algo particularmente digno de los hombres que realmente merecen ese nombre. Y si algo halláreis que os arrastre a la conmiseración, reconoced la humana miseria y deploradla, puesto que de ella misma sois partícipes. Para que nada falte, mi nombre, el cristiano que tuve en Portugal, fue Gabriel da Costa. Entre los judíos, ojalá que nunca me hubiera encontrado con ellos, ligeramente modificado, fui llamado Uriel.
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