Cecilia Abdo Ferez y Mariana de Gainza
Diego Tatián, Spinoza,
el don de la filosofía, Colihue, Buenos Aires, 2012, 216 pp.
“Spinoza –dijo
Pierre Macherey– nos obsesiona y nos acecha a la manera de un inconsciente
teórico que condiciona y orienta nuestras elecciones intelectuales y nuestros
compromisos efectivos, en la medida en que nos permite reformular una gran
parte de los problemas que nos ponemos”. Esta afirmación puede ser
extendida y considerada como la precisa descripción de un amplio campo de
lecturas contemporáneas de la filosofía de Spinoza, entre las cuales debe
contarse la lectura, o más bien, las lecturas de Diego Tatián. Porque en
los ensayos reunidos en este libro se comprueba que el autor lee a Spinoza de
muchas maneras distintas. Las maneras de Tatián, al mismo tiempo, coexisten con
la siempre reconocida diversidad existente de lecturas de Spinoza. Y sin
embargo, gran parte de esa variedad puede ser reunida bajo esa acepción del
“spinozismo” delineada por las palabras de Macherey: el spinozismo como
respuesta a algo que el nombre de Spinoza condensa, que obsesiona, acecha,
condiciona; algo que orienta elecciones intelectuales y compromisos efectivos,
que otorga una forma peculiar a inquietudes que son simultáneamente
ético-políticas y teóricas.
La obra spinoziana está alternativamente presente en
los ensayos de Diego Tatián como atmósfera especulativa que favorece la
producción de ideas, como estructura subyacente que explica una serie de
elecciones teóricas, como polo de una interlocución que acompaña
permanentemente la construcción conceptual y como carnadura teórico-política de
la imaginación que confía en horizontes precisos de felicidad colectiva. Esos
modos diversos de relación, asimismo, están al servicio del tratamiento de
ciertos temas recurrentemente presentes en las reflexiones de Diego Tatián,
desplegados por una escritura que es a la vez filosófica y literaria. A Tatián
le interesa Spinoza en cuanto Spinoza expresa privilegiadamente lo que podría
llamarse “un pensamiento de los márgenes”: márgenes comunitarios, márgenes
religiosos, políticos y filosóficos. En la conexión entre esa marginalidad y
una potente aspiración universalista se hilvanan ciertas inquietudes que Diego
Tatián una y otra vez actualiza: cómo se entretejen las biografías y los
pensamientos, cómo se iluminan recíprocamente fragmentos de historia y textos
filosóficos, cómo se articulan el discurrir libre de la reflexión y la amistad,
la amistad y la vida comunitaria. En la elección de sus temas, se refleja
siempre la simpatía por las combinaciones de radicalidad, prudencia y
generosidad que destellan entre herejes del pensamiento, libertinos, artistas y
luchadores de diversa índole. La política es el arco que tensiona, asimismo,
todas sus indagaciones, las cuales van paulatinamente diseñando, en el elemento
especulativo que Spinoza provee, los contornos experimentales de una poética
política del amor intelectual por las cosas del mundo, de una ética política
del buen vivir y de una filosofía política del estado democrático.
Podemos decir que, de manera general, los ensayos del
libro que estamos presentando se orientan por un interés teórico-político
concreto: el de mostrar el contenido filosófico de la democracia y el contenido
democrático de la filosofía. En este sentido, este es un libro sobre la
democracia, siempre que se entienda por democracia ese enigma al que los
colectivos se someten y por el cual también someten, cada tanto, a las
constituciones políticas, para recordarles que no son autosuficientes ni
inmutables. La democracia, ese enigma revelado de todas las constituciones
políticas, como decía Marx (el Marx spinozista), aparece en el libro de
Tatián como una disposición comunitaria que involucra de manera prioritaria y
urgente cierta “política de la lengua”.
Así, Diego Tatián habla de democracia en tanto de ella
dicen algo la filosofía, la gramática, la lengua popular y las muchas
estrategias de que disponen los hombres para vivir y pensar en ese elemento
incómodo que conforman las tradiciones, los usos comunes de las palabras, los
debates con los vivos y con los ausentes. La democracia parece ser entonces una
articulación compleja de trabajos que se realizan con el lenguaje y sus usos. Y
si se entiende además a la lengua como aparato político, la democracia también
implica trabajar sobre la gramática, sobre lo más solidificado y estricto,
sobre lo que sirve de andamiaje para la circulación de toda forma posible de
comunicación –es decir, sobre aquello que, como dice Spinoza en su tratado de
gramática hebrea, permite nombrar las frutas, las aves y las plantas que hacen
al lugar y a la forma en que un pueblo se comunica; aquello que, por supuesto,
también puede morir y corromperse.
Este trabajo sobre las lenguas y sus formas
compulsivas hace de Spinoza el militante de una “causa” en la que el mismo
Diego Tatián se incluye. Cuando Spinoza se enteró de que pretendían traducir al
holandés el Tratado Teológico Político, pide que no lo hagan, aduciendo que lo
pide “por él y por la causa”. ¿Qué causa?, se pregunta Tatián, y contesta: “Una
militancia intelectual colectiva, que tratamos de seguir, cuyo centro es una
política de la lengua”, una política que busca la popularización de ideas
radicales, una batalla por “la penetración de ideas radicales en el pueblo”. Si
el autor podría parecer aquí un iluminista, en verdad no lo es, porque un
iluminista se sabe poseedor de un mensaje, sabe de antemano qué es lo que va a
comunicar –y éste no es el caso en esta causa.
Esa relación compleja con las lenguas populares
manifiesta en la reticencia de Spinoza a traducir al holandés su Tratado,
permite comprender que “la causa” involucra una idea acerca de la popularización
de ideas radicales que exige mediaciones, estrategias, tiempos: una
popularización tan dinámica como el contexto y la propia radicalidad que la
procura exigen que sea, pero que a la vez demanda cautela, calma, prudencia y
atención a lo que un contenido subversivo solicita. Este contenido subversivo,
justamente para no dejar de serlo, tiene que cambiar según formas que cambian:
en este caso, según formas populares, con contenidos que en algunos tiempos
parecen reformistas, en otros conservadores, en otros espontaneístas. Y porque
“la causa” sabe reconocerse en el tiempo y, a la vez, intemporal, será llevada
por muchos como si portaran un secreto sin contenido inmutable ni forma
predeterminada.
En la senda de esa militancia colectiva “que tratamos
de seguir”, que involucra estrategias, tomas de posiciones, rectificaciones, un
querer comunicar y a la vez, redefinir siempre el cómo y el qué,
el recorrido de Tatián incorpora tanto Marx como el marxismo de la segunda
mitad del siglo XX. Es Althusser quien dice que su estrategia con el partido
comunista fue la misma que Spinoza había asumido en relación a los teólogos y a
los cartesianos de su tiempo. Y así como Spinoza empezó a hablar de Dios, para
discutir con esos adversarios dentro de su terreno buscando desactivarlos,
Althusser empezó a hablar del objeto sagrado del Partido, y se volvió entonces
más marxista que los marxistas: se alojó en Marx.
En virtud de esas incorporaciones, parecería que el
spinozismo, aquel nombre con el que hablábamos solapadamente de democracia y de
los aparatos políticos de la lengua, se hubiera transformado en una lengua de
combates y adversarios y estrategias. Pero, como se sabe, los combates se
pueden perder; y entonces, el spinozismo también puede asumir la forma de
“refugio” –terrible palabra con la que Chantal Jacquet alude al alojamiento de
muchos marxistas en el spinozismo. En palabras de la autora francesa que Tatián
cita, “Spinoza no busca inventar un hombre nuevo, de una naturaleza diferente,
proyecto que desemboca generalmente en prácticas totalitarias. Esta es la razón
por la que su pensamiento pudo servir de refugio a ciertos filósofos marxistas
que ya no se reconocen en las teorías revolucionarias después del periodo
estalinista y su desfile de purgas, de muertes, y de campos de rehabilitación”.
¿Será entonces Spinoza la “plaza fuerte” elegida para
volver a hablar de algún modo después de la derrota? ¿Asume ahora Spinoza el
lugar que antes tuvo Dios o Marx, en las estrategias mismas de Spinoza y
Althusser? ¿Aquella plaza que ocupamos para “darla vuelta”, para “dirigir los
cañones” contra las nuevas formas de adversario? ¿Pero qué refugio pueden ser
Dios, Marx, o Spinoza, si hay tantos como interpretaciones posibles y en última
instancia, no sabemos lo que son? Esta filosofía no tiene seguridades ni corpus
y, por eso, puede ser capturada por las ideologías de la alegría y
denostada como chirle por los fundamentalistas. Y lo que es peor, su objeto
democrático no está disponible, es decir, se rehúsa justamente a ser su objeto:
ella intenta radicalizar las lenguas populares, pero se sabe siempre e
irremediablemente ajena a esas lenguas, y sin embargo, no deja de querer
acoplárseles, en círculo incesante de variación de lo mismo.
Trabajo de subversión crítica, entonces, y cautela. La
cautela exigida por “la causa” también es replicada por Tatián desde otro punto
de vista: en cuanto “investigador” que defiende una necesaria “prudencia en la
interpretación”. Así, en sus ensayos cada aseveración histórica es matizada por
alguna línea interpretativa divergente, que no permite clausurar ninguna
sentencia. En el contexto de la singular hermenéutica filosófica que pone en
práctica, Diego Tatián va tejiendo caminos interpretativos, mostrando
simultáneamente las bifurcaciones que se abren al andar –sin proferir juicio
acerca de su plausibilidad, dejando simplemente que hablen voces alternativas;
lo que implica una doble generosidad, con los otros intérpretes convocados y
con el lector, a quien se le ofrecen una variedad de elementos para que pueda
ir elaborando sus propias conclusiones. Al mismo tiempo, el rigor académico no
debe ser un obstáculo para la sensibilidad, que es la que habilita una lectura
dispuesta a dejarse transformar por la experiencia lectora. Y si esa
sensibilidad permite que se produzca el encuentro entre experiencias disímiles
que, conjugadas, pueden “aportar alguna lucidez a los asuntos humanos”, el
medio expresivo más adecuado para dar cuenta de esos “encuentros” es el ensayo,
aquel que otorga la libertad que la curiosidad de Diego Tatián requiere para
expandirse por diversos parajes filosóficos, literarios, históricos.
Parajes por los que muchas veces se interna,
simplemente, acompañando una palabra. Porque, como él mismo dice, “hay palabras
en un texto de filosofía que nos afectan de una manera muy misteriosa, tal vez
por su rareza, su simple grafía o una promesa que creemos advertir en ella,
antes que por su significado estricto”. Arrastrado por raras palabras,
entonces, como Acquiescentia, o simplemente atendiendo a los matices
presentes en el hecho de hablar de conservatio, utilitas o generositas,
Tatián desarrolla análisis que denotan, en simultáneo, pasión por la historia
real y compenetración poética con los textos. Capitalizando por lo general esos
despliegues filológicos en la dirección de cierto preciso interés que,
indisociable de su interés por la cuestión democrática, atraviesa desde el
inicio sus lecturas spinozianas: la construcción de una analítica del
sentimiento que, por decirlo así, mide cualitativamente cada afecto,
ubicándolo en un crisol que se revela en última instancia como la materia
del mundo. Al mismo tiempo, sus análisis de las pasiones tienden a evitar
la posible inclinación hacia cierto humanismo cándido, produciendo
oportunamente los desajustes que nos permiten entrever, en todo caso, un
humanismo descentrado (el reconocimiento es irrecíproco, la reciprocidad
no es equivalencia, el amor no es personal ni busca correspondencia:
sustantivos fuertes y muy connotados son, de esta manera, balanceados por
adjetivaciones que los corren de eje).
Pero Diego Tatián también ejercita un descentramiento
de los géneros. Así, apartándose de los cánones consagrados de las perspectivas
de la “recepción”, no se comprueba en su trabajo nada parecido a lo que
comúnmente se hace bajo esos auspicios metodológicos. No se verifica en la
recepción díscola que practica Tatián el efecto neutralizador que suelen
producir las contextualizaciones históricas de la circulación de una obra,
frente a lo indómito de un contenido que necesariamente excede lo que una
historia de las ideas puede fijar. Tampoco se independiza, en su trabajo, el
suministro de datos bajo la forma de una cronología sobreestimada en su
carácter explicativo, sino que siempre domina, en el presente de la
investigación, aquel valor de uso ligado a lo que hoy se puede
hacer con los textos del pasado “que nos interpelan de manera existencial”. Y
puesto que se supone que los diversos lectores responden a su manera a algo que
en una obra, como decíamos al principio, obsesiona, acecha, condiciona, es que
puede pensárselos como conformando una comunidad. Una comunidad que produce un
efecto multiplicador de los tiempos.
Lo que Diego Tatián busca son “marcas”, huellas,
señales. Rastros perdidos que, entonces sí, son interrogados con “prudencia
historiográfica” pero también con imaginación y sensibilidad poética. En ese
sentido, su vocación es más bien la de un coleccionista. Así, puede
aplicarse al trabajo de Tatián el comentario benjaminiano: “el coleccionista le
enseña al teórico”. Y su explicación: el objeto de una ciencia histórica no
está formado “por un ovillo de facticidades puras, sino por el grupo contado de
hilos que representan la trama de un pasado en el tejido del presente”. Los
sentidos de Diego Tatián están siempre al acecho de los ecos desparramados de
un nombre: Spinoza (o de alguna remisión “codificada” a él: panteísmo). Y
cuando escucha casualmente uno de esos ecos, empieza su trabajo de investigador
fervoroso. Va tirando de esos hilos perdidos en geografías improbables, y
reconstruye posteridades spinozianas impensadas, siguiendo un particular método
de “composición de curiosidades”.
A Tatián le interesan diversas “recepciones” de
Spinoza; y en particular, su “recepción” en Argentina. Se adivina cierto afán
de exhaustividad, pero lo que él hace se aleja mucho de la reconstrucción
metódica de un ciclo de influencias. Así, en esos itinerarios trazados por
Diego Tatián, nos encontramos por ejemplo con Sarmiento en una faceta
desconocida: como miembro de una comisión Internacional formada para conmemorar
el bicentenario de la muerte de Spinoza, probablemente a instancias de un
científico holandés radicado en aquella Córdoba decimonónica “clerical,
monástica, españolista y contrarrevolucionaria”, para participar de los
proyectos para el desarrollo científico nacional promovidos a su vez por
Sarmiento. Y nos encontramos también con Lisandro de la Torre, como escritor de
un “Tratado Teológico Político argentino” –dice Tatián– donde Spinoza, cuya
presencia puede ser adivinada tras “la palabra-signo panteísmo, no es
sin embargo mencionado”. El TTP, entonces, aparece en esos textos del
santafecino a la manera de un inconsciente político, “como si se tratara de
una lectura antigua y olvidada que no obstante tracciona la argumentación desde
una indeterminada memoria convertida con el tiempo en una manera de concebir el
mundo y una inspiración permanente”.
Y se aleja asimismo Tatián de cualquier idea común de
recepción, cuando en momento, siguiendo de manera explícita la idea de Benjamin
de hacer un libro sólo con citas, articula frases encomilladas, uniendo en una
composición imposible lo que otros dijeron, en la Argentina, sobre Spinoza (sobre
cada uno de sus Spinozas). Y entonces aparece desde un Lugones que lo vuelve
positivista, o un Korn que lo lee evangélico, o un Astrada que lo hace ateo,
hasta un Kaminsky que lo prefiere apasionado, o una Diana Sperling que lo
subraya judío, o un Borges al que Spinoza siempre acecha, o un Horacio González
que lo matematiza (y lo des-matematiza), haciendo a la vez a su verdad más
debedora de la locura que de las matemáticas. Pero el procedimiento, tiene
siempre a Diego Tatián como conector, entre los fines de unas comillas y los
inicios de las próximas, en las contradicciones que se ofrecen, en la selección
de los nombres. Y entonces, él, que ya confesó la causa a la que pertenece, se
dice vacilante, o mejor, un mimo, alguien que muestra al público sus pinturas,
su ropaje y empieza a ser quien se ofrece como ventrílocuo de los otros. La
filosofía de Spinoza, entonces, sí se vuelve una gramática del don, de lo que
circula, de lo que no rehúsa el nombre propio, y no rehúsa tampoco proseguir la
búsqueda de muchos otros esquivos. Esas búsquedas, las de las democracias
posibles, las de los sujetos imposibles, las de las intervenciones que quieren
serlo sin saber de antemano contenidos ni formas y que asumen, hoy, y a pesar
de todo, el desafío del universalismo, hacen de este libro una muestra más de
una causa en la que queremos estar casi todos, como sea que nos exceda.
Anacronismo e irrupción, vol. 2, no.
2, Buenos Aires, mayo-noviembre 2012, pp. 219-226.
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