Sergio Spinoza
Proa
Probablemente
sea Martin Heidegger el borde extremo de Hegel. En Ser y tiempo intenta sustituir con el Dasein una Autoconciencia entretanto medio echada a perder. El ser
está ante el Dasein como el muro de
concreto frente al prisionero: éste ni siquiera lo nota. El sujeto está ante su
presencia, que es el desfallecer, o, si queremos, el desvivirse. Mientras Hegel
cree en la modernidad, Heidegger ya está más bien despidiéndose de ella. Pero ambos
pertenecen al mismo tiempo, a la misma época. Ambos gritan: ¡presente! cuando
el ser o el espíritu los invoca. El ser,
en uno y otro caso, es el poder (de)
ser. En Hegel es el Devenir (del Espíritu), en Heidegger es la Nada (la
mortalidad). ¿Qué hace Spinoza en medio de ellos? Es una de las apuestas de
Negri: lo vacío de Heidegger frente a la
plenitud de Spinoza. El ente como lo muerto frente al ente como la fuerza
constituyente de la vida (o de la materia, para ser más exactos). Son lo
contrario: uno piensa el ser como
ausentándose del ente, el otro como eternamente presente. ¿Quién es más
moderno? La tesis de Negri --que elabora a partir de Nietzsche-- es que ambos
destruyen la modernidad: uno por defecto, otro por exceso. El nexo viene dado por la negativa a la autarquía del individuo: cada
ser humano es "con". Pero hasta allí. El de Ámsterdam es un
pensador de la alegría; el de Messkirch, un pensador demasiado serio: aquél
sólo apuesta por la vida, éste sólo apuesta por la muerte. "Estas son las dos diferentes formas del 'ser fenomenológico' en
el horizonte exclusivo de la inmanencia del 'adentro'. Por un lado, la razón y
el afecto como construcción de ese ser; por el otro, la Entschlossenheit y el 'cuidado' como experiencia de sujeción a un
ser que se revela como alienación y como nada" (p. 75). Lo que tienen
en común es justamente su retorno a la tierra, su voluntad de inmanencia. De
ahí en fuera, cada uno toma caminos opuestos. Lo interesante, después de todo,
es comprender cómo se construye ese
"con", ese nosotros que Spinoza articula no en individuos inmutables
--intragables e intratables-- sino en
singularidades. Es el paso de lo singular a la multitud: el
"pueblo" no cambia; la multitud sí. Y cambia porque, siempre según
Negri, hay un "plus", un excedente en el ser singular, que no desea
estar a solas. El ser humano se perfecciona si a su lado hay personas valiosas,
generosas, libres, no envidiosas ni vengativas. ¡Fácil! Pero tal es el secreto
de la singularidad: no ser sujetos miserables. El singular se nutre de la gente
haciéndola crecer. La singularidad es
una subjetividad en situación. Por eso, y no porque sea una referencia
explícita en su obra, Foucault establece analogías con Spinoza. Sólo desde ahí
es posible una ciencia social, cuya unidad de medida universalmente admitida es
el individuo. Bien entendido que Negri ofrece una definición muy restrictiva de
modernidad: el reino del individualismo posesivo. ¿Nos ajustamos a ella? Si lo hacemos,
concordaremos necesariamente: sólo los liberales (y neoliberales) son modernos.
El resto, como la inmensa mayoría en esta civilización, somos modernos (o
cristianos) nominales. Tales son las consecuencias del panteísmo spinozista: el reconocimiento de la fuerza humana para
enderezar la vida. Nuestras vidas, que ya es mucho. No deja de
experimentarse, a pesar de todo, cierto malestar: Negri es demasiado entusiasta
con el de Rijsburg. ¡No le hace ningún favor! Su idea de la progresión conatus-cupiditas-amor no es tan sobria
como uno esperaría. Pero provoca un consentimiento general: "Después de Spinoza, la historia de la
filosofía es historia de la ideología dialéctica. Con el disfraz dialéctico, la
tradición de la trascendencia y de la alienación teológica vuelve a levantar
cabeza" (Spinoza subversivo,
Akal, Madrid, 2000, p. 30). Innegable: Hegel es el principal cabecilla de esta
restauración. El pensamiento dialéctico
es una caída de intensidad, un dispositivo eclesial-académico diseñado para
debilitar, no para fortalecer a la razón (y no digamos aún nada del
positivismo cientificista). Con su
noción de devenir, la dialéctica obstaculiza la potencia del ser. Es lo que
fascina a Negri: el ser de Spinoza no requiere devenir para ser lo
suficientemente revolucionario. Insistamos por último en el carácter cuasi
religioso del fervor del teórico y militante italiano: si no hubiera existido
Spinoza habría que patentarlo. Lo fundamental es su apología del Amor, sin el
cual los pueblos no llegan al estatuto de la multitud y los individuos no
llegan jamás, ni con todas las nociones comunes del mundo, al estatuto de
singularidades. Es preciso remontar la modernidad, porque la presente está
claramente caduca. El punto de llegada del Spinoza subversivo es el siguiente: "Spinoza ha definido la libertad como
innovación y la innovación como libertad, y libertad e innovación como
constitución ontológica excedente, es decir, ha traducido el clinamen materialista de la antigüedad
clásica al lenguaje moderno de la producción. Tal vez, al igual que
Wittgenstein y Joyce, Spinoza nos ofrezca algún argumento para ir más allá de
la modernidad" (p. 158). No más allá del capitalismo; más allá de la
modernidad.
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