Leonora Carrington |
Hombres como éstos no se consagrarían a la creación de falansterios donde las vocaciones respondieran a las pasiones, comunidades de iguales, organizaciones económicas que distribuyen armoniosamente funciones y recursos. Para unir al género humano, no hay mejor vínculo que el de la inteligencia idéntica en todos. Ésta es la justa medida del semejante, que echa luz sobre la suave inclinación del corazón que nos lleva a ayudarnos mutuamente y a amarnos unos a otros. Es la inteligencia la que le brinda al semejante los medios para considerar la extensión de los servicios que puede esperar de su igual y preparar los medios para dar testimonio de su reconocimiento. Pero no hablemos a la manera de los utilitaristas. El principal servicio que el hombre puede esperar del hombre depende de esta facultad de comunicar el placer y la pena, la esperanza y el temor, para conmoverse recíprocamente:
‘Si los hombres no tuvieran esta facultad, una facultad igual en todos, de conmoverse, de enternecerse recíprocamente, se convertirían muy rápido en extraños unos respecto de otros; se dispersarían al azar por el planeta y las sociedad se disolvería. … El ejercicio de esta potencia es a la vez el más dulce de todos nuestros placeres y la más imperiosa de todas nuestras necesidades’.
No preguntemos entonces cuáles serían las leyes de ese pueblo de sabios, sus magistrados, sus asambleas y tribunales. El hombre que obedece a la razón no tiene necesidad de leyes ni de magistrados. Los estoicos ya lo sabían: la virtud que se conoce a sí misma, la virtud de conocerse a sí mismo es la potencia de todas las demás virtudes. Pero nosotros sabemos que esa razón no es privilegio de los sabios. No hay más insensatos que quienes sostienen la desigualdad y la dominación, aquellos que quieren tener razón. La razón comienza allí donde se detienen los discursos ordenados con el fin de tener razón, allí donde la igualdad es reconocida: no una igualdad decretada por la ley o por la fuerza, no una igualdad recibida pasivamente, sino una igualdad en acto, verificada en cada uno de los pasos de esos caminantes que, en su atención constante en sí mismos y en su revolución sin fin en torno a la verdad, encuentran frases adecuadas para hacerse comprender por los demás.
Es necesario, pues, invertir las preguntas de los burlones. ¿Cómo –preguntan-- es pensable algo como la igualdad de las inteligencias? ¿Y cómo esta opinión podría instalarse sin provocar el desorden de la sociedad? Habrá que preguntar a la inversa, ¿cómo es posible la inteligencia sin la igualdad? La inteligencia no es potencia de comprender que se encargaría por sí misma de comparar su saber con su objeto. Es potencia de hacerse comprender que pasa por la verificación del otro. Y sólo el igual comprende al igual. Igualdad e inteligencia son sinónimos, tanto como razón y voluntad. Esta sinonimia que funda la capacidad intelectual de cada hombre es también la que vuelve a una sociedad posible en general. La igualdad de las inteligencias es el vínculo común del género humano, la condición necesaria y suficiente para que exista una sociedad de hombres. ‘Si los hombres se consideraran como iguales, la constitución se haría rápidamente’. Es verdad que sabemos que no nos consta que los hombres sean iguales. Decimos que puede ser que lo sean. Es nuestra opinión y nos encargamos, junto con quienes piensan como nosotros, de verificarla. Pero también sabemos que ese puede ser es justamente aquello por lo cual es posible una sociedad de hombres.
Fuente: Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, trad. Claudia E. Fagaburu, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2007, pp. 95-98.
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