Leonora Carrington |
Desde Platón hasta
nuestros días hay una palabra que resume la preocupación del filósofo ante la
política, esta palabra es «justicia». La pregunta que el filósofo le hace a la
política es la siguiente: ¿puede existir una política justa? ¿Una política que
le haga justicia al pensamiento? Entonces, tenemos que partir de lo siguiente:
la injusticia es clara, la justicia es oscura, pues el que sufre la injusticia
es su testigo irrecusable, pero ¿quién será el testigo de la justicia? Hay un
efecto de la injusticia, un sufrimiento, una rebelión. Por el contrario, nada
marca a la justicia, la que no se presenta ni como espectáculo, ni como
sentimiento.
En consecuencia,
¿debemos resignarnos a decir que la justicia es sólo la ausencia de injusticia?
¿Se trata de la neutralidad vacía de una doble negación? No lo creo.
Tampoco imagino que la
injusticia esté del lado de lo sensible, o de la experiencia, o de lo
subjetivo, y que la justicia se ubique del lado de lo inteligible, o de la
razón, o de lo objetivo. La injusticia no es el desorden inmediato del que la
justicia sería el orden ideal.
«Justicia» es una
palabra de la filosofía. Si, al menos, como es necesario, dejamos de lado su
significado jurídico, teñido de policía y magistratura. Pero esta palabra de la
filosofía existe bajo una condición. Está condicionada por la política. Pues la
filosofía se sabe incapaz de realizar en el mundo las verdades que testimonia.
Incluso Platón sabe que para que haya justicia es necesario que el filósofo sea
el rey pero que justamente no depende en absoluto de la filosofía que este
reinado sea posible. Esto depende de la circunstancia política, que es siempre
irreductible.
La abrumadora mayoría
de las políticas empíricas no tienen nada que ver con la verdad, lo sabemos.
Organizan una especie de mezcla repugnante de poder y opiniones. La
subjetividad que animan estas políticas es la de la reivindicación y el
resentimiento, la de la tribu y el lobby del nihilismo electoral y de la
confrontación ciega entre las comunidades. De todo eso la filosofía no tiene
nada que decir, pues la filosofía sólo piensa en el pensamiento. Ahora bien,
estas políticas se presentan explícitamente como no pensamientos. El único
elemento subjetivo que les interesa es el del interés.
Algunas políticas en
la historia han tenido o tendrán una relación con una verdad. Una verdad de lo
colectivo como tal. Son tentativas poco frecuentes, a menudo breves, pero son
las únicas bajo cuyas condiciones la filosofía puede pensar.
Estas secuencias
políticas son singularidades, no trazan ningún destino, no construyen ninguna
historia monumental. Sin embargo la filosofía discierne aquí un rasgo común.
Este rasgo es que estas políticas no requieren, de los hombres que se
comprometen con ellas, más que su estricta humanidad genérica. No aceptan de
ningún modo, en los principios de la acción, la particularidad de los
intereses. Estas políticas llevan a una representación de la capacidad
colectiva que pone a sus agentes en la más estricta igualdad.
¿Qué significa aquí
«igualdad? Igualdad significa que el actor político está representado bajo el
único signo de su capacidad propiamente humana. Ahora bien, el interés no es
una capacidad propiamente humana. Todos los seres vivientes tienen como
imperativo de subsistencia ocuparse de sus intereses. La capacidad propiamente
humana es el pensamiento, y el pensamiento no es más que aquello a través de lo
cual el trayecto de una verdad se apodera del animal humano y lo penetra.
Es así que una
política digna de ser interrogada desde la filosofía bajo la idea de justicia,
es una política cuyo único axioma general es: la gente piensa, la gente es
capaz de verdad. Es en este reconocimiento estrictamente igualitario de la
capacidad de verdad que piensa Saint-Just, cuando definió frente a la
Convención en abril de 1794, lo que él llama la conciencia pública: «Tened pues
una conciencia pública, pues todos los corazones son iguales por el sentimiento
del bien y del mal, y la conciencia pública se compone de la tendencia del
pueblo hacia el bien general». Y en una secuencia política completamente
diferente, durante la Revolución Cultural China, encontramos el mismo
principio, por ejemplo en la decisión de 16 puntos del 8 de agosto de 1966:
«Que las masas se eduquen en este gran movimiento revolucionario, que operen
ellas mismas la distinción entre lo que es justo y lo que no lo es».
De tal manera, una política
estará en relación con la verdad con tal que se funde en este principio
igualitario de una capacidad de discernimiento de lo justo o del bien, vocablos
todos que la filosofía aprehende bajo el signo de la verdad de la que es capaz
lo colectivo.
Es muy importante hacer notar que aquí «igualdad» no significa nada objetivo.
No se trata para nada de la igualdad de los status, de los ingresos, de las
funciones, menos aún de la supuesta dinámica igualitaria de los contratos o de
las reformas. La igualdad es subjetiva. Es la igualdad respecto de la
conciencia pública, para Saint-Just, o respecto del movimiento de masas
político, para Mao Tse Tung. Tal igualdad no constituye un programa social. Por
otro lado no tiene nada que ver con lo social. Es una máxima política, una
prescripción. La igualdad política no es lo que se quiere o proyecta, es lo que
uno declara a la luz del acontecimiento, aquí y ahora, como lo que es y no como
lo que debe ser. De igual manera que para la filosofía «justicia» no puede ser
un programa de Estado. «Justicia» es la calificación de una política
igualitaria en acto.
La dificultad de la
mayoría de las doctrinas de la justicia, es querer definirla primero y luego
buscar las vías de su realización. Pero la justicia, que es el nombre
filosófico de la máxima política igualitaria, no puede ser definida. Porque la
igualdad no es un objetivo de la acción, es un axioma. No hay política ligada a
la verdad sin la afirmación -afirmación que no tiene ni garantía ni prueba- de
una capacidad universal para la verdad política. El pensamiento en este punto
no puede tomar la vía escolástica de las definiciones. Debe seguir la vía de la
comprensión de un axioma.
«Justicia» no es más
que una de las palabras con la que una filosofía intenta apoderarse del axioma
igualitario inherente a una secuencia política verdadera. Y el axioma en sí
mismo está dado por enunciados singulares característicos de la secuencia, como
en la definición de la conciencia pública de Saint-Just, o la tesis de la
autoeducación inmanente del movimiento de masas revolucionario sostenida por
Mao.
La justicia no es un
concepto del que deberíamos buscar en el mundo empírico realizaciones más o
menos aproximadas. Concebida como operador para capturar una política
igualitaria, que es la misma cosa que una política verdadera, la justicia
designa una figura subjetiva, efectiva, axiomática, verdadera, inmediata. Es lo
que da toda su profundidad a la sorprendente afirmación de Samuel Beckett en Comment c'est: «En todo caso, estamos en
la justicia, nunca oí decir lo contrario». En efecto, la justicia, que captura
el axioma latente de un sujeto político, designa necesariamente no lo que debe
ser sino lo que es. El axioma igualitario está presente en los enunciados
políticos o no lo está. Y en consecuencia, estamos en la justicia o no estamos
allí. Lo que también quiere decir hay política, en el sentido que posibilita
que la filosofía confronte con ella su pensamiento, o no la hay. Pero si hay, y
uno está en relación inmanente con ella, entonces estamos dentro de la
justicia.
Toda aproximación en
términos de definición y programática de la justicia, hace de ella una
dimensión de la acción del Estado. Pero el Estado no tiene nada que ver con la
justicia, porque el Estado no es una figura subjetiva y axiomática. El Estado
como tal es indiferente u hostil a la existencia de una política que se vincule
a las verdades. El Estado moderno no apunta sino al cumplimiento de ciertas
funciones a modelar un consenso de opinión. Su dimensión subjetiva sólo consiste
en transformar en resignación o resentimiento la necesidad económica, es decir,
la lógica objetiva del Capital. Es la razón por la cual toda definición
programática o estatal de la justicia la transforma en su contrario: la
justicia se transforma entonces en el efecto de la armonización del juego de
los intereses. Pero la justicia, que es el nombre teórico de un axioma de
igualdad, reenvía necesariamente una subjetividad enteramente desinteresada.
Podemos decirlo
simplemente: toda política de emancipación o política que prescribe una máxima
igualitaria, es un pensamiento en acto. Pero el pensamiento es el modo propio
por el cual un animal humano es atravesado y sobrepasado por una verdad. En una
semejante subjetivación el límite del interés es atravesado de manera tal que
el proceso político en sí mismo es allí indiferente. Es entonces necesario como
lo muestran todas las secuencias políticas que conciernen a la filosofía, que
el Estado no pueda reconocer nada, en ese proceso, que le sea propio.
El Estado es en su ser
indiferente a la justicia. Inversamente, toda política que es un pensamiento en
acto lleva consigo, en proporción a su fuerza y tenacidad, graves
perturbaciones al Estado. He aquí por qué la verdad política se muestra siempre
en la puesta a prueba y en la perturbación.
De allí se concluye
que la justicia, lejos de ser una categoría posible del orden estatal y social,
es lo que nombra los principios del obrar en la ruptura y en el desorden. Aún
para Aristóteles, para quien su única finalidad es la de una ficción de la
estabilidad política, declara desde el comienzo del libro V de su Política: «En general, en efecto, quien
busca la igualdad se subleva». Pero la concepción de Aristóteles es aún
estatal, su idea de igualdad es empírica, objetiva, definicional. El verdadero
enunciado filosófico sería, en todo caso: los enunciados políticos portadores
de verdad surgen aIlí donde defecciona todo orden estatal y social. La máxima
latente igualitaria es heterogénea al Estado. Es entonces siempre en la
perturbación y el desorden que se afirma el imperativo subjetivo de la
igualdad. Lo que la filosofía nombra «justicia» capta el orden subjetivo de una
máxima en el desorden ineluctable al que este orden expone al Estado de los
intereses.
Finalmente, ¿qué
quiere decir pronunciarse filosóficamente, aquí y ahora, sobre la justicia?
Se trata, en primer término, de saber a qué políticas singulares uno se
refiere, que valga el esfuerzo de intentar captar su pensamiento propio, con
los recursos del aparato filosófico, del cual la palabra «justicia» es una de
sus piezas.
En el mundo confuso y
caótico de hoy donde el Capital parece triunfar desde el interior mismo de su
propia debilidad, y en el que lo que es se fusiona miserablemente con lo que
puede ser, no será una tarea fácil. Identificar los raros momentos en que se construye
una verdad política, sin dejarse desanimar por la propaganda del
capital-parlamentarismo es de por si un ejercicio tenso del pensamiento. Aún
más difícil resulta intentar ser fiel en el orden del «hacer-de-la-política»,
encontrando en los enunciados de nuestra época algún axioma igualitario.
Se trata, luego, de
captar filosóficamente las políticas en cuestión, que sean del pasado o de hoy.
El trabajo, es pues, doble.
1. Examinar sus
enunciados; sus prescripciones y despejar el núcleo igualitario con su
significación universal.
2. Transformar la
categoría genérica de «justicia» sometiéndola a la prueba de esos enunciados
singulares, de un modo propio, siempre irreductible, por el cual ellos conducen
e inscriben en la acción el axioma igualitario.
Por fin, es necesario
mostrar que, transformada de este modo, la categoría de justicia designa la
figura contemporánea de un sujeto político. Y es de esta figura que la
filosofía asegura, bajo sus propios nombres, la inscripción en la eternidad de
lo que nuestro tiempo es capaz.
El sujeto político tuvo varios nombres. Se lo llamó el ciudadano, no, por
supuesto, en el sentido del elector de un concejal municipal, sino en el
sentido del ciudadano del batallón de los Piques, de las milicias populares. Se
lo llamó en otra época el revolucionario profesional. Se lo ha llamado el
militante de las situaciones de masas. Estamos en un momento en que su nombre
ha quedado suspendido, un momento en que es necesario encontrar el nombre.
Esto equivale a decir que si disponemos de una historia, sin continuidad ni concepto, de lo que «justicia» ha podido designar, no sabemos claramente lo que ella designa hoy Lo sabemos abstractamente, porque «justicia» significa siempre la captura filosófica de un axioma igualitario latente. Pero lamentablemente esta abstracción es inútil. Puesto que el imperativo de la filosofía es el de capturar el acontecimiento de las verdades, su novedad, su trayectoria precaria. No es el concepto lo que la filosofía orienta hacia la eternidad como dimensión común del pensamiento. Es el proceso singular de una verdad contemporánea. Es de su propio tiempo que una filosofía intenta evaluar si soporta sin ridículo y escándalo la hipótesis de su Retorno eterno.
Esto equivale a decir que si disponemos de una historia, sin continuidad ni concepto, de lo que «justicia» ha podido designar, no sabemos claramente lo que ella designa hoy Lo sabemos abstractamente, porque «justicia» significa siempre la captura filosófica de un axioma igualitario latente. Pero lamentablemente esta abstracción es inútil. Puesto que el imperativo de la filosofía es el de capturar el acontecimiento de las verdades, su novedad, su trayectoria precaria. No es el concepto lo que la filosofía orienta hacia la eternidad como dimensión común del pensamiento. Es el proceso singular de una verdad contemporánea. Es de su propio tiempo que una filosofía intenta evaluar si soporta sin ridículo y escándalo la hipótesis de su Retorno eterno.
¿El Estado
contemporáneo de las políticas es tal que la filosofía puede comprometer allí
la categoría de justicia? ¿No se arriesga a tomar gato por liebre, de repetir
la pretensión vulgar de los gobiernos de hacer justicia? Cuando se ve a tantos
«filósofos» intentar apropiarse de los esquemas estatales, tan poco pensantes
como: Europa, la democracia, en su sentido capital-parlamentario, la libertad
en su sentido de pura opinión, los nacionalismos vergonzosos o el culto de las
comunidades, cuando vemos a la filosofía prosternarse ante los ídolos del día,
se puede evidentemente ser pesimista.
Pero, después de todo,
las condiciones de ejercicio de la filosofía siempre han sido rigurosas. Las
palabras de la filosofía, porque sus condiciones no fueron firmes, siempre
fueron desviadas y dadas vuelta. Hubo en nuestro siglo intensas secuencias
políticas. Hay fieles a esas secuencias. Aquí o allá, en situaciones aún
incomparables, algunos enunciados envuelven de manera inflexible e insumisa el
axioma igualitario.
El derrumbe de los
estados socialistas tiene en sí mismo una dimensión positiva. Es cierto, se
trata de un puro y simple derrumbe. Ninguna política digna de ese nombre ha
tenido allí la menor participación. Y desde entonces esa vacuidad política no
deja de engendrar monstruos. Pero esos Estados terroristas encarnaban la última
ficción de una justicia dotada de la solidez de un cuerpo. De una justicia que
sería la forma de un programa gubernamental. El derrumbe da cuenta del absurdo
de semejante representación. Quedan así, tanto justicia como igualdad,
liberadas de toda incorporación ficticia. Restituidas a su ser que es a la vez
volátil y obstinado, de prescripción libre, de pensamiento activo a partir y en
dirección de un colectivo captado por su verdad. El derrumbe de los Estados
socialistas enseña que las vías de la política igualitaria no pasan por el
poder del Estado. Que se trata de una determinación subjetiva inmanente, de un
axioma del colectivo.
Después de todo, desde
Platón y su desdichada expedición a Sicilia hasta las aberraciones
circunstanciales de Heidegger, pasando por las relaciones pasivas de Hegel y
Napoleón, y sin olvidar que la locura de Nietzsche era la de pretender «partir
en dos la historia del mundo», todo muestra que no es la historia masiva la que
autoriza a la filosofía. Es más precisamente aquello que Mallarmé llamaba «la
acción restringida».
Seamos políticamente
militantes de la acción restringida. Seamos en filosofía quienes eternizan, en
un montaje categorial en donde la palabra justicia permanezca esencial, la
figura de esta acción.
Muy a menudo se ha
querido que la justicia funde la consistencia del lazo social. Cuando en
realidad ella no puede nombrar sino los más extremos momentos de
inconsistencia. Ya que el efecto del axioma igualitario es el de deshacer los
lazos, des-socializar el pensamiento, afirmar los derechos del infinito y de lo
inmortal contra el cálculo de los intereses.
La justicia es una
apuesta sobre lo inmortal contra la finitud, contra el ser-para-la-muerte.
Puesto que es en la dimensión subjetiva de la igualdad que se declara, que
ninguna otra cosa tiene interés sino la universalidad de esa declaración y las
consecuencias activas que de allí se derivan.
Justicia es el nombre
filosófico de la inconsistencia estatal y social de toda política igualitaria.
Y aquí podemos reunir la vocación declarativa y axiomática del poema. Ya que es
Paul Celan quien sin duda da de lo que es necesario entender por «justicia» la
imagen más exacta, cuando escribe este poema con el cual puedo verdaderamente
concluir:
En las inconsistencias
apoyarse:
capirotazo
en el abismo, en los
borradores garabateados
el mundo comienza a murmurar, allí no te tiene
sino a ti.
borradores garabateados
el mundo comienza a murmurar, allí no te tiene
sino a ti.
Retengamos, en efecto, la
lección del poeta: en materia de justicia, donde es sobre la inconsistencia que
es preciso apoyarse, es verdad, verdadero como una verdad puede serlo, que ella
no te tiene sino a ti.
*Primera conferencia impartida en Buenos Aires, octubre de
1994, bajo la organización de Raúl Cerdeiras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario