28 julio, 2016

Sobre Spinoza

Louis Althusser

Althusser, Louis. “Sobre Spinoza”, en Elementos de autocrítica, Barcelona, Laia, 1975, pp. 44-56.


Si no fuimos estructuralistas, sí podemos decir ya por qué; por qué parecimos serlo, pero sin serlo, y por qué este singular malentendido. Fuimos culpables de una pasión fuerte y comprometedora: fuimos spinozistas.

¡Por supuesto, a nuestro modo, que no es el de Brunschvicg!; tomando del autor del Tratado teológico-político y de la Ética ciertas tesis que él nunca hubiera proclamado, pero que autorizaba. Pero ser un spinozista herético forma parte del spinozismo porque, ¿no ha sido acaso el spinozismo una de las mayores lecciones de herejía de la historia? En cualquier caso, y con muy raras excepciones, nuestros sagrados críticos, penetrados por su convicción y atormentados por la moda, no lo dudaron. La facilidad les perdió: ¡era tan fácil gritar a coro contra el estructuralismo! El estructuralismo está en todas partes y, como no es fácil encontrarlo en ningún libro, todo el mundo puede charlar de él. Pero Spinoza, hay que leerlo, y saber que existe: que existe aún hoy. Para reconocerlo, hay que conocerlo al menos un poco.

Expliquémonos sobre este asunto en pocas palabras. Pues, casar el estructuralismo con el teoricismo, no proporciona apenas satisfacción y luces. Siempre quedará algo «en el cajón» en esta alianza: el formalismo, que es lo esencial del estructuralismo. Por el contrario, combinar el estructuralismo y el spinozismo puede esclarecer ciertos puntos y ciertos límites en la desviación teoricista de la que iratamos.

Pero veamos la gran objeción: ¿por qué haberse relacionado con Spinoza cuando no se trataba más que de ser simplemente marxista? ¿Por qué este rodeo?, ¿era necesario?, y si lo era, ¿a qué precio se pagó? El hecho es: nosotros realizamos este retorno en los años 1960-1965 y lo pagamos caro. Pero la cuestión no es ésta. La cuestión es: ¿qué puede significar esta cuestión?, ¿qué puede significar: ser simplemente marxistas (en filosofía)? Justamente si algo había probado yo (no era yo el único, pero las razones que di son casi todas actuales todavía) era que no es fácil ser marxista en filosofía. Tras haber rondado durante años textos enigmáticos y sus tristes comentarios, se hacía preciso tomar partido por una vuelta atrás y un retorno.

Nada de escandaloso. Y que no se invoquen solamente las contingencias de la autobiografía intelectual: todos partimos de un punto dado que no escogemos en absoluto; y para reconocerlo y conocerlo hay que haberlo dejado atrás a costa de muchos esfuerzos. Es el mismo trabajo filosófico el que está en cuestión: porque requiere por sí mismo el retroceso y el rodeo. ¿Qué otra cosa hizo Marx en todas las etapas de su interminable búsqueda, más que volver a Hegel, para deshacerse de él, más que reencontrarlo, para distinguirse de él y definirse? ¿Puede pensarse que esto haya sido un mero asunto personal, fascinación, liquidación y retorno de una pasión de juventud? En Marx sucede algo que trasciende al individuo: la necesidad para toda filosofía de pasar por el rodeo de otras filosofías para definirse y asirse a sí misma en su diferencia: en su división.

En realidad (cualesquiera que sean sus pretensiones) ninguna filosofía se da en el simple absoluto de su presencia, y menos que ninguna otra la filosofía marxista. No existe más que «trabajando» su diferencia con las otras filosofías, con las que pueden, por proximidad o contraste, hacer sentir, percibir, y comprender, a fin de ocupar sus propias posiciones. Así Lenin ante Hegel: tratando de aislar de los «desperdicios» y la «ganga» inutilizable, los «elementos» que pueden sostener su esfuerzo de definición diferencial. No hacemos más que empezar a ver claro en este principio necesario.[1] ¿Cómo negar que este procedimiento sea indispensable a toda filosofía, y lo sea a la misma filosofía marxista? Marx, lo hemos subrayado, no se contenta con el sólo rodeo a través de Hegel, sino que se relaciona constantemente, según sus propias palabras, por la insistencia de ciertas categorías, con Aristóteles, «este gran pensador de las formas». Y ¿quién puede negar que estos rodeos indispensables se han pagado a un precio teórico cuyas dimensiones todavía no podemos comprender, aunque sí lo sospechamos, y no comprenderemos más que trabajando sobre estos rodeos?

De la misma forma, guardando las debidas proporciones, nosotros en nuestra audacia o nuestra imprudencia, según se quiera, usamos a Spinoza. En nuestra historia subjetiva y en la coyuntura ideológica y teórica existente, este rodeo se impuso como una necesidad.

Si hace falta dar una razón, una sola razón, la razón de las razones, hela aquí: realizamos el rodeo a través de Spinoza para ver algo más claro en la filosofía de Marx. Conviene precisar: el materialismo de Marx nos obligaba a pensar su rodeo necesario a través de Hegel; realizamos el rodeo a través de Spinoza para ver más claro el rodeo de Marx a través de Hegel. Un rodeo, pues, pero sobre un rodeo. Un rodeo en el que estaba en juego nada menos que: comprender un poco mejor en qué y bajo qué condiciones puede ser materialista y crítica una dialéctica tomada de los capítulos «más especulativos» de la gran lógica del Idealismo Absoluto (con las reservas faltas de comprensión también de la «inversión» y de la «desmitificación»). Este extraño y enigmático cruce de materialismo e idealismo se había producido ya una vez en la historia bajo otras formas (en las que Hegel se reconoció), dos siglos antes en condiciones sorprendentes: ¿en qué podría haber sido materialista y crítica esta filosofía de Spinoza, que aterrorizaba en su época, que comenzaba «no por el espíritu, no por el mundo, sino por Dios»? En la repetición anticipada de Hegel por Spinoza y creímos discernir bajo qué condiciones una filosofía podía, bajo sus proclamaciones y su silencio, independientemente de su forma, o todo lo contrario, por su misma forma, es decir, por el dispositivo teórico de su tesis, o sea, por sus posiciones, producir efectos propios que sirvieran al materialismo.

De aquí emanaron algunos destellos de luz acerca de qué pueda ser la filosofía, esto es, una filosofía, y acerca del materialismo. De ahí otros varios destellos.

Hablaba de Hegel y de la gran lógica. Justamente. Hegel empieza por la lógica, «Dios antes de la creación del mundo». Pero como la lógica se aliena en la Naturaleza, que se aliena en el Espíritu, que se «acaba» en la Lógica, es un círculo que vuelve sobre sí mismo hacia el infinito sin comienzo. Las primeras palabras del comienzo de la Lógica lo dicen: el ser es la Nada. El comienzo establecido es negado: no hay comienzo, ni por tanto Origen. Spinoza empieza por Dios, pero es para negarlo como Ser (Sujeto) en la universalidad de su sola potencia infinita (Deus = Natura). Por lo cual Spinoza, como Hegel, rechaza toda tesis del Origen, de la Trascendencia, del «Más Allá», aun cuando aparezca disfrazada en la interioridad absoluta de la Esencia. Pero esta diferencia (pues la negación spinozista no es ni mucho menos la negación hegeliana) que en el vacío del Ser hegeliano se medita por la negación de la negación, la dialéctica de un Telos (Telos = Fin), que se eleva en la historia a sus Fines: los del Espíritu, subjetivo, objetivo y absoluto, Presencia absoluta en la transparencia. En tanto que el haber «comenzado por Dios» (y no por el Ser vacío) protege a Spinoza de todo fin, que, hasta cuando se «abre paso» en la inmanencia, es todavía figura y tesis de trascendencia. El rodeo a través de Spinoza nos descubre así en la diferencia una radicalidad de la que carece Hegel. En la negación de la negación, en la Aufhebung (= superación que conserva aquello que supera) nos permitirá descubrir el Fin: forma y lugar privilegiados de la dialéctica hegeliana.

¿Es necesario añadir que si Spinoza se niega todo uso del Fin, hace en cambio la teoría de su ilusión, necesaria y, por tanto, fundada? En el Apéndice al Libro I de la Ética, y en el Tratado teológico-político encontramos lo que sin lugar a dudas puede ser calificado de la primera teoría de la ideología con sus tres características: a) su «realidad» imaginaria; b) su inversión interna; y c) su «centro»: ilusión del sujeto. ¡Se objetará que es una teoría abstracta de la ideología! Convengamos en ello, pero encontrad algo mejor antes de Marx, que por su parte no ha sido nada charlatán al respecto, salvo en La ideología alemana, donde lo es en exceso. Y sobre todo: no basta con deletrear las palabras de una teoría, hay que ver cómo actúa, y puesto que es un dispositivo de tesis, lo que rechaza y lo que autoriza. La «teoría» de Spinoza rechazaba toda ilusión sobre la ideología, y sobre la primera ideología de esa época, la religión, identificándola como imaginaria. Pero al mismo tiempo se resistía a considerar la ideología como simple error o ignorancia desnuda, ya que fundaba el sistema de este imaginario sobre la relación de los hombres con el mundo «expresado» por el estado de sus cuerpos. Este materialismo de lo imaginario que abre el camino a una concepción sorprendente del Primer Género de Conocimiento: algo diferente de un «conocimiento», el mundo material de los hombres tal como viven, el de su existencia concreta e histórica. ¿Es esto abusivo? En algunos aspectos tal vez sí, pero no es menos cierto que se puede leer así a Spinoza. De hecho, así es como funcionan sus categorías en la historia del pueblo hebreo, de sus profetas, de su religión y de su política, donde se dibuja claramente el primado de la política sobre la religión en la primera obra que, después de Maquiavelo, haya ofrecido una teoría de la historia.

Pero, y esto es mucho más importante, esta teoría de lo imaginario llega más lejos. Criticando radicalmente la categoría central de la ilusión imaginaria en el sujeto, alcanzaba en el corazón a la filosofía burguesa que se construía desde el siglo xiv sobre el fondo de la ideología jurídica del Sujeto. El anticartesianismo resuelto de Spinoza funciona conscientemente sobre este punto y la famosa tradición «crítica» no entró en esta cuestión. Sobre este punto Spinoza se anticipaba a Hegel, pero llegaba más lejos. Pues Hegel, que criticó todas las tesis de la subjetividad, no regateó un lugar al Sujeto, no sólo en el «devenir-Sujeto de la Substancia» (por lo que «reprocha» a Spinoza el «error» de permanecer en la Substancia), sino en la interioridad del Telos del proceso sin Sujeto que realiza los designios y el destino de la Idea en virtud de la negación. De esta forma Spinoza nos descubre, entre el Sujeto y el Fin, la alianza que «mixtifica» la dialéctica hegeliana.

Así podría seguirse. Me contentaré con un último tema, del famoso verum index sui et falsi. Dije que nos parecía poder autorizar una concepción recurrente de la «ruptura». Pero no tenía únicamente este sentido. Afirmando que «lo verdadero se indica a sí mismo y a lo falso», Spinoza dejaba de lado el problema del «criterio de verdad». Si se pretende juzgar de la verdad que se detenta por un «criterio» cualquiera, uno se expone a ver reaparecer la cuestión bajo la forma del «criterio de ese criterio» y así hasta el infinito. Sea externo el criterio (adecuación del espíritu y de la cosa en la tradición aristotélica), o interno (la evidencia cartesiana) en cualquier caso puede ser rechazado, ya que no es más que la figura de una Jurisdicción o de un Juez que debe autentificar y garantizar la validez de lo Verdadero. Y en un mismo movimiento Spinoza deja de lado la tentación de la Verdad: en buen nominalista (el nominalismo podía ser entonces, y así lo ha reconocido Marx, la antecámara del materialismo) Spinoza habla clínicamente de lo verdadero. De hecho, la Verdad y la Jurisdicción del Criterio van siempre a la par, puesto que el criterio tiene siempre por función autentificar la Verdad de lo verdadero. Apartadas las instancias (idealistas) de una teoría del conocimiento, Spinoza sugería entonces que «lo verdadero» «se inicia a sí mismo» no como Presencia, sino como Producto, en la doble acepción del término «producto» (resultado del trabajo de un proceso que le descubre), como probándose en su producción misma. Esta posición no carece de afinidad con el «criterio de la práctica», tesis mayor de la filosofía marxista, pues este «criterio» no es exterior, sino interior a la práctica y, como ésta es un proceso (Lenin lo dijo con insistencia: la práctica no es un «criterio» absoluto; sólo su proceso puede probar algo), el criterio no es una jurisdicción y es en el proceso de su producción donde se verifican los conocimientos.

Gracias a su diferencia, también aquí Spinoza nos hacía percibir los vacíos de Hegel. Hegel había proscrito todo criterio de verdad al pensar lo verdadero como interior a su proceso, pero restauraba la virtud de la Verdad como Telos en el interior del mismo proceso, puesto que ahí todo momento no es sino la «verdad del» momento que le precede. Cuando en una fórmula provocadora, retomando las palabras de Lenin («la doctrina de Marx es todopoderosa porque es cierta») contra el pragmatismo reinante y contra toda Jurisdicción (idealista), «definía» el conocimiento como «producción» y afirmaba la interioridad de las formas de la cientificidad a la «práctica teórica» estaba adosándome a Spinoza: no para suministrar la respuesta, sino para sustraerme al idealismo reinante y abrir, por intermedio de Spinoza, una vía por la que el materialismo pueda encontrar algo más que palabras.

Se comprenderá que, aparte de estas razones, hayamos descubierto en Spinoza otras tesis que lasrefuerzan, y se comprende que las hayamos hecho entrar en el juego aun a costa de mayores peligros.

Spinoza nos había ayudado a ver que la pareja Sujeto / Fin constituye la «mistificación» de la dialéctica hegeliana: pero ¿basta con deshacerse de ella, para instaurar la dialéctica materialista del marxismo, por simple sustracción y subversión? No está nada claro que así sea: pues, liberada de sus trabas la nueva dialéctica, puede volver al vacío del idealismo si no viene acompañada de formas nuevas, desconocidas de Hegel, y que le confieran la marca del materialismo.

¿Qué otra cosa sino esto nos mostraba Marx en Miseria de la filosofía, en la Contribución y en El capital? Que el juego de la dialéctica materialista es dependiente del dispositivo de una Tópica. Hago alusión a la célebre metáfora del edificio donde para pensar la realidad de una formación social, Marx pone en pie una infraestructura (la «estructura» o «base» económica) y sobre ella, una superestructura. Hago alusión a los problemas teóricos planteados por este dispositivo: «la determinación en última instancia (de la superestructura) por la economía (la infraestructura)», «la autonomía relativa (de los elementos) de la superestructura», su «acción de reflujo sobre la infraestructura», la diferencia y la unidad entre determinación y dominación, etc. Hago finalmente alusión al problema decisivo, interior a la infraestructura, de la unidad de las relaciones de producción y de las fuerzas productivas bajo el primado de las relaciones de producción, y por tanto al problema de la determinación por las relaciones, por un lado (es constante la huella en Marx: cf. los conceptos de estructura/elementos, de lugar, función, soporte, etc.), y al problema de la dominación, por otro.

No se trata, pues, en Marx de unas cuantas fórmulas que hubieran escapado a su pluma o a su atención, sino de una exigencia que expresa una posición esencial al materialismo y que conviene tomar en serio. Pues, en ningún momento, se ve a Hegel pensar en la figura de una Tópica. Y no es porque Hegel no proponga distinciones tópicas, ya que para no mencionar más que un ejemplo habla a menudo del derecho abstracto, del derecho subjetivo (la moralidad) y del derecho objetivo (la familia, la sociedad civil, el Estado), y habla de ellos como otras tantas esferas. Pero Hegel no habla de esferas más que para denominarlas «círculos de círculos»: no avanza distinciones tópicas sino para suspenderlas, para fecharlas y superarlas (Aufhebung), ya que «su verdad» está siempre para cada una, fuera de ella, más allá de ella. Conocemos sobradamente el resultado de esta negación idealista: ¡lo primero es el derecho abstracto!, ¡la moralidad es «la verdad» del derecho!, ¡la familia, la sociedad civil y el Estado son «la verdad» de la moralidad! ¡Y, en el interior de esta última esfera (Sittlichkeit), la sociedad civil (digamos: la infraestructura de Marx) es «la verdad de» la familia!, ¡y el Estado «la verdad de» la sociedad civil! La Aufhebung se encuentra a sus anchas: Aufhebung de toda Tópica. Pero hay algo peor: las «esferas» puestas en pie son dispuestas en el orden que dé más posibilidades a esta negación. Todas las esferas de la Filosofía del Derecho no son más que figuras del derecho, existencia de la libertad. Y para «demostrarlo» Hegel encaja la economía entre la familia y el Estado tras el derecho abstracto y la moralidad. He aquí que deje sospechar lo que puede acontecer a una dialéctica abandonada al delirio absoluto de la negación de la negación: es una dialéctica que «partiendo» del Ser = la Nada, produce mediante la negación de la negación todas las figuras en las que juega, aquello respecto de lo que es la dialéctica; es una dialéctica que produce sus propias «esferas» de existencia, es, para decirlo brutalmente, una dialéctica que produce a su propia materia. Tesis que traspone y traduce fielmente la tesis fundamental de la ideología burguesa: es el trabajo (del capitalista) quien produce el capital.

Se comprende así la marca materialista de la Tópica marxista. Poco importa que la metáfora del edificio sea una metáfora: no se piensa en la filosofía sino bajo metáforas. Pero bajo esta metáfora se encuentran problemas teóricos que nada tienen de metafórico. Por su Tópica, Marx pone en pie esferas reales, distintas, y que no se relacionan unas con otras por la reconciliación de la Aufhebung: «abajo», la infraestructura económica; «arriba», la superestructura con sus diferentes determinaciones. Se subvierte el orden hegeliano: el Estado se encuentra siempre «arriba», pero el derecho deja de ser el primero y el omnipresente y la economía deja de quedar encajada entre la familia y el Estado, su «verdad». El lugar de la infraestructura designa una realidad incontrovertible: la determinación por lo económico en última instancia. Por este hecho, la relación entre la infraestructura y la superestructura deja de tener algo que ver con la relación hegeliana: «verdad de...». El Estado permanece «arriba» pero no como «la verdad de» la economía: al contrario de una relación de «verdad» ejerce una relación de mistificación fundada en la explotación garantizada por la fuerza y la ideología.

La conclusión está clara: la posición de la Tópica marxista impide a la dialéctica el delirio idealista de producir su propia materia: le impone, al contrario, el reconocimiento forzado de las condiciones materiales de su eficacia. Estas condiciones conciernen a la definición de los lugares (de las «esferas») a sus límites, a su modo de determinación en la «totalidad» de una formación social. Para pensar estas realidades, la dialéctica materialista no puede contentarse con las formas residuales de la dialéctica hegeliana. Le son necesarias otras nuevas formas inencontrables en la dialéctica hegeliana. Es en este punto donde la referencia a Spinoza nos serviría de orientación: en su esfuerzo por pensar una causalidad no «eminente» (es decir, no trascendente), no simplemente transitiva (a lo Descartes), pero tampoco expresiva (a lo Leibniz), una causalidad que dará cuenta de la eficacia del Todo sobre sus partes y de la acción de las partes en el Todo —un todo sin «clausuras» que no sea sino la relación activa de sus partes, Spinoza se nos ofrecía de lejano pero también de primer y casi único testigo.

Seguramente un marxista no puede llevar a cabo el rodeo por Spinoza sin arrepentirse. Pues la aventura es peligrosa y hágase lo que se haga siempre le faltará a Spinoza lo que Hegel dio a Marx: la contradicción. Por no citar más que un ejemplo, esta «teoría de la ideología» y esta interpretación del «Primer Género de Conocimiento» como mundo concreto e histórico viviendo (en) la materialidad de lo imaginario me conducían a una concepción (cuyos títulos se encuentran en La ideología alemana) de la: materialidad / imaginario / inversión / sujeto. Pero yo veía la ideología como el elemento universal de la existencia histórica: y no iba más lejos. Dejaba de lado la diferencia de las regiones de la ideología, y las tendencias de clase antagónicas que las atraviesan, las dividen, las reagrupan y la enfrentan. La ausencia de la «contradicción» surtía efecto: no se mencionaba la lucha de clases en la ideología. Por la brecha abierta de esta «teoría» podía colarse el teoricismo: ciencia / ideología. Y así sucedió.

Pero por encima de todo esto creo que el balance no es negativo. Tratamos de comprender el rodeo de Marx a través de Hegel. Realizamos el rodeo a través de Spinoza: a la búsqueda de argumentos para el materialismo. Encontramos unos cuantos. Y gracias a este rodeo inesperado e insospechado para muchos, pudimos, si no plantear o enunciar, sí «levantar» (tal como se levantan las liebres agazapadas) ciertas cuestiones que hubiesen podido seguir durmiendo el sueño apacible de las evidencias eternas, en las páginas cerradas de El capital. Y me apuesto algo a que, en tanto que otros bien muestren su inutilidad, bien les den una respuesta más justa, continuaremos siendo acusados de estructuralismo...

Nota

1. Cf., D. Lecourt: Critica de la epistemología, Siglo XXI, 19.

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