05 enero, 2015

4. Tratado teológico-político

Pierre-François Moreau

‘’Teológico-político’’ no significa, como a veces se piensa, que de lo que se trata es de confrontar teología y política. El subtítulo del tratado lo indica claramente: ‘’en el cual se muestra que la libertad de filosofar no es perjudicial para la piedad, para la paz ni para la seguridad del Estado, sino que, por el contrario, les es muy útil’’. El objeto del texto es, por tanto, la libertad de filosofar, que es confrontada con dos ámbitos: la teología (ámbito de la piedad) y la política (ámbito de la paz y la seguridad), para plantear la cuestión de si en uno u otro se pueden encontrar razones para disminuirla o prohibirla. ¿Qué se debe entender por “libertad de filosofar”? El término “filosofía” significa dos cosas para Spinoza: por un lado, el parloteo especulativa en que reconoce una de las características del ingenium de los griegos (pero que otros pueblos pueden heredar desde el momento en que construyen una escolástica sobre ese modelo; a esto lo llama nuestro autor, “delirar con los griegos”); por otro, el uso de la razón no solamente en eso que hoy llamamos nosotros “filosofía”, sino también en las ciencias. Esto no implica que la filosofía sea verdadera; puede ser falsa. Lo importante aquí es que pueda expresarse. Tal fórmula se halla a menudo en la correspondencia, en la escritura de Spinoza y también en la de sus corresponsales: “os hablo con la libertad de filosofar” significa que se escribe sin tomar precauciones particulares, como se hace entre gentes que carecen de prejuicios. La expresión, así pues, es perfectamente corriente en el siglo XVII. Lo singular del TTP es que en él se aplica esta noción fuera del ámbito que hasta entonces le estaba reservado: en una obra pública y para defender una libertad pública. 

Si es preciso defenderla, ello se debe a que aparentemente tiene adversarios. Estos emplean dos tipos de argumentos, los cuales determinan las dos partes, de longitud desigual, del tratado, y que corresponden al doble adjetivo del título, a las dos direcciones indicadas por el subtítulo: la libertad de filosofar, ¿es perjudicial para la piedad (quince primeros capítulos)?, ¿es perjudicial para la paz y la seguridad del Estado (cinco últimos capítulos)? Estos dos puntos de vista serán adoptados sucesivamente, incluso aunque, de hecho, el detalle de los análisis mezcle en ocasiones los registros –pues para comprender las determinaciones de la piedad es preciso considerar la historia de la Biblia, lo que implica tratar del Estado de los hebreos, esto es, decir ya algunas palabras, en la primera parte, sobre la necesidad del Estado en general; simétricamente, entre las amenazas que pueden minar el poder del Estado, se han de tener en cuenta las pretensiones de las Iglesias, que se dicen guardianes de la piedad, esto es, volver de nuevo, en la segunda parte, sobre cuestiones religiosas, pero bajo otro ángulo--. La estructura de conjunto es, sin embargo, muy clara. En la primera parte, para establecer los límites puestos por la piedad, se deben determinar sus fuentes y nuestros medios para conocerlas. Consta de tres movimientos: primero, del estudio de los instrumentos de la Revelación –incluirá, por tanto, un análisis de la profecía, de la ley divina, de la elección, de las ceremonias, de los milagros (capítulos 1-6)--. A continuación, se tomará en consideración la Sagrada Escritura (capítulos 7-11). Finalmente, se confrontará la Sagrada Escritura y palabra de Dios a fin de delimitar el campo exacto de esta última y su relación con la libertad de filosofar (capítulos 12-15). En la segunda parte se deben establecer los límites impuestos por la paz y la seguridad del Estado. Se ha de determinar, por tanto, qué derechos le han sido entregados a este y de qué manera son puestos en práctica concretamente, lo que implica, de una forma muy clásica, un estudio del pacto social y, mucho menos clásicamente, un análisis del funcionamiento real que le subyace. 

En el primer movimiento del texto, es instructivo confrontar la manera como Spinoza habla de la profecía con la forma como trata del milagro: dos vías inversas para llegar a lo mismo. La profecía aparece como el vector obligado de la Revelación, considerada por todos como norma de la piedad. Es importante, así pues, fijar su estatuto y límites para saber lo que la piedad impone y lo que prohíbe. Como ya no hay profetas, el estudio se focaliza en los materiales proporcionados por la Biblia, la cual aparece, en este punto del razonamiento, como la puesta por escrito de las profecías. Se plantean tres preguntas: ¿qué es un profeta?, ¿cuáles son sus objetos propios, es decir, sobre qué enseña legítimamente?, ¿cuáles son los objetos que no son los suyos, esto es, los objetos sobre los cuales no tiene nada que enseñar, aun cuando suceda que habla de ellos? Es preciso comenzar, por tanto, estableciendo qué distingue a la profecía de otros tipos de discurso. El profeta es aquel que no demuestra, sino aquel que afirma; reivindica la verdad sin fundarla en una demostración, a diferencia de lo que sucede en el discurso racional. El discurso profético da una orden terminante que exige ser obedecida en la práctica. Es Dios quien habla a través del profeta, y la profecía obtiene su autoridad del hecho de que es inspirada. ¿Qué es la inspiración? ¿Cómo distinguirla, por ejemplo, del delirio? Para Spinoza, el profeta es un hombre piadoso cuya imaginación es particularmente viva. Así, volvemos a encontrar aquí la distinción entre entendimiento e imaginación. Hay dos tipos de hombre: el hombre de entendimiento (aquel que recurre a la luz natural, a la razón) y el hombre de imaginación, al que indignan las situaciones de injusticia y llama a los hombres a una mayor justicia y caridad. Es una interpretación laica de la figura del profeta, pero sin hostilidad. El profeta no es tachado de impostor o loco, a diferencia de lo que podremos encontrar en la literatura clandestina o en los filósofos franceses del siglo XVIII. Simplemente, no es la verdad científica (filosófica) lo que distingue al profeta. ¿De qué habla el profeta? Su discurso posee un contenido práctico: justicia y caridad –recuerda a los hombres las exigencias de ambas--. Son estos los únicos temas comunes a todos los profetas. El resto remite a las diferencias entre sus temperamentos, sus estilos, sus costumbres. Se puede deducir del anterior acerca de qué objetos el profeta carece de la autoridad de hablar. El profeta no habla de cuestiones especulativas (¿cuál es la esencia de Dios o del Estado?), las respuestas que ofrece son prácticas. Cuando parece que aborda cuestiones de astronomía (Josué dice, por ejemplo, que el sol se detuvo), se pliega, de hecho, al lenguaje de los hombres de su tiempo, sencillamente porque comparte sus opiniones. Se ha de distinguir, por consiguiente, el momento en que el profeta habla de su objeto propio y aquel otro en el que no hace sino reflejar el estado de los conocimientos de su época. La inspiración del profeta solo atañe a cuestiones prácticas, y no al conocimiento teórico. Los profetas tienen razón desde un punto de vista ético, pero no son especialistas en política, como tampoco en matemáticas. Así pues, solo podemos retener de la profecía la exigencia de justicia y caridad, pero nunca podemos extraer de ella ninguna conclusión propiamente científica (por ejemplo, decidir si el sol gira o no alrededor de la tierra, ni siquiera aunque Josué haya podido creer detenerlo) o política (por ejemplo, decidir qué tipo de Estado es el mejor). 

Lo esencial en toda esta demostración es ocupar el terreno del adversario: puesto que pretende que la profecía es superior a la Razón, rechazará todo argumento que sea puramente racional; por tanto, los argumentos solo deben ser extraídos de la Revelación misma. Es por ello por lo que Spinoza da una formulación pragmática de la regla Scriptura sola (solo la Escritura). Por lo que concierne a los milagros, al contrario, Spinoza no comienza revelando qué dice de ellos la Escritura. Enuncia qué puede conocer a su propósito la Razón, que enseña que todo en la Naturaleza se efectúa según leyes constantes. Si el milagro constituye una infracción de estas leyes, entonces no puede darse. La sola cosa que queda por analizar es la creencia en el milagro. Pero este discurso de la Razón es confirmado a continuación por la Escritura misma. Se podría creer que aquí continúa siendo aplicada la regla enunciada, pero, de hecho, vemos que se introduce una variación, pues ¿cómo podrían reivindicar los derechos de la razón unos textos –los de los profetas-- que son puramente imaginativos? Así pues, aquí es anticipada la idea de que ciertos textos bíblicos no dependen de la profecía, sino del entendimiento. Se trata de los textos atribuidos a Salomón. Spinoza matiza, por tanto, la identificación de Escritura y profecía introduciendo discretamente la noción de géneros literarios en la Biblia. En cualquier caso, en este estadio, que es el del análisis de los instrumentos de la Revelación, la Escritura no es estudiada aún por sí mismo; es, simplemente, la fuente de la que extraer materiales.

En el segundo movimiento, en cambio, la Escritura es tomada como objeto, y no ya únicamente como fuente. De lo que ahora se trata es de preguntarse por su sentido y estatuto. Spinoza construye un método de interpretación cuyo primer punto consiste en afirmar la identidad del procedimiento que interpreta la naturaleza y el que interpreta la Escritura. No hay divergencia fundamental entre las ciencias del sentido y las ciencias del mundo físico. Es esta una toma de posición firme, que va en una dirección perfectamente opuesta a la de eso que más tarde Dilthey y sus sucesores situarán en la base de la hermenéutica. El segundo punto está unido a una nueva formulación del principio de la Escritura sola: tal principio es común a todas las lecturas protestantes, pero Spinoza lo entiende de manera del todo distinta. Usualmente, ese principio da por supuesta la homogeneidad del texto bíblico. Puesto que es preciso reconocer que la Biblia, leída literalmente, contiene un gran número de pasajes oscuros, contradictorios, inmorales, etc., ¡cómo puede decirse que se basta por sí sola? La respuesta católica consiste en rodearla del comentario representado por la tradición y el magisterio. Para los protestantes, que rechazan este añadido al texto, se hace necesario hallar un criterio que evite la oscuridad y las contradicciones y que escape de la arbitrariedad individual. Este criterio es el principio de la analogía de la fe, que consiste en explicar los pasajes oscuros por los pasajes claros. Semejante principio solo puede funcionar si la Biblia conforma un todo. Spinoza hace la apuesta inversa. Los diferentes libros de la Biblia nos informan sobre épocas diferentes y sobre autores diferentes. Preguntar a la Escritura sola equivale a prohibirse investigar en otros sitios –es decir, en la razón, pero también en textos bíblicos heterogéneos– qué quisieron decir sus autores. Como puede observarse, el principio se aplica únicamente al sentido, pero no a la verdad del texto. No se trata de saber si Moisés o Josué han dicho la verdad, sino, en primer lugar, de saber qué han dicho. No se podrá suponer, por tanto, que han querido decir lo que nosotros sabemos que es cierto. Así, cuando Moisés dice que Dios es un fuego, o que es celoso, en lugar de precipitarnos hacia la interpretación alegórica, debemos, primero, preguntarnos si tales expresiones concuerdan o no con lo que sabemos de las opiniones y de la manera de pensar de sus autores. Sucede que la respuesta es diferente en los dos casos: sabemos, por el contexto, que Moisés se representa a Dios como un ser inmaterial; así pues, no ha podido querer decir propiamente que Dios es un fuego, y por eso se ha de interpretar la expresión en sentido figurado. En cambio, Moisés carece por completo de la idea de una divinidad exenta de pasiones y, por tanto, es preciso tomar la segunda fórmula en sentido propio. Se observará de este modo que la Biblia queda fragmentada en una serie de unidades dependientes menos de los redactores que de los actores que aparecen en los diferentes libros. Este método, enunciado en el capítulo 7 del TTP, es aplicado al Antiguo Testamento en los tres capítulos siguientes, y al Nuevo en el capítulo 11. Los resultados de dicha aplicación son estos: los diferentes libros de la Biblia no han sido redactados por aquellos a quienes se atribuye usualmente su redacción (Moisés, el Pentateuco; Josué, el Libro de Josué, etc.), y las incoherencias de los libros históricos son prueba no solo de que han sido reunidos bastante tarde, sino de que, además, esta redacción última ha quedado inacabada. Por último, los libros pertenecen a géneros literarios diferentes: algunos dependen de la Razón (como los textos atribuidos a Salomón o las epístolas de los Apóstoles), otros consisten en textos de leyes o en simples crónicas de reinos. 

Con el tercer movimiento se sacan las consecuencias de esta crítica. Tras los capítulos consagrados a limitar y desacralizar, como parece, los diferentes libros de las Sagradas Escrituras, un interlocutor podría objetar los siguiente: al minar la creencia de la autenticidad de los libros, al subrayar su carácter heterogéneo, al reducir la profecía a la imaginación y el milagro a la ignorancia de las leyes de la naturaleza, ¿no se ha destruido la palabra de Dios? La respuesta es que no; se ha de distinguir entre palabra de Dios y Sagradas Escrituras. El conjunto de libros que las componen está sometido a los mismos azares que los libros profanos –problemas de oscuridad, de atribución y de alteración--. En cambio, la teología o palabra de Dios es el nudo común, invariable, de todos estos libros. Dicho nudo se reduce al mandato de la justicia y la caridad. Una conducta justa y caritativa puede, posiblemente, ser también consecuencia del razonamiento filosófico, pero la particularidad de la palabra de Dios está en que enseña dicha conducta sin razonamiento, por la experiencia o por el ardiente llamamiento que a ella hacen los profetas. Asentado esto, poco importa que se pueda reconstruir o no el detalle de lo que estos hayan querido decir, o los episodios oscuros de la historia narrada; lo que importa es el mensaje esencial del que la historia pone tantos ejemplos: la conducta hacia el prójimo. La piedad consiste para todos, por tanto, en recibir este mensaje y en hacerlo verosímil para uno mismo, es decir, en adaptarlo a la complexión propia. Nada en semejante mensaje se opone a la libertad de filosofar. Al contrario, quien pretende prohibir esta libertad impide con ello que cada cual adapte aquel mensaje a su propia complexión. Se opone, por tanto, a la piedad. 

La segunda parte de la obra concierne a la política. Exactamente de la misma manera como ha comenzado por tomar el discurso de la piedad en su literalidad –es decir, apoyándose sobre la Escritura--, Spinoza comienza aquí tomando el discurso del Estado literalmente, es decir, apoyándose en eso que lo justifica en la Edad Moderna: el contrato social. Spinoza enuncia, por tanto, una teoría de la soberanía surgida del pacto en función del cual los individuos entregan su derecho natural a la sociedad que constituyen, a fin de que esta tenga la mayor potencia posible para protegerles de los daños que pueden ocasionarles la Naturaleza y los demás hombres. Pero apenas recuerda esto, Spinoza afirma que, si es verdadero, lo es más en la teoría que en la práctica. En efecto, mientras que los ideólogos del contrato describen las pasiones como típicas del estad de naturaleza y, una vez creado el Estado, apenas consideran ya más que los obstáculos o los frenos a su buen funcionamiento, Spinoza, por el contrario, identifica derecho natural y derecho pasional, y constata que, desde este punto de vista, nada cambia una vez constituida la soberanía. Las pasiones no son vicios rechazables; son partes esenciales de la naturaleza humana, y no hay ninguna razón para que desaparezcan, como por ensalmo, después del pacto. La consecuencia es clara: el Estado nunca se ve tan amenazado por causas exteriores cuanto lo está por sus propios ciudadanos. Puede, ciertamente, oponerse a sus pasiones mediante la fuerza, pero tal expediente no se puede prolongar. Le es preciso, así pues, encontrar un muro de contención más sólido: otro juego pasional, o la satisfacción de las necesidades y los intereses (pero aún será preciso convencer a los ciudadanos de que las medidas tomadas en este sentido van a servir para conseguirlo, lo cual remite nuevamente a las pasiones y a los símbolos). Entre las pasiones que el Estado puede utilizar en beneficio propio se cuenta, evidentemente, la pasión religiosa, pero se trata de un arma de doble filo: puede excitar a los pueblos a odiar y a masacrar a los reyes a los que se les había enseñado a adorar; el cuerpo de eclesiásticos necesario en todo aparato religioso, cuando no es controlado, se autonomiza o se pone al servicio de otro, lo cual hace del remedio algo peor que la enfermedad. En un Estado moderno, en el que el equilibrio de las pasiones ya no puede proceder de una solución teocrática, es necesario, así pues, que el soberano tenga el control de los eclesiásticos y no a la inversa. Se podría creer que se está leyendo a Hobbes. Sin embargo, hay un punto de divergencia esencial: si el soberano debe controlar las instituciones religiosas, tiene interés, por el contrario, en reconocer y proteger la libertad de expresión de los ciudadanos. De no hacerlo, se expone a las más violentas revueltas, pues los motivos para negar a los ciudadanos la libertad de expresión tiene, lo más a menudo, un origen religioso, y el Estado que los acepta se pliega de hecho a la voluntad de las Iglesias. La segunda parte concluye así, nuevamente, con la necesidad de conceder la libertad de filosofar --no porque sea un derecho abstracto normativo, sino porque se corresponde con el derecho real, es decir, con la potencia, del Estado--. 

Las dos partes del texto, y los cuatro movimientos que las componen, han desembocado de este modo en una respuesta única a la cuestión indicada en el subtítulo de la obra. Toda la reflexión estaba orientada, por tanto, hacia esta conclusión, doblemente demostrada. Pero, a lo largo de su itinerario, Spinoza ha tenido que abordar un gran número de cuestiones intermedias, ha debido intervenir en debates preexistentes, se ha visto en la necesidad de crear instrumentos de análisis ahí donde no los había. Para evaluar el alcance del tratado también debemos tener esto en cuenta. Quédemos aquí con cuatro cuestiones: las Sagradas Escritura; el fundamento del Estado; pasiones e ingenium; los aparatos eclesiásticos. Las dos primeras han sido objeto inmediato de controversias; las otras dos, poco subrayadas en las polémicas, pueden llevarnos a reflexionar sobre la relación de Spinoza con algo así como las “ciencias humanas” (el término no es de la época): se trata de la manera como nuestro autor elabora, explícitamente o en estado práctico, instrumentos para el análisis de las sociedades. 

1. La lectura spinozista de la Biblia (a menudo aislada de su contexto) ha sido percibida como una crítica destructiva, de una violencia inaudita. Sin embargo, no era la primera vez que las certidumbres oficiales sobre la Biblia era puestas en cuestión: Lorenzo Valla, Erasmo y los exégetas protestantes ya habían sometido el texto sagrado a la crítica filológica [8]. Tampoco era la primera vez que esta crítica se asociaba a tesis políticas: Thomas Hobbes lo había hecho en la tercera parte del Leviatán. Pero posiblemente es la primera vez que se ofrece una argumentación así de radical. La crítica de la superstición y de los milagros gana coherencia, y la relación entre la profecía y la imaginación se funda en una antropología rigurosa. Además, el rechazo de la mosaicidad del Pentateuco socava, en opinión de los controversistas, las bases de la creencia. En la época de Spinoza, la autoridad de los libros sagrados se fundaba sobre su autenticidad; negar que sus autores sean los que tradicionalmente han sido considerados como tales equivale a quebrar la continuidad de la Revelación y, consiguientemente, a retirar a las Sagradas Escrituras su pretensión a la legitimidad. Además, para los calvinistas, que han estado entre los primeros refutadores del tratado, y han sido los más numerosos, la inmutabilidad del texto bíblico es una de las  condiciones del principio de la Sola Scriptura sobre el que edifican sus Iglesias. Es preciso ir más lejos aún para comprender sus dificultades. Los calvinistas habían desarrollado una lectura de la Biblia extremadamente crítica en relación con la idolatría y la superstición. Al insistir sobre la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza, Spinoza parece estar utilizando sus argumentos para llevarlos más allá de lo que es aceptable. Los calvinistas habían subrayado la continuidad entre los dos Testamentos, hasta el punto, a veces, que convertían al Estado hebreo en modelo para el pensamiento político. Spinoza presupone esta continuidad, pero la lleva hasta el punto de negar la divinidad de Cristo y, simétricamente, de recusar toda validez actual para las leyes mosaicas. Parece poner en cuestión, por tanto, en su punto clave, el equilibrio intelectual sobre el que se asienta la institución del saber de su tiempo [9]. 

2. A los problemas escriturarios están ligados ciertos problemas políticos. Como hemos recordado, los Países Bajos conocen entonces, desde hace un siglo, un conflicto de legitimidad que concierne simultáneamente a la estructura del Estado y a las relaciones entre Estado e Iglesia. Ellos es tanto menos desantendible cuanto que toda Europa ha conocido, desde la Reforma, guerras de religión o desórdenes sobredeterminados por las oposiciones religiosas. Nos encontramos ante dos teorías del funcionamiento de la sociedad, ante dos modelos políticos: 

[a] Del lado del calvinismo estricto, lo religioso debe ser independiente de lo político, lo que implica, de hecho, que lo político deba estar sometido a lo religioso o, cuando menos, a las presiones de lo religioso. Los sínodos calvinistas, sin exigir el poder en todos los ámbitos, reclaman un poder de control en materia de censura, de costumbres, de publicación. Uno de los argumentos que desarrollan consiste en referirse al modelo del Estado de los hebreos: si Dios mismo ha dado una legislación a una nación, no puede ser sino un modelo para todo Estado; y, por supuesto, lo que se lee en la Biblia es la preeminencia de los sacerdotes sobre los reyes. De ello se deduce la superioridad actual de los pastores sobre el Magistrado civil [10]. 

[b] Del lado de los republicanos, en cuyos escritos toman partido por el Pensionado y los Regentes, las actividades religiosas, por el contrario, deben someterse a lo político por miedo a que conduzcan a la deslegitimación de la soberanía e incluso a la guerra civil. Es en la obra de Lucius Antistius Constans donde este rasgo se halla más acentuado: la piedad no constituye sino una parte de la actividad humana; el derecho que la concierne ha sido delegado al soberano, como los demás derechos. Así pues, es al Estado a quien corresponde nombrar a los pastores y a los administradores del culto. También debe ejercer el control sobre la predicación. Para apoyar este punto de vista, la teoría del pacto originario proporciona una justificación: si los hombres viven en sociedad, es gracias al pacto, del cual han surgido los magistrados. Los únicos límites a su autoridad son aquellos que se remontarían al pacto mismo. 

En el resto de Europa se afirman las monarquías absolutas, las cuales se apoyan sobre una tercera tesis: la del derecho divino de los reyes. Para evaluar los envites de estas diversas teorías, se hace preciso recordar el campo político en el que se define este horizonte intelectual: más de un siglo de conflictos  de guerras civiles (sin contar los regicidios), ligados en lo esencial a las divisiones religiosas. Es por ello por lo que los envites del debate pueden tener repercusiones europeas, aunque la situación en los Países Bajos sea excepcional. 

La obra de Spinoza se inserta, así pues, en este debate. Nuestro autor toma posición, muy claramente, contra la teocracia y contra el absolutismo de derecho divino. Se alinea con aquellos que elaboran una teoría del contrato, pero es un compañero de viaje que toma rápido algunas distancias: para defender tesis que son comunes, introduce otros principios, y a veces extrae de ellos otras conclusiones. En cuanto a la manera como trata el modelo del Estado de los hebreos, depende más de un procedimiento histórico y antropológico que del propio del derecho natural clásico. En efecto, según Spinoza este Estado no es un modelo universal y no puede ser aplicado directamente a toda nación. Si no es un modelo, puede ser, sin embargo, un ejemplo de respuesta a ciertas necesidades de la naturaleza humana; representa una variante particular, como todo Estado, en función del ingenium del pueblo para el que ha sido instaurado. Constituir un Estado es hacer vivir conjuntamente, de manera justa, a hombres que tienen en común un ingenium formado por la historia e inscrito en las costumbres. Las leyes mosaicas ponen por obra la justicia y la caridad, pero en función de las características nacionales de los hebreos. La verdadera cuestión política consistirá, por tanto, en descifrar, a través de estas leyes, qué problemas de la naturaleza humana deben resolverse con ellas –problemas que son permanentes, mientras que las circunstancias bajo las cuales son resueltos cambian históricamente--. 

3. Así, se hace urgente subrayar, en el tratado, la importancia de la categoría de ingenium y de la reflexión sobre la relación entre lo particular y lo universal: para asegurar la piedad, cada cual debe adaptar el “credo mínimo” de la justicia y la caridad a su propio ingenium. Para asegurar la paz del Estado, hacen falta leyes que se corresponden con el ingenium del pueblo. ¿Qué significa esta noción? Se trata, a la vez, de pensar que la naturaleza humana es una y la misma, y que cada hombre, cada pueblo, posee una individualidad reconocible, aun cuando sea construida a partir de materiales perfectamente comunes –las mismas leyes de la imaginación, las mismas pasiones--. Por tanto, Spinoza sitúa en el centro de la reflexión el nudo singular en el que vienen a conjugarse las leyes universales de la naturaleza humana. Se puede incluso hablar de una teoría de la historia, a condición de admitir que no implica una sucesión finalista de los imperios o de los momentos de la Razón. 

4. Por último, Spinoza se ve llevado a forjar, a medida que avanza su argumentación, sin formalizarlos siempre, instrumentos de análisis que sirven precisamente para reemplazar las nociones que proporcionan las religiones mismas. Así, insiste mucho sobre lo que es un cuerpo eclesiástico, sobre las pasiones que lo animan, sobres su función en el interior del Estado, sobre las condiciones que hacen que sea admitido o rechazado por la población (el aislamiento de los levitas fue una de las causas de la ruina del Estado hebrero), sobre la relación compleja en la historia entre el Estado e Iglesia (el judaísmo es una religión que, de pública, se ha convertido en privada; el cristianismo, inversamente, de religión privada se ha convertido en pública: esta diferencia explica una cierta cantidad de sus características). Cuando Spinoza analiza qué es un cuerpo eclesiástico, puede parecer que reproduce temas ya conocidos. De hecho, innova al insertarlos en otra trama. Entre sus contemporáneos –entre aquellos que están en su campo, los críticos del “furor teológico”--, estos temas se reducen a la descripción de los tejemanejes de los sacerdotes, a la denuncia del peligro que suponen, y a su vinculación con las pasiones, pero vistas todavía de una manera exterior: el odio, el deseo de poder, la rivalidad… En la obra de Spinoza, por el contrario, estos rasgos entran en la descripción de un mecanismo, la cual se apoya en materiales históricos diversos. Se trata de analizar, por una parte, configuraciones históricas y sociales, y de considerar, por otra, cómo se imbrican en estas configuraciones los destinos de los individuos. En suma, de lo que se trata es de hacer una historia no individual de las individualidades. Esta configuraciones históricas, como las naciones, son algo intermedio entre los rasgos generales de la naturaleza humana y los destinos singulares. Tal es el caso, por ejemplo en la constitución mosaica, del error fatal que consiste en entregar solo a los levitas el sacerdocio. Habitualmente se lee este pasaje como si en él se tratase únicamente de explicar la decadencia progresiva del Estado de los hebreos. En efecto, se trata también de esto, pero es preciso sobre todo no desatender el modo de razonamiento de Spinoza en esta ocasión: recuerda que sólo después del episodio del becerro de oro ha sido tomada la decisión, y que en la forma previa de la constitución de Moisés se confiaba el sacerdocio a los representantes de cada familia. A partir de este punto, el razonamiento consiste en comparar la situación que habría podido darse (y que había comenzado a darse en la Ley) con la que se ha dado de hecho. Ambas situaciones canalizan de manera diferente los mismos acontecimientos, los mismos rasgos de la naturaleza humana, pero ofreciendo resultados opuestos. Lo que plantea un problema no es el hecho de que un levita infrinja la ley; Spinoza admite que siempre sucede que un sacerdote, como puede hacerlo cualquier otro, comete un delito. Pero el proceder de una casta separada, el delito es percibido como escandaloso; esto no sería así, o lo sería menos, si [viniese] de alguien próximo. Y, sobre todo, procede de una casta cuya institución separada recuerda sin cesar a los demás ciudadanos que son impuros. Dicho de otro modo, el texto no es especialmente anticlerical. No es necesario suponer que los sacerdotes se desvían de la norma más que los demás. E incluso si estos desvíos son lo bastante normales como para ser admitidos por los demás ciudadanos (admitidos, es decir, atribuidos a los individuos, pero no al grupo), lo que genera la indignación es que proceden precisamente de un grupo aislado y que pretende ser más puro y, por tanto, gozar de mayor dignidad. 

Que en un Estado, o en un grupo lo suficientemente numeroso, se pueda esperar que ciertos delitos sean cometidos: he aquí una mirada fría que anuncia lo que se leerá en el Tratado político. No es, por tanto, la infracción misma lo cuenta; es la mirada arrojada sobre ella –mirada que, evidentemente, nada tiene de subjetivo, sino que es, ella misma, un producto social, el de la forma particular que han adoptado las relaciones interhumanas en el interior de semejante tipo de Estado particular--. Esta mirada depende así, muy precisamente, de la estructura social en juego. Se podría añadir –aunque Spinoza no lo escribe aquí—que si tal casta separada quiere mantener su poder, debe o bien impedir en mayor medida que las demás que se den infracciones en su seno, o bien mantenerlas en secreto. Pero su situación propia la expone a miradas más insistentes. El interés de lo dicho aquí sobre un aparato eclesiástico está en que muestra como objeto de la consideración filosófica eso que más adelante serán [llamados] facciones y, más tarde aún, partidos. 

Así, escrito para responder a una cuestión decisiva en una coyuntura dada, el TTP ha sido llevado, poco a poco, a plantear problemas que transforman la teoría del Estado, del derecho, de la constitución del individuo y de las leyes del funcionamiento de las sociedades. Este panfleto se nos muestra, por tanto, como uno de los lugares de nacimiento de las ciencias sociales [11].
 
Moreau, Pierre-François. “La obra”, en Spinoza y el spinozismo, trad. Pedro Lomba, Escolar y Mayo, Madrid, 2013, pp. 73-90.
 
Notas

8. Cf. François Laplanche, L’Ecriture, le sacré, l’histoire. Erudits et poliques protestants devant l’Ecriture en France au XVIIe siècle, APA, Presses Universitaires de Lille, 1986.
9. Sobre la intención y el contenido del TTP en materia bíblica, véase Sylvain Zac, Spinoza et l’interprétation de l’Ecriture, París, P.U.F., 1965.
10. No encontramos tesis semejantes en Calvino, y su práctica en Ginebra tampoco las confirma (aunque ya haya en él una exigencia moral y social en referencia al magistrado). Se habla equivocadamente, por tanto, de “teocracia ginebrina”. Pero, después de Calvino, el tono se endurece, y, además, el modelo de la “teocracia” hebraica (término tomado de Flavio Josefo) ha hecho su aparición en la discusión. No nos hemos de extrañar si vemos que Spinoza retoma el término y los temas de este debate.
11. Para conocer diferentes interpretaciones del TTP, cf. Leo Strauss, Die Religionskritik Spinozas als Grundlage seiner Bibelwissenschaft, Berlin, Akademie-Verlag, 1930; S. Breton, Spinoza. Téologie et politique, Desclée, 1977; A. Tosel, Spinoza ou le Crépuscule de la servitude, París, Aubier, 1984; L. Strauss, Le Testament de Spinoza (traducción francesa de textos de diferentes épocas; contiene el ensayo de Hermann Cohen “Etat et religion, judaïsme et christianisme chez Spinoza”), París, Cerf, 1991; H. Laux, Imagination et religion chez Spinoza. La potentia dans l’historie, París, Vrin, 1993; Laurent Bove, La stratégie du conatus, París Vrin, 1996; J. Samuel Preus, Spinoza and the Irrelevance of Biblical Authority, Cambridge, C.U.P., 2001.

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