19 enero, 2015

5. Ética

Pierre-François Moreau

Hemos visto cómo desde 1659 Spinoza asocia la noción de un Dios filosófico a la búsqueda de la Ley verdadera y a la preocupación por practicarla. Sus primeras cartas a Oldenburg retoman estos temas –en ellas escribe sobre la “libertad filosófica”--, y las conversaciones que ambos han mantenido durante el verano de 1661 han tratado sobre Dios, los atributos, las relaciones entre pensamiento y extensión. Dicho de otra forma, las mismas cuestiones se plantean ahora en unos términos filosóficamente rigurosos, y las nociones cartesianas, que también son las propias de la nueva ciencia de la naturaleza, irrumpen en la escritura de nuestro autor, así como los nombres de Descartes y Bacon. Vemos una primera puesta en práctica de ello en el Breve tratado y en el Tratado de la reforma del entendimiento. Pero parece que Spinoza, casi de seguido, se entrega a la redacción de una gran obra en la que expone su propia filosofía en su conjunto. Primero habla de dicha obra como de “mi Filosofía”; encontramos extractos de ella en la correspondencia con Oldenburg, y vemos cómo el círculo de amigos que se reúne en Ámsterdam en torno a Simon de Vries discute algunos fragmentos. En una carta de 1665, Spinoza escribe a Bouwmeester: “por lo que se refiere a la tercera parte, próximamente os enviaré un fragmento”. Añade que no ha terminado el trabajo, pero que puede enviar hasta la proposición 80. Ahora bien, la parte tercera que tenemos en la actualidad tiene menos de ochenta proposiciones. Podemos suponer, por tanto, que por aquel entonces incluía la materia que después ha pasado a engrosar las partes siguientes (cuarta y quinta). Poco más o menos en la misma época, la obra parece cambiar de título. En efecto, Spinoza escribe a Blijenbergh: “Demuestro en mi Ética, aún no publicada, que los hombres piadosos desean constantemente la justicia, y que este deseo tiene su origen necesariamente en el conocimiento claro que poseen de ellos mismo y de Dios”. Tales serán las proposiciones 36-37 de la cuarta parte de la Ética. Spinoza, pues, ha llegado muy lejos en la redacción. Pero también es en este momento cuando interrumpe su trabajo para entregarse a la composición del Tratado teológico-político, en la cual se demorará desde 1665 hasta 1670. Tenemos, por consiguiente, una primera versión (“Ética A”) redactada antes de 1665, en tres partes, llamada primero Filosofía y después Ética. Tras la publicación del TTP, Spinoza retoma el trabajo de la Ética, y debe haberlo terminado en 1675, pues ese año va a Ámsterdam para hacer que se publique (cartas 62 y 68) –pero renuncia a causa de la agitación de los predicadores--. Es esta versión final la que será publicada en las Opera posthuma (“Ética B”), la única que poseemos en la actualidad. Para intentar reconstruir lo que podría ser la “Ética A”, debemos identificar los fragmentos ciados en la correspondencia y buscar, en el texto final, los pasajes de factura más antigua. En cualquier caso, cualquiera que sea la fecha supuesta que creamos poder asignar a tal o cual pasaje, es preciso considerar que si Spinoza lo ha mantenido en la versión última, es porque seguía juzgándolo como válido y como parte integrable en el conjunto; sería peligroso, por tanto, pretender explicar las aparentes dificultades del texto en función de supuestas divergencias cronológicas. Esta génesis así reconstruida plantea tres cuestiones: 1) ¿A qué se debe el cambio de título? 2) ¿Por qué se pasa de la Ética en tres partes de 1665 a la Ética en cinco partes que poseemos en la actualidad? 3) ¿Podemos señalar modificaciones en el estatuto de los enunciados? La primera puede contestarse de dos maneras que, por lo demás, no son incompatibles: Bernard Rousset ha supuesto que lo que ha provocado el cambio de título ha sido la aparición de la Ethica de Geulinex. No es que la severa filosofía neoestoica de Geulinex, que rechaza toda individualidad y todo derecho a la individualidad (para él, el pecado principal es la philautía, el amor de sí, que para Spinoza será una virtud), sirva de modelo al spinozismo (al contrario, sería bastante parecida a la caricatura del spinozismo que hallamos en los escritos de algunos adversarios), sino que precisamente esta oposición pudo haber conducido a Spinoza a focalizar su atención en la frontera que separa ambas concepciones. Una segunda hipótesis subrayaría que el título Filosofía es todavía un título cartesiano (cf. Los Principios de la filosofía): se trata de explicar todo lo que se sabe acerca del mundo, desde la teoría del conocimiento y del error hasta los volcanes y los meteoros; la intención de Spinoza, por el contrario, no es esta. De lo que se trata es de conducir al lector, “como de la mano”, hasta la felicidad. Todo lo que se dice de Dios y del mundo no tiende sino a este objetivo, y no a la exhaustividad. Así pues, es legítimo rebautizar el libro, y a la filosofía misma, apelando a su última etapa. Tal vez la correspondencia con Blijenbergh, precisamente, lo que ha llevado a Spinoza a tomar conciencia de esta especificidad, pues aquel, al leer los Principia, ha señalado directamente lo que, por detrás de las cuestiones teóricas, constituye su principal envite: el problema del bien y del mal. En cuanto a la segunda pregunta --por qué cinco partes en lugar de tres--, podemos dar una primera respuesta en términos cuantitativos: en “Ética B”, el número de teoremas ha debido ampliarse considerablemente; fue más conforme a las reglas de la buena composición cortar la tercera parte, que había crecido enormemente. Pero no podemos contentarnos con el aspecto cuantitativo: ¿por qué esta parte consagrada a las pasiones humanas ha crecido tanto después de 1670? Es legítimo pensar que la redacción del TTP tiene algo que ver con ello. El recorrido por las esferas religiosas y políticas, el análisis de las relaciones interhumanas que ha implicado, han provocado el efecto de acrecentar el interés de Spinoza por estas cuestiones y afinar sus análisis, lo cual justificaría la división más precisa de la versión final. Por último, ¿podemos evaluar el cambio de estatuto de los enunciados? Los cuatro axiomas enviados a Oldenburg en 1661 se han convertido, en la Ética que poseemos, en cuatro proposiciones, demostradas a partir de principios más fundamentales. Constatamos, por consiguiente, que el trabajo de Spinoza ha acentuado la radicalidad de lo dicho, remontándose lo más lejos posible en la demostración genética.

El método. A menudo se dice que la Ética more geométrico demonstrata está redactada según el método geométrico, y se entiendo con ello la concatenación de los axiomas, definiciones, postulados, proposiciones o teoremas, demostraciones y escolios. Se tiende, además a interpretar su sentido en el registro de lo que desde Peano, Hilbert y Frege se llama axiomática. Se hace fácil entonces demostrar que a menudo Spinoza es infiel a su propio método. Pero, ¿y si no fuera esto lo que significaba en la época el término more geométrico? Por él debe entenderse más bien lo que se enuncia en el apéndice de la primera parte de la obra: estudiar, según el uso de los matemáticos, la naturaleza y las propiedades de los objetos, pero no sus presuntos fines. Este uso es puesto en la práctica mediante tres procedimientos: un procedimiento demostrativo que, efectivamente, recurre a una forma exterior tomada de la geometría (pero de la del siglo XVII, no del nuestro); un procedimiento refutativo (con el que se trata de refutar menos a los individuos que lo prejuicios; es por ello por lo que Spinoza cita nominalmente a pocos adversarios –dos veces a los estoicos, dos veces a Descartes-- y, cuando los cita, lo hace más en tanto que ilustraciones de una posición teórica que para entrar en el detalle de su problemática); un último procedimiento que podríamos llamar ilustrativo o referencial a condición de no entenderlo como un ornamento secundario o como un añadido pedagógico: se trata de hacer entrar lo material en la reflexión, la cual nada tiene de una gramática abstracta. La importancia teórica de este último procedimiento ha sido lo más desatendido por los estudiosos. Se trata del estatuto de los ejemplos y de los llamamientos a la experiencia que abundan sobre todo en las partes tercera, cuarta y quinta. Pero esta dimensión va más lejos. Está ya presente en la primera parte de la Ética, que, no obstante, es considerada como una sintaxis abstracta de los atributos (y lo es en parte): solo en sus primeras proposiciones vemos aparecer nada menos que cinco ejemplos que conciernen, respectivamente, al triángulo, a los hombres, a la naturaleza biológica; sobre todo, la referencia al pensamiento y a la extensión indica lo que el lector debe saber antes de comenzar la lectura.

En la primera parte de la Ética, titulada De Dios, se enuncia que Dios es la única sustancia, constituida de una infinidad de atributos –entre los cuales están los que conocemos: el pensamiento y la extensión--, y que todo lo que existe en el universo está formado de modificaciones (el término técnico es “modo”) de esta sustancia (es decir, de sus atributos). Este Dios no es el Dios de las religiones reveladas; no crea en virtud de su libre arbitrio un mundo al que es trascendente. Es el lugar de las leyes necesarias y --dado que su esencia es potencia-- produce necesariamente una infinitud de efectos. Igualmente, cada cosa, a su vez, produce efectos. “Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto”, se afirma en la última proposición de Ética, I.

La noción de atributo ha suscitado numerosos debates entre los comentaristas. Algunos han querido ver en ella un grado de ser inferior a la sustancia (habría entonces una jerarquía: sustancia, atributos, modos). Pero Spinoza dice claramente que los atributos constituyen la esencia de la sustancia, y no una degradación de esta. Son la misma cosa que la sustancia (“Dios, es decir, todos los atributos de Dios”), E I, 19; cf. igualmente E I, 4, dem). Mas, ¿por qué distinguir dos términos si es para decir lo mismo? Porque, como para Descartes, el atributo es aquello por lo cual la sustancia es conocida: “entiendo por atributo aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como constitutivo de su esencia” (E I, def. 4). Es preciso que descartemos aquí otros dos contrasentidos posibles, el segundo de los cuales ha tenido una larga carrera: a) esto no significa que la sustancia “en sí misma” sea cognoscible; conocer el atributo es, precisamente, conocer la sustancia tal cual es; b) tampoco significa que los atributos sean simples “puntos de vista” sobre la sustancia. Son aquello que la constituye realmente. Cuando Spinoza habla de entendimiento, no lo hace para disminuir el grado de objetividad del conocimiento. Al contrario, ello equivale a decir que, cuando conocemos a Dios de manera adecuada, le conocemos en sí mismo, tal como él se conoce (por lo demás, cuando dice aquí “entendimiento”, no precisa si se trata del entendimiento humano o del entendimiento divino). No hay resto, no hay misterio. El universo en su principio es totalmente inteligible. Tal es la primera lección de la Ética.

La segunda es que comprender es comprender por las causas, porque ser es ser causa. La conexión estrecha entres sustancia y modo hace que todas las cosas estén animadas por una potencia que es directamente la potencia de Dios. Dios mismo solo es Dios modalizándose, y cada modo solo es modo produciendo efectos.

Al final de esta primera parte, se emprende, en un apéndice, la exposición de la principal raíz de los prejuicios que impiden a los hombres comprender lo que acaba de ser expuesto. Se trata de una doble ilusión: el libre albedrío y la finalidad. Otra cosa, notada por los críticos con menos frecuencia, aparece al mismo tiempo: la diferencia entre el universo en el que somos causas y efectos y el mundo en que vivimos (el mundo del uso, la acción, la conciencia y lo posible) [12]. Este mundo no es ilusorio, pero es generador de ilusiones. No obstante, permanecemos en ellas; ya en el TTP se afirmaba lo siguiente: “esta consideración universal sobre el encadenamiento de las causas no puede servirnos de ninguna manera para formar y poner en orden nuestros pensamientos acerca de las cosas particulares. Añadamos que ignoramos totalmente la conexión y el encadenamiento mismo de las cosas; así pues, para el uso de vida, es preferible –más aún, es indispensable—considerar las cosas como posibles” [13].

La segunda parte de la Ética está consagrada a la naturaleza y origen del alma (De natura et origine mentis). Paradójicamente, pasa por ser una reconstrucción poco original de lo que son los cuerpos y, en particular, el cuerpo humano. En efecto, tras la “sintaxis” general de la primera parte, podríamos esperar descubrir aquí una definición del hombre, o al menos de su alma (por ejemplo, cuando se lee que el alma humana es una idea cuyo objeto es el cuerpo), y después una teoría del conocimiento. El caso no es exactamente este. Quizás sea el escolio de la proposición 13 lo que mejor permita comprender el movimiento llevado a cabo en esta parte: “Lo que hasta aquí hemos mostrado es del todo común, y no se refiere más a los hombres que a los otros individuos, todos los cuales, aunque en diversos grados, están animados. De cada cosa se da en Dios necesariamente una idea, de la cual Dios es causa del mismo modo que lo es de la idea del cuerpo humano y, por ello, todo cuanto hemos dicho acerca del cuerpo humano y, por ello, todo cuanto hemos dicho acerca de la idea del cuerpo humano debe decirse necesariamente acerca de la idea de cualquier cosa”.

¿Qué habíamos aprendido hasta aquí, en las trece primeras proposiciones? En primer lugar, que Dios es “cosa pensante” y “cosa extensa” –estos dos atributos han sido demostrados a partir de definiciones y de proposiciones de Ética I en los que no se mencionaba ni el pensamiento ni la extensión; el contenido de la definición procede cada vez, así pues, del hecho de que constatamos que existen cuerpos y pensamientos--. Hemos aprendido a continuación que “el orden y la conexión de las ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas”, pues pensamiento y extensión son dos atributos de una sustancia única. Habíamos aprendido finalmente que lo constituye el ser actual del alma humana es una idea (pues, sin idea, ningún otro modo de pensar –amor, deseo, etc.—es posible), y que esta idea percibe todo lo que sucede en su objeto (lo que, como veremos enseguida, no significa que lo perciba adecuadamente); ahora bien, el alma humana siente que un cuerpo es afectado de muchas maneras: el alma es, por tanto, la idea de ese cuerpo, y “el cuerpo humano existe tal como lo sentimos” (E II, 13 y cor.).

Es en este punto, por tanto, donde aprendemos que nada de todo lo anterior es específicamente humano. Los demás cuerpos son los objetos de otras almas. ¿Cómo puede hablarse entonces del hombre? Uno podría esperar en este instante la enunciación de lo que diferencia de manera precisa al hombre, la línea de ruptura. De hecho, lo que sucede es más bien lo contrario. Entre las proposiciones 13 y 14, se inserta una suerte de desvío a través de una física y una cuasi-biología con la que se tiende a constituir una escala de los seres en función de su composición y de su mayor o menor relación con el mundo exterior. La palabra “alma” no es pronunciada aquí, y la noción misma de hombre no está presente sino bajo forma de adjetivo, en los seis postulados que describen el “cuerpo humano”. Lo único que se puede saber es que ciertos cuerpos son más complejos que otros, y que tienen más relación que otros con el exterior. Así pues, una pura diferencia de grado. La radicalidad teórica de Spinoza consistirá en que extrae de esta débil diferencia inicial una total divergencia al final. En E IV, 35, aprenderemos que la razón le dicta al hombre dos reglas de conducta prácticamente opuestas en relación con los demás hombres y con el resto de la naturaleza: con los hombres, debe buscar la concordia; en cuanto al resto de la naturaleza, y sobre todo los animales, puede utilizarlos. Concordia contra uso. La comunidad de inicio ha producido al final una línea de ruptura infranqueable [14].

Mientras tanto, la serie de axiomas, lemas y postulados que se sitúa tras la proposición 13 debe permitirnos pasar de lo que ha sido demostrado (y que no concierne solamente al hombre) a una aproximación que, sin ofrecer definición alguna de hombre –o sea, sin pretender conocer su esencia--, capta un poco mejor lo que le distingue del resto de la naturaleza. ¿Cómo se efectúa esta antropología mínima? Spinoza afirma que “las ideas difieren entre sí de la misma manera que los objetos mismos”. Es por ello por lo que, si se pretende pensar qué tiene el alma de diferente, es necesario conocer la naturaleza del objeto. La lógica del estudio spinozista del alma nos remite, por tanto, a la diferencia entre los cuerpos: “Cuanto más apto es un cuerpo, comparado con los demás, para obrar y padecer de varias maneras a la vez, tanto más apta es el alma de ese cuerpo, comparada con las demás, para percibir muchas cosas a la vez”. El lenguaje del más o del menos, del varios y del gran número (plurimis modis, plurimis corporibus) es, así pues, el lenguaje propio de esta determinación de lo humano que avanza como a tientas.

¿Qué aprendemos así?

--El cuerpo humano es muy compuesto. Este es un rasgo característico, pero no una especificidad absoluta (otros cuerpos también son compuestos, aunque en un grado menor).

--El cuerpo humano es afectado frecuentemente por los cuerpos exteriores. Un cuerpo simple solo recibe choques del exterior. El cuerpo humano es afectado (y regenerado) de muy diversas maneras por un gran número de cosas. También puede moverlas y disponerlas de un gran número de maneras (nos volvemos a encontrar aquí, tal vez, con los instrumentos naturales del TIE) y, de forma general, queda caracterizado por su riqueza relacional con su entorno.

--Por último, el cuerpo humano es una composición de partes fluidas, blandas y duras. La extrema complejidad de este cuerpo es traducida en términos físicos. Su organización particular –la diferencia entre sus componentes—hace que sea particularmente apto para retener una huella de las cosas que le han afectado [15]. Spinoza no necesita una definición ideal del hombre. Los encuentros exteriores son memorizados, y esto es probablemente lo que más distingue al cuerpo humano (tampoco aquí dice Spinoza que otros cuerpos no sean capaces de esto; lo que nosotros podemos suponer es que lo son menos). Esta representación simple basta para construir toda la filosofía spinozista.

Quedémonos en primer lugar con lo que no aparece en esta segunda parte de la Ética: el cogito o todo lo que podría ocupar su lugar. En un postulado se enuncia que “el hombre piensa” (como constatación bien conocida), pero no “yo pienso”. Nada más decisivo que el pensamiento, nada menos fundador que él. Y un pensamiento que, siguiendo una excelente fórmula de Deleuze, sobrepasa a la conciencia. Hay pensamiento antes de que sujeto alguno se dé cuenta de ello. De una cierta manera, toda la continuación del texto va, más bien, a mostrar cómo se constituye una subjetividad –pero local, parcial, incompleta--.

Volvemos a encontrarnos ahora con los modos de percepción del TIE, pero con otro nombre y bajo otro punto de vista. La determinación del cuerpo humano permite presentarlo no bajo el ángulo de una “teoría del conocimiento”, sino bajo el de una teoría de la producción de los géneros de conocimiento. Se trata de mostrar que cada uno es generado de manera necesaria por la constitución del cuerpo y del alma. Incluso se podría hablar, sin forzar demasiado el sentido, de una verdadera “epistemología histórica”.

1. El primer género procede de los encuentros con el mundo exterior. A estos encuentros les corresponden las imágenes, es decir, las huellas de las modificaciones corporales. A las imágenes corporales les corresponden ideas de imágenes. Esto es verdadero, probablemente, para todos los cuerpos, pero no en el mismo grado. El hombre, mucho más afectado por el mundo exterior, tendrá mucha más imaginación. Esta imaginación no proporciona un conocimiento adecuado. La idea de la imaginación es una idea del encuentro entre el mundo exterior y mi cuerpo –pero no de la estructura real del mundo exterior (un hombre que se quema al acercar su mano a una llama no saca de este hecho un saber adecuado sobre qué sea la llama)--. Así pues, obtengo un conocimiento vivo y fuerte del mundo exterior, pero no un conocimiento adecuado, el de la estructura interna de las cosas. Junto con las imágenes del mundo exterior, tengo también imágenes de mi cuerpo, que tampoco son adecuadas (el hambre, por ejemplo, no me proporciona conocimiento alguno de la estructura de mi estómago).

Mediante el conocimiento de primer género, por tanto, no obtengo idea adecuada alguna del mundo exterior ni de mi propio cuerpo. Este conocimiento inadecuado de mi cuerpo, del mundo exterior, de Dios y del alma es, no obstante, útil. Sobre todo, no es una ilusión, ni un pecado, ni un error de la voluntad. Está enraizado en el proceso objetivo de la vida humana. Por consiguiente, es constantemente reproducido y reforzado por el curso ordinario de la vida, que consiste precisamente en estos encuentros incontrolados con el mundo exterior.

2. Si esto es así, podemos preguntarnos si no es sencillamente imposible acceder al conocimiento del segundo género: la razón. De hecho, en su caso, igualmente tenemos acceso a ella a partir de nuestro propio cuerpo. En efecto, hay propiedades que son comunes a mi cuerpo y al mundo exterior. Poseemos un cierto número de nociones comunes que se corresponden, en el pensamiento, con lo que son esas propiedades comunes en la extensión. Ellas son, por tanto, necesariamente adecuadas. Son, por ejemplo, las ideas de la extensión, del movimiento y de la figura. Sin embargo, estas ideas adecuadas están primeramente como recubiertas y tapadas por las ideas inadecuadas. Acceder al segundo género de conocimiento consistirá, por tanto, en desarrollar la Razón (lo cual hacen algunos hombres, y difícilmente) a partir de las nociones comunes (las cuales poseen todos los hombres). Dicho de otra manera, no todos los hombres son racionales, aunque todos tienen en sí mismo el germen de la razón. La vivacidad de la imaginación impide el desarrollo de la razón. Una vez que la Razón ha comenzado a desarrollarse, ocasiona una cadena de ideas adecuadas.

Este conocimiento solo nos proporciona leyes universales. No nos da el conocimiento de ninguna esencia singular. Sin embargo, a medida que se desarrolla, nos acercamos en virtud de él a una idea de Dios como principio de racionalidad y de universalidad de las leyes de la naturaleza.

3. Por último, el conocimiento del tercer género es el conocimiento por ciencia intuitiva. Tiene su principio en la idea de Dios –más exactamente, en la idea de la esencia de ciertos atributos de Dios—y deduce de ella las esencias de las cosas singulares. Al igual que sucedía en el caso de las nociones comunes, la idea de Dios está presente en nosotros desde el principio, pero no la percibimos. ¿Cómo percibirla? Dicho de otra manera, ¿cómo se pasa del segundo al tercer género de conocimiento? Probablemente, aquel que ha avanzado lo suficiente en el conocimiento del segundo género ha llegado a la idea de Dios como principio universal; no le queda sino despejar la esencia singular que anima a este principio. En el comienzo de la Ética se hace el balance del desarrollo del conocimiento del segundo género (resumido con los términos “sustancia”, “atributo”, “modo”) para llegar a la idea de sustancia singular.

No debemos dejarnos engañar por la palabra intuición y su uso tradicional. No se trata ni de una ebriedad mística ni de una superación de la Razón. La ciencia intuitiva es completamente demostrativa. En un sentido, no va más lejos que el segundo género: Spinoza subraya que la verdadera ruptura se da entre primer y segundo género, no entre segundo y tercero. Hemos visto cómo nuestro autor, en el TTP, opone en bloque a la imaginación una instancia que designa con los términos “entendimiento”, “luz natural” o “razón”, y que es el equivalente de eso que en la Ética es distinguido como segundo y tercer géneros. Por ello, es imposible caracterizar el spinozismo como un irracionalismo, según se ha intentado hacer a veces, so pretexto de que en él habría una instancia superior a la Razón. La verdadera diferencia depende del procedimiento: leyes universales en un caso, deducción de esencia a esencia en el otro. El tercer género es superior al segundo en el sentido de que es más claro y de que vincula inmediatamente las etapas del saber [16], pero no es más adecuado [17].

La tercera parte de la Ética está explícitamente consagrada a la naturaleza y el origen de los afectos. Estos son de dos tipos: acciones y pasiones. Las pasiones nos hacen sentir impotencia y desgarro; es esta, muy probablemente, la experiencia fundamental de eso que en el spinozismo se denomina servidumbre. La búsqueda de la libertad consistirá, por tanto, en descubrir los remedios a las pasiones y la potencia de la Razón. Sabemos que Spinoza no asume la oposición cartesiana en virtud de la cual lo que es pasión en el cuerpo es acción en el alma, y viceversa. Al contrario, según el principio que los comentaristas llaman impropiamente “paralelismo”, y que consiste, de hecho, en la unidad de los atributos y, por tanto, también del alma y el cuerpo, todo aumento de la potencia de obrar del cuerpo se corresponde con un aumento de la potencia de obrar (de pensar) del alma; alma y cuerpo son activos conjuntamente cuando son causa adecuada, y pasivos, también conjuntamente, cuando son causa inadecuada. El tránsito a la actividad implica, por consiguiente, un conocimiento de la vida de los afectos, y es en este punto donde Spinoza se topa con el discurso común que, a propósito de las pasiones, por lo general se mantiene en el siglo XVII –época en la que casi todos los filósofos se ven como obligados a integrar en su doctrina una teoría de las pasiones y en la que son seguidos en este terreno por teólogos, políticos y teóricos del teatro --, lo cual no significa que retome este discurso común bajo la forma en que todo el mundo lo enuncia. El autor de la Ética describe las pasiones, pero, sobre todo, las reconstruye genéticamente. Ello implica no solo que las clasifica siguiendo un orden racional, sino, en primer lugar, que dicho orden es el de su producción. Por tanto, antes de hablar de tal o cual pasión, debe hacer evidente los mecanismos de su generación, es decir, mostrar, en primer lugar, cuáles son las pasiones primitivas y, a continuación, indicar qué fenómenos las diversifican, las asocian, las transforman. Las tres pasiones primitivas, formas primeras adoptadas por el esfuerzo por perseverar en el ser propio y por las modificaciones de la potencia de obrar, son el deseo, la alegría y la tristeza. El deseo, que es tendencia a perseverar en el ser propio; la alegría, que es el aumento de nuestra potencia de obrar; la tristeza, que es la disminución de nuestra potencia de obrar. En cuanto a las transformaciones padecidas por estas pasiones primitivas, entran en dos grandes categorías. Podría decirse que la vida humana se organiza finalmente según dos tipos de pasiones: las que se fundan en los encadenamientos objetuales, y las que se fundan en la similitud, ámbito este en el que se desarrollará la imitación de los afectos. Efectivamente, en una primera serie de proposiciones se explica cómo se produce el mecanismo de objetivación (III 12, 13 y escolio: se pasa de la alegría y la tristeza al amor y el odio; a partir de este momento, las pasiones fundamentales se han dado objetos; a partir de la relación con ellos se implementan los demás mecanismos); después, se analizan los mecanismos de asociación (III 14-17) y de temporalización (III 18, sobre la esperanza y el miedo, que hay que completar con la proposición 50 sobre los presagios); por último, los mecanismos de identificación (III 19-24: amamos a quienes aman las cosas que nosotros amamos, odiamos a quienes las odian; a partir de la proposición 22, el razonamiento hace intervenir a un tercero que no es determinado de otra manera). Pero a partir de la proposición 27 vemos surgir un universo pasional totalmente otro y, en la misma medida en que Spinoza es, en cierto sentido, clásico en esto (mientras se ocupa de las relaciones objetuales –sin perjuicio de que las unifique y las recomponga, pues trata de descifrar un pequeño número de tendencias que sirven, por sí solas, para esclarecer el conjunto de los comportamientos humanos; sin perjuicio tampoco de que trastoque o reelabore algunas de las relaciones tradicionales --), en esa misma medida es, a partir de este punto, revolucionario. De lo que se trata ahora es de reconstruir toda una parte del comportamiento partiendo de una propiedad fundamental que nada tiene que ver con el objeto: la imitación de los afectos. Describe las pasiones que nacen en nosotros, en efecto, no a propósito de un objeto externo, sino a partir de la conducta de alguna cosa o, más bien, de algún otro en relación con ese objeto; y la raíz de esta producción es el hecho de que ese alguien o ese algo se parezca a nosotros. Tenemos, así, una segunda serie de pasiones que constituyen como una esfera de la similitud. Con la proposición 27 se introduce la expresión, en adelante principal, de “cosa semejante a nosotros” –y, de golpe, constatamos que en todo lo que precede nunca se había hecho referencia al hombre; los objetos podían haber sido objetos inanimados, o animales, o el poder, o la gloria, etc.--. Los terceros que intervenían podían haber sido grupos, o animales. Unos y otros pueden también, evidentemente, ser hombres, pero esta cualidad no era tenida en cuenta. Ahora, por el contrario, es de esto de lo que se trata. Y Spinoza, que nunca define qué es un hombre, estima, por el contrario, que reconocemos espontáneamente qué es esta “cosa semejante a nosotros”.

La proposición 27 reza así: “Por el hecho de imaginar que experimenta algún afecto una cosa semejante a nosotros, y sobre la cual no hemos proyectado afecto alguno, experimentamos nosotros un afecto semejante”. Lo importante es, de toda evidencia, que nada aquí viene a predeterminar el afecto. Sigue una serie de proposiciones en la que se extraen las consecuencias lógicas de esta eficacia de la similitud; notemos, en particular, que la proposición 31 marca los efectos de refuerzo o debilitación de los sentimientos: si imaginamos que alguien ama algo que nosotros amamos, u odia algo que nosotros odiamos, entonces, por ello, nuestro amor o nuestro odio se verán reforzados. Una vez más, no se trata de un cálculo racional, ni de una asociación como las señaladas en las proposiciones 14 y siguientes: el simple hecho de que una cosa semejante a nosotros tenga un sentimiento (o, más bien, el simple hecho de que nosotros nos representemos que lo tiene) es suficiente para engendrar ese sentimiento en nosotros –y, si ya existía, para aumentar su fuerza, pues a su potencia originaria se añade la potencia surgida de la similitud--; al contrario, si imaginamos que alguien siente aversión por lo que nosotros amamos, entonces la potencia originaria entra en contradicción con la potencia surgida de la similitud. Ninguno de los dos afectos es suficiente, en igualdad de condiciones, para suprimir al otro. Nos encontramos, por tanto, en una fase de fluctuatio animi. El corolario y el escolio de esta proposición 31 indican el medio a través del cual nos esforzaremos, en adelante, por preservar la constancia de nuestros sentimientos: si somos tan influenciables por los sentimientos del prójimo, o por la opinión que tenemos de él, entonces lo mejor sería un situación en la que el prójimo tuviera, de entrada, los mismos sentimientos que nosotros; y si, de entrada, no es este el caso, haremos lo que esté en nuestras manos por que así sea; por tanto, esta característica tan crucial para la moral y la política spinozistas (sobre todo en materia de religión), que consiste en que los hombres siempre tienen el deseo de ver vivir a los demás según su propio ingenium, se enraiza bien en esta “propiedad de la naturaleza humana” que es la imitatio affectuum. Igualmente, en la proposición 27 que muestra los efectos a veces nefastos de la psicología de la similitud: si imaginamos que alguien (semejante a nosotros) goza de una cosa, inmediatamente, por imitación de su afecto, amaremos esa cosa incluso aunque no la hubiésemos amado con anterioridad; pero si se trata de una cosa que solo uno puede poseer, el mismo movimiento en función del cual empezaremos a amarla hará también que nos veamos llevados a arrebatársela a aquel a imagen del cual la deseamos. De ahí el escolio de esta proposición: en virtud de la misma propiedad de la naturaleza humana, somos conducidos a la conmiseración hacia los infelices (porque compartimos espontáneamente su tristeza) y a la envidia de los felices (porque, como acabamos de ver, no podemos compartir completamente su alegría mientras poseen en exclusiva el objeto).

Así, este principio de similitud aparece, en tanto que regla general del funcionamiento de la naturaleza humana, como un potente factor de explicación de las relaciones individuales. Nos hace pasar de un universo en el que nuestras pasiones se dan objetos, a un mundo en el que se complican en función de nuestras relaciones con nuestros semejantes. Una doble regla genética explica, por tanto, la psicología spinozista: el juego de las pasiones primitivas y la imitación de los afectos. Si la primera dimensión puede hacernos pensar en Descartes o en Hobbes, aun cuando la lista de los afectos sea diferente en los tres autores, y el tenor de las pasiones primitivas se modifique en sus sistemas, la segunda dimensión es suficiente para separar a Spinoza de los demás filósofos de su época. Así pues, podemos medir su originalidad según tres rasgos: la explicación por las causas, en la que se considera al objeto como secundario en relación con la fuerza –estaríamos tentados a escribir: la energía—del afecto; la imitación de los afectos, fundada en la similitud; por último, una insistencia particular sobre el hecho de que el mecanismo de los afectos nos es opaco a nosotros mismo, incluso cuando creemos dominar nuestras acciones. Estos tres rasgos acercan, en cierto respecto, la psicología spinozista al proceder que, pasado el tiempo, será el propio de Freud. Sobre todo, un cierto número de motivos freudianos recuerdan, sin repetirlos nunca, a los grandes temas de la Ética: la idea de que lo psíquico no se reduce a lo consciente; la de que en el cuerpo se manifiestan acontecimientos que tienen lugar en el psiquismo. Nos equivocaríamos, no obstante,  si identificásemos los dos proyectos: el concepto freudiano de lo inconsciente está ausente de la perspectiva de la Ética; pero es verdad que uno y otro se dotan de los medios para comprender racionalmente lo que más parece escapar a la Razón

La cuarta parte de la Ética está consagrada en su conjunto a la servidumbre –es decir, a la potencia de los afectos y a la impotencia de la Razón--. Una primera forma de esta servidumbre es el juego autónomo de las pasiones –es esto lo que muestran las 18 primeras proposiciones de esta parte--. Pero la dependencia en relación con los afectos no es más que una primera forma. Ciertamente, la Razón puede desplegarse en el individuo, pero al principio es demasiado débil para luchar contra la vida afectiva. Por ello, vemos lo mejor pero hacemos lo peor; o, como se dice en el Eclesiastés, quien aumenta su saber aumenta su dolor. Lo que viene después enuncia el comportamiento del hombre guiado por la Razón (“lo que la Razón nos prescribe y qué afectos concuerdan con las reglas de la Razón humana”). Pero, precisamente, este comportamiento es el de un modelo. La ética spinozista no es un retrato del sabio, pues, de serlo, compartiría la ilusión de la tradición ética según la cual el hombre ejerce una soberanía absoluta sobres sus pasiones. Sin embargo, todo el esfuerzo de las partes anteriores de la Ética ha consistido en mostrar el enraizamiento natural de estos afectos en la estructura del cuerpo humano y en sus encuentros con el exterior; en las leyes necesarias de la imaginación, en la no menos necesaria inadecuación primera de nuestras representaciones. La razón puede, por tanto, construir un modelo de comportamiento, pero este modelo no basta de ninguna manera para que el hombre se convierta en un hombre libre. Así pues, el enunciado de las prescripciones de la Razón forma parte integrante, todavía, del mundo de la servidumbre. Las prescripciones implican sobre todo una clasificación de los afectos según sean absolutamente malos (el odio), útiles en el Estado pero malos en sí (ciertas pasiones tristes, como la humildad o el arrepentimiento), o buenos absolutamente (la generosidad). La denuncia de la humildad y del arrepentimiento pone a estas tesis, evidentemente, en contradicción con la moral cristiana [18]. Sobre todo, la ética así definida se funda en una confianza firme en la Razón: no es que esta sea todopoderosa (al contrario, como hemos visto, es muy débil al principio), pero nada puede serle superior u ofrecer recursos de los que ella carece; es lo que se afirma claramente en la proposición 59: “A todas las acciones a que somos determinados por un afecto que es una pasión, podemos ser determinados, sin él, por la razón”. En fin,  la cuarta parte dispone los jalones que permiten pasar de la ética individual a la política (E IV, 35-37 y 73). Queda por indicar en qué medida podemos efectivamente liberarnos de la servidumbre. Pues si es descrita con tanta precisión no es para abrumar al lector bajo el peso de una necesidad vivida únicamente como coacción. La Ética, por el contrario, está escrita para ayudar al máximo de hombres –aun cuando este máximo signifique, finalmente, muy poco—a acceder a un poder relativo sobre los afectos.

La quinta parte se divide en dos secciones. En la primera se prosigue el movimiento comenzado en las partes precedentes. Se trata de saber en qué medida el hombre puede gobernar sus afectos. Renunciar a la ilusión de un poder absoluto sobre ellos permite acceder al espacio en el que es posible, en parte, ordenarlos. Así, el hombre guido por la Razón se puede convertir en un hombre libre, y el coronamiento de esta libertad es el desarrollo de un amor hacia Dios que no se asemeje al amor pasional de las supersticiones: es un afecto alegre que no puede ser destruido sino con la destrucción del cuerpo, y que no exige reciprocidad: “quien ama a Dios no puede esforzarse por que Dios le ame a su vez”, pues sabe que Dios carece de afectos. Ahora bien, el amor está fundado en una alegría (laetitia) que es un afecto, aunque sea activo. En la segunda sección, Spinoza se pregunta qué es el alma cuando deja de estar vinculada al cuerpo. Se tratará, en adelante, no ya del itinerario en la duración, sino de la eternidad [19].Las tres nociones claves son estas: tercer género de conocimiento, eternidad, amor intelectual de Dios. ¿Qué es el amor intelectual de Dios? Como todo amor, es una alegría, pero una alegría que no es ya un afecto, ni siquiera activo (Spinoza dice gaudium, no laetitia). Este amor no cesa con la muerte del cuerpo. En fin, a diferencia del amor hacia Dios de la sección anterior, debe implicar a Dios mismo. Y, no obstante, no hay reciprocidad; de lo que se trata es de identidad: es el mismo amor con el que Dios se ama a sí mismo y ama a los hombres. La obra termina con una proposición en la que se reúnen dos términos clave de la Ética: la beatitud no es la recompensa de la virtud; es la virtud misma

Moreau, Pierre-François. “La obra”, en Spinoza y el spinozismo, trad. Pedro Lomba, Escolar y Mayo, Madrid, 2013, pp. 90-111.

Notas

12. Sobre la conciencia, véase Lia Levy, L’automate spirituel. La naissance de la subjectivité moderne d’àpres l’Ethique de Spinoza, Van Gorcum, Assen, 2000.
13. TTP, 4, § 1.
14. Por ello, por lo demás, los ecologistas que se refieren a Spinoza en nombre de la primera solo pueden hacerlo dejando de lado la lógica que conduce ineluctablemente a la segunda. Se puede encontrar un ejemplo de semejante operación en los trabajos de Arne Naess.
15. Postulado V: “Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo externo a chocar frecuentemente con otra parte blanda, altera la superficie de esta y le imprime una suerte de vestigios del cuerpo externo que le impulsa”.
16. Cf. E V, 36, escolio. Pero incluso en la última sección de la Ética, el segundo y el tercer género son nombrados todavía conjuntamente. Cf. E V, 38.
17. Sobre la ciencia intuitiva, véase Paolo Cristofolini, La scienza intuitiva di Spinoza, Nápoles, Morano, 1987.
18. Sobre la teoría spinozana de los afectos, véase Michael Schrijvers, Spinozas Affektenlehre, Berna Haupt, 1989; Pascal Sévérac, Le devenir actif chez Spinoza, París, Champion, 2005.
19. Sobre tiempo, duración y eternidad en Spinoza, cf. P.-F. Moreau, Spinoza. L’expérience et l’éternité, París, P.U.F., 1994; Y. Prelorenzos, Temps, durée et éternité dans les Principes de la philosophie de Descartes de Spinoza, París, P.U.P.S., 1996; Chantal Jaquet, Sub specie aeternitatis, París, Kimé, 1997; Nicolas Israel, Spinoza. Le temps de la vigilance, París, Payot, 2001.

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