José Luis Villacañas
Resulta imposible extraer las
enseñanzas de la experiencia marrana de Baruch de Spinoza al margen del Tratado teológico-político. Sin embargo,
este libro está sometido a las más dispares interpretaciones. Respecto de los
propios pensadores judíos ha sido caracterizado como escandaloso. Respecto de
los pensadores cristianos, como F. H. Jacobi, ha sido calificado de
completamente ateo. Si el libro alberga alguna enseñanza, ésta era una
valoración previsible, pues nos permite verificar la doble exclusión que
constituye desde el principio a la subjetividad marrana. En este ensayo analizo
la estructura compleja del argumento de Spinoza: su esencial vinculación de
cristianismo y marranismo que se defiende en él, su moderna eliminación de la
teología, su diferencia con Thomas Hobbes, su valoración del profetismo como
religión moral y democrática y su valoración de la teología como religión imperial,
así como el misterio de que el profetismo judío salvara a este pueblo de una
teología imperial. Sobre estos argumentos, desplegaré el problema de la
pertenencia político-religiosa y su sentido en el Estado pos-cristiano. Sobre
esta teoría tiene profundo sentido el texto sobre los judíos de España, que ha
producido tal escándalo que ha tenido que ser ignorado. Por último, en el
punto, me aproximaré al problema de la democracia en Spinoza y su relación con
el problema de la contingencia.
1. Cristo y los marranos. El Tratado
teológico-político constituye el resultado más granado del interés de
Spinoza sobre la problemática de la pertenencia. Justo por eso, el libro se
abre como una piedra angular de la modernidad europea. Y no sólo porque inicia
la crítica bíblica para todo el siglo XVIII, sino porque nos permite avanzar en
lo que Max Weber llamó la diferenciación de las esferas de acción [1]. Desde luego, esta diferenciación se venía abriendo paso en la historia
ya desde siglos atrás. Pero lo hacía sin plena conciencia de sus dimensiones
normativas internas; esto es, de sus propias aspiraciones universales. Aquellos
difíciles caminos históricos, que tenían que ver con la relación entre religión
y política, papado e imperio, revelación y razón, eran algo más que accidentes
europeos, como lo muestran los casos de Averroes y Maimónides. A Spinoza
debemos esta nueva óptica que mira las cosas desde una perspectiva universal de
la especie humana. El supuesto moderno desde el que se puede ganar este punto
de vista extraño es el de ser excluido e incluso perseguido. Normatividad y
universalidad a partir de Spinoza van de la mano porque él, antes que nadie,
supo transformar la condición de ser humano marginal en constructiva para el
pensamiento. Y eso es la modernidad. Y de ahí procede la definición de “Estado
democrático” para Spinoza, aquel “donde todos deciden, de común acuerdo, vivir
solamente según el dictado de la razón” [2]. Aunque no estoy convencido de que digamos lo mismo, algo parecido nos
ofreció Leo Strauss [3].
Sin duda alguna, este resultado
sorprendente y único procede del sencillo hecho de que Spinoza se distanció de
la línea central moderna-hobbesiana de producción de paz, y lo hizo porque
nunca perdió de vista el problema que le angustiaba: la cuestión de configurar
una comunidad política que transformara en positiva la existencia de excluidos
por las formas tradicionales de pertenencia. La sensibilidad para este aspecto
de la cuestión –ausente de Thomas Hobbes– procede de las angustias propias de
la experiencia judía marrana. Sólo ella, representando de forma extrema a los
que no fueron actores de las guerras religiosas, podía conferir a Spinoza esta
extraña pretensión de mirada universal, de una inicial no-pertenencia ahora
metódicamente mantenida hacia el objetivo de hallar lo común [4]. En su opinión, sin embargo, de forma bastante extraña, esa experiencia
acerca de lo común sólo podía ser iluminada desde una perspectiva cristiana.
Cristo, al menos esto se desprende de su exégesis, había anunciado, anticipado
y previsto la experiencia marrana. Cristo fue el maestro de los marranos porque
sólo él “vio que [los judíos] se dispersarían por todo el orbe” y, sólo por eso,
“les enseñó a que practicaran la piedad con todos sin excepción”[5]. Desearía argumentar que, al hacerlo así, y para Spinoza, la enseñanza
de Cristo colocó al ser humano en la senda de la configuración del Estado
democrático.
2. Callad, teólogos. Las esferas de acción (con sus oficios clercs) que Spinoza quiere diferenciar
en este libro son la teología y la filosofía, y lo hace mediante una nueva
configuración de las relaciones entre la religión y la política. Convertir la
teología en religión y la filosofía en política permitiría una síntesis
pacífica capaz de superar la guerra civil producida por la teología. En
general, el perfil definitivo de estas relaciones está lejos de ser claro y
presenta una larga historia. Cuando Spinoza aborda este asunto, como se sabe,
la neutralización política de la teología ya gozaba de una larga historia. Sin
embargo, se trataba de una neutralización sin el resultado de una
diferenciación normativa de esferas. En realidad, lo que persiguió la primera
modernidad desde Nicolás Maquiavelo no fue otra cosa que la anulación del
catolicismo papal como poder religioso y la neutralización de sus perversos
efectos sobre la política, pues impedía la emergencia de un añorado príncipe nuevo. Para el secretario
florentino, el cristianismo no producía virtudes específicamente políticas y
por eso era preciso neutralizarlo. Después, la neutralización de los teólogos
fue necesaria porque produjo el fanatismo de la guerra civil entre católicos y
protestantes, un efecto que el secretario florentino no pudo prever. En
general, Maquiavelo aspiró a producir una nueva religión civil, capaz de
movilizar un nuevo proceso político expansivo, de unificar Italia y de asegurar
los ánimos contra la fortuna. Fracasó porque el catolicismo ya no dejaba
espacio para otra religión civil y porque la ciencia moderna no ofrecía todavía
su alternativa de control de la contingencia, que Maquiavelo se representaba
todavía de forma mítica. Spinoza, que celebra la piedad hacia la patria como la
máxima que uno puede tener [6], que estaba profundamente influido por Tácito [7] y que sigue la divisa de la salus
populi suprema lex, ya no puede pensar en una religión anti-cristiana. Sea
cual sea el resultado de su pensamiento, no se sustancia en la hostilidad al
cristianismo. Desde este punto de vista, Leo Strauss parece exagerado al llamar
Maquiavelo el verdadero maestro de Spinoza [8].
Hobbes, conocedor de la guerra civil
religiosa, deseó neutralizar la teología cristiana mediante el sometimiento
total a la autoridad del Leviatán, haciendo del soberano el único juez capaz de
dirimir las cuestiones teológicas. En suma, Hobbes deseaba por todos los medios
imponer la sentencia de Alberico Gentili: Silete
teologi. De hecho, Gentili fue el hilo conductor del inglés y en este
sentido su verdadero maestro [9]. Como veremos, Spinoza concluyó lo mismo en el cap. XIX de su Tratado
teológico-político y ya en el cap. VIII dijo: “lo que yo me propongo aquí es
corregir esos fallos y eliminar los prejuicios comunes de la teología” [10]. Sin embargo, las maneras de hacer callar a los teólogos son diversas.
Maquiavelo piensa en los viejos sacerdotes romanos con sus augurios y sus
dioses de la ciudad, con sus rituales de autoafirmación, junto a los generales
victoriosos y los ecos de las aclamaciones. Hobbes, por el contrario, organiza
un argumento muy sutil que pasa por hacer de Cristo el Mesías y entrega a la
nueva ciencia –verum est factum– todo
aseguramiento contra la contingencia. Último profeta para Hobbes, Cristo
declara falsos todos los profetas siguientes. Hasta aquí todo sucede igual que
en Spinoza [11]. El modelo de Cristo ya no se puede imitar tampoco en Spinoza [12] ni se puede confundir la teología con las ciencias [13]. Pero hay mucho de diferente. En realidad, Hobbes deja al género humano
ante un horizonte de esperanza pasiva: sólo podemos creer en la segunda venida
del Mesías que inaugura el Reino de Dios. Esta venida se presentará unívoca:
significará el final del tiempo y el juicio final. No tendrá otros signos. De
esta manera, el tiempo profano de san Agustín, con Hobbes, deja de ser un resto
para hacerse sustancia. Es decir, nadie en el tiempo entre la primera y la segunda
venida puede representar a Cristo, ni el papa ni los reformados, ni decir una
palabra sagrada. Sólo la ciencia y su nominalismo para el tiempo, junto con el
poder soberano y el suyo para el culto. Uno se levanta sobre la experiencia, el
otro sobre la voluntad absoluta del soberano. Su reunificación en un único
sentido de razón es el punto débil de Hobbes, punto problemático sin decidir.
Pues a la divisa auctoritas, non veritas,
facit legemse puede lanzar la sospecha de si la experiencia pude decir algo,
o si el verum est factum rige aquí de forma voluntarista absoluta.
3. Anti-Leviatán. De forma parecida, Spinoza
neutraliza todo sentido de teocracia: “Dios no ejerce un reinado especial sobre
los hombres” [14]. Sin embargo, las diferencias entre los dos filósofos son sutiles y
profundas. Para Hobbes, sólo el miedo del juicio final y la certeza de la fe
unen a cada uno con esa Segunda Venida que sólo decide Cristo. Al margen de esa
fe en la promesa, no hay nada en el tiempo que nos vincule a Cristo. La representación sólo puede ser profana –deus mortalis– y se hace valer para unir
a la gente dispersa en un tiempo que, de hecho, no guarda relación pública
alguna con el tiempo mesiánico. Perdidos en la inmanencia, sostenidos por una
vaga creencia en la promesa y un confuso miedo, los seres humanos se convierten
en lobos para el hombre y tienen que encontrar formas de desactivar la
violencia mediante la soberanía. Si, según Carl Schmitt, Hobbes ha llevado la
Reforma a su plenitud [15], es sencillamente porque ha dejado la fe como un resto sagrado
relativo a la postrimería, el límite externo de la temporalidad. El resto del
tiempo se entrega a los juristas del Leviatán. Schmitt sabía qué herencia
recibía: los teólogos debían callar para que los juristas hablaran. Pero al
hablar reocupaban su espacio y fundaban la teología política específicamente
moderna.
Como se ve, Hobbes neutraliza la
teología porque de facto destruye la
religión pública. Desde luego, el Leviatán usa la imaginación religiosa,
reocupa la función y la escena de la religión, pero no despliega la
ambivalencia de la imaginación teológica. Sólo usa el miedo religioso, no la
esperanza de un bien que los seres humanos desean con vehemencia [16]. Soberano para Hobbes es el que inspira mayor miedo que ningún otro
poder, un miedo concreto y cercano. No inspira esperanza, como logró el modelo
político de Spinoza: Moisés [17]. El resultado positivo de trabajar con el miedo es la seguridad, no la
serenidad, la verdadera sabiduría, la “tranquilidad de la vida verdadera” [18] o la devoción, en el caso de Spinoza. El dispositivo de Hobbes produce
orden, no virtud. Los seres humanos sometidos al Leviatán no por ello son
mejorados. En realidad, viven con una imaginación limitada por la ley, pero no
por la auto-limitación de la sabiduría. No tienen miedo a la muerte violenta,
pero sí a perder todo lo que tienen y desean de forma pacífica, económica, pero
desesperada e infinita. Respecto a los bienes del deseo, viven igual de angustiados
y de temerosos, de esperanzados y de ansiosos [19]. Spinoza, como es sabido, desconfía del carácter absoluto del Leviatán [20], y quiere encontrar una fuerza vinculante entre las magistraturas
políticas y el espíritu religioso, un nexo que vaya más allá del puro
nominalismo de la autoridad. Al hacerlo, identificó el punto débil de Hobbes:
la diferencia entre la inteligencia propia de la ciencia, capaz de producir
verdad, y la voluntad propia de la soberanía, que sólo puede imponerla. No
aceptó la doctrina de la potestas
absoluta voluntarista del soberano. La voluntad es lo mismo que el
intelecto y el intelecto es lo mismo que la voluntad. La autoridad no puede
vivir sin verdad. Por eso mismo rechazó el único vínculo entre ciencia y
política que podía reconocer Hobbes y no creyó en la nueva divisa del control
de la naturaleza desde la técnica del verum est factum, sino en la claridad
mental de la razón y en la superioridad de la virtud y la tranquilidad de ánimo [21].
4. Profetismo, religión moral, religión democrática. De esta manera, Spinoza ensayó un
complejo argumento para neutralizar la teología en la política sin destruir un
sentido real de la religión. Deseó eliminar toda relación entre la teología y
poder al modo católico, pero no destruir el espíritu religioso, la revelación,
la Sagrada escritura, los profetas y, finalmente, la relación entre el poder
político y la religión. Las continuas protestas de Spinoza se dirigen a
subrayar que filosofía y religión tienen su propio “dominio” y no son una
esclava de la otra. Son esferas de acción autónomas, pero no contradictorias.
Su autonomía, diferencia y norma, pasa por hacer callar a los teólogos. Para
ello, Spinoza debió criticar toda posibilidad de establecer los fundamentos
teológicos del poder. Este hecho abrió la puerta a la democracia. Aquí de nuevo
su mirada quedó iluminada por su propia experiencia de no-pertenencia. Lo que
había permitido que la religión fundara un poder era siempre la misma cosa: que
los profetas religiosos fueran interpretados por los teólogos en el sentido de
constituir un pueblo elegido. Y este hecho iba asociado con una representación
providencialista que legitimaba la pretensión de dominio imperial: controlar el
azar del tiempo y del espacio que, así, dejaba de ser profano. Si Spinoza era
lúcido en relación con este asunto era porque la fluctuatio animi propia de su experiencia marrana le había puesto
en la tesitura de tener que elegir entre dos pueblos elegidos, dos
providencialismos, dos visiones imperiales: los propios de la monarquía
católica hispánica y aquellas visiones propiamente judías. En realidad, al no
elegir ninguna de ellas destruía las bases imperiales de Europa, que se habían
configurado en la traslatio imperii
de los judíos a los católicos. Él no eligió ninguna porque sin duda comprendió
que se trataba de la misma. Expulsado de ambas, Spinoza neutralizó el trauma de
esta experiencia defendiendo con valentía que nunca se pertenece a un pueblo
elegido o que todos los son. No por ello destruyó la religión. Simplemente
identificó que la pertenencia político-religiosa era otra cosa. No era nada
relacionado con un pueblo elegido ni con las sutiles argucias de los teólogos [22]. La consecuencia derivada de este punto es que se abrió ante sus ojos de
manera clara que no había razón alguna para una apuesta imperial. Esta es la
otra cara de su republicanismo.
En el fondo, Spinoza fue todavía más
allá a la hora de neutralizar la experiencia traumática de la doble exclusión.
Al hacerlo, impulsó una compleja reflexión sobre el asunto de la identidad.
Esta se configuraba de forma clásica desde la pertenencia a una comunidad, pero
Spinoza la vio como algo vinculado a una forma de vida propia de la
imaginación. En realidad, su aguda mirada vio que la angustia de la fluctuatio animi, que él y los demás
marranos vivieron como una no-identidad respecto a cualquiera de las ofertas
disponibles de pertenencia, era un modo de ser común. Era la forma de vivir
propia de aquellos que se entregaban a la imaginación. Esto igualaba a las
víctimas y a los verdugos. Al luchar contra ella de forma adecuada, Spinoza
dejó de ser víctima y rechazó convertirse en verdugo a la vez. Quizá esta doble
decisión estuvo en la base de su apuesta por la democracia. La angustia de la
pertenencia podía ser vista desde las complejas inseguridades de los que la
afirman, tanto como desde las indecisiones de los que no pueden vivirla con
claridad. Los que la afirman, o se afirman en ella, ocultaban unas cosas y los
otros, los que no podían asumir la pertenencia, ocultaban otras. Todos
simulaban, no sólo los marranos. Todos eran marranos [23]. En realidad, autoafirmación violenta e indecisión paralizante eran
síntomas de la misma etiología profunda: la ambivalencia de la vida entregada a
la imaginación, que siempre se escinde entre el miedo y la esperanza. Y esto a
su vez era sintomatológico de un afecto desmedido a los bienes inciertos de la
fortuna. La autoafirmación de la pertenencia era el intento de eliminar la
ambivalencia y la angustia y no era productiva. Un mal de la imaginación se
resolvía mediante la imaginación. Los marranos eran un adecuado punto de
partida. La influencia de la imaginación sobre ellos era clara, pero se veían
imposibilitados por su lugar social para resolver el problema a través de la
imaginación. Sus indecisiones eran al menos sinceras como angustia y, al
mantenerse como tales, sin solución imaginaria, aspiraban a una curación
racional: plantear el problema de la pertenencia con plena conciencia de lo que
significa la imaginación y sus límites [24]. Si la pertenencia es imaginación, lo es porque quiere asegurar no la identidad, sino los bienes temporales
de la fortuna. Sobre esa pasionalidad descarnada se levantaba el
providencialismo, el pueblo elegido, la fundación teológica del poder y el
imperio. Aceptar que todo este imaginario dependía de la profunda amenaza de la
fortuna implicaba alejarse de todo este planteamiento, dejar de considerar la
fortuna como un poder mítico –dejar atrás a Maquiavelo– y apostar por medios
humanos de neutralizarla. Esos medios humanos se llamaban democracia.
5. Ratio
imperial y teología. No cabe
duda de que la ambivalencia de miedo y esperanza, inseguridad y confianza, odio
y afecto –experiencias psíquicas de la contingencia– produjo la necesidad de
refuerzos que llevó a los teólogos a la interpretación de las profecías desde
la óptica del pueblo elegido y la protección especial de una providencia. Y
esto a su vez llevó a la identificación de los milagros, la estructura misma de
la providencia especial por la que Dios protege a su pueblo elegido, hasta el
punto de alterar la naturaleza. Estas representaciones siempre implicaron una
promesa de dominio imperial, económicamente connotadas. No es un asunto menor
el rechazo de los milagros por parte de Spinoza. Tampoco en Hobbes [25]. Pero lo relevante es que el milagro forma parte de la razón imperial
providencialista y tiene que ver con el estado de excepción de un soberano
absoluto divino que entrega su omnipotencia delegada a otro soberano imperial.
Spinoza se refiere a Alejandro como el arquetipo de ese emperador y el más
preciso en la descripción del síntoma. Sólo tuvo necesidad de adivinos, de
teólogos y de milagros cuando sintió miedo, dice Spinoza en un paso central de
su libro. Dominado especialmente por la imaginación, en manos de la fortuna,
aterrorizado por las circunstancias adversas, se entregó a las supersticiones
para asegurarse el éxito. El milagro y la interpretación del teólogo suponen un
“alma triste y temerosa” y esta es siempre un alma que desea demasiado según la
imaginación. Spinoza pensaba que todo esto era obvio. No menos obvio era que
ese espíritu dominaba su época. En su tiempo había visto las representaciones
providencialistas de Saavedra Fajardo, en la Corona Gótica [26], las de su maestro Menasseh ben Israel [27], y la del jesuita Antonio Vieira [28], entre infinitas otras [29].
Por tanto, la doctrina de Spinoza se
levanta sobre bases parecidas a las de Hobbes: las angustias de la pertenencia
generan teólogos y profetas. Ambos deben callar ante la suprema potestad política [30]. Sin embargo, con el silencio de la teología no ha callado la religión.
La crítica mayor que lanza Spinoza contra Hobbes es que si se juega sólo con el
miedo es imposible que el Leviatán sea racional. Y sólo si es racional puede
ser democrático. El miedo es la fuente fundamental de la superstición y sobre
él se levanta la mentalidad imperial de aseguramiento. Si el Leviatán se
levanta sobre esta pasión no puede ser racional, sino imperial. Podemos decir
que la ratio imperial se ha
especializado en asegurar contra el miedo sin curar sus causas. Es por eso que,
para un spinoziano, el Leviatán es puramente sintomatológico, no racional. La
manera de lograr esa seguridad es la teología: interpretar las apariencias de
tal manera que siempre se lean desde el favor de Dios. Para ello nada mejor que
dotar al poder de una relación interna e infalible con la divinidad. El poder
así crea el miedo que él mismo se encarga de reducir. Esta es la función de la
gloria, el concepto central de la razón imperial [31]: el “pomposo ceremonial que le diera prestigio en todo momento y le
asegurara siempre la máxima veneración por parte de todos”. La perfección de
esta ratio imperial se da entre los turcos. Para ellos, incluso la discusión
con el príncipe es un perjurio [32]. Pero en realidad se trata de la Monarquía y la descripción de Spinoza
desde luego se ajusta a la hispánica. Lo decisivo del concepto de gloria es
que, como muy bien supiera Carl Schmitt, sólo puede ser gozada por uno. Es una
representación monárquica [33]. La función de la Monarquía consiste en aplacar el miedo que produce la
desdicha general ante la vida por la confianza exclusiva en un “solo hombre”.
Mundo invertido, logra que se considere dicha la desdicha, libertad la
esclavitud, salvación el sacrificio: todo se entrega a cambio de mantener a
quien nos vincula con la divinidad providencial. Ahí reside el sentido de la
superioridad, la seguridad por lo propio y el desprecio por los demás [34]. Ahí se concentran las pasiones de la identidad, siempre imperiales.
6. El misterio del pueblo hebreo. Pues bien, la tesis central del
libro de Spinoza es que el pueblo judío no ha padecido esta mentalidad imperial
justo por la existencia de los profetas, que han impedido toda mirada
complacida hacia el providencialismo. Los profetas no han sido teólogos y esto
es lo que parece ignorar Manasseh ben Israel y su apuesta por un mesianismo
imperial. Los profetas no han reclamado el poder del Estado, ni han fundado un
dogma ni han fundado una iglesia. Por tanto, no han fundado un sentido de
pueblo elegido, sino un sentido universalista y crítico que fue culminado por
Cristo. No debe sorprender que Spinoza sea tan convergente en las apreciaciones
sobre el judaísmo con Max Weber [35]. En el fondo, es el fundamento de la tradición sobre la que Weber se
levanta. Y sobre la que se levantan los críticos de Spinoza como Hermann Cohen,
que no habría podido pensarse sin el camino abierto por el marrano ibérico.
La doctrina de Spinoza, sin embargo,
no deja de tener profundos problemas que matizan la dualidad de estas dos
esferas, la religión y la política, cuya posibilidad de reconciliación se abre
con la eliminación de la teología. Si nos preguntamos sobre qué reside la
autonomía de la religión, sin duda, debemos decir que sobre la existencia de la
profecía. La estrategia de Spinoza consiste en diferenciar hasta el extremo la
profecía respecto de la teología. La profecía supone, desde luego, la
extraordinaria imaginación de ciertos seres humanos que, sin ser sabios,
formando parte del vulgo, exponen algún tipo de enseñanza que no inspira miedo.
Tenemos así una imaginación extrema al servicio de la confianza. Esta compleja
idea define la revelación. Su medio es la imaginación, pero su contenido es
producir obediencia a ciertos mandatos racionales. Podemos ver como entre
profecía y marranismo quizá haya un cierto vínculo secreto. Alguien agitado por
la imaginación, y esto significa por el miedo, hasta extremos insoportables, se
sobrepone y elabora un mensaje racional. Aquí la imaginación no se cura con un
imaginario. De ahí que la profecía sólo puede explicarse mediante la
comunicación misteriosa del profeta con el espíritu de Dios, no por causas
cercanas ni racionales explicables. El profeta ofrece contenidos racionales,
pero no mediante el conocimiento, sino mediante la imaginación más viva [36]. Y exhorta a la actuación según contenidos racionales, no mediante la
demostración, sino mediante la obediencia y la fe. Por tanto, las dos esferas
de la razón y de la revelación no son diferentes por su contenido, sino por su forma. “Nada impide que Dios comunique
de otras formas a los hombres las mismas cosas que conocemos por la luz
natural” [37]. Una lo hace según imágenes, palabras y signos. La otra mediante
razones. Una produce certeza moral, otra certeza matemática.
Sin embargo, los profetas eran seres
humanos extraños. Aunque dotados de una imaginación muy viva, esta no producía
en ellos los síntomas que produce en los demás. Por el contrario, su
imaginación era compatible con “una singular virtud superior a la corriente, y
practicaban la piedad con una admirable constancia de ánimo” [38]. La cuestión es compleja: es como si su imaginación no produjera un
miedo terrible por ellos mismos y su seguridad, sino por el peligro en que se halla la virtud en el mundo. Con ello, la
imaginación los pondría no en lugar de ellos mismos, sino en lugar de Dios.
Sólo así estarían en relación con el espíritu de Dios y obtendrían algo
contradictorio con la propia imaginación: la certeza [39]. Lo decisivo es lo que Spinoza añade, a saber: “yo ignoro según qué
leyes de la naturaleza se ha realizado eso” [40]. Desde cierto punto de vista, la profecía es un milagro que elimina la
fe en los milagros. La autonomía de la revelación y de la religión se realiza
sobre esta ignorancia. No hay posibilidad de fundarla en ciencia alguna ni
explicarla por las primeras causas. La imaginación ofrecía a los profetas
palabras y signos que, a pesar de todo, no producían miedo, sino certeza. Pero no
una que pasaba por la autoafirmación del pueblo elegido, sino por la crítica
que se deriva de una razón universal. De ahí que para explicar esa certeza,
tenemos que hacer pie ya en la revelación. La Escritura se ha de explicar a sí
misma, es una estructura. De ahí la autonomía de la esfera de acción de la
religión: toma la Escritura como un dato originario, para el cual las causas
naturales no importan [41]. Profecía no hace más doctos. La certeza no procede de la revelación
misma, sino de un signo relativo al futuro. Se trata de una certeza moral, no
matemática. Era una certeza relativa al profeta, para sobre-determinar su
imaginación y producir en lugar de miedo, certeza de “percibir la mente de
Dios” [42]. El resultado es que cada profeta ve a Dios tal y como suele imaginarlo
según sus opiniones previas [43] y las opiniones de la gente que ha de compartir su certeza con él.
Puesto que no conocen nada de los
atributos de Dios [44], y dado que “los israelitas no supieron apenas nada de Dios” [45], el tercer elemento de la profecía, el “ánimo únicamente inclinado a lo
justo y a lo bueno” [46], la piedad y la constancia de su ánimo [47] no podría explicarse de forma racional. No sabemos cómo alguien dotado
de meras opiniones y de una imaginación viva, pueda disponer de ánimo justo,
bueno y constante. Este es el punto débil de toda la construcción de Spinoza.
Pues de la premisa de que los israelitas no supieron nada de Dios se deriva con
necesidad que “los judíos ignoraron la verdadera dignidad de la virtud y la
verdadera felicidad” [48]. Esto fue así porque la revelación no ofreció “libertad interior”,
sino coacción del imperio de la ley. Sin embargo, parece que esta coacción del
imperio de la ley estaba dirigida a “vivir bien”. En suma, era una ley
paternalista, sin uso de razón. Por eso, de forma consecuente, de esto se
deriva que los “hebreos no habrían conocido la verdadera felicidad” [49]. Sin embargo, los profetas dieron una ley que no conoce la dignidad y la
virtud aunque su ánimo es justo e inclinado al bien. Hay un déficit entre su
ánimo moral y su conocimiento y este déficit se traslada a su Ley, que es en
parte sagrada y en parte humana e incluso demasiado humana. No ignoran la
caridad y la vida práctica, pero la imponen por la vía coactiva de la ley.
Vivir mejor es aquí vivir según la ley fruto de la imaginación. Por tanto es un
vivir mejor no universal que no puede convencer a todos [50]. Pero si se cumple, también se adora a Dios bajo esa forma.
Cómo pueda ser esto no se puede
explicar bien por parte de Spinoza y ese es el misterio del pueblo judío y su
capacidad profética. La premisa puede ser que según el profeta, así el lector o
el seguidor. Cada uno sigue esa forma devaluada de representación que es la
imaginación, dentro de la cual también hay imaginación del bien y de la
caridad. Es muy importante recordar que Cristo, en este sentido, no es
diferente, ni los apóstoles [51]. La tesis es que desde cierto punto de vista el pueblo judío vivió la
mejor manera posible adecuada a su mentalidad
infantil, pero no vivió bien. Vivió todo lo bien que pudo desde su
condición equivocada.
7. Política, pertenencia y contingencia. Sin embargo, forma parte de la
revelación la condición de pueblo elegido de los hebreos. ¿Cómo pueden haber
sido elegidos y para qué, si no es para configurar una comunidad imperial,
pues, como recuerdan los profetas, es imposible una autoafirmación identitaria?
¿Cuál es la verdad de esta elección? [52] El argumento de Spinoza dice que la condición de la elección no recae
sobre la virtud, la profecía y el bien vivir, sino sobre una condición
diferente. Diferenciando entre el gobierno interno y externo de Dios, sugiere
que el gobierno de Dios ofrece auxilio externo respecto al control de las
causas externas e inesperadas –la fortuna– mediante una “singular vocación” [53]. Esto es: la elección divina ofrece auxilio para eliminar la
contingencia de la fortuna mediante la fundación del Estado. No la ciencia,
sino la política; esa es la forma reductora de la contingencia y la fortuna.
La cuestión más importante del Tratado se concentra aquí. Pues si bien
Spinoza ha confesado que desea avanzar en el argumento de la separación de la
teología y la filosofía, ahora, por este mismo proceso argumental, nos muestra
que no puede poner la política del lado de la filosofía y sus evidencias
matemáticas, sino de la religión y sus evidencias racionales morales. No hay
Estado desde la razón, sino desde la no-razón, desde la imaginación y su
miedo-expectativa, desde la presión de eso que la imaginación llama fortuna.
Con esto llegamos a la cuestión central de Spinoza. En realidad, la tesis dice
que la formación de un Estado, de un cuerpo político, es un milagro, que sólo
puede ser atribuido a un acto del gobierno divino particular del mundo, y en
este sentido a una elección, y produce una adoración de Dios bajo la forma de
un modo de ser no-común. Esto es: afirma la imposibilidad de un Estado
universal. Pero al mismo tiempo, Spinoza afirma la necesidad universal del
Estado, pues la necesidad de asegurarse de la fortuna es un fin natural del
deseo. El mismo argumento que busca eliminar la razón imperial se transforma
aquí para garantizar la pluralidad estatal. Y todo junto nos dice que en
relación con el campo de la fortuna, de las causas externas, “que nosotros desconocemos” [54], necesitamos una seguridad que no es la racional matemática. Es la del
Estado, tan improbable que si funciona, “no podrá menos de admirar el gobierno
de Dios […] puesto que ha sucedido algo realmente inesperado que incluso puede
ser tenido por un milagro” [55]. La reducción masiva de contingencia es así la prueba de la teleología
del gobierno divino referido exclusivamente a nosotros. Elección es política:
“la felicidad temporal de su Estado y en sus comodidades” [56]. Nada extraño, dice Spinoza, pues esta es la finalidad del Estado. Las
ceremonias, en este sentido, sólo pueden tener valor de reducción de
contingencia si son públicas.
Allí donde hay Estado, por tanto,
debe universalizarse la representación del pueblo elegido. Todos los pueblos
políticamente organizados son elegidos por “el gobierno externo de Dios” [57] y por eso los judíos no eran más queridos que las otras naciones [58]. Esto lo reconoce la propia Escritura de los hebreos, cuando en los
Salmos dice que “Dios está cercano a todos los que le invocan” [59]. Por tanto, ningún judío está por encima de un gentil ni se
diferencia en nada de él al margen de su pertenencia al Estado fundado por
Moisés. La paradoja por tanto consiste en que la Escritura judía no es mejor
que ninguna otra, pero sin embargo ella reconoce que no es mejor que ninguna
otra. ¿No sería este un índice de su propia superioridad? Spinoza responde que
en absoluto: porque los profetas no han enseñado ante todo las leyes
particulares de su pueblo, sino a adorar
a Dios bajo estas leyes. Con ello, lo que han enseñado es universal bajo la
forma de lo particular. Enseñaron la propia virtud y exhortaron a practicarla,
por tanto enseñaron algo común-universal. Pero lo enseñaron bajo la forma
particular de la mentalidad de cada pueblo y, por tanto, por medios particulares,
que privilegiaron ante los que los escuchaban, como si fueran elegidos.
Averroes queda finalmente sistematizado. La consecuencia es que otros Estados y
naciones pudieron tener otros profetas, que todos enseñaron algo universal,
pero todos lo enseñaron respecto a algo particular, la fortuna, las causas
externas, y bajo la forma particular: esas leyes de la imaginación. Otra
consecuencia es que los profetas de todas las naciones conciernen a todas las
naciones, los hebreos entre ellos [60]. Finalmente, alcanza la conclusión de que “aquellos que los gentiles
llaman augures y adivinos eran verdaderos profetas” [61]. Maquiavelo así queda reconocido: la religión es siempre un asunto de
política y no puede existir Estado sin religión civil. Pero la religión, en la
medida en que es adorar a Dios bajo una forma particular, encierra un germen
que trasciende la política y lleva a la virtud, la sabiduría y el conocimiento.
Nada impide que las religiones puedan identificar ese fondo común, el Dios al
que todas adoran es el mismo bajo formas concretas.
Por lo tanto, la teoría del Estado
de Spinoza dice que en todo Estado, de forma estructural, hay una parte
universal y una dimensión particular. Y esto concierne de forma inequívoca a la
religión y a Dios, a la certeza moral. Hay una parte universal-concreta que
concierne a la dimensión necesaria del Estado, en la medida en que existe
gobierno externo de Dios, con causas externas concretas, con fortuna y
contingencia, ignorancia y peligro, miedo y seguridad. Todos los Estados
responden a la contingencia, y por tanto lo hacen como particularidad. Pero hay
una parte universal-universal, en la medida en que hay un gobierno interno del
mundo, una racionalidad y una luz natural, que está por encima de la ley, en la
medida en que se atiene a la virtud moral. Los profetas de ningún pueblo no
pueden proponer la primera sin respetar la segunda y sólo son profetas y no
fanáticos porque lo hacen. Enseñan a adorar a Dios y su virtud bajo una forma
particular de responder a una contingencia de causas externas, que tiene como
base una naturaleza común de causas internas. Moisés no da una ley universal,
pero da una ley de Dios [62].
Descubrir esta parte universal
expresa es el mérito inmortal de Cristo y de Pablo y por eso son profetas, pero no teólogos. Han visto que hay un Dios,
la ley universal, “la ley que sólo se refiere a la verdadera virtud”, el Dios
de todas las naciones [63]. Por eso Cristo enseña a obrar bien no por mandato de la ley, “sino por
una constante decisión interior” [64] superior al derecho a decidir del príncipe [65]. Respecto a esta universalidad, la pertenencia es contingente. La
consecuencia es que con esta sabiduría y sólo por esta virtud se puede ser
“griego con los griegos y judío con los judíos”, dado que ya se ha dado una
“alianza nueva y eterna de conocimiento, amor y gracia con Dios”, a través de
la piedad, que no puede sino ser universal [66].
Con ello el problema de la
pertenencia se ha resuelto. Pertenecemos a una comunidad por imaginación, pero
a todas por la razón. Cristo, en este sentido, no es un profeta que intuye la
mente de Dios, sino la boca, el Logos, por el que habla Dios. Por eso cumple a
Moisés: porque elimina lo que de particular tiene la ley de Moisés y deja la verdad
divina pura, universal o común, sin fe en las historias, racional, sin
ceremonias, que dispone un alma sincera y constante [67]. Esto significa que Dios sólo ha hablado inmediatamente a Cristo. Por
tanto, lo relevante de Cristo no es que es el Mesías, como en Hobbes, sino que
incluye una verdad y no solo una autoridad. Por eso la religión tiene un
contenido verdadero, por esa síntesis que se da entre Moisés y Cristo, y no
meramente una promesa. Por eso no se puede separar religión cristiana y ciencia
natural [68]. Pero esta dimensión universal de la religión cristiana está diseñada
específicamente para lograr una autoconciencia de la contingencia de todas las
demás pertenencias. El marranismo, con su experiencia de no pertenencia
esencial, con su imposibilidad de elevar el imaginario contingente a identidad,
se hace así auto consciente.
8. El escándalo del pasaje sobre España. Spinoza sugiere que los judíos
bien dispuestos a reconocer la diferencia entre gobierno interno y gobierno
externo del mundo han conocido desde siempre estas conclusiones, y los que se
han dejado llevar por la sabiduría y la virtud, lo han practicado así. Y entre
ellos, los judíos españoles, el mayor escándalo del Tratado teológico-político. En efecto, cuando Spinoza está
valorando la enseñanza de Pablo y de Cristo, muestra que al elevarse a la
virtud se puede ser ciudadano del Estado particular y de la Ley sin fanatismos:
se puede ser griego entre los griegos y judío entre los judíos, esto es, se
puede ser marrano. Entonces Spinoza se refiere a que esto sería el resultado
normal en la medida en que los ritos externos de las naciones no las convierten
en pueblos separados, incapaces de respetar la dimensión universal del modo de
ser humano. La prueba que Spinoza ofrece para demostrar esta naturalidad en el
proceso de alcanzar la dimensión universal de los seres humanos, es exactamente
la de los judíos españoles. Entonces, con esa bruma histórica que también se
hace visible en el Tratado político,
Spinoza dice literalmente:
En cuanto a que el odio de las naciones las conserva,
la experiencia misma lo ha probado. Cuando, hace tiempo, el rey de España forzó
a los judíos a admitir la religión del reino o irse al exilio, muchísimos
judíos aceptaron la religión de los adictos a los pontífices. Y como a aquellos
que admitieron su religión les fueron concedidos todos los privilegios de los
españoles de origen y fueron considerados dignos de todos los honores, se
mezclaron rápidamente con los españoles de tal forma que poco después no
quedaba de ellos ni resto ni recuerdo. Todo lo contrario sucedió a aquellos a
quien el rey de Portugal forzó a admitir la religión de su Estado; ya que
aunque se convirtieron a su religión, vivieron siempre separados de todos,
porque el rey los declaró indignos de todo cargo honorífico [69].
Los comentaristas han dicho que el
juicio de Spinoza es benévolo hasta la exageración. Sin embargo, con esto no
localizamos el asunto central. Como recuerda Méchoulan, sus alusiones a
Fernando el Católico en el Tratado Político, y los tormentos del Duque de Alba
y la crueldad del rey Felipe II, no inducen nada que tenga que ver con este
pasaje escandaloso [70]. Spinoza era plenamente consciente de los rasgos negativos de la
monarquía hispánica y sólo celebro al Justicia de Aragón como institución
salvable en su diseño de lo que sería un Estado adecuado. Intentemos explicar
este escándalo que nos sugiere que Spinoza se sentía indispuesto con las decisiones
negativas del rey de Portugal, pero no con las antiguas decisiones de los reyes
castellanos, los que habían puesto en marcha la Inquisición.
Lo inequívoco es que las enseñanzas
de Cristo no están vinculadas a la pertenencia del Estado [71]. En tanto verdades racionales, no hacen exclusiva nuestra pertenencia al
Estado, pero tampoco nos separan de ella. La religión en la medida en que tiene
una dimensión racional nos hace común y supera las pertenencias; en tanto que
tiene una dimensión imaginativa, fruto de compartir la contingencia, mantiene
esa pertenencia en la medida en que no es contraria a la ley divina. La
religión permite la política, pero la trasciende en la medida en que no se
pervierta en teología. Nos dota de la idea de una comunidad universal, pero ve
que la contingencia de las causas externas hace inevitable una comunidad
particular, que es a su vez y por su propia esencia contingente. Y esto es la
condición común de los seres humanos: disponer de una pertenencia esencial
común y de una contingentemente diferente. Quien sea de una religión y viva en
un Estado en que esté prohibida, deberá prescindir de ella, “y podrá no
obstante ello, vivir feliz” [72]. Y en esto se acreditaron los judíos españoles, los conversos marranos,
que padecieron la contingencia extrema y se vincularon de forma contingente a
las pertenencias políticas diseñadas para superar la contingencia. Ellos
dejaron de observar las ceremonias del pueblo judío, pero no renunciaron a la ley
divina de Moisés, sino que la clavaron en sus corazones mediante la doctrina de
Cristo. La religión era la misma: una como ley patria, en virtud de la alianza
hecha en tiempo de Moisés; otra como religión católica. La doctrina no era
diferente ni la religión católica era nueva [73]. Al hacerlo, dejaron de ser vulgo por su más íntima estructura –dejaron
de creer en los milagros [74] y afirmaron el Deus sive
Natura– y por eso se dispusieron de forma completamente natural a la
democracia, pues estaban dispuestos a conceder obediencia no por la autoridad,
ni por la devoción, ni por la ceremonia [75], sino por la luz natural en la que coincidía aquella parte de la
religión que era nueva para ellos con la vieja. Podían sin duda convertirse a
la religión pública y podían al mismo tiempo ignorar completamente las
ceremonias de la misma y sus historias: pero sí practicaban la vida honesta,
poseían el espíritu de Cristo y la herencia espiritual de Moisés. De esta
manera se vinculaban a la pertenencia contingente de modo indirecto pero
necesario, pero sólo en la medida en que se vinculaban con las obras a la
pertenencia universal y común [76]. Con ello, Spinoza deseaba oponerse a Maimonides [77] y Shem Tob [78] y vincularse a Pablo, Gálatas, 5:22, cuya doctrina sugiere que se puede salvar tanto por
la Escritura como por la Doctrina, y a Ibn Ezra, rabino de Tudela (1092-1167) y
a Rabí ben Gerson [79]. En suma, deseaba oponerse a la tradición farisaica que había comenzado
con aquel Concilio tardío que sacralizaba la letra de la Escritura y, en
contra, vincularse a los propios antecedentes de su propio pueblo que tenían
esta dimensión universal-particular. Entre ellos, los judíos españoles.
En suma, Spinoza deseaba sugerir
que, de la misma manera que los libros sagrados habían sido sometidos a
decisiones políticas erróneas a lo largo de la historia del pueblo judío [80], así el cristianismo se había configurado desde decisiones internas de
las autoridades religiosas que también podían ser equivocadas. Ni los concilios
de fariseos que definieron la Escritura ni los concilios de los católicos eran
superiores a la luz natural. Siguiendo el ejemplo de Pablo, un fariseo que fue
en contra de la tradición mayoritaria de su secta, Spinoza pensaba que había
que hablar “según su propio parecer” [81]. En efecto,
Pablo daba su consejo como hombre, razonaba siempre y sus enseñanzas no fueron
escritas por revelación sobrenatural, sino doctas y fraternales [82], dictadas por la luz natural y como enseñanzas morales [83]. El espíritu santo que invoca es una mente sana, feliz y consagrada a
Dios. La doble naturaleza de los apóstoles como doctores y profetas concierne a
esta doctrina común moral y a los distintos modos de enseñarla y tuvo
consecuencias terribles cuando el espíritu profético abandonó al docto.
Entonces brotó la teología. La clave entonces reside en que de la libertad de
conciencia se deben desprestigiar las discusiones teológicas de los doctos y
mantenerse solo lo que se relaciona con la dimensión profética moral de la
enseñanza religiosa.
Al privar de relevancia la dimensión
docta, teológica, propia y personal de los sucesores de los apóstoles, y
concentrarse de nuevo en su espíritu profético y en la enseñanza de Cristo
asequible por la luz natural común, Spinoza pensaba abrir el camino a un
cristianismo sin pontífice ni jerarquías. Su sueño fue regresar a la unidad de
la fe existente antes de la Reforma, pero culminada la Reforma [84]; pues si la religión consistía en “la sencillez y la sinceridad de
ánimo” de la que brotaba buenas obras, entonces no podía esquivarse la libertad
de conciencia ni el supremo derecho de cada uno a formar este ánimo según su
saber y entender. Y esto es así porque la religión cristiana no puede ser
identificada con la de los hebreos. Esta era pública y estatal, mientras que la
cristiana es personal y confiesa la luz natural “común a todos”, anclada en la
“capacidad natural del común de los hombres” [85]. La ley divina define así una religión “universal o católica común a
todo el género humano” [86].
9. Democracia y contingencia. La consecuencia de esta mayor
conciencia moral del cristianismo era la asunción consciente radical de la
contingencia como el origen de la pertenencia al Estado. Pues se trataba de una
contingencia que no se podía neutralizar desde el individuo. Al contrario, el
individuo como tal, en su soledad, enfrentado a la contingencia, no puede
controlar el miedo ni puede canalizar la expectativa. Sólo estructuras
cooperativas podían racionalizar ambas pasiones. Para ello, sin embargo, era
preciso no tanto incidir en cuestiones de identidad sino de cooperación. El
argumento se podía aplicar no sólo a los Estados cristianos, sino a cualquier
Estado. Lo único vetado por la nueva comprensión de la religión era elevar el
pueblo del Estado a pueblo elegido. Sobre el cristianismo como nueva religión
postjudía no podía fundarse nada parecido. Ahora bien, en la medida en que la
contingencia es una dimensión necesaria y natural respecto a la subjetividad
individual, y el miedo y la inseguridad es una realidad natural a todo ser que
aspira a la autoconservación, y son pasiones conceptualmente internas a ella,
en esa medida es necesario el Estado. Desde este punto de vista, todo ser
humano debe pertenecer a un Estado, la única potestad que “puede librarlos a
todos del miedo, para que vivan en cuanto sea posible con seguridad” [87]. Pero en la medida en que la modalidad dominante es la contingencia, la
pertenencia a este Estado concreto no
puede ser sino contingente y esta contingencia afecta a la parte no universal
de la religión, a las formas concretas de figuras la solidaridad. La doctrina
de Spinoza sugiere que debo pertenecer a un Estado, pero es contingente a qué Estado pertenezco. La pertenencia
a la religión pública, en la medida en que no sea contradictoria con la
dimensión universal de la religión, será una declaración pública de
comprometerse a cooperar con este grupo concreto y ayudar a los que allí se
reúnen, a fin de controlar una contingencia que afecta por igual a todos.
Respecto del contenido concreto de esta creencia, nadie puede perder la
capacidad de opinar y pensar lo que quiera [88], pues de otra manera no podría pensarse de forma cooperativa. La base
ontológica del republicanismo tiene su sentido ahí. Lo que a todos afecta
–miedo, inseguridad, terror–, esa contingencia concreta, a todos concierne.
Ayudarse recíprocamente bajo una religión pública no es contrario a la religión
de la humanidad, sino su concreción. El Estado es un imperativo de concreción
porque la contingencia es concreta y porque sólo en lo concreto se puede
producir seguridad.
No hay duda de que justo porque
Spinoza pensaba así de la religión y del Estado, creía que sólo la forma
democrática era la adecuada, y que la Biblia y su lectura abierta a todos era
la condición de posibilidad del libre uso de la razón común, necesaria para el
uso democrático. Pues más allá de la razón natural, permitía que todos llegaran
a las verdades morales necesarias para la piedad común del Estado. Esta
enseñanza, que la mente humana guarda la palabra eterna de Dios, que en esa
palabra está marcada la imagen de su divinidad, es una enseñanza judía y por
eso la Escritura es sagrada [89]. Desde este punto de vista, la Escritura no puede ser corrompida y llega
intacta a nosotros. Pero lo es su espíritu, no su letra y en la medida en que
el espíritu la lea con esta devoción.
El caso es que hacer frente a la
contingencia, incluida la de los demás seres humanos, ya que los otros cercanos
imponen más miedo que los lejanos extranjeros [90], con la idea de controlar racionalmente ese miedo, sólo puede
llevarse a cabo mediante un pacto político que, si bien implica la generación
de la pasión de la esperanza, no puede idealizarse con el imaginario de que se
trata de un pueblo providencial elegido. Esperanza es la pasión propia de la multitud libre, ha recordado Spinoza, la
que puede llevar positivamente a un pacto [91] y afirmarlo. Spinoza, de esto apenas cabe duda, ha defendido la
naturaleza utilitaria del pacto político [92], pero al mismo tiempo ha defendido su “necesidad suprema”. Desde este
punto de vista, ha alabado la fidelidad como supremo baluarte del Estado [93]. Sin embargo, estas categorías proceden de su comprensión racional. Lo decisivo
es que esos elementos pueden ser desplegados por los compromisos de solidaridad
que implican los rasgos concretos de compartir una religión. No sólo los seres
racionales forjan la ciudad, sino todos los individuos. Considerar el poder
político como el poder supremo dotado del derecho supremo desde la asamblea de
la multitud libre “se llama democracia” [94]. En esa multitud Spinoza vio el único lugar donde el marrano puede ser
cooperativo sin necesidad de identificar en qué parte del pueblo se halla. Con
ello, entre los fundamentos del Estado democrático vemos el frágil equilibrio
entre la formación de pueblo por la esperanza que supera un miedo común y, al
mismo tiempo, la renuncia a la consideración de este pueblo como elegido. En
suma, la democracia implica a la vez reconocer el fundamento racional incluso
en el núcleo de la religión pública concreta, de tal manera que no se plantee
la cláusula propia de la exclusión “ni….ni” del marrano. Respecto a ese otro
núcleo particular de la religión, sin duda, la suprema potestad “posee el
derecho supremo a establecer lo que estime oportuno de la religión” [95] y cada uno está obligado por derecho a obedecer en lo que “cree
pertenecer a la religión” [96]. La democracia así implica una inexorable e insuperable dualidad de
pueblo que, sin embargo, mantiene sus bases cooperativas. Unos asumen la ley
del Estado desde la razón y otros la asumen como religión concreta, pero esta
no es contradictoria con la primera. El marrano puede obedecer la religión
concreta sin hipocresía, porque tiene libertad para decidir qué pertenece a lo
que él cree. Por tanto, los hombres pueden obedecer al Estado bien por la parte
de la religión racional, bien por la dimensión particular de la religión, como
orden imaginario de las pasiones. En todo caso, la conclusión real de Spinoza
es que “en cualquier ciudad que el hombre viva, puede ser libre”. Pero esto
significa realmente que “cuanto más se guía el hombre por la razón, es decir,
cuanto más libre es, con más firmeza observará los derechos de la ciudad y
cumplirá los mandatos de la suprema potestad de la que es súbdito” [97].
Sin duda, la libertad de creencia,
de pensamiento y de opinión debe ser garantizada porque se debe asumir la
posibilidad de que cada uno pueda abandonar el imaginario de la religión
concreta para acceder a la religión racional. Pero no dejará por ello de
identificar la necesidad de Estado. En un caso y en otro, los seres humanos no
pueden vivir en paz al margen de la decisión de su propia mente. De ahí la
ineficacia radical de la Inquisición, como la estéril pretensión de gobierno de
las almas a través de la leyes, de la que el cap. XX nos ofrece una crítica
radical [98]. Frente a ella, Spinoza ha alabado el martirio, y ha considerado
glorioso “morir por la libertad” [99]. Esta alabanza no es incompatible con lo que sabemos de la
experiencia marrana. Nadie puede olvidar que hubo abundantes casos de
ocultamiento que se convirtió en firmeza en defensa de su propia forma de
creer. Una multitud libre era el muro para disolver tanto el ocultamiento como
el martirio, el lugar en que estas actitudes negativas se transformaban en
positivas. La democracia, finalmente, es el escenario en el que el marrano
puede serlo con legitimidad y, justo por eso, puede morir por ella. Que la
democracia sea la casa del marrano no implica que este deje de serlo. Implica
que ya se ha reconocido que esta forma de ser es la única capaz de mantener el
equilibrio entre la dimensión racional y la imaginaria del ser humano y, desde
este punto de vista, la única capaz de cargar con su fragilidad y su diferencia
sin extender el miedo. Sin ella, el marrano sabe que en cualquier momento puede
convertirse en un animal acosado y experimentar el terror [100].
Jose Luis Villacañas, ‘Spinoza:
Democracia y subjetividad marrana’, en Política
común, vol. 1, 2012. DOI
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