Bertrand Russell
Spinoza
(1634-1677) es el más noble y el más amable de los grandes filósofos.
Intelectualmente, algunos le han superado, pero éticamente es supremo. Como
natural consecuencia, fue considerado, durante su vida y un siglo después de su
muerte, como un hombre de una perversión aterradora. Judío de nacimiento, los
judíos le excomulgaron. Los cristianos le aborrecieron igualmente; aunque toda
su filosofía está dominada por la idea de Dios, el ortodoxo le acusaba de ateísmo.
Leibniz, que le debía mucho, ocultaba su deuda, y se abstuvo cuidadosamente de
decir una palabra en elogio suyo; llegó incluso a mentir respecto al grado de
su conocimiento personal con el herético judío.
La vida de
Spinoza fue muy sencilla. Su familia había ido a Holanda desde España, o quizá
desde Portugal, para escapar de la Inquisición. El mismo Spinoza fue educado en
el saber judío, pero se encontró con que le era imposible seguir siendo
ortodoxo. Se le ofrecieron cien florines al año para que mantuviera ocultas sus
dudas; cuando los rehusó, se intentó asesinarle; cuando esto falló, se le
maldijo con todas las maldiciones del Deuteronomio y con la maldición que
Eliseo pronunció contra los muchachos que, a consecuencia de ella, fueron
despedazados por las osas. Pero Spinoza no fue atacado por ninguna osa. Vivió
tranquilamente, primero en Amsterdam y luego en La Haya, ganándose la vida
puliendo lentes. Sus necesidades eran pocas y sencillas, y toda su vida mostró
una rara indiferencia por el dinero. Los pocos que le conocieron le amaban, aun
en el caso de que desaprobaran sus principios. El Gobierno holandés, con su
acostumbrado liberalismo, toleró sus opiniones sobre las cuestiones teológicas,
aunque en un tiempo fue mal visto políticamente por haberse puesto al lado de
los Witt frente a la Casa de Orange. A la temprana edad de cuarenta y tres años
murió de tisis.
Su obra
principal, la Ética, fue publicada póstumamente. Antes de examinarla,
debemos decir unas palabras acerca de sus otros dos libros, el Tractatus
Theologico-Politicus y el Tractatus Politicus. El primero es una curiosa
combinación de crítica bíblica y teoría política; el segundo se ocupa sólo de
teoría política. En la crítica bíblica anticipa parcialmente Spinoza opiniones
modernas, particularmente al asignar a varios libros del Viejo Testamento
fechas muy posteriores a la asignada a los mismos por la tradición. Se esfuerza
en todo el libro por demostrar que las Escrituras pueden ser interpretadas de
modo compatible con una teología liberal.
La teoría
política de Spinoza deriva, en lo esencial, de Hobbes, a pesar de la enorme
diferencia temperamental que hay entre los dos hombres. Sostiene que en un
estado de naturaleza no hay nada lícito ni ilícito, pues lo ilícito consiste en
desobedecer la ley. Sostiene que el soberano no puede hacer nada ilícito, y
coincide con Hobbes en que la Iglesia debe estar subordinada por entero al
Estado. Se opone a toda rebelión, incluso contra un Gobierno malo, y pone los
ejemplos de las perturbaciones de Inglaterra como prueba del daño que resulta
de resistir por la fuerza a la autoridad. Pero difiere de Hobbes al considerar
la democracia como la forma de Gobierno «más natural». También difiere de él al
sostener que los súbditos no deben sacrificar todos sus derechos al
soberano. En particular, considera importante la libertad de opinión. No
comprendo del todo cómo se concilia esto con su criterio de que las cuestiones
religiosas debe zanjarlas el Estado. Creo que cuando dice eso piensa que estas
cuestiones debe zanjarlas el Estado más que la Iglesia; en Holanda, el Estado
era mucho más tolerante que la Iglesia.
La Ética de
Spinoza trata de tres materias diferentes. Empieza con la metafísica; continúa
luego con la psicología de las pasiones y de la voluntad; finalmente formula
una ética basada en la metafísica y en la psicología precedentes. La metafísica
es una modificación de la de Descartes, la psicología tiene reminiscencias de
Hobbes, pero la ética es original y lo más valioso del libro. La relación de
Spinoza con Descartes es en algunos aspectos semejante a la de Plotino con
Platón. Descartes era un hombre polifacético, lleno de curiosidad intelectual,
pero no estaba muy abrumado por la seriedad moral. Aunque inventó pruebas destinadas
a apoyar las creencias ortodoxas, pudo haber sido empleado por los escépticos
como Carnéades usó a Platón. Spinoza, aunque no dejaba de tener interés por la
ciencia, e incluso escribió un tratado sobre el arco iris, se sentía
principalmente atraído por los problemas religiosos y morales. Aceptó de
Descartes y sus contemporáneos una física materialista y determinista y trató,
dentro de la estructura de ésta, de hallar un lugar para el respeto y para una
vida consagrada al Bien. Su intento fue grandioso y suscita admiración aun en
aquellos que no lo creen acertado.
El sistema
metafísico de Spinoza es del tipo iniciado por Parménides. Hay sólo una
sustancia, «Dios o Naturaleza»; nada finito subsiste por sí mismo. Descartes
admitía tres sustancias: Dios, espíritu y materia; es verdad que, incluso para
él, Dios era, en un sentido, más sustancial que espíritu y materia, puesto que
los había creado y podía, si quería, aniquilarlos. Pero salvo la relación con
la omnipotencia de Dios, espíritu y materia eran dos substancias independientes,
definidas, respectivamente, por los atributos de pensamiento y extensión. Para
Spinoza no había nada de esto. Para él, pensamiento y extensión eran atributos
de Dios. Dios tiene también un número infinito de otros atributos, puesto que
Él tiene que ser en todos los aspectos infinito, pero esos otros son
desconocidos para nosotros. Las almas individuales y los trozos separados de la
materia son, para Spinoza, adjetivales; no son cosas sino, meramente,
aspectos del Ser divino. No puede existir la inmortalidad personal en que creen
los cristianos, sino sólo aquella inmortalidad impersonal que consiste en hacerse
más y más uno con Dios. Las cosas finitas se definen por sus límites, físicos o
lógicos, es decir, por lo que no son: «toda determinación es negación».
Sólo puede haber un Ser que sea totalmente positivo, y tiene que ser
absolutamente infinito. De esta forma se ve arrastrado Spinoza a un panteísmo
completo y sin atenuaciones.
Todo, según
Spinoza, es gobernado por una necesidad lógica absoluta. No hay libre albedrío
en la esfera mental ni azar en el mundo físico. Todo lo que ocurre es una
manifestación de la inescrutable naturaleza de Dios, y es, lógicamente,
imposible que los acontecimientos fueran diferentes de lo que son. Esto lleva a
dificultades en relación con el pecado, que los críticos no fueron remisos en
señalar. Uno de ellos, observando que, según Spinoza, todo está decretado por
Dios y es, por lo tanto, bueno, pregunta indignado: ¿Fue bueno que Nerón matara
a su madre? ¿Fue bueno que Adán comiera la manzana? Spinoza responde que lo que
era positivo en estos actos era bueno, y que sólo lo que era negativo era malo,
pero la negación sólo existe desde el punto de vista de las criaturas finitas.
En Dios, que es lo único completamente real, no hay negación y, por consiguiente,
el mal en lo que a nosotros nos parecen pecados no existe cuando éstos son
contemplados como partes del todo. Esta doctrina aunque, en una forma u otra,
ha sido sostenida por muchos místicos, no puede claramente conciliarse con la
doctrina ortodoxa del pecado y de la condenación. Se halla asociada a la total
negación del libre albedrío formulada por Spinoza. Aunque nada polémico,
Spinoza era demasiado honrado para ocultar sus opiniones, por más que fueran
inaceptables para sus contemporáneos; la aversión a su doctrina no es, pues,
sorprendente.
La Ética está
redactada en el estilo de Euclides, con definiciones, axiomas y teoremas; todo
lo que aparece detrás de los axiomas se supone que está rigurosamente
demostrado por razonamiento deductivo. Esto hace difícil su lectura. Un
estudiante moderno, que no puede suponer que existan pruebas rigurosas
de las cosas que el filósofo declara afirmar, tiende a impacientarse con el
detalle de las demostraciones que, en realidad, no vale la pena dominar. Basta
con leer los enunciados de las proposiciones y estudiar los escolios, que
contienen mucho de lo mejor de la Ética. Pero sería falta de comprensión
censurar a Spinoza por su método geométrico. Estaba en la esencia de su
sistema, tanto ética como metafísicamente, mantener que todo p o d í a ser
demostrado y, por consiguiente, era esencial presentar demostraciones. Nosotros
no podemos aceptar su método porque no podemos aceptar su metafísica. No
podemos creer que las mutuas relaciones de las partes del Universo sean lógicas,
porque sostenemos que las leyes científicas tienen que ser descubiertas por la
observación, no por el razonamiento solo. Mas para Spinoza el método geométrico
era necesario y estaba ligado con las partes más esenciales de su doctrina.
Llegamos ahora
a la teoría de las emociones de Spinoza. Ésta viene después de una discusión
metafísica sobre la naturaleza y origen del pensamiento, que lleva a la
asombrosa proposición de que «el entendimiento humano tiene un conocimiento
adecuado de la eterna e infinita esencia de Dios». Pero las pasiones, que son
examinadas en el tercer libro de la Ética, nos distraen y oscurecen
nuestra visión intelectual del todo. «Todo —se nos dice— en cuanto es en sí
mismo, trata de persistir en su propio ser». De aquí surgen el amor, el odio y
la lucha. La psicología del libro tercero es enteramente egoísta. «Quien
concibe que el objeto de su odio es destruido, sentirá placer». «Si concebimos
que alguien tiene deleite en algo que solamente una persona puede poseer,
trataremos de hacer lo posible para que el hombre en cuestión no se posesione
de ello». Pero incluso en este libro hay momentos en que Spinoza abandona la apariencia
del cinismo demostrado matemáticamente, como cuando dice: «El odio aumenta al
ser correspondido y puede, por otra parte, ser destruido por el amor». La
autoconservación es el motivo fundamental de las pasiones, según Spinoza; pero
ésta altera su carácter cuando nos damos cuenta de que lo que es real y positivo
en nosotros es lo que nos une al todo y no lo que conserva la apariencia de
separación.
Los dos
últimos libros de la Ética titulados, respectivamente, «De la servidumbre
humana, o la fuerza de las emociones» y «Del poder del entendimiento, o de la
libertad humana» son los más interesantes. Somos esclavos en la medida en que
lo que nos ocurre está determinado por causas exteriores y somos libres en la
medida en que nos determinamos a nosotros mismos. Spinoza, como Sócrates y
Platón, cree que toda acción ilícita es debida a error intelectual: el hombre
que comprende de modo adecuado sus propias circunstancias actuará
prudentemente, y será, incluso, feliz frente a lo que para otro representaría
la desgracia. No hace ninguna llamada al desinterés; sostiene que el interés
propio, en algún sentido, y más particularmente la propia conservación,
gobiernan toda la conducta humana. «Ninguna virtud puede ser concebida como
previa a este intento de conservar el propio ser». Pero su concepción de lo que
un hombre prudente elegiría como meta de su interés es diferente de la del egoísta
ordinario: «El más alto bien de la mente es el conocimiento de Dios y la más
alta virtud de la mente es conocer a Dios». Las emociones se llaman pasiones
cuando brotan de ideas inadecuadas; las pasiones de los diferentes hombres
pueden chocar, pero los hombres que viven en obediencia a la razón estarán de
acuerdo. El placer es en sí mismo bueno, pero la esperanza y el temor son
malos, lo mismo que la humildad y el arrepentimiento: «El que se arrepiente de
una acción es doblemente perverso o enfermo». Spinoza considera el tiempo como
irreal y, por consiguiente, todas las emociones que tienen que ver con un acontecimiento
como futuro o como pasado, son contrarias a la razón. «En cuanto la mente
concibe una cosa bajo el dictado de la razón, ésta es afectada igualmente, ya
sea la idea de una cosa presente, pasada o futura».
Es una frase
difícil, pero pertenece a la esencia del sistema de Spinoza, y haremos bien en
detenernos un momento en ella. En la opinión popular, «es bueno todo lo que
acaba bien»; si el Universo está mejorando gradualmente pensamos mejor de él
que si está decayendo gradualmente, aunque la suma del bien y del mal sea igual
en los dos casos. Nos sentimos más interesados por un desastre de nuestro
tiempo que por uno de la época de Gengis Kan. Según Spinoza, esto es
irracional. Cualquier cosa que ocurra, forma parte del eterno mundo intemporal
tal como Dios lo ve; para Él la fecha no tiene importancia. El hombre prudente,
en cuanto lo permite la limitación humana, se esfuerza por ver el mundo tal
como Dios lo ve, sub specie aeternitatis, bajo el aspecto de la
eternidad. Pero —se puede replicar— haríamos mucho mejor en preocuparnos más de
las desgracias futuras, que pueden posiblemente evitarse, que de las
calamidades pasadas, respecto a las cuales ya no podemos hacer nada. A este
argumento responde el determinismo de Spinoza. Sólo la ignorancia nos hace
pensar que podemos cambiar el futuro; lo que ha de ser será, y el futuro está
fijado de modo tan inalterable como el pasado. Por eso es por lo que la
esperanza y el temor se condonan: ambos dependen de contemplar el futuro como algo
incierto, así que nacen de la falta de sabiduría.
Cuando
adquirimos, en la medida de lo posible, una visión del mundo análoga a la de
Dios, lo vemos todo como una parte del conjunto e igualmente necesario para la
bondad del todo. Por consiguiente «el conocimiento del mal es un conocimiento
inadecuado». Dios no tiene ningún conocimiento del mal, porque no hay ningún
mal que tenga que ser conocido; la apariencia del mal sólo surge de considerar
las partes del Universo como si fueran subsistentes por sí mismas.
El punto de
vista de Spinoza se propone liberar a los hombres de la tiranía del temor. «Un
hombre libre en lo menos que piensa es en la muerte; y su sabiduría es una
meditación no de la muerte, sino de la vida». Spinoza vivió por completo de
conformidad con este precepto. El último día de su vida estaba enteramente
tranquilo, no exaltado, como Sócrates en el Fedón, sino conversando,
como hubiera hecho cualquier otro día, sobre asuntos de interés para su
interlocutor. A diferencia de otros filósofos, no sólo creía en sus propias
doctrinas, sino que las practicaba; no sé de ninguna ocasión, a pesar de una
gran provocación, en la que se viera arrastrado a la exaltación o a la cólera
que su moral condenaba. En la controversia era cortés y razonable, sin molestar
nunca, pero haciendo todo lo posible por persuadir.
En la medida
en que lo que nos sucede nace de nosotros, es bueno; sólo lo que viene de fuera
es malo para nosotros. «Como todas las cosas de las que un hombre es causa
eficiente son necesariamente buenas, ningún mal puede sobrevenir a un hombre,
salvo por causas externas». Es obvio, por ende, que nada malo puede ocurrirle
al Universo como un todo, puesto que no está sujeto a causas externas.
«Nosotros somos una parte de la naturaleza universal y seguimos su orden. Si
tenemos un entendimiento claro y distinto de esto, esa parte de nuestra naturaleza
que está definida por la inteligencia —en otras palabras, la parte mejor de
nosotros mismos — asentirá seguramente en lo que nos sobrevenga, y en tal
aquiescencia debemos tratar de persistir». En la medida en que un hombre es una
parte renuente de un todo mayor, está en servidumbre, mas en la medida en que, por
medio del entendimiento, ha captado la única realidad del todo, es libre. Las
consecuencias de su doctrina se desarrollan en el último libro de la Ética.
Spinoza no
pone reparos a todas las emociones, como los estoicos; sólo pone reparos
a las que son pasiones, es decir, a aquellas en que nosotros aparecemos
ante nosotros mismos en poder de fuerzas exteriores. «Una emoción que es una
pasión deja de ser una pasión tan pronto como nos formamos una idea clara y
distinta de ella». Comprender que todas las cosas son necesarias ayuda a la
mente a adquirir poder sobre las emociones. «El que clara y distintamente se
entiende a sí mismo y a sus emociones, ama a Dios, y tanto más cuanto más se
comprende a sí mismo y sus emociones». Esta proposición nos introduce en el
«amor intelectual de Dios», en que consiste la sabiduría. El amor intelectual
de Dios es una unión de pensamiento y emoción: consiste —creo que puede decirse
así— en el pensamiento verdadero combinado con el goce de la aprehensión de la
verdad. Todo goce del pensamiento verdadero forma parte del amor intelectual de
Dios, pues éste no contiene nada negativo, y es, en consecuencia,
verdaderamente parte del todo, no sólo aparentemente, como lo son las cosas
fragmentarias, tan separadas en el pensamiento hasta parecer malas.
He dicho hace
un momento que el amor intelectual de Dios implica la alegría, pero quizá esto
sea un error, pues Spinoza dice que a Dios no le afecta ninguna emoción de
placer o de pesar, y dice también que «el amor intelectual de la mente hacia
Dios es parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo». Creo, sin
embargo, que hay algo en el amor intelectual, que no es mero intelecto;
quizá el goce implícito, en esto se considera como algo superior al placer.
«El amor a
Dios —se nos dice— debe ocupar el primer lugar en la mente». He omitido las
demostraciones de Spinoza, pero, al hacerlo así, he dado una visión incompleta
de su pensamiento. Como la prueba de la anterior proposición es corta, la
citaré entera; el lector puede, luego, suplir con la imaginación las pruebas de
las otras proposiciones. La prueba de esta proposición es como sigue:
«Pues este
amor está asociado con todas las modificaciones del cuerpo (v. 14) y está
alimentado por todas ellas (v. 15); por consiguiente (v. 11), debe ocupar el
primer lugar en la mente, Q.E.D».
De las
proposiciones aludidas en esta prueba, la v. 14 dice: «La mente puede comprobar
que todas las modificaciones corporales o imágenes de cosas pueden ser
referidas a la idea de Dios»; la v. 15 establece: «El que claramente y
distintamente se entiende a sí mismo y a sus emociones ama a Dios, y tanto más
en la proporción en que se entiende a sí y sus emociones»; la v. 11 establece:
«Una Imagen mental es más frecuente en la medida en que alude a más objetos, o
es más frecuentemente vivida y ocupa más la mente».
La prueba citada
arriba podía exponerse así: Todo incremento en la comprensión de lo que nos
ocurre consiste en referir los acontecimientos a la idea de Dios, puesto que,
en verdad, todo es parte de Dios. Esta comprensión de todas las cosas como
parte de Dios es amor de Dios. Cuando todos los objetos sean
referidos a Dios, la idea de Dios ocupará totalmente el entendimiento.
Así, la
afirmación de que el «amor de Dios debe ocupar el primer lugar en la mente» no
es primariamente una exhortación moral, sino una exposición de lo que tiene que
ocurrir inevitablemente a medida que adquirimos comprensión.
Se nos dice
que nadie puede odiar a Dios, pero por otra parte, «el que ama a Dios no puede
tratar de que Dios le ame a él a su vez». Goethe, que admiraba a Spinoza sin
siquiera empezar a entenderle, consideró esta proposición como un ejemplo de
abnegación. No es nada de eso, sino una consecuencia lógica de la metafísica de
Spinoza. Él no dice que un hombre no debe desear que Dios le ame; dice
que un hombre, que ama a Dios, no puede desear que Dios le ame. Esto
aparece claro en la prueba, que dice: «Pues si un hombre intentara eso, desearía
(v. 17, cor.) que Dios, a quien él ama, no fuera Dios y, consiguientemente,
desearía sentir dolor (III, 19), lo que es absurdo (III, 28)». La v. 17 es la
proposición ya aludida, que dice que Dios no tiene pasiones, ni placeres, ni
penas; el corolario aludido deduce que Dios no ama ni odia a nadie. También
aquí lo implicado no es un precepto moral, sino una necesidad lógica: un hombre
que amara a Dios y deseara que Dios le amara a él estaría deseando sentir
dolor, «lo que es absurdo».
La afirmación
de que Dios puede no amar a nadie, no debía considerarse contradictoria a la
afirmación de que Dios se ama a Sí mismo, puesto que es posible sin falsa
creencia; y en todo caso el amor intelectual es una clase muy especial de amor.
En este punto
nos dice Spinoza que nos ha dado ahora «todos los remedios contra las
emociones». El gran remedio está en las ideas claras y distintas respecto a la
naturaleza de las emociones y de su relación con las causas externas. Hay una
mayor ventaja en el amor de Dios comparado con el amor de los seres humanos:
«La falta de salud espiritual y las desventuras pueden, generalmente,
atribuirse al amor excesivo de algo que está sujeto a muchas variaciones». Pero
el conocimiento claro y distinto «suscita un amor hacia una cosa inmutable y
eterna», y tal amor no tiene el carácter turbulento e inquietante del amor
hacia un objeto que es pasajero y cambiante.
Aunque la
supervivencia personal después de la muerte es una ilusión hay, sin embargo, en
la mente humana algo que es eterno. La mente puede sólo imaginar o recordar
mientras el cuerpo existe, pero hay en Dios una idea que expresa la esencia de
este o de aquel cuerpo humano bajo la forma de eternidad, y esta idea es la
parte eterna de la mente. El amor intelectual de Dios, cuando es experimentado
por un individuo, está contenido en esta parte eterna de la mente.
La beatitud,
que consiste en el amor a Dios, no es la recompensa de la virtud, sino la
virtud misma; no nos gozamos en ella porque dominamos nuestros deseos, sino que
dominamos nuestros deseos porque nos gozamos en ella.
La Ética termina
con estas palabras:
«El hombre
sabio, en la medida en que es considerado como tal, apenas sufre una turbación
de espíritu, pues siendo consciente en sí mismo, de Dios y de las cosas, por
cierta necesidad eterna, nunca deja de serlo, sino que siempre posee la
verdadera aquiescencia de su espíritu. Si el camino que he indicado como
conducente a este resultado parece excesivamente difícil puede, no obstante,
ser descubierto. Tiene que ser difícil, puesto que rara vez se le encuentra.
¿Cómo sería posible, si la salvación estuviera al alcance inmediato de nuestra
mano, y pudiera hallarse sin gran esfuerzo, que la descuidaran casi todos los
hombres? Pero todas las cosas excelentes son tan difíciles como raras».
Para formar un
juicio crítico de la importancia de Spinoza como filósofo es necesario
distinguir su ética de su metafísica y considerar qué parte de la primera puede
sobrevivir a la negación de la segunda.
La metafísica
de Spinoza es el mejor ejemplo de lo que puede llamarse monismo lógico,
es decir, la doctrina de que el mundo como conjunto es una sola sustancia,
ninguna de cuyas partes es capaz, lógicamente, de existir sola. La base
principal de esta opinión es la creencia de que cada proposición tiene un solo
sujeto y un solo predicado, lo que nos lleva a la conclusión de que relaciones
y pluralidad tienen que ser ilusorias. Spinoza pensaba que la naturaleza del
mundo y de la vida humana podían ser deducidas lógicamente en axiomas evidentes
por sí mismos; nosotros debiéramos estar tan resignados ante los acontecimientos
como ante el hecho de que dos y dos son cuatro, puesto que aquéllos son
igualmente el resultado de la necesidad lógica. El conjunto de su metafísica es
imposible de aceptar; es incompatible con la lógica moderna y con el método
científico. Los hechos tienen que ser descubiertos por la observación,
no por el razonamiento; cuando inducimos con éxito el futuro, lo hacemos por
medio de principios que no son lógicamente necesarios, sino que han sido
sugeridos por datos empíricos. Y el concepto de sustancia, sobre el que se basa
Spinoza, es un concepto que ni la ciencia ni la filosofía pueden aceptar hoy.
Pero cuando
llegamos a la ética de Spinoza sentimos —o por lo menos, lo siento yo— que
algo, aunque no todo, puede ser aceptado, incluso cuando ha sido rechazado el
fundamento metafísico. Hablando en términos generales, Spinoza se ha preocupado
de mostrarnos cómo es posible vivir noblemente, aun cuando reconozcamos los límites
del poder humano. Él mismo, con su doctrina de la necesidad, hace estos límites
más estrechos de lo que son, pero cuando indubitablemente existen las máximas de
Spinoza son, quizá, las mejores posibles. Tomemos, por ejemplo, la muerte: nada
de lo que un hombre puede hacer le hará inmortal, y es, por lo tanto, vano
perder tiempo en lamentaciones y temores respecto al hecho de que tenemos que
morir. Estar obsesionado con el miedo a la muerte es una especie de esclavitud;
Spinoza tiene razón al decir que «el hombre libre en lo menos que piensa es en
la muerte». Pero aun en este caso, sólo es la muerte en general la que debe ser
tratada de ese modo; la muerte por cualquier enfermedad determinada debe, en lo
posible, evitarse, sometiéndose a los cuidados médicos. Lo que, aun en este
caso, hemos de eludir es cierto tipo de preocupación o terror; las medidas
necesarias han de tomarse con tranquilidad y nuestros pensamientos habrían de
dirigirse, en lo posible, a otros asuntos. Las mismas consideraciones se aplican
a todas las demás desventuras puramente personales.
Pero ¿qué ha
de hacerse respecto a las desventuras de las personas a quienes amamos?
Consideremos algunas de las cosas que han de ocurrir probablemente en nuestro
tiempo a los habitantes de Europa o China. Supongamos que uno es judío y que
nuestra familia ha sido asesinada. Supongamos que es uno trabajador clandestino
contra los nazis y que han fusilado a nuestra mujer porque no les ha sido
posible cogernos a nosotros. Supongamos que a vuestro marido, por algún crimen
puramente imaginario, lo han enviado a trabajos forzados en el Ártico, y ha
muerto de sufrimientos y de hambre. Supongamos que a vuestra hija la han
violado y luego la han asesinado los soldados enemigos. ¿Se debe, en estas circunstancias,
conservar una calma filosófica?
Si seguís las
enseñanzas de Cristo diréis: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
He conocido a cuáqueros que podían haber dicho esto sincera y profundamente y a
quienes yo admiraba porque podían hacerlo. Pero antes de prodigar la admiración
debe uno asegurarse de que el infortunio se siente tan profundamente como debe
serlo. No se puede aceptar la actitud de algunos de los estoicos, que decían:
«¿Qué me importa si mi familia sufre? Yo puedo todavía ser virtuoso». El
principio cristiano «Amad a vuestros enemigos» es bueno, pero el principio
estoico, «Sed indiferentes respecto a vuestros amigos» es malo. Y el principio cristiano
no inculca la calma, sino un amor ardiente, incluso hacia el peor de los
hombres. No hay nada que decir contra él, salvo que es demasiado difícil para
la mayoría de nosotros practicarlo sinceramente.
La reacción
primitiva contra tales calamidades es la venganza. Cuando Macduff se entera de
que su mujer y sus hijos han sido muertos por Macbeth resuelve matar por sí
mismo al tirano. Esta reacción todavía la admira la mayoría de la gente, cuando
la injuria es grande y de tal calibre que es capaz de suscitar el horror moral
en personas desinteresadas. Tampoco puede ser condenada totalmente, pues es una
de las fuerzas generadoras del castigo, y el castigo es a veces necesario.
Además, desde el punto de vista de la salud mental, el impulso de venganza es, probablemente,
tan fuerte que si no se le permitiese una salida, todo el concepto de un hombre
sobre la vida podría llegar a trastornarse, y ser más o menos perturbado. Esto
no es verdad universalmente, pero es verdad en un considerable tanto por ciento
de casos. Mas por otra parte, debe decirse que la venganza es un motivo muy
peligroso. En la medida en que la sociedad lo admite, permite a un hombre ser
el juez de su propia causa, que es exactamente lo que la ley trata de impedir.
Además, es habitualmente un motivo excesivo; trata de infligir más castigo del
deseable. La tortura, por ejemplo, no debía ser castigada con tortura, pues el
hombre enloquecido por el deseo de venganza consideraría una muerte sin dolor
demasiado buena para el objeto de su odio. Además —y es aquí donde Spinoza está
en lo justo—, una vida dominada por una sola pasión es una vida estrecha, incompatible
con toda clase de sabiduría. La venganza como tal no es, pues, la mejor
reacción contra la ofensa.
Spinoza diría
lo que dicen los cristianos o todavía algo más. Para él, todo pecado es debido
a la ignorancia; él los «perdonaría, porque no saben lo que hacen». Pero os
haría evitar la limitada esfera donde, en su opinión, surge el pecado, y os
instaría, incluso bajo el peso de los mayores infortunios, a impedir encerraros
en el mundo de vuestro dolor; os haría comprenderlo, viéndolo en relación con
sus causas y como una parte del orden total de la naturaleza. Como hemos visto,
cree que el odio puede ser superado por el amor: «El odio aumenta al ser
correspondido y puede, por otra parte, ser destruido por el amor; el odio completamente
vencido por el amor, se convierte en amor, y el amor es a consecuencia de ello
mayor que si no lo hubiera precedido el odio». Desearía poder creer esto, pero
no puedo, salvo en casos excepcionales, cuando la persona que odia está completamente
a merced de la persona que se niega a odiar a su vez. En tales casos, la
sorpresa de no ser castigado puede tener un efecto reformador. Pero mientras el
perverso tiene poder, no es muy útil asegurarle que no se le odia, puesto que
atribuirá vuestras palabras a un motivo torpe. Y no podéis privarle del poder
por la no resistencia.
El problema
para Spinoza es más fácil que para el que no tiene ninguna fe en la bondad
última del Universo. Spinoza cree que, si uno ve las propias desventuras como
son en realidad, como parte de la concatenación de causas que se extienden
desde el principio de los tiempos hasta el final, verá que son solamente
desventuras personales, no del Universo, respecto del cual son meras
discordancias momentáneas que sólo sirven para realzar la armonía final. Yo no
puedo aceptar esto; creo que los sucesos particulares son lo que son y no se
hacen diferentes por su absorción en el conjunto. Cada acto de crueldad es
eternamente una parte del Universo: nada de lo que ocurra posteriormente puede
hacer que ese acto sea bueno en vez de malo, o pueda conferir perfección al
conjunto del cual forma parte.
No obstante,
cuando vuestro destino es tener que soportar algo que es (o que os parece) peor
que la suerte ordinaria de la humanidad, el principio de Spinoza de pensar en
el conjunto o, en todo caso, en materias de más amplitud que vuestro propio
dolor, es útil. Hay incluso veces en que es confortador pensar que la vida
humana, con todo lo que contiene de mal y de sufrimiento, es una parte
infinitesimal de la vida del Universo. Tales reflexiones pueden no ser
suficientes para constituir una religión, pero en un mundo lleno de dolor son
una ayuda para el buen sentido y un antídoto contra la parálisis de la
desesperación extrema.
Bertrand Russell, "Spinoza", Historia
de la filosofía occidental II, trad. Julio Gómez de la Serna y Antonio
Dorta, Espasa, Barcelona, (epub) 2013, pp. 205-218.
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