Pero
hay, además, en SV [abreviatura utilizada para referirse a la novela La doctrina del Sainte-Victorie de Peter
Handke], una segunda referencia que contribuye a
aclarar las experiencias especialísimas de Sorger [el protagonista de
dicha novela] con sus paisajes. Desde muy pronto,
comienzan a aparecer las citas de un personaje a quien se apoda, con mayúscula,
el Filósofo. Este título, que durante una parte de la Edad Media sirvió para
identificar a Aristóteles sin nombrarlo, remite sin embargo a un pensador
severamente antiaristotélico: a partir del tercer capítulo (9), no puede ya
cabernos duda de que se trata de Spinoza.
Spinoza,
como Sorger, vive en el exilio; se dedica a su oficio de pulir lentes para
hacer visibles los Espacios, y dibuja (incluso autorretratos); también como
Sorger, pasa algún tiempo conviviendo bajo el mismo techo con un «investigador
de la tierra» (el botánico Casearius), respecto del cual sabemos, por sus
cartas, que sentía —como Sorger por su colega Lauffer— una mezcla de recelo y
esperanza. Probablemente pudiera establecerse un ángulo de convergencia que,
por encima del curso irremontable del tiempo, ligase la estancia de Spinoza en
Rijnsburg —donde compone el único tratado que será impreso con su nombre
durante su vida— en compañía de Casearius, el exilio de Sorger en el Extremo
Norte —donde concibe la idea de escribir un tratado «sobre los espacios»— en
compañía de Lauffer, y el retiro de Cézanne a Pontoise («He resuelto trabajar
en silencio hasta el día en que me sienta capaz de defender teóricamente el
resultado de mis ensayos», escribe a Maus el 25 de noviembre de 1899) en
compañía del pintor Pisarro.
Pero
sin necesidad de recurrir a esa «geografía fantástica», la explicación se nos
aparece más a mano: si Cézanne se proponía salvar las cosas confiriéndolas
algo así como «un sentido de eternidad», la mayor aspiración de la Ethica de
Spinoza —que es la obra de su vida y la vida de su obra— es conducir al hombre
a lo que él llama «el tercer género de conocimiento», para lo cual es
imprescindible aprender a captar las cosas «bajo la perspectiva de la
eternidad». Según Spinoza, este género superior de conocimiento hace nacer en
la mente la mayor felicidad posible (Ethica, V, 27): la mayor perfección
ontológica coincide con la más alta capacidad cognoscitiva y con la más elevada
dicha anímica (es inconcebible un sabio débil o un ignorante feliz):
Nada de lo que la
mente entiende desde la perspectiva de la eternidad, lo entiende en virtud de
que conciba la presente y actual existencia del cuerpo, sino en virtud de que
concibe la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad (V. 29).
No
se habla en esta proposición solamente de «dos maneras de concebir», sino de
dos maneras de concebir el cuerpo, a saber, de acuerdo con su existencia
actual y presente y de acuerdo con su esencia. Comencemos por la «primera
manera de concebir»: la mente tiene conciencia de la existencia actual de su
cuerpo, y esta conciencia es conciencia del presente, con- ciencia de la
presencia. Para empezar, es la forma de la presencia a sí mismo del sujeto,
puesto que «la mente no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas
de las afecciones del cuerpo» (II, 23). Pero, en segundo lugar, es también la
forma de presencia de los cuerpos exteriores: «si el cuerpo humano experimenta
una afección que implica la naturaleza de algún cuerpo exterior, la mente
humana considerará dicho cuerpo exterior como existente en acto, o como algo
que le está presente» (II, 17). Todo lo cual, sin embargo, no significa de
ningún modo que la mente conozca adecuadamente el cuerpo propio o el cuerpo
exterior (II, 24 y 25), y ni siquiera significa que la mente pueda estar segura
de la existencia actual y presente del cuerpo exterior que siente como tal, ya
que «si el cuerpo humano ha sido afectado una vez por dos o más cuerpos al
mismo tiempo, cuando más tarde la mente imagine a uno de ellos, recordará
inmediatamente también a los otros» (II, 18); lo que, añadido al hecho de que
«las ideas de las afecciones del cuerpo humano, en cuanto referidas sólo a la
mente humana, no son claras y distintas, sino confusas» (II, 28), conduce a la
posibilidad de considerar como existentes cosas inexistentes: «aunque no
existan ya los cuerpos exteriores por los que el cuerpo humano ha sido afectado
alguna vez, la mente los considerará como presentes cuantas veces se repita esa
acción del cuerpo... puede ocurrir que consideremos como presentes cosas que no
existen, lo que sucede a menudo» (II, 17).
Ésta
es una idea que debemos explorar adecuadamente: debido a la acción concertada
de la imaginación y la memoria, todo aquello que nos ha afectado una vez queda
de alguna manera inscrito, grabado de tal modo en el cuerpo y en la mente, que
arrastramos esas imágenes allí donde vamos, creyendo que se trata de imágenes
que reflejan una causa actualmente existente en un exterior despegado de
nosotros, cuando en realidad están adheridas, son adherencias o huellas de las
cosas en nuestra propia «cara externa». Y hemos de tener buen cuidado en retener
esto: tales imágenes o afecciones, dice Spinoza, implican la naturaleza
de nuestro cuerpo y la naturaleza del cuerpo exterior; bien entendido:
esa implicación vale incluso contando con la posibilidad de que el cuerpo
exterior que imagino afectándome sea diferente de como lo imagino, o incluso de
que tal cuerpo no exista actualmente, no me esté afectando en el momento
presente. Lo cual es una manera de decir que la «implicación» de la
naturaleza no está genuinamente en el orden del tiempo, en el orden de la
duración, que las esencias («naturalezas») de las cosas están implicadas en
nuestras afecciones incluso aunque «ya» o «todavía» no existan las cosas de las
cuales constituyen la esencia.
La
adherencia o inscripción de las cosas en esa envolvencia exterior de nuestro
ser, en esa capa de imágenes o afecciones que lo recubre, equivale a la
implicación de las esencias en nuestras afecciones confusas. Esto constituye un
primer hallazgo de las cosas «fuera del tiempo», una primera forma de
extemporaneidad o intemporalidad que debe ponernos en la pista de lo que
pueda ser concebir las cosas «bajo la perspectiva de la eternidad».
En
Spinoza, muy a diferencia de lo que sucede en Descartes, la mente tiene
únicamente conciencia de sí mediante las afecciones del cuerpo y gracias a
ellas; esto debe forzosamente de cargar de un sentido distinto la afirmación
«Yo existo» o, con otras palabras, debe conducir a una concepción muy
particular del sentido de la existencia, del sentido de «existir». ¿Qué
significa para Spinoza «existir», cuando se trata de entes que, como nosotros,
no existen «por su propia esencia»? Mejor dicho, ¿cómo es posible que llegue un
individuo a existir, puesto que no está impelido a hacerlo «por su propia
esencia»?
La
esencia de un individuo es sinónimo de «la naturaleza de una cosa», y ya hemos
visto cómo esas esencias o naturalezas existen perfectamente, como implicadas
en las afecciones e ideas confusas, en las imágenes de los individuos
existentes en el tiempo (duración), pero existen sin embargo indiferentemente
al tiempo y, de hecho, «fuera del tiempo»: en el tiempo, en la experiencia de
los individuos en el tiempo, está implicado algo completamente extemporáneo: la
inscripción de esa implicación se da en el tiempo como algo exterior a él. Pero
como, de otro lado, esas esencias que existen extemporáneamente, al menos como
implicadas en las afecciones, no implican, por su parte, la existencia
(presente y actual) de los individuos de los que son esencias, de lo que se
trata es de saber cómo pasan de ser «esencias intemporales» a ser «esencias actuales»,
cómo se insertan también ellas en el orden del tiempo y la duración.
Hemos
de evitar, ante todo, imaginarnos el «orden de las esencias intemporales» como
una suerte de «mundo de las ideas» platónico; primero, porque las «esencias» a
las que se refiere Spinoza no son ideas sino cosas «físicas», cosas de la physis,
cosas de la naturaleza y naturaleza de las cosas; pero, en segundo lugar y
ante todo, porque ese mundo de esencias implicadas o impresas en las cosas
existentes actualmente (cuya existencia sin embargo no es actual, ni pasada, ni
futura, sino «inactual» o intempestiva) es todo menos un mundo «inteligible»:
Spinoza acaba de recordárnoslo, no se trata de la claridad y distinción del
conocimiento adecuado, no se trata de la luminosidad cegadora del ser que haría
la luz sobre un mundo «sensible» oscuro y tenebroso; bien al contrario, se
trata del mundo sensible propiamente dicho. Lo que tenemos que imaginar es un
mundo de huellas, de marcas, de impresiones, de imágenes; este mundo está lejos
de ser «inteligible», transparente a una inteligencia que intuiría sus
esencias; pues las esencias no pueden verse con claridad y distinción, están,
justamente, implicadas, plegadas, envueltas en las afecciones. La imagen que
arroja este orden es, por tanto, la de un ámbito lleno de envolvencias y
recovecos, de oquedades y deformaciones, de adherencias, tejido grumoso de una
realidad que se oculta envolviéndose infinitamente sobre sí misma, cubriéndose
de sombras por todas partes.
Pero
retornemos a nuestra pregunta inicial: ¿qué significa en el spinozismo
«existir»? ¿Cómo llega un individuo a la existencia? La mente parte de esta
primera certeza: «hay afecciones», las imágenes se dan; lo cual, sin duda, sólo
puede sucederle a un individuo que existe y, en ese sentido, prueba su
existencia. Además, las imágenes son impresiones, huellas, trazas dejadas por
las cosas en la superficie exterior de los individuos (decir «de los cuerpos» o
«de las mentes» es indiferente, pues se trata de dos modalidades de una misma
cosa); hemos visto que es preciso concebir estas «huellas» como una especie de
pinturas que constituyen el aspecto exterior de los individuos (justamente, lo
que ellos no pueden «ver» de sí mismos), como una suerte de «cuadro del mundo»
dibujado en la piel de los entes: por cierto, un cuadro que no es «figurativo»
("«llamaremos 'imágenes' de las cosas a las afecciones... aunque no
reproduzcan las figuras de las cosas», II, 17). El individuo no es, pues, un
espejo en cuya superficie pulimentada se reflejasen las cosas presentes a su
alrededor, sino una tela en la que queda pintado todo lo que alguna vez le ha
afectado, y tanto mejor grabado cuanto con mayor frecuencia e intensidad le
afecte.
Por
último, hemos visto que esas imágenes son envolturas, envolvencias, abstracciones
(el cuadro pintado en nuestra piel es arte abstracto); y lo envuelto en ellas,
lo que ellas abstraen o absorben son las esencias de las cosas. Todo comienza,
pues, para el individuo, con un «yo siento» y no con un «yo pienso», con un «yo
soy afectado», con una pasión. Todo comienza cuando una esencia se inscribe, se
implica, se pliega, se envuelve en una sensación, se disfraza con el velo de
una imagen. Las esencias se muestran ocultándose, el ser se revela como
oscuridad. Ahora bien, este instante que inaugura la existencia de un individuo
al inaugurar su pres-ente, su presencia a sí mismo, su experiencia, puede ser
observado desde dos ángulos: por una parte, la esencia que se inscribe o se
implica en el individuo (en el sentido en que se dice de alguien que está «muy
implicado» en talo cual asunto). Una esencia, para Spinoza, es una intensidad,
una fuerza (no una idea platónica ni un «posible» leibniziano); por tanto,
desde ese punto de vista, la implicación de una esencia es la envolvencia de
una fuerza que encuentra refugio en una afección.
Pero
para que una fuerza pueda inscribirse, es preciso que encuentre una superficie
de inscripción, una placa sensible en la que hacerlo, una afección que le
«responda». Por tanto, en ese momento inaugural que determina la existencia de
un individuo, su esencia —la esencia de ese individuo— tiene que ser una
esencia actual (III, 7), es decir, tiene que poseer eso que Spinoza
llama conatus o, en otras palabras, tiene que tener una cierta «receptividad»
para «recoger» la inscripción de la fuerza, para sentir la huella de la
intensidad; así, la actualización de la esencia se define como una cierta potentia
pasiva, un cierto poder de ser afectados de los individuos. Esta
receptividad es la tela sobre la que se pintan las abstracciones de las
esencias implicadas, el tejido que se pliega de acuerdo con la impresión de las
fuerzas y que constituye en realidad la existencia del individuo, su ser, la
capa de afecciones que arrastra durante toda su vida.
La
sensación, la afección, se produce sin duda en el tiempo, en los individuos
cuyo cuerpo «dura»; pero lo sentido, lo envuelto en esa sensación, está fuera
del tiempo. Es un mundo de signos o de símbolos entre los que el
individuo se mueve como un ciego, sin poder llegar jamás a «ver» clara y
distintamente los significados envueltos en tales signos: la sensación oculta
lo sentido, la afección oculta el sentido. Nada hay, pues, en el pensamiento de
Spinoza, que permita dar pábulo al tan repetido «los sentidos engañan». Las
imágenes no son engañosas más que cuando pretendemos inferir a partir de ellas
la existencia presente de cuerpos exteriores (suposición de la que no es
responsable la imaginación); si no fuera por esa suposición, que es la única
falacia, la mente «atribuiría sin duda esa potencia imaginativa a una virtud, y
no a un vicio» (II, 17).
* * *
La
mente puede concebir las cosas actuales y presentes lm Lauf der Zeit solamente
porque piensa simultáneamente la existencia presente y actual de ese cuerpo que
es contemporáneo de las cosas que le afectan (Vid. la «demostración» de
V, 29); concebir las cosas (como en cierta medida les sucede a Cézanne y a
Sorger) bajo la perspectiva de la eternidad implica, más bien, concebir la cosa
fuera del tiempo y la duración (con los que, sin embargo, coexiste
inexplicablemente). En otras palabras, la idea de una «existencia presente y
actual» es inexorablemente la idea del tiempo tal y como es vivido por la
conciencia (para la que siempre es presente y para la que el mundo
experimentado a su través existe actualmente) en la forma de duración.
La
eternidad es, según Spinoza, algo que pertenece a la naturaleza de la Sustancia
(I, 7), una propiedad de aquella cosa que, «situándose más allá de todo tiempo
y de toda duración, es eterna en cuanto a su existencia tanto como en cuanto a
su esencia» (M. Géroult, Spinoza, París, 1968, p. 79, tomo I), que
escapa a toda medida porque todo lo que sirve para medir lo finito —así el
tiempo y el número— es necesariamente finito (10). No obstante, estas
definiciones sirven sólo para la Sustancia, no así para las cosas singulares,
que no «existen necesariamente por sí». Las cosas singulares (las que ven los ojos
de Sorger y los de Cézanne, pero también los de Spinoza cuando mira a través de
sus «lentes» —las demostraciones, decía, son los ojos de alma) son finitas y,
como tales, susceptibles de medida. De ellas —volvamos a la proposición citada
en primer lugar— habla el filósofo al distinguir entre la concepción presente y
actual de su existencia, contemporánea de la duración del cuerpo, y la
concepción de su esencia: las esencias de las cosas finitas son eternas aunque
estas cosas no existan necesariamente y por sí mismas.
Si
la experiencia de Sorger consiste en asistir a la yuxtaposición aberrante de
dos órdenes inconmensurables (la extemporaneidad de las formas geológicas y la
intratemporalidad de la historia humana), si el «efecto Cézanne» consiste en
situar, junto a esta manzana su «manzanidad» intemporal que la salva
para siempre convirtiéndola en un acontecimiento cósmico imperecedero, también
en la Ethica spinoziana se revela una sorprendente coexistencia de dos
reinos incompatibles, pues «encerrando en sí la serie entera de las cosas
existentes necesariamente en la duración, debe comprenderlas también en sí
fuera de la duración, es decir, eternamente. Así, los mismos términos deben,
por una parte, existir fugazmente en la duración, y por otra, ser eternos; no
por una existencia de duración ilimitada, sino por la actualidad eterna de toda
duración..., en resumen, son eternos... solamente por su esencia» (Géroult, ibíd.,
pp. 325-6).
Debemos
recordar aquí, aunque sólo sea breve y esquemáticamente, la concepción que
permite a Spinoza realizar esta sorprendente conciliación de duración y
eternidad. La Sustancia spinoziana expresa su esencia en una infinidad de
atributos. Cada uno de estos atributos está formado a la vez por a) una
cualidad eterna infinita (y, por tanto, indivisible), y por b) una
cantidad infinita divisible infinitamente. En lo que se refiere a esta segunda
modalidad de la infinitud —el infinito modal cuantitativo o, en el léxico de
Spinoza, el Modo—, su materia comporta dos órdenes heterogéneos e
independientes, a saber: 1) una cantidad intensiva infinita, cuyas «partes» son
las esencias de las cosas singulares finitas, y 2) una cantidad
extensiva infinita, cuyas partes componen las existencias (Deleuze, Spinoza
y el problema de la expresión, París, 1968, trad. cast. [¿ ?] H. Vogel,
Barcelona, 1975).
En
SV se describe un determinado «procedimiento literario» (curiosamente, esta
descripción ocupa justamente el espacio intermedio entre dos citas de Spinoza,
p. 23 y 24): «representarse los objetos que hay que apresar de tal modo que
parezca que los estoy viendo en sueños, con el convencimiento de que allí, y
sólo allí, es donde aparecen en su esencia... (el escritor)
repetidamente veía en las cosas algo esencial... y cuando se empeñaba en
fijarlo dejaba de estar seguro de sí mismo» (23-24). En una palabra —y aunque
todavía nos resulte enigmático el recurso a «los sueños» y «la fantasía»—, lo
que corresponde en la filosofía de Spinoza a la yuxtaposición vertiginosa de
Sorger y al «procedimiento literario» de SV no puede ser otra cosa que esa
coincidencia de duración y eternidad que se verifica en la unidad compleja del
Modo, en el que coexisten las esencias (Modo infinito inmediato) y las
existencias (Modo infinito mediato), respectivos correlatos de los «paisajes
inmemoriales» y de la «actualidad histórica».
Y
cuando se nos recuerda que «"las ideas verdaderas", como ha dicho el
Filósofo, "concuerdan con sus objetos" y toda forma tiene el poder de
un ejemplo» (SV-24), como los personajes de Courbet o los paisajes de Cézanne,
se está aludiendo al factum spinoziano de que a cada modo finito
existente corresponde una esencia (una parte del modo infinito inmediato).
Es
sólo en este sentido, técnico y riguroso, en el que podemos decir que los
bosquejos de Sorger o los cuadros de Cézanne retratan esencias extemporáneas,
sólo en este sentido «dos pares de ojos, distantes en el tiempo, se encontraban
en la superficie de un cuadro» (SV-30), en un Espacio: el pensamiento
spinoziano y la pintura de Cézanne proporcionan modelos para forjar esa
escritura que Sorger presiente en los espacios desiertos del Extremo Norte y
que el escritor necesita para describirlos. Y hay que tener buen cuidado de no
dejarse guiar por las repetidas alusiones a los sueños y la fantasía y pensar
que, para el filósofo, estas esencias que se captan en las cosas cuando se
conciben bajo la perspectiva de la eternidad son seres imaginarios, irreales o
ideales: repitámoslo, las esencias existen (como res physicae) en tanto
esencias, y son absolutamente reales y actuales en su orden, incluso aunque no
exista la «cosa» de la que son esencias (como ya no existen algunos de los
paisajes salvados por Cézanne ni la mayoría de los personajes de la galería de
Courbet). Esta sensación indefectible de realidad es mismamente la que autoriza
a Cézanne a llamar a sus obras «realizaciones» (no «fantasías») en las que los
colores y las formas celebran su objeto (SV-30). Así, el encuentro del
escritor con el pintor, es también su encuentro con el filósofo (11).
Sorger-Cézanne-Spinoza,
Espacios-Paisajes-Esencias. En su peregrinación por los paisajes de Cézanne, el
escritor señala una región del espacio que, como el Extremo Norte, parece ser
«un interior del país, inexplorado todavía... un paisaje yermo y que además
está casi desierto... a esta enorme tabla situada por encima del paisaje la
llamo aquí la meseta del Filósofo» (SV-42). En este «paraje desierto»,
el escritor ve surgir ante sí toda la majestuosa —y, a pesar de todo, minúscula
y cotidiana— belleza de los Espacios. De nuevo, en efecto, el paisaje se
convierte en monumento de una remota era geológica: y ahora vemos claro
que esa alusión al «tiempo inmemorial» es sólo una metáfora; no se trata de un
tiempo anterior (ni siquiera muy anterior), sino de algo que no puede en
absoluto presentarse en el curso del tiempo, algo que no puede ser
presente, la eternidad misma del Tiempo que no está antes ni después de ningún
tiempo, que es intemporal. «Las praderas de la montaña... formaban un paisaje
de fósiles al que por el momento pertenecía también la montaña», esa que fuera
el Motivo supremo del pintor. Y, en seguida, el acontecimiento espacial que ya
conocemos: las formas muestran bruscamente las fuerzas que están en su origen y
provocan el vértigo: «la montaña, de un modo repentino, al mirarla, volvía a
mostrar su origen, el monumental arrecife coralino» (SV-43).
¿Por
qué llamar a esta «realización» la meseta del filósofo? Una de las doctrinas
originales de Spinoza es la que se conoce como «paralelismo»; según ella, a
toda idea corresponde una cosa. La idea es un Modo de un atributo (en este
caso, del atributo Pensamiento); el cuerpo, un Modo de otro atributo
(Extensión). En el orden mecánico de la Extensión, las cosas son producidas por
otras cosas, que son sus causas (la montaña es producida por el arrecife
coralino en una torsión geomorfológica y genética); en el orden automático del
espíritu, la idea de la cosa es producida por la idea de la causa de esa cosa
(la idea de la montaña de Sainte-Victoire es producida por la idea del arrecife
coralino), que es su causa.
Ahora
bien, el cuerpo y la idea de ese cuerpo son una
sola cosa ontológicamente hablando; es decir: una misma Modificación
atraviesa todos los atributos y se expresa en ellos (en cada uno según su
género), aunque las expresiones (cuerpos, ideas) difieran por el atributo. El Individuo
está constituido por 1) una idea en el atributo Pensamiento y 2) el modo
del atributo Extensión (cuerpo) representado por esa idea: la unidad del cuerpo
con la idea es la vibración única e individuante que recorre la infinitud de
una Sustancia a la que sus modos son inmanentes. En ese sentido, la
«experiencia» del escritor en la meseta del filósofo no es simplemente la del
geólogo que descubre el encadenamiento causal del arrecife y la montaña al
reflejarlo en el encadenamiento lógico de las ideas del arrecife y de la
montaña científicamente tratadas, sino la del pensador que descubre el
isomorfismo, la isonomía y la univocidad ontológica de las ideas y los cuerpos
en la vibración cósmica del paisaje. «Este ser danzante que era yo-por-ejemplo,
y en esta hora perfecta, expresaba de la misma manera la “forma
existencial de la extensión y la idea de esa forma existencial”, que, según el
Filósofo, son una sola y la misma cosa, pero expresada de dos formas: regla del
juego y juego de la regla» (SV-43).
Y
es al hacer ese descubrimiento cuando se manifiesta la extemporaneidad del
paisaje, ya que todas las modificaciones se producen bajo la perspectiva de la
eternidad, encierran algo universal, común y eterno. «Sí, entonces yo mismo
sabía también quien soy, y como consecuencia sentía un Debo todavía inconcreto»
(SV-43). ¿Por qué había de sentir un deber al comprender la verdad eterna
inscrita en el espacio en un hic et nunc perfectamente delimitado («y en
esta hora perfecta...»)? Sencillamente, porque la comprensión del paralelismo
es, como hemos visto, la aprehensión simultánea del mecanismo físico y del
automatismo espiritual y, por tanto, del determinismo absoluto. El individuo
está definitivamente encapsulado en ese orden, y su única posibilidad de
salvación (exactamente en el sentido en que el pintor y el escritor hablan de
«salvar las cosas» ) consiste en situarse en la perspectiva de la eternidad;
si, por el contrario, el modo finito se sitúa en sí mismo, en el orden de la
duración, se considerará sin duda dotado de libre arbitrio y liberado de todo
«Debo», pero se encontrará «en el máximo de la servidumbre y la enfermedad»
(Géroult, ibíd., p. 346).
Parecería,
no obstante, que el triple encuentro del pintor, el escritor y el filósofo,
para quedar anudado, debe conectar en los tres el aspecto de «geología
genealógica» o de «pintura de las fuerzas» al que hemos aludido. Hay,
evidentemente, dos planos: el plano de lo visible, y el plano de lo invisible
que el Arte o el Pensamiento deben hacer visible. En el plano de lo invisible
estarían las fuerzas y los poderes que tanto la estética cézanniana como la
genealogía nietzscheana o la arqueología de Foucault intentan hacer pensables.
A primera vista, no se percibe en el filósofo nada que nos lleve a la idea de
«pensar las fuerzas». Sabemos que esa tarea va de suyo unida con la de «captar
las esencias», pero desconocemos el vínculo entre las fuerzas y las esencias.
Un vínculo que, sin embargo, proporciona la filosofía de Spinoza como ninguna
otra, de forma tan explícita que se ha discutido a veces si se debía emplear,
para «comprender» a Spinoza, el vocabulario metafísico de las esencias o el
vocabulario dinámico de las potencias. Si no parece haber relación entre las
fuerzas y las esencias es porque, como ya hemos señalado, para Spinoza, las esencias
son (las) fuerzas: captar la esencia de algo es pensar su potencia y
elevar el pensamiento a su potencia.
Hemos
hablado hace un momento de una doble expresión modal de la Sustancia en
Spinoza; y hemos dicho: de una parte, orden de las esencias (cantidad intensiva
infinita), por otra, orden de las existencias. Interesa recordar aquí la
identidad establecida por el filósofo entre esencia y potencia (o intensidad).
Llega a tal grado esa ecuación que el Modo infinito inmediato es concebido como
una Intensidad, como un campo intensivo «dividido» en partes de potencia,
grados de intensidad, cantidades de fuerza (cantidades que, por tanto, no
pueden analizarse extensivamente y son irreductibles entre sí, a pesar de no
menoscabar la unidad del modo). Cada grado de intensidad es una determinación
intrínseca de ese Modo, y es a su vez una esencia existente de un individuo, un
principio intensivo de individualización. Así, cada individuo finito expresa el
absoluto según su grado de potencia, su grado singular e imperecedero, eterno.
Encontramos en ese grado de intensidad en que consisten para Spinoza las
esencias el correlato de la esencia de los paisajes captada por el pintor y de
la extemporaneidad de los Espacios experimentada por el escritor.
Lo
que Sorger capta en sus Espacios son, en efecto, fuerzas. Pero, tras la
aclaración proporcionada por la experiencia de la meseta, ya no puede tratarse
de meras formaciones geológicas, sino de auténticos individuos intensos. Un
individuo llega a existir en cuanto llega a expresar un determinado grado de
intensidad, una determinada esencia eterna (así se comprende que los individuos
puedan sufrir «conversiones», «renacimientos» y muertes según los relatos de
Peter Handke). En el curso de la existencia, se puede aumentar la potencia (es
decir, expresar un grado intensivo superior que, en ese momento, como las
fuerzas germinales de las manzanas del pintor, deviene visible): este aumento
es lo que Spinoza entiende por alegría y por sabiduría. Por eso comprendemos
también el «contento» al que se refiere la proposición 27 de la parte V de la Ethica,
la felicidad de quien adopta la perspectiva de la eternidad y se acuerda
con su Debo, y también la alegría del escritor en «el camino de las moras»
(SV-53-60).
Cuando
se advierte a sí mismo que puede y debe nombrar con sus colores una
mancha de tierra, está percibiendo los diferentes grados de intensidad
inadvertidos en la inmensidad de la Tierra (las diferentes fuerzas de todo
orden que configuran los Espacios) en lo que sólo parecía un continuum
cualitativo e indiferenciado (como quien descubre el modo infinito inmediato en
el modo infinito mediato): el Arte es un procedimiento para individuar
intensidades, para producir individuos estéticos, como la Política lo es para
producir individuos éticos y la Ontología para generar variaciones metafísicas.
El
escritor toma posesión de un pequeño camino transversal, bajando del monte de
Sainte-Victoire, como antaño Cézanne había tomado posesión de sus paisajes,
como un individuo; se apodera del grado de fuerza que corresponde a sus
condiciones de existencia. Y retengamos en la memoria la consecuencia de esta
toma de posesión, que sólo más tarde se nos hará inteligible: «inauguraba para
mí un nuevo parentesco con otras vidas desconocidas» (SV-59). Intuimos ya que
todas esas «otras vidas desconocidas» no pueden ser sino las intensidades del
campo de individuación, de las que la experiencia estética proporciona una
repentina toma de conciencia: como un parentesco bastardo entre seres que no
actúa siguiendo las vías de la comunidad espaciotemporal, cultural,
lingüística, genérica o específica. Campo de alianzas y no ya de filiaciones.
Ocurre, en definitiva, que los dos planos yuxtapuestos
—los Espacios y el tiempo actual, las esencias y la duración— se encuentran uno
respecto del otro en relaciones expresivas: los Espacios, en principio
extemporáneos y ajenos a la historia de la humanidad, son sin embargo capaces
de manifestar la vibración instantánea e intensiva que recorre también la
historia de la humanidad, son capaces de servir de modelo para una historia que
tiende a la arqueología. Y esto vuelve a ser coherente con los motivos de
Cézanne y hace utilizable su experimentación: «las cosas, los pinos y las
rocas, en aquel momento histórico plasmado sobre la pura superficie... ¡pero
comprometidos con el lugar concreto en sus formas y colores!, se habían
entrelazado formando una escritura única e irrepetible de la historia de la
humanidad» (SV-64). Y este lugar concreto es el nombre del cuadro, pues
así el Espacio se vuelve visible en sus fuerzas y adquiere un título expresable
en palabras, significando la apertura conjunta del «Reino de las Palabras» y
del «Gran Espíritu de las Formas» (SV-90).
Pardo, José
Luis. “De Cézanne a Spinoza”, en Sobre
los espacios pintar, escribir, pensar, Serbal, Barcelona, 1991, pp. 79-92.
Notas
9.
«No había que olvidar que la obra del Filósofo era una Ética», SV-43. Nuestras
citas de esta obra de Spinoza, salvo algunas modificaciones en la traducción,
seguirán siempre la versión de Vidal Peña, Madrid, 1975.
10.
Cfr. la Def. VIII de la parte I: «Por eternidad entiendo la existencia misma,
en cuanto se la concibe como siguiéndose necesariamente de la sola definición
de una cosa eterna. En efecto, tal existencia se concibe como una verdad
eterna, como si se tratase de la esencia de la cosa, y por eso no puede explicarse
por la duración o el tiempo, aunque se piense la duración como careciendo de
principio y fin».
11.
«La tarea de la pintura se define como la tentativa de hacer visibles las
fuerzas que no lo son... el Tiempo, que es insonoro e invisible, ¿cómo pintarlo
o hacerlo audible?... Hacer sensible el Tiempo en sí mismo, tarea común al
pintor, al músico, quizás al escritor. Es una tarea fuera de toda medida o
cadencia» (Deleuze, Logique de la sensation, op. cit., pp. 39-43).
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