Hemos visto
cómo desde 1659 Spinoza asocia la noción de un Dios filosófico a la búsqueda de
la Ley verdadera y a la preocupación por practicarla. Sus primeras cartas a
Oldenburg retoman estos temas –en ellas escribe sobre la “libertad
filosófica”--, y las conversaciones que ambos han mantenido durante el verano
de 1661 han tratado sobre Dios, los atributos, las relaciones entre pensamiento
y extensión. Dicho de otra forma, las mismas cuestiones se plantean ahora en
unos términos filosóficamente rigurosos, y las nociones cartesianas, que
también son las propias de la nueva ciencia de la naturaleza, irrumpen en la
escritura de nuestro autor, así como los nombres de Descartes y Bacon. Vemos
una primera puesta en práctica de ello en el Breve tratado y en el Tratado
de la reforma del entendimiento. Pero parece que Spinoza, casi de seguido,
se entrega a la redacción de una gran obra en la que expone su propia filosofía
en su conjunto. Primero habla de dicha obra como de “mi Filosofía”; encontramos
extractos de ella en la correspondencia con Oldenburg, y vemos cómo el círculo
de amigos que se reúne en Ámsterdam en torno a Simon de Vries discute algunos
fragmentos. En una carta de 1665, Spinoza escribe a Bouwmeester: “por lo que se
refiere a la tercera parte, próximamente os enviaré un fragmento”. Añade que no
ha terminado el trabajo, pero que puede enviar hasta la proposición 80. Ahora
bien, la parte tercera que tenemos en la actualidad tiene menos de ochenta
proposiciones. Podemos suponer, por tanto, que por aquel entonces incluía la
materia que después ha pasado a engrosar las partes siguientes (cuarta y
quinta). Poco más o menos en la misma época, la obra parece cambiar de título.
En efecto, Spinoza escribe a Blijenbergh: “Demuestro en mi Ética, aún no publicada, que los hombres piadosos desean constantemente
la justicia, y que este deseo tiene su origen necesariamente en el conocimiento
claro que poseen de ellos mismo y de Dios”. Tales serán las proposiciones 36-37
de la cuarta parte de la Ética.
Spinoza, pues, ha llegado muy lejos en la redacción. Pero también es en este
momento cuando interrumpe su trabajo para entregarse a la composición del Tratado teológico-político, en la cual
se demorará desde 1665 hasta 1670. Tenemos, por consiguiente, una primera
versión (“Ética A”) redactada antes de 1665, en tres partes, llamada primero Filosofía y después Ética. Tras la publicación del TTP,
Spinoza retoma el trabajo de la Ética,
y debe haberlo terminado en 1675, pues ese año va a Ámsterdam para hacer que se
publique (cartas 62 y 68) –pero renuncia a causa de la agitación de los predicadores--.
Es esta versión final la que será publicada en las Opera posthuma (“Ética B”), la única que poseemos en la actualidad.
Para intentar reconstruir lo que podría ser la “Ética A”, debemos identificar
los fragmentos ciados en la correspondencia y buscar, en el texto final, los
pasajes de factura más antigua. En cualquier caso, cualquiera que sea la fecha
supuesta que creamos poder asignar a tal o cual pasaje, es preciso considerar
que si Spinoza lo ha mantenido en la versión última, es porque seguía
juzgándolo como válido y como parte integrable en el conjunto; sería peligroso,
por tanto, pretender explicar las aparentes dificultades del texto en función
de supuestas divergencias cronológicas. Esta génesis así reconstruida plantea
tres cuestiones: 1) ¿A qué se debe el cambio de título? 2) ¿Por qué se pasa de
la Ética en tres partes de 1665 a la Ética en cinco partes que poseemos en la
actualidad? 3) ¿Podemos señalar modificaciones en el estatuto de los
enunciados? La primera puede contestarse de dos maneras que, por lo demás, no
son incompatibles: Bernard Rousset ha supuesto que lo que ha provocado el
cambio de título ha sido la aparición de la Ethica
de Geulinex. No es que la severa filosofía neoestoica de Geulinex, que rechaza
toda individualidad y todo derecho a la individualidad (para él, el pecado
principal es la philautía, el amor de
sí, que para Spinoza será una virtud), sirva de modelo al spinozismo (al
contrario, sería bastante parecida a la caricatura del spinozismo que hallamos
en los escritos de algunos adversarios), sino que precisamente esta oposición
pudo haber conducido a Spinoza a focalizar su atención en la frontera que
separa ambas concepciones. Una segunda hipótesis subrayaría que el título Filosofía es todavía un título
cartesiano (cf. Los Principios de la
filosofía): se trata de explicar todo lo que se sabe acerca del mundo,
desde la teoría del conocimiento y del error hasta los volcanes y los meteoros;
la intención de Spinoza, por el contrario, no es esta. De lo que se trata es de
conducir al lector, “como de la mano”, hasta la felicidad. Todo lo que se dice
de Dios y del mundo no tiende sino a este objetivo, y no a la exhaustividad.
Así pues, es legítimo rebautizar el libro, y a la filosofía misma, apelando a
su última etapa. Tal vez la correspondencia con Blijenbergh, precisamente, lo
que ha llevado a Spinoza a tomar conciencia de esta especificidad, pues aquel,
al leer los Principia, ha señalado
directamente lo que, por detrás de las cuestiones teóricas, constituye su
principal envite: el problema del bien y del mal. En cuanto a la segunda
pregunta --por qué cinco partes en lugar de tres--, podemos dar una primera
respuesta en términos cuantitativos: en “Ética B”, el número de teoremas ha
debido ampliarse considerablemente; fue más conforme a las reglas de la buena
composición cortar la tercera parte, que había crecido enormemente. Pero no
podemos contentarnos con el aspecto cuantitativo: ¿por qué esta parte
consagrada a las pasiones humanas ha crecido tanto después de 1670? Es legítimo
pensar que la redacción del TTP tiene
algo que ver con ello. El recorrido por las esferas religiosas y políticas, el
análisis de las relaciones interhumanas que ha implicado, han provocado el
efecto de acrecentar el interés de Spinoza por estas cuestiones y afinar sus
análisis, lo cual justificaría la división más precisa de la versión final. Por
último, ¿podemos evaluar el cambio de estatuto de los enunciados? Los cuatro
axiomas enviados a Oldenburg en 1661 se han convertido, en la Ética que poseemos, en cuatro
proposiciones, demostradas a partir de principios más fundamentales.
Constatamos, por consiguiente, que el trabajo de Spinoza ha acentuado la
radicalidad de lo dicho, remontándose lo más lejos posible en la demostración
genética.
El método. A
menudo se dice que la Ética more
geométrico demonstrata está redactada según el método geométrico, y se
entiendo con ello la concatenación de los axiomas, definiciones, postulados,
proposiciones o teoremas, demostraciones y escolios. Se tiende, además a
interpretar su sentido en el registro de lo que desde Peano, Hilbert y Frege se
llama axiomática. Se hace fácil entonces demostrar que a menudo Spinoza es
infiel a su propio método. Pero, ¿y si no fuera esto lo que significaba en la
época el término more geométrico? Por
él debe entenderse más bien lo que se enuncia en el apéndice de la primera
parte de la obra: estudiar, según el uso de los matemáticos, la naturaleza y
las propiedades de los objetos, pero no sus presuntos fines. Este uso es puesto
en la práctica mediante tres procedimientos: un procedimiento demostrativo que,
efectivamente, recurre a una forma exterior tomada de la geometría (pero de la
del siglo XVII, no del nuestro); un procedimiento refutativo (con el que se
trata de refutar menos a los individuos que lo prejuicios; es por ello por lo
que Spinoza cita nominalmente a pocos adversarios –dos veces a los estoicos,
dos veces a Descartes-- y, cuando los cita, lo hace más en tanto que ilustraciones
de una posición teórica que para entrar en el detalle de su problemática); un
último procedimiento que podríamos llamar ilustrativo o referencial a condición
de no entenderlo como un ornamento secundario o como un añadido pedagógico: se
trata de hacer entrar lo material en la reflexión, la cual nada tiene de una gramática
abstracta. La importancia teórica de este último procedimiento ha sido lo más
desatendido por los estudiosos. Se trata del estatuto de los ejemplos y de los
llamamientos a la experiencia que abundan sobre todo en las partes tercera,
cuarta y quinta. Pero esta dimensión va más lejos. Está ya presente en la
primera parte de la Ética, que, no obstante,
es considerada como una sintaxis abstracta de los atributos (y lo es en parte):
solo en sus primeras proposiciones vemos aparecer nada menos que cinco ejemplos
que conciernen, respectivamente, al triángulo, a los hombres, a la naturaleza
biológica; sobre todo, la referencia al pensamiento y a la extensión indica lo
que el lector debe saber antes de comenzar la lectura.
14. Por ello, por lo demás, los ecologistas que se refieren a Spinoza en nombre de la primera solo pueden hacerlo dejando de lado la lógica que conduce ineluctablemente a la segunda. Se puede encontrar un ejemplo de semejante operación en los trabajos de Arne Naess.
15. Postulado V: “Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo externo a chocar frecuentemente con otra parte blanda, altera la superficie de esta y le imprime una suerte de vestigios del cuerpo externo que le impulsa”.
16. Cf. E V, 36, escolio. Pero incluso en la última sección de la Ética, el segundo y el tercer género son nombrados todavía conjuntamente. Cf. E V, 38.
17. Sobre la ciencia intuitiva, véase Paolo Cristofolini, La scienza intuitiva di Spinoza, Nápoles, Morano, 1987.
18. Sobre la teoría spinozana de los afectos, véase Michael Schrijvers, Spinozas Affektenlehre, Berna Haupt, 1989; Pascal Sévérac, Le devenir actif chez Spinoza, París, Champion, 2005.
19. Sobre tiempo, duración y eternidad en Spinoza, cf. P.-F. Moreau, Spinoza. L’expérience et l’éternité, París, P.U.F., 1994; Y. Prelorenzos, Temps, durée et éternité dans les Principes de la philosophie de Descartes de Spinoza, París, P.U.P.S., 1996; Chantal Jaquet, Sub specie aeternitatis, París, Kimé, 1997; Nicolas Israel, Spinoza. Le temps de la vigilance, París, Payot, 2001.
En la primera
parte de la Ética, titulada De Dios, se enuncia que Dios es la única
sustancia, constituida de una infinidad de atributos –entre los cuales están
los que conocemos: el pensamiento y la extensión--, y que todo lo que existe en
el universo está formado de modificaciones (el término técnico es “modo”) de
esta sustancia (es decir, de sus atributos). Este Dios no es el Dios de las
religiones reveladas; no crea en virtud de su libre arbitrio un mundo al que es
trascendente. Es el lugar de las leyes necesarias y --dado que su esencia es
potencia-- produce necesariamente una infinitud de efectos. Igualmente, cada
cosa, a su vez, produce efectos. “Nada existe de cuya naturaleza no se siga
algún efecto”, se afirma en la última proposición de Ética, I.
La noción de
atributo ha suscitado numerosos debates entre los comentaristas. Algunos han
querido ver en ella un grado de ser inferior a la sustancia (habría entonces
una jerarquía: sustancia, atributos, modos). Pero Spinoza dice claramente que
los atributos constituyen la esencia de la sustancia, y no una degradación de
esta. Son la misma cosa que la sustancia (“Dios, es decir, todos los atributos
de Dios”), E I, 19; cf. igualmente E I, 4, dem). Mas, ¿por qué distinguir
dos términos si es para decir lo mismo? Porque, como para Descartes, el
atributo es aquello por lo cual la sustancia es conocida: “entiendo por
atributo aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como
constitutivo de su esencia” (E I,
def. 4). Es preciso que descartemos aquí otros dos contrasentidos posibles, el
segundo de los cuales ha tenido una larga carrera: a) esto no significa que la
sustancia “en sí misma” sea cognoscible; conocer el atributo es, precisamente,
conocer la sustancia tal cual es; b) tampoco significa que los atributos sean
simples “puntos de vista” sobre la sustancia. Son aquello que la constituye
realmente. Cuando Spinoza habla de entendimiento, no lo hace para disminuir el
grado de objetividad del conocimiento. Al contrario, ello equivale a decir que,
cuando conocemos a Dios de manera adecuada, le conocemos en sí mismo, tal como
él se conoce (por lo demás, cuando dice aquí “entendimiento”, no precisa si se
trata del entendimiento humano o del entendimiento divino). No hay resto, no
hay misterio. El universo en su principio es totalmente inteligible. Tal es la
primera lección de la Ética.
La segunda es
que comprender es comprender por las causas, porque ser es ser causa. La
conexión estrecha entres sustancia y modo hace que todas las cosas estén
animadas por una potencia que es directamente la potencia de Dios. Dios mismo
solo es Dios modalizándose, y cada modo solo es modo produciendo efectos.
Al final de
esta primera parte, se emprende, en un apéndice, la exposición de la principal
raíz de los prejuicios que impiden a los hombres comprender lo que acaba de ser
expuesto. Se trata de una doble ilusión: el libre albedrío y la finalidad. Otra
cosa, notada por los críticos con menos frecuencia, aparece al mismo tiempo: la
diferencia entre el universo en el que somos causas y efectos y el mundo en que
vivimos (el mundo del uso, la acción, la conciencia y lo posible) [12]. Este
mundo no es ilusorio, pero es generador de ilusiones. No obstante, permanecemos
en ellas; ya en el TTP se afirmaba lo
siguiente: “esta consideración universal sobre el encadenamiento de las causas
no puede servirnos de ninguna manera para formar y poner en orden nuestros
pensamientos acerca de las cosas particulares. Añadamos que ignoramos
totalmente la conexión y el encadenamiento mismo de las cosas; así pues, para
el uso de vida, es preferible –más aún, es indispensable—considerar las cosas
como posibles” [13].
La segunda
parte de la Ética está consagrada a
la naturaleza y origen del alma (De
natura et origine mentis). Paradójicamente, pasa por ser una reconstrucción
poco original de lo que son los cuerpos y, en particular, el cuerpo humano. En
efecto, tras la “sintaxis” general de la primera parte, podríamos esperar
descubrir aquí una definición del hombre, o al menos de su alma (por ejemplo,
cuando se lee que el alma humana es una idea cuyo objeto es el cuerpo), y
después una teoría del conocimiento. El caso no es exactamente este. Quizás sea
el escolio de la proposición 13 lo que mejor permita comprender el movimiento
llevado a cabo en esta parte: “Lo que hasta aquí hemos mostrado es del todo
común, y no se refiere más a los hombres que a los otros individuos, todos los
cuales, aunque en diversos grados, están animados. De cada cosa se da en Dios
necesariamente una idea, de la cual Dios es causa del mismo modo que lo es de
la idea del cuerpo humano y, por ello, todo cuanto hemos dicho acerca del
cuerpo humano y, por ello, todo cuanto hemos dicho acerca de la idea del cuerpo
humano debe decirse necesariamente acerca de la idea de cualquier cosa”.
¿Qué habíamos
aprendido hasta aquí, en las trece primeras proposiciones? En primer lugar, que
Dios es “cosa pensante” y “cosa extensa” –estos dos atributos han sido
demostrados a partir de definiciones y de proposiciones de Ética I en los que no se mencionaba ni el pensamiento ni la
extensión; el contenido de la definición procede cada vez, así pues, del hecho
de que constatamos que existen cuerpos y pensamientos--. Hemos aprendido a
continuación que “el orden y la conexión de las ideas son los mismos que el
orden y la conexión de las cosas”, pues pensamiento y extensión son dos
atributos de una sustancia única. Habíamos aprendido finalmente que lo
constituye el ser actual del alma humana es una idea (pues, sin idea, ningún
otro modo de pensar –amor, deseo, etc.—es posible), y que esta idea percibe
todo lo que sucede en su objeto (lo que, como veremos enseguida, no significa
que lo perciba adecuadamente); ahora bien, el alma humana siente que un cuerpo
es afectado de muchas maneras: el alma es, por tanto, la idea de ese cuerpo, y
“el cuerpo humano existe tal como lo sentimos” (E II, 13 y cor.).
Es en este
punto, por tanto, donde aprendemos que nada de todo lo anterior es
específicamente humano. Los demás cuerpos son los objetos de otras almas. ¿Cómo
puede hablarse entonces del hombre? Uno podría esperar en este instante la
enunciación de lo que diferencia de manera precisa al hombre, la línea de
ruptura. De hecho, lo que sucede es más bien lo contrario. Entre las
proposiciones 13 y 14, se inserta una suerte de desvío a través de una física y
una cuasi-biología con la que se tiende a constituir una escala de los seres en
función de su composición y de su mayor o menor relación con el mundo exterior.
La palabra “alma” no es pronunciada aquí, y la noción misma de hombre no está
presente sino bajo forma de adjetivo, en los seis postulados que describen el “cuerpo
humano”. Lo único que se puede saber es que ciertos cuerpos son más complejos
que otros, y que tienen más relación que otros con el exterior. Así pues, una
pura diferencia de grado. La radicalidad teórica de Spinoza consistirá en que
extrae de esta débil diferencia inicial una total divergencia al final. En E IV, 35, aprenderemos que la razón le
dicta al hombre dos reglas de conducta prácticamente opuestas en relación con
los demás hombres y con el resto de la naturaleza: con los hombres, debe buscar
la concordia; en cuanto al resto de la naturaleza, y sobre todo los animales,
puede utilizarlos. Concordia contra uso. La comunidad de inicio ha producido al
final una línea de ruptura infranqueable [14].
Mientras
tanto, la serie de axiomas, lemas y postulados que se sitúa tras la proposición
13 debe permitirnos pasar de lo que ha sido demostrado (y que no concierne
solamente al hombre) a una aproximación que, sin ofrecer definición alguna de
hombre –o sea, sin pretender conocer su esencia--, capta un poco mejor lo que
le distingue del resto de la naturaleza. ¿Cómo se efectúa esta antropología
mínima? Spinoza afirma que “las ideas difieren entre sí de la misma manera que
los objetos mismos”. Es por ello por lo que, si se pretende pensar qué tiene el
alma de diferente, es necesario conocer la naturaleza del objeto. La lógica del
estudio spinozista del alma nos remite, por tanto, a la diferencia entre los
cuerpos: “Cuanto más apto es un cuerpo, comparado con los demás, para obrar y
padecer de varias maneras a la vez, tanto más apta es el alma de ese cuerpo,
comparada con las demás, para percibir muchas cosas a la vez”. El lenguaje del
más o del menos, del varios y del gran número (plurimis modis, plurimis corporibus) es, así pues, el lenguaje
propio de esta determinación de lo humano que avanza como a tientas.
¿Qué
aprendemos así?
--El cuerpo
humano es muy compuesto. Este es un rasgo característico, pero no una especificidad
absoluta (otros cuerpos también son compuestos, aunque en un grado menor).
--El cuerpo
humano es afectado frecuentemente por los cuerpos exteriores. Un cuerpo simple
solo recibe choques del exterior. El cuerpo humano es afectado (y regenerado)
de muy diversas maneras por un gran número de cosas. También puede moverlas y
disponerlas de un gran número de maneras (nos volvemos a encontrar aquí, tal
vez, con los instrumentos naturales del TIE)
y, de forma general, queda caracterizado por su riqueza relacional con su
entorno.
--Por último,
el cuerpo humano es una composición de partes fluidas, blandas y duras. La extrema
complejidad de este cuerpo es traducida en términos físicos. Su organización
particular –la diferencia entre sus componentes—hace que sea particularmente
apto para retener una huella de las cosas que le han afectado [15]. Spinoza no
necesita una definición ideal del hombre. Los encuentros exteriores son
memorizados, y esto es probablemente lo que más distingue al cuerpo humano
(tampoco aquí dice Spinoza que otros cuerpos no sean capaces de esto; lo que
nosotros podemos suponer es que lo son menos). Esta representación simple basta
para construir toda la filosofía spinozista.
Quedémonos en
primer lugar con lo que no aparece en esta segunda parte de la Ética: el cogito o todo lo que podría ocupar su lugar. En un postulado se
enuncia que “el hombre piensa” (como constatación bien conocida), pero no “yo
pienso”. Nada más decisivo que el pensamiento, nada menos fundador que él. Y un
pensamiento que, siguiendo una excelente fórmula de Deleuze, sobrepasa a la
conciencia. Hay pensamiento antes de que sujeto alguno se dé cuenta de ello. De
una cierta manera, toda la continuación del texto va, más bien, a mostrar cómo
se constituye una subjetividad –pero local, parcial, incompleta--.
Volvemos a
encontrarnos ahora con los modos de percepción del TIE, pero con otro nombre y bajo otro punto de vista. La
determinación del cuerpo humano permite presentarlo no bajo el ángulo de una
“teoría del conocimiento”, sino bajo el de una teoría de la producción de los
géneros de conocimiento. Se trata de mostrar que cada uno es generado de manera
necesaria por la constitución del cuerpo y del alma. Incluso se podría hablar,
sin forzar demasiado el sentido, de una verdadera “epistemología histórica”.
1. El primer
género procede de los encuentros con el mundo exterior. A estos encuentros les
corresponden las imágenes, es decir, las huellas de las modificaciones
corporales. A las imágenes corporales les corresponden ideas de imágenes. Esto
es verdadero, probablemente, para todos los cuerpos, pero no en el mismo grado.
El hombre, mucho más afectado por el mundo exterior, tendrá mucha más
imaginación. Esta imaginación no proporciona un conocimiento adecuado. La idea
de la imaginación es una idea del encuentro entre el mundo exterior y mi cuerpo
–pero no de la estructura real del mundo exterior (un hombre que se quema al
acercar su mano a una llama no saca de este hecho un saber adecuado sobre qué
sea la llama)--. Así pues, obtengo un conocimiento vivo y fuerte del mundo
exterior, pero no un conocimiento adecuado, el de la estructura interna de las
cosas. Junto con las imágenes del mundo exterior, tengo también imágenes de mi
cuerpo, que tampoco son adecuadas (el hambre, por ejemplo, no me proporciona
conocimiento alguno de la estructura de mi estómago).
Mediante el
conocimiento de primer género, por tanto, no obtengo idea adecuada alguna del
mundo exterior ni de mi propio cuerpo. Este conocimiento inadecuado de mi
cuerpo, del mundo exterior, de Dios y del alma es, no obstante, útil. Sobre
todo, no es una ilusión, ni un pecado, ni un error de la voluntad. Está
enraizado en el proceso objetivo de la vida humana. Por consiguiente, es
constantemente reproducido y reforzado por el curso ordinario de la vida, que
consiste precisamente en estos encuentros incontrolados con el mundo exterior.
2. Si esto es
así, podemos preguntarnos si no es sencillamente imposible acceder al
conocimiento del segundo género: la razón. De hecho, en su caso, igualmente
tenemos acceso a ella a partir de nuestro propio cuerpo. En efecto, hay
propiedades que son comunes a mi cuerpo y al mundo exterior. Poseemos un cierto
número de nociones comunes que se corresponden, en el pensamiento, con lo que
son esas propiedades comunes en la extensión. Ellas son, por tanto,
necesariamente adecuadas. Son, por ejemplo, las ideas de la extensión, del
movimiento y de la figura. Sin embargo, estas ideas adecuadas están
primeramente como recubiertas y tapadas por las ideas inadecuadas. Acceder al
segundo género de conocimiento consistirá, por tanto, en desarrollar la Razón
(lo cual hacen algunos hombres, y difícilmente) a partir de las nociones
comunes (las cuales poseen todos los hombres). Dicho de otra manera, no todos
los hombres son racionales, aunque todos tienen en sí mismo el germen de la
razón. La vivacidad de la imaginación impide el desarrollo de la razón. Una vez
que la Razón ha comenzado a desarrollarse, ocasiona una cadena de ideas
adecuadas.
Este
conocimiento solo nos proporciona leyes universales. No nos da el conocimiento
de ninguna esencia singular. Sin embargo, a medida que se desarrolla, nos
acercamos en virtud de él a una idea de Dios como principio de racionalidad y
de universalidad de las leyes de la naturaleza.
3. Por último,
el conocimiento del tercer género es el conocimiento por ciencia intuitiva.
Tiene su principio en la idea de Dios –más exactamente, en la idea de la
esencia de ciertos atributos de Dios—y deduce de ella las esencias de las cosas
singulares. Al igual que sucedía en el caso de las nociones comunes, la idea de
Dios está presente en nosotros desde el principio, pero no la percibimos. ¿Cómo
percibirla? Dicho de otra manera, ¿cómo se pasa del segundo al tercer género de
conocimiento? Probablemente, aquel que ha avanzado lo suficiente en el
conocimiento del segundo género ha llegado a la idea de Dios como principio
universal; no le queda sino despejar la esencia singular que anima a este
principio. En el comienzo de la Ética
se hace el balance del desarrollo del conocimiento del segundo género (resumido
con los términos “sustancia”, “atributo”, “modo”) para llegar a la idea de
sustancia singular.
No debemos
dejarnos engañar por la palabra intuición y su uso tradicional. No se trata ni
de una ebriedad mística ni de una superación de la Razón. La ciencia intuitiva
es completamente demostrativa. En un sentido, no va más lejos que el segundo
género: Spinoza subraya que la verdadera ruptura se da entre primer y segundo
género, no entre segundo y tercero. Hemos visto cómo nuestro autor, en el TTP, opone en bloque a la imaginación
una instancia que designa con los términos “entendimiento”, “luz natural” o “razón”,
y que es el equivalente de eso que en la Ética
es distinguido como segundo y tercer géneros. Por ello, es imposible
caracterizar el spinozismo como un irracionalismo, según se ha intentado hacer
a veces, so pretexto de que en él habría una instancia superior a la Razón. La
verdadera diferencia depende del procedimiento: leyes universales en un caso,
deducción de esencia a esencia en el otro. El tercer género es superior al
segundo en el sentido de que es más claro y de que vincula inmediatamente las
etapas del saber [16], pero no es más adecuado [17].
La tercera
parte de la Ética está explícitamente
consagrada a la naturaleza y el origen de los afectos. Estos son de dos tipos:
acciones y pasiones. Las pasiones nos hacen sentir impotencia y desgarro; es
esta, muy probablemente, la experiencia fundamental de eso que en el spinozismo
se denomina servidumbre. La búsqueda de la libertad consistirá, por tanto, en
descubrir los remedios a las pasiones y la potencia de la Razón. Sabemos que
Spinoza no asume la oposición cartesiana en virtud de la cual lo que es pasión
en el cuerpo es acción en el alma, y viceversa. Al contrario, según el
principio que los comentaristas llaman impropiamente “paralelismo”, y que
consiste, de hecho, en la unidad de los atributos y, por tanto, también del
alma y el cuerpo, todo aumento de la potencia de obrar del cuerpo se
corresponde con un aumento de la potencia de obrar (de pensar) del alma; alma y
cuerpo son activos conjuntamente cuando son causa adecuada, y pasivos, también
conjuntamente, cuando son causa inadecuada. El tránsito a la actividad implica,
por consiguiente, un conocimiento de la vida de los afectos, y es en este punto
donde Spinoza se topa con el discurso común que, a propósito de las pasiones,
por lo general se mantiene en el siglo XVII –época en la que casi todos los
filósofos se ven como obligados a integrar en su doctrina una teoría de las
pasiones y en la que son seguidos en este terreno por teólogos, políticos y
teóricos del teatro --, lo cual no significa que retome este discurso común
bajo la forma en que todo el mundo lo enuncia. El autor de la Ética describe las pasiones, pero, sobre
todo, las reconstruye genéticamente. Ello implica no solo que las clasifica
siguiendo un orden racional, sino, en primer lugar, que dicho orden es el de su
producción. Por tanto, antes de hablar de tal o cual pasión, debe hacer
evidente los mecanismos de su generación, es decir, mostrar, en primer lugar,
cuáles son las pasiones primitivas y, a continuación, indicar qué fenómenos las
diversifican, las asocian, las transforman. Las tres pasiones primitivas, formas
primeras adoptadas por el esfuerzo por perseverar en el ser propio y por las
modificaciones de la potencia de obrar, son el deseo, la alegría y la tristeza.
El deseo, que es tendencia a perseverar en el ser propio; la alegría, que es el
aumento de nuestra potencia de obrar; la tristeza, que es la disminución de
nuestra potencia de obrar. En cuanto a las transformaciones padecidas por estas
pasiones primitivas, entran en dos grandes categorías. Podría decirse que la
vida humana se organiza finalmente según dos tipos de pasiones: las que se
fundan en los encadenamientos objetuales, y las que se fundan en la similitud,
ámbito este en el que se desarrollará la imitación de los afectos.
Efectivamente, en una primera serie de proposiciones se explica cómo se produce
el mecanismo de objetivación (III 12, 13 y escolio: se pasa de la alegría y la
tristeza al amor y el odio; a partir de este momento, las pasiones
fundamentales se han dado objetos; a partir de la relación con ellos se
implementan los demás mecanismos); después, se analizan los mecanismos de
asociación (III 14-17) y de temporalización (III 18, sobre la esperanza y el
miedo, que hay que completar con la proposición 50 sobre los presagios); por
último, los mecanismos de identificación (III 19-24: amamos a quienes aman las
cosas que nosotros amamos, odiamos a quienes las odian; a partir de la
proposición 22, el razonamiento hace intervenir a un tercero que no es
determinado de otra manera). Pero a partir de la proposición 27 vemos surgir un
universo pasional totalmente otro y, en la misma medida en que Spinoza es, en
cierto sentido, clásico en esto (mientras se ocupa de las relaciones objetuales
–sin perjuicio de que las unifique y las recomponga, pues trata de descifrar un
pequeño número de tendencias que sirven, por sí solas, para esclarecer el
conjunto de los comportamientos humanos; sin perjuicio tampoco de que trastoque
o reelabore algunas de las relaciones tradicionales --), en esa misma medida
es, a partir de este punto, revolucionario. De lo que se trata ahora es de
reconstruir toda una parte del comportamiento partiendo de una propiedad
fundamental que nada tiene que ver con el objeto: la imitación de los afectos.
Describe las pasiones que nacen en nosotros, en efecto, no a propósito de un
objeto externo, sino a partir de la conducta de alguna cosa o, más bien, de
algún otro en relación con ese objeto; y la raíz de esta producción es el hecho
de que ese alguien o ese algo se parezca a nosotros. Tenemos, así, una segunda
serie de pasiones que constituyen como una esfera de la similitud. Con la
proposición 27 se introduce la expresión, en adelante principal, de “cosa
semejante a nosotros” –y, de golpe, constatamos que en todo lo que precede
nunca se había hecho referencia al hombre; los objetos podían haber sido
objetos inanimados, o animales, o el poder, o la gloria, etc.--. Los terceros que intervenían podían haber
sido grupos, o animales. Unos y otros pueden también, evidentemente, ser
hombres, pero esta cualidad no era tenida en cuenta. Ahora, por el contrario,
es de esto de lo que se trata. Y Spinoza, que nunca define qué es un hombre,
estima, por el contrario, que reconocemos espontáneamente qué es esta “cosa
semejante a nosotros”.
La proposición
27 reza así: “Por el hecho de imaginar que experimenta algún afecto una cosa
semejante a nosotros, y sobre la cual no hemos proyectado afecto alguno,
experimentamos nosotros un afecto semejante”. Lo importante es, de toda
evidencia, que nada aquí viene a predeterminar el afecto. Sigue una serie de
proposiciones en la que se extraen las consecuencias lógicas de esta eficacia
de la similitud; notemos, en particular, que la proposición 31 marca los
efectos de refuerzo o debilitación de los sentimientos: si imaginamos que
alguien ama algo que nosotros amamos, u odia algo que nosotros odiamos,
entonces, por ello, nuestro amor o nuestro odio se verán reforzados. Una vez
más, no se trata de un cálculo racional, ni de una asociación como las
señaladas en las proposiciones 14 y siguientes: el simple hecho de que una cosa
semejante a nosotros tenga un sentimiento (o, más bien, el simple hecho de que
nosotros nos representemos que lo tiene) es suficiente para engendrar ese
sentimiento en nosotros –y, si ya existía, para aumentar su fuerza, pues a su
potencia originaria se añade la potencia surgida de la similitud--; al
contrario, si imaginamos que alguien siente aversión por lo que nosotros
amamos, entonces la potencia originaria entra en contradicción con la potencia
surgida de la similitud. Ninguno de los dos afectos es suficiente, en igualdad
de condiciones, para suprimir al otro. Nos encontramos, por tanto, en una fase
de fluctuatio animi. El corolario y
el escolio de esta proposición 31 indican el medio a través del cual nos
esforzaremos, en adelante, por preservar la constancia de nuestros
sentimientos: si somos tan influenciables por los sentimientos del prójimo, o
por la opinión que tenemos de él, entonces lo mejor sería un situación en la
que el prójimo tuviera, de entrada, los mismos sentimientos que nosotros; y si,
de entrada, no es este el caso, haremos lo que esté en nuestras manos por que
así sea; por tanto, esta característica tan crucial para la moral y la política
spinozistas (sobre todo en materia de religión), que consiste en que los
hombres siempre tienen el deseo de ver vivir a los demás según su propio ingenium, se enraiza bien en esta “propiedad
de la naturaleza humana” que es la imitatio
affectuum. Igualmente, en la proposición 27 que muestra los efectos a veces
nefastos de la psicología de la similitud: si imaginamos que alguien (semejante
a nosotros) goza de una cosa, inmediatamente, por imitación de su afecto,
amaremos esa cosa incluso aunque no la hubiésemos amado con anterioridad; pero
si se trata de una cosa que solo uno puede poseer, el mismo movimiento en
función del cual empezaremos a amarla hará también que nos veamos llevados a
arrebatársela a aquel a imagen del cual la deseamos. De ahí el escolio de esta
proposición: en virtud de la misma propiedad de la naturaleza humana, somos
conducidos a la conmiseración hacia los infelices (porque compartimos
espontáneamente su tristeza) y a la envidia de los felices (porque, como
acabamos de ver, no podemos compartir completamente su alegría mientras poseen
en exclusiva el objeto).
Así, este
principio de similitud aparece, en tanto que regla general del funcionamiento
de la naturaleza humana, como un potente factor de explicación de las
relaciones individuales. Nos hace pasar de un universo en el que nuestras
pasiones se dan objetos, a un mundo en el que se complican en función de
nuestras relaciones con nuestros semejantes. Una doble regla genética explica,
por tanto, la psicología spinozista: el juego de las pasiones primitivas y la
imitación de los afectos. Si la primera dimensión puede hacernos pensar en
Descartes o en Hobbes, aun cuando la lista de los afectos sea diferente en los
tres autores, y el tenor de las pasiones primitivas se modifique en sus
sistemas, la segunda dimensión es suficiente para separar a Spinoza de los
demás filósofos de su época. Así pues, podemos medir su originalidad según tres
rasgos: la explicación por las causas, en la que se considera al objeto como
secundario en relación con la fuerza –estaríamos tentados a escribir: la
energía—del afecto; la imitación de los afectos, fundada en la similitud; por
último, una insistencia particular sobre el hecho de que el mecanismo de los
afectos nos es opaco a nosotros mismo, incluso cuando creemos dominar nuestras
acciones. Estos tres rasgos acercan, en cierto respecto, la psicología
spinozista al proceder que, pasado el tiempo, será el propio de Freud. Sobre
todo, un cierto número de motivos freudianos recuerdan, sin repetirlos nunca, a
los grandes temas de la Ética: la
idea de que lo psíquico no se reduce a lo consciente; la de que en el cuerpo se
manifiestan acontecimientos que tienen lugar en el psiquismo. Nos
equivocaríamos, no obstante, si
identificásemos los dos proyectos: el concepto freudiano de lo inconsciente
está ausente de la perspectiva de la Ética;
pero es verdad que uno y otro se dotan de los medios para comprender
racionalmente lo que más parece escapar a la Razón
La cuarta
parte de la Ética está consagrada en
su conjunto a la servidumbre –es decir, a la potencia de los afectos y a la
impotencia de la Razón--. Una primera forma de esta servidumbre es el juego
autónomo de las pasiones –es esto lo que muestran las 18 primeras proposiciones
de esta parte--. Pero la dependencia en relación con los afectos no es más que
una primera forma. Ciertamente, la Razón puede desplegarse en el individuo,
pero al principio es demasiado débil para luchar contra la vida afectiva. Por
ello, vemos lo mejor pero hacemos lo peor; o, como se dice en el Eclesiastés, quien aumenta su saber
aumenta su dolor. Lo que viene después enuncia el comportamiento del hombre
guiado por la Razón (“lo que la Razón nos prescribe y qué afectos concuerdan
con las reglas de la Razón humana”). Pero, precisamente, este comportamiento es
el de un modelo. La ética spinozista no es un retrato del sabio, pues, de
serlo, compartiría la ilusión de la tradición ética según la cual el hombre
ejerce una soberanía absoluta sobres sus pasiones. Sin embargo, todo el
esfuerzo de las partes anteriores de la Ética
ha consistido en mostrar el enraizamiento natural de estos afectos en la estructura
del cuerpo humano y en sus encuentros con el exterior; en las leyes necesarias
de la imaginación, en la no menos necesaria inadecuación primera de nuestras
representaciones. La razón puede, por tanto, construir un modelo de
comportamiento, pero este modelo no basta de ninguna manera para que el hombre
se convierta en un hombre libre. Así pues, el enunciado de las prescripciones
de la Razón forma parte integrante, todavía, del mundo de la servidumbre. Las
prescripciones implican sobre todo una clasificación de los afectos según sean
absolutamente malos (el odio), útiles en el Estado pero malos en sí (ciertas
pasiones tristes, como la humildad o el arrepentimiento), o buenos
absolutamente (la generosidad). La denuncia de la humildad y del arrepentimiento
pone a estas tesis, evidentemente, en contradicción con la moral cristiana
[18]. Sobre todo, la ética así definida se funda en una confianza firme en la
Razón: no es que esta sea todopoderosa (al contrario, como hemos visto, es muy
débil al principio), pero nada puede serle superior u ofrecer recursos de los
que ella carece; es lo que se afirma claramente en la proposición 59: “A todas
las acciones a que somos determinados por un afecto que es una pasión, podemos
ser determinados, sin él, por la razón”. En fin, la cuarta parte dispone los jalones que
permiten pasar de la ética individual a la política (E IV, 35-37 y 73). Queda por indicar en qué medida podemos
efectivamente liberarnos de la servidumbre. Pues si es descrita con tanta
precisión no es para abrumar al lector bajo el peso de una necesidad vivida
únicamente como coacción. La Ética,
por el contrario, está escrita para ayudar al máximo de hombres –aun cuando
este máximo signifique, finalmente, muy poco—a acceder a un poder relativo
sobre los afectos.
La quinta
parte se divide en dos secciones. En la primera se prosigue el movimiento
comenzado en las partes precedentes. Se trata de saber en qué medida el hombre
puede gobernar sus afectos. Renunciar a la ilusión de un poder absoluto sobre
ellos permite acceder al espacio en el que es posible, en parte, ordenarlos.
Así, el hombre guido por la Razón se puede convertir en un hombre libre, y el
coronamiento de esta libertad es el desarrollo de un amor hacia Dios que no se
asemeje al amor pasional de las supersticiones: es un afecto alegre que no
puede ser destruido sino con la destrucción del cuerpo, y que no exige
reciprocidad: “quien ama a Dios no puede esforzarse por que Dios le ame a su
vez”, pues sabe que Dios carece de afectos. Ahora bien, el amor está fundado en
una alegría (laetitia) que es un
afecto, aunque sea activo. En la segunda sección, Spinoza se pregunta qué es el
alma cuando deja de estar vinculada al cuerpo. Se tratará, en adelante, no ya
del itinerario en la duración, sino de la eternidad [19].Las tres nociones
claves son estas: tercer género de conocimiento, eternidad, amor intelectual de
Dios. ¿Qué es el amor intelectual de Dios? Como todo amor, es una alegría, pero
una alegría que no es ya un afecto, ni siquiera activo (Spinoza dice gaudium, no laetitia). Este amor no cesa con la muerte del cuerpo. En fin, a
diferencia del amor hacia Dios de la sección anterior, debe implicar a Dios
mismo. Y, no obstante, no hay reciprocidad; de lo que se trata es de identidad:
es el mismo amor con el que Dios se ama a sí mismo y ama a los hombres. La obra
termina con una proposición en la que se reúnen dos términos clave de la Ética: la beatitud no es la recompensa
de la virtud; es la virtud misma
Moreau, Pierre-François. “La obra”, en Spinoza y el spinozismo, trad. Pedro Lomba, Escolar y Mayo, Madrid,
2013, pp. 90-111.
Notas
12. Sobre la
conciencia, véase Lia Levy, L’automate
spirituel. La naissance de la subjectivité moderne d’àpres l’Ethique de Spinoza, Van Gorcum, Assen, 2000.
13. TTP, 4, § 1.14. Por ello, por lo demás, los ecologistas que se refieren a Spinoza en nombre de la primera solo pueden hacerlo dejando de lado la lógica que conduce ineluctablemente a la segunda. Se puede encontrar un ejemplo de semejante operación en los trabajos de Arne Naess.
15. Postulado V: “Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo externo a chocar frecuentemente con otra parte blanda, altera la superficie de esta y le imprime una suerte de vestigios del cuerpo externo que le impulsa”.
16. Cf. E V, 36, escolio. Pero incluso en la última sección de la Ética, el segundo y el tercer género son nombrados todavía conjuntamente. Cf. E V, 38.
17. Sobre la ciencia intuitiva, véase Paolo Cristofolini, La scienza intuitiva di Spinoza, Nápoles, Morano, 1987.
18. Sobre la teoría spinozana de los afectos, véase Michael Schrijvers, Spinozas Affektenlehre, Berna Haupt, 1989; Pascal Sévérac, Le devenir actif chez Spinoza, París, Champion, 2005.
19. Sobre tiempo, duración y eternidad en Spinoza, cf. P.-F. Moreau, Spinoza. L’expérience et l’éternité, París, P.U.F., 1994; Y. Prelorenzos, Temps, durée et éternité dans les Principes de la philosophie de Descartes de Spinoza, París, P.U.P.S., 1996; Chantal Jaquet, Sub specie aeternitatis, París, Kimé, 1997; Nicolas Israel, Spinoza. Le temps de la vigilance, París, Payot, 2001.
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