Jacques Rancière, El
odio a la democracia, trad. Irene Agoff, Amorrortu, Buenos Aires, 2006.
Con el libro El odio a la democracia,
Jacques Rancière se implica de lleno en el gran debate que vive parte de la
intelectualidad francesa en torno al concepto y uso de «democracia». Rancière
tiene una motivación clara para su publicación: desmontar las mentiras y
contradicciones que la intelectualidad «antidemocrática» achaca al objeto de
sus críticas y, sobre todo, a su protagonista, el individuo democrático.
Para ello, el autor francés parte de la
definición de la paradoja democrática, es decir, la paradoja que surge
al entender la democracia como el reinado del exceso de sus sustentadores, lo
cual llevaría a la ruina del mismo gobierno democrático, por lo que estos
gobiernos deberían reprimir los excesos que su mismo sistema genera. Esta
paradoja se convierte en punto de partida teórico a criticar para un Rancière
que, con paciencia y mucho tino, tratará, no solo de desacreditar a los nuevos
conservadores que usan el hijo del consumo, el individuo democrático, como
culpable de todos los males, sino para expresar su posicionamiento democrático,
sus ideas en torno a este concepto tan controvertido y su aplicación a la
realidad política francesa.
Rancière pone en la diana, se encapricha
en criticar una de las obras que podrían acogerse como paradigma del nuevo odio
hacia la democracia, a saber, Les penchants criminels de l’Europe démocratique,
de Jean-Claude Milner, obra que sitúa la democracia occidental como enemiga
fundamental del pueblo filial de Israel. Este posicionamiento da al autor de El
Odio a la democracia las claves del nuevo odio al que se enfrenta la ya desgastada
democracia. El individuo democrático se habría convertido en un individuo
egoísta, la democracia se identificaría con una sociedad de consumo y la escuela
sería la culpable última de tal degeneración, la que ha tenido el papel
protagonista en la creación de este tipo de sociedad de excesos. Lo interesante
aquí es darse cuenta de la caracterización animalizada, despojándolo de su
politicidad, que Milner da al individuo normal y corriente de cualquier
sociedad democrática y occidental de hoy en día. Incluso se critican, se ponen
en duda los derechos, derechos de los individuos egoístas, de individuos que
solo miran para sí y no para la colectividad.
Pero veamos quién es este individuo
democrático al que tanto critican los enemigos de Rancière. La ecuación por la
cual los críticos actuales de la democracia critican su objeto es sencillo, a
saber, los individuos egoístas, aquellos que Marx creía que eran los
propietarios de los medios de producción por no ver más que sus propios
beneficios personales, ha pasado, se ha rebajado, a toda una sociedad y a
todos y cada uno de los individuos de la sociedad. Esto es en lo que se ha convertido
la sociedad, en una suma de individuos que solo tienen el lucro personal como
objetivo en la vida, forma de actuar que más tarde o temprano destruirá, no
solo el sistema, sino que nos llevará al final de la humanidad si alguien no lo
remedia.
La simple ecuación de democracia =
ilimitación = sociedad lleva a pensar que la democracia es una forma de
sociedad y no una teoría política; que es el reinado del individuo consumista y
no el de los hombres libres. La democracia, para sus críticos contemporáneos,
se ha reducido a tan solo una sociedad de consumo de individuos privilegiados.
Se podrá decir que la reducción de la
democracia hacia una forma de sociedad es la primera de las reducciones que Rancière
identifica como pertenecientes al odio a la democracia. Pero aún queda un
segundo y quizás más inquietante movimiento que Rancière identifica como la
tendencia autodestructiva que los nuevos enemigos de la democracia achacan a la
forma social de nuestra democracia. El campo de batalla, de desarrollo de este
segundo movimiento sería la escuela, donde el individuo democrático, reducido
a un pequeño individuo democrático que ve en el maestro un vendedor de
servicios igual que el frutero o el televidente, destruye de golpe a toda una
generación de maestros republicanos que no pueden ya transmitir a las almas
vírgenes un saber universal que vuelve igual a los hombres. Si esta «raza»
desaparece y la escuela ya no es el transmisor, no puede ya educar a los
pequeños individuos egoístas, la humanidad irá directa a la autodestrucción.
En fin, toda la política de hoy se reduciría
a una dualidad entre la humanidad adulta, fiel a la tradición, costumbres
republicanas y defensora de los auténticos valores de la humanidad, contra una
humanidad pueril, una masa de individuos democráticos, consumidores,
privilegiados que llevarían a la humanidad a su autodestrucción. La sociedad es
el hábitat de esta segunda «raza» de individuos; la democracia, su alentadora.
Según Milner y sus compañeros de batalla, la democracia actual sería la humanidad
del pastor perdido.
Para entenderlo, para hacer una reconstrucción
de esta última afirmación demoledora hay que partir del arché, del principio
que impone el comienzo y mandato, la razón del derecho primero a mandar, el
porqué de los que mandan. Según Rancière, este arché daría la anticipación
del derecho a mandar en el acto del comienzo y la verificación del poder de
comenzar en el ejercicio del mandato, de lo que se podría deducir un ideal
de buen gobierno, es decir, de saber quiénes son los elegidos, los que poseen
las disposiciones para mandar y para ser mandados, para gobernar y ser
gobernados.
Estos principios los extrae Rancière de Las
Leyes de Platón, y son siete títulos que dan la legitimidad necesaria para
gobernar. Por un lado estarían los que poseyeran el derecho a mandar por naturaleza
ya sea por ser el más fuerte, de mejor cuna o por anticipación, mientras que
por otro lado estarían los que tendrían alguna «razón» para gobernar, es
decir, ser los mejores o más sabios que el resto. No obstante, faltaría un
título y este sería precisamente el que fundamenta la democracia, un título
que no es tal, el título que se funda en el azar. Los primeros fundarían el
orden en la ley de la filiación, los segundos pedirían algo más, a saber, el
inicio de la política, la necesidad de tener algo más que mejor cuna para
gobernar. No obstante, el título democrático rechaza, destruye estas dos y va
más allá; es la auténtica realización de la política. Se basa en una ausencia
de título para gobernar, pese a ser un título; supera el estado de naturaleza y
funda la sociedad, un título que rompe definitivamente con la naturaleza,
niega la filiación y el poderío. En este punto la democracia ya no es el
capricho de los niños o consumidores sino del azar, de una naturaleza que se
derroca a sí misma como principio de legitimidad.
Democracia, pues, querría decir lo
siguiente: un «gobierno» arcaico, fundado en un título que no es tal, en la ausencia
de título, en la repartición del título. Y es que según Rancière, no hay
gobierno justo sin la participación del azar, sin aquello que contradice la
identificación del ejercicio del gobierno como algo deseado, conquistado. Es
el principio anticorrupción, de la diferencia y de la auténtica política, de
la autorresponsabilidad como sociedad y destrucción de la filiación y el
poder como base del gobernar. Esto es, pues, lo que la política requiere y fundamenta,
un título que no es tal y que complementa otros títulos.
Una vez establecida la justificación
simbólica de la democracia, Rancière pasa a analizar la democracia
representativa actual en el sentido opuesto al de los enemigos del individuo democrático.
El pensador francés cree que la representación, con su forma concreta de
elección, es una forma oligárquica de gobierno. Es erróneo tanto identificar
como refutar la democracia con la representación. Esta democracia
representativa vendría fundada por privilegiados «naturales» y desviada poco a
poco por las luchas democráticas, por revoluciones. La democracia no se
identifica con ninguna forma jurídico-política, pues es el poder del pueblo que
siempre se sitúa más allá o más acá de esas formas; es el poder por ampliar lo
público o común, por abarcar tanto derechos como espacios. Si las esferas
públicas y privadas se encuentran separadas es para un mejor control
oligárquico de ambas, hecho que el movimiento democrático trataría de rechazar,
tanto en el aspecto privado como en el público. Y la acción democrática se
define por la acción de sujetos que tratan de reconfigurar la distribución de
lo privado y lo público, de lo universal y lo particular, en tratar de
emancipar estos movimientos del poder oligárquico. Tanto lo universal como lo
particular, tanto lo privado como lo público han de estar siempre bajo lupa,
bajo una forma polémica. Especificando el problema francés, el tipo de Estado
francés, Rancière identifica la República como limitador de la sociedad, como
movimiento de repulsa al exceso democrático.
La definición de la democracia actual
sería la siguiente: es el fundamento igualitario necesario del Estado
oligárquico, así como la actividad pública que contrarresta la tendencia estatal
de acaparar la esfera común, lo público y su despolitización. Con esto
Rancière consigue una reducción o descripción adecuada del problema político
desde lo teórico hasta lo práctico. Su legitimación, descripción y posterior
materialización de la democracia es claro ejemplo de cómo todos los problemas
filosóficos tienen base práctica.
La manera de ser de la democracia actual,
su verdad profunda es que vivimos en estados de derecho oligárquicos que tienen
la realidad de la economía como realización (lo ilimitado del poder de la
riqueza) y se ven en constante lucha por el freno democrático de la soberanía
popular y los derechos individuales. La realidad, lo ilimitado del poder de la
riqueza, hace expandir las economías nacionales más allá de sus fronteras
nacionales a la vez que pretende establecer una ciencia para gobernar; la
oligarquía se recicla enseñando que para gobernar se ha de saber, que solo
quienes mejores soluciones ofrezcan tendrán el privilegio de gobernar. Los
estados oligárquicos actuales son el matrimonio del principio de riqueza y
principio de la ciencia, matrimonio que expulsa al pueblo de la toma de
decisiones y oculta la gran aspiración de la oligarquía, gobernar sin política,
volver a aquellos títulos sin el título que no es tal.
No obstante, esta lucha oligárquica no es
fácil y Rancière enumera una serie de cuestiones a tener en cuenta en esta
tensión entre la oligarquía y el movimiento democrático. Es, sin embargo, a
donde quería llegar desde el inicio del libro; a saber, todo ello no resulta
ser más que un análisis contextualizador para atacar a los que va dirigido el
libro, a los críticos de la democracia entendida como forma de sociedad y no
política. Esta lucha permite comprender las manifestaciones intelectuales
antidemocráticas.
Rancière clasifica en dos los actuales
críticos de la democracia. Están los que, provistos de un marxismo trastocado,
abogan por un consenso en el que el movimiento económico mundial o el libre
mercado globalizado sería una necesidad histórica a la cual hay que adaptarse y
a lo que tan solo se niegan representantes de ideologías anticuadas. Antes
estaban convencidos de que el movimiento histórico conducía hacia la
revolución socialista mundial; ahora, en cambio, creen que la necesidad histórica
se centra en el triunfo mundial del mercado. Creen en el progreso, creen en la
necesidad histórica de este progreso; es un marxismo que aboga por el triunfo
del capitalismo. Así, los que no se unen o creen en esta necesidad histórica
actual son arcaicos o representantes de ideologías caducas, es decir, al fin y
al cabo son enemigos de la «democracia», de un sistema que es una obligación
histórica.
Pero estos son los críticos más débiles
del movimiento democrático. Los auténticos enemigos del movimiento democrático,
del individuo democrático, también cogen elementos del marxismo. Esta vez, sin
embargo, no se centran en la historia sino en la división de la historia en
dos, las clases. Se puede decir que siempre critican la misma cosa, a saber,
el reino del consumo, el de la mercancía, el principio de ilimitación. No
obstante, el resentimiento hacia un mayo del 68 perdido y, por lo tanto, hacia
el marxismo, hace girar su razonamiento en sentido contrario, la lógica de las
causas y de los efectos se invierte. Si bien antes era un sistema global de
dominación lo que explicaba el comportamiento individual, ahora es el individuo
el responsable que hace reinar lo que llaman «tiranía democrática» del
consumo. Las leyes del mercado, el tipo de producción y circulación de las
mercancías han sido la simple consecuencia de los vicios de los que consumen
precisamente dichas mercancías. Es decir, «los nuevos profetas» –como los llama
Rancière–, no se quejan de los oligarcas de todo tipo, antes que nada se quejan
de los que denuncian a los oligarcas.
Según Rancière, «olvidada toda política,
la palabra democracia se convierte entonces en el eufemismo que designa
un sistema de dominación al que ya no se quiere llamar por su nombre»,
además del nombre del sujeto que sufre este sistema, lo alimenta y lo denuncia.
Este individuo se convierte en culpable absoluto de un mal irremediable, en el
asesino de la civilización y la humanidad; eso es lo que piensan algunos de
los críticos. Algunos de estos críticos se contentan con denunciar los
pequeños placeres que disfruta este individuo, pero otros tienen que cargar
verdaderos crímenes a la democracia. Para ellos el exterminio de los judíos
tomará el relevo a la revolución social en cuanto acontecimiento divisor de la historia.
Así, la ideología nazi se convierte en argumento insuficiente para la explicación
de tal acontecimiento, es decir, quieren ligar los términos nazismo, democracia,
modernidad y genocidio.
De la exterminación de los judíos por los
nazis se deduciría que todo lo que se realiza en nombre de la democracia no es
más que la continuación infinita de un solo y mismo crimen que destrozaría la
civilización y, cómo no, la humanidad.
Aún así, por muy fuerte acusación o
disparatada argumentación que se dé contra la democracia, esta explicación no
tendría grandes consecuencias, pues los mismos críticos se encontrarían bien situados
dentro del consenso pseudo-democrático de hoy en día. Obedecerían al consenso
de tomar la democracia como una totalidad única, un tipo de orden estatal y
forma de vida social, como un conjunto de maneras de ser y un sistema de
valores. Este tipo de odio se situaría sin problemas como una de las formas de
confusión y olvido que se le aplican o afectan al concepto de democracia. Se
concibe como la punta de lanza ideológica que ayuda a la oligarquía en la
tarea de luchar contra la democracia, y una democracia totalitaria es la
excusa perfecta para luchar contra la «igualdad de condiciones» tanto en el
campo económico como en el estatal y social.
Rancière escribe El odio a la democracia
para refutar las críticas al individuo democrático, al cual desliga de la
responsabilidad social de la irresponsabilidad que los críticos con la democracia
le achacan. No obstante, al acabar de leer la obra, uno se da cuenta de que la
refutación a los críticos es tan solo una excusa para proponer la auténtica
legitimidad y fundamentación de la democracia. El pensador francés plantea
una discusión democrática en torno a su concepto simbólico y su traducción
real. Pone a cada concepto en su lugar, a partir de una de las redefiniciones
más atrevidas de los últimos tiempos, que se sale de los cánones habituales de
las discusiones actuales y vuelve a plantear la democracia en toda su
radicalidad, vuelve a situar el dedo en la llaga. Así, la discusión ya no se
centra en la democracia actual sino en la democracia como tal, lo que nos
lleva a plantear toda la literatura que ha tratado de justificar la democracia
representativa como forma real o, al menos, útil de la democracia. Cierto es
que Rancière tampoco propone una forma concreta de realizar dignamente la
potencia que le atribuye a la democracia. Pero esto no es un error: Rancière
establece lo que cualquier forma de gobierno auténticamente democrático ha de
tener, es decir, un gobierno sin gobernadores, un poder sin poderosos, por lo
que a partir de aquí se deducen varias formas de un gobierno de estas
características.
En fin, El odio a la democracia es
una gran aportación y toque de atención no solo hacia el concepto de democracia
y su uso, sino también a las sociedades occidentales de hoy, un
desenmascaramiento excelente del proceso de despolitización y oligarquización
de las formas de gobernar actuales. Se puede decir incluso que Rancière devuelve
algo de la dignidad arrebatada a la filosofía y su objeto, el ser humano normal
y corriente, el animal político desposeído.
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