Introducción
¿Un libro más
sobre el postmodernismo? ¿Qué posible justificación tendría el contribuir a la
destrucción de las menguadas selvas del mundo para entablar debates que con
seguridad han debido agotarse hace tiempo? Mi incomodidad ante este reto es aún
más aguda por cuanto en los orígenes del presente libro está una emoción poco recomendable:
la irritación. Este sentimiento surgió por la manera cómo, en el transcurso de
la década de 1980, la palabra "postmodernismo" parecía filtrarse en
toda discusión teórica imaginable. Fui invitado a participar en simposios,
conferencias, números especiales de revistas cuyo tema era siempre el
postmodernismo, y dado que en más de una ocasión el tema previsto era bien
diferente, fue una experiencia desconcertante para mí.
No fue, sin
embargo, una experiencia idiosincrásica. La década de 1980 constituyó un momento
estelar para el postmodernismo. Uno de sus principales propagandistas, Ihab Hassan,
llegó a escribir en una colección editada en 1987:
Quisquillosos académicos evitaron alguna vez la
palabra postmoderno como quien elude el más sospechoso neologismo. Ahora, sin
embargo, el término se ha convertido en el santo y seña de nuevas tendencias en
cine, teatro, danza, música, arte y arquitectura; en filosofía, teología,
psicoanálisis e historiografía; en nuevas ciencias, tecnologías cibernéticas y
varios estilos de vida culturales. Ciertamente, el postmodernismo ha recibido
ahora la bendición burocrática del National Endowment for the Humanities en la forma
de seminarios de verano para profesores universitarios; más allá de esto, ha penetrado
el discurso de los críticos marxistas recientes que, hace sólo una década, ignoraban
el término como un caso más de la basura, modas y estribillos de la sociedad de
consumo.
Las
afirmaciones de Hassan se refieren evidentemente a los Estados Unidos, o en el mejor
de los casos a Norteamérica, donde el postmodernismo halló algunos de sus más extravagantes
seguidores en Canadá. No obstante, las mismas tendencias intelectuales se hacen
sentir en Inglaterra. El notable parroquialismo de la academia británica se
aseguró de que tuviera un mayor impacto en su periferia, es decir, en las
personas interesadas en las últimas tendencias del arte -un simposio sobre postmodernismo
en la Galería Tate, realizado en octubre de 1987, atrajo 1.500 solicitudes para
un cupo de 200- o en los intelectuales liberales de izquierda cuyo diario, The
Guardian, dedicó una serie a este tema a fines de 1986, y cuyas revistas predilectas,
New Statesman y Marxism Today, anunciaron varios temas
postmodernistas. Con variaciones locales, el término "postmodernismo"
fue adoptado también en otros lugares del mundo occidental.
Pero ¿qué
significa? Era ésta la pregunta que me inquietaba cada vez más cuando constataba
la proliferación de los discursos acerca del postmodernismo. El asunto se veía complicado
por el hecho de que los principales productores del discurso, tales como
Jean-François Lyotard y Charles Jenks, ofrecían definiciones mutuamente
inconsistentes, internamente contradictorias y/o desesperadamente vagas. No
obstante, gradualmente llegué a ver con claridad que el postmodernismo
representa la convergencia de tres movimientos culturales diferenciados.
El primero
incluye algunos cambios ocurridos en las artes durante el transcurso de las últimas
décadas: en particular, la reacción en contra del Estilo Internacional en arquitectura,
vinculada con nombres tales como Robert Venturi y James Sterling, quienes por
primera vez introdujeron el término "postmoderno" en su uso popular. Este
rechazo del funcionalismo y la austeridad tan valorados por el Bauhaus, Mies
van der Rohe y Gropius en favor de la heterogeneidad de los estilos, que
recurre de manera especial al pasado y a la cultura de masas, halló aparentes
paralelos en otras artes: el regreso al arte figurativo en pintura, por
ejemplo, y la narrativa de escritores como Thomas Pynchon y Umberto Eco.
En segundo
lugar, cierta corriente de la filosofía era considerada como la expresión conceptual
de los temas explorados por los artistas contemporáneos. Se trataba de un grupo
de teóricos franceses que llegaron a ser conocidos durante los años setentas en
el mundo de habla inglesa bajo el rótulo de "postestructuralistas":
en particular, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Michel Foucault. A pesar de
sus muchas diferencias, todos ellos enfatizaron el carácter fragmentario,
heterogéneo y plural de la realidad, negaron al pensamiento humano la capacidad
de alcanzar una explicación objetiva de esa realidad y redujeron al portador de
este pensamiento, el sujeto, a un incoherente revoltijo de impulsos y deseos
sub y transindividuales.
Pero en tercer
lugar, el arte y la filosofía parecían reflejar, en oposición al antirealismo de
los postestructuralistas, cambios ocurridos en el mundo social. La teoría de la
sociedad postindustrial, desarrollada por sociólogos como Daniel Bell y Alain
Touraine, ofrece una versión de las presuntas transformaciones sufridas por las
sociedades occidentales en el transcurso del último cuarto de siglo. Según
estos autores, el mundo desarrollado se encuentra en una etapa de transición de
una economía basada en la producción industrial masiva hacia una economía en
donde la investigación teórica sistemática se constituye en el motor del
crecimiento, una transformación de incalculables consecuencias sociales,
políticas y culturales.
El libro de
Lyotard, La condición postmoderna, publicado en 1979, goza de cierta posición
decisiva en las discusiones acerca del postmodernismo porque, precisamente, conjuga
el arte postmoderno, la filosofía postestructuralista y la teoría de la
sociedad postindustrial. Quizás esta totalidad tenga algunas fisuras, pero su
aparente coherencia ha impresionado a muchos. Lyotard define lo postmoderno en
contraposición a lo moderno:
Haré uso del término moderno para designar cualquier
ciencia que se legitima a sí misma en referencia a un metadiscurso... haciendo
un explícito llamado a tal o cual gran narrativa: la dialéctica del Espíritu,
la hermenéutica del significado, la emancipación del sujeto razonante o
actuante, la creación de la riqueza.
Hegel y Marx
se encuentran evidentemente entre los principales autores de estas grandes
narrativas que, según Lyotard, no se limitan a legitimar discursos teóricos
sino también instituciones sociales. "En contraste, defino lo postmoderno
como la incredulidad con respecto a los metarelatos". La negación
considerada por Lyotard como característica del postmodernismo -la de la
existencia de un patrón general sobre el cual fundamentar nuestra concepción de
una teoría verdadera o de una sociedad justa- está claramente vinculada con el
pluralismo y antirealismo, cuyos paladines son los postestructuralistas. Tales
posiciones filosóficas encuentran, según Lyotard, algún asidero objetivo en
virtud de que "en la época llamada postindustrial y postmoderna", en
la que "el saber se ha convertido en la principal fuerza de
producción", la ciencia misma se fragmenta en un cúmulo de juegos, cada
uno de los cuales busca inestabilidades en lugar de leyes deterministas; todos
buscan su legitimación, no en una gran narrativa, sino en la paralogía, la
infracción de las reglas. A esta transformación del carácter del discurso teórico
corresponden aquellas formas del arte que han dejado de buscar la coherencia,
la sistematización, la integración a un todo.
Es evidente
que este análisis tiene implicaciones políticas. Lyotard, quien como miembro
del grupo Socialisme ou Barbarie en
los años cincuentas estaba comprometido con una visión antiestalinista del
marxismo, para cuando escribió La condición postmoderna había llegado a
rechazar los objetivos de la revolución socialista: "No es cuestión, en
todo caso, de proponer una alternativa 'pura' al sistema: todos sabemos, en estos
años setentas que terminan, que toda alternativa de esta índole terminará pareciéndose
al sistema que pretende reemplazar". "Todos" se refiere sin duda
al consenso establecido entre la intelectualidad parisiense en los albores de
los nouveaux philosophes, quienes, a
fines de la década del setenta, articularon el abandono del marxismo por parte
de los desencantados hijos de 1968. En la década subsiguiente, no obstante, los
temas del postmodernismo se avinieron bien con la tendencia seguida por muchos
intelectuales de izquierda en los países de habla inglesa. La idea de que el
mundo occidental había entrado en una época "postmoderna",
fundamentalmente diferente del capitalismo industrial de los siglos XIX y XX
reforzó, por ejemplo, los argumentos de dos de los principales pensadores
llamados "postmarxistas", Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes
sostuvieron que los socialistas debían abandonar el "clasismo", el
énfasis que hace el marxismo clásico sobre la lucha de clases como fuerza
impulsora de la historia y sobre el proletariado como agente del cambio.
La fusión
resultante entre postmodernismo y postmarxismo se expresa acertadamente en la
revista Marxism Today, el más radical
opositor del "clasismo" en la izquierda inglesa durante los años ochentas,
en la que se anunció hace poco que vivimos "una nueva era":
A menos de que la izquierda pueda adaptarse a esta
Nueva Era, se verá condenada a la marginalidad... El núcleo de la Nueva Era es
la transición de la antigua economía fordista de producción masiva hacia un
orden postfordista nuevo, más flexible, basado en los computadores, la
tecnología informática y la robótica. La Nueva Era es, sin embargo, mucho más
que una transformación económica. Nuestro mundo se hace de nuevo. La producción
masiva, el consumidor masivo, la gran ciudad, el Estado como Hermano Mayor, el
Estado de la explosión de vivienda, el Estado-nación están en decadencia: la flexibilidad,
la diversidad, la diferenciación, la movilidad, la comunicación, la descentralización
y la internacionalización están en ascenso. Este proceso transforma nuestra
identidad, el sentido de nosotros mismos, nuestra propia subjetividad. Estamos
en transición hacia una nueva era.
Este es
entonces el terreno delimitado por los discursos acerca del postmodernismo: un
mundo socialmente transformado, del que participan y reflejan el arte
postmoderno y la filosofía postestructuralista, un mundo que exige un nuevo
tipo de política. Por mi parte, rechazo todo esto. No creo que vivamos en una
"nueva era", en una era "postindustrial y postmoderna"
fundamentalmente diferente del modo capitalista de producción que ha dominado
el mundo durante los dos siglos anteriores. Niego las principales tesis del postestructuralismo
por considerarlas sustancialmente falsas. Dudo mucho de que el arte postmoderno
represente una ruptura cualitativa con el modernismo de comienzos de siglo. Más
aún, gran parte de lo que ha sido escrito para sustentar la idea de que vivimos
en una época postmoderna me parece de ínfimo calibre intelectual, usualmente
superficial, a menudo desinformado y en ocasiones totalmente incoherente.
Debería, sin
embargo, matizar este juicio. No creo que el trabajo de los filósofos conocidos
como postestructuralistas pueda descartarse sin más: es posible que Deleuze, Derrida
y Foucault estén equivocados en ciertos aspectos fundamentales, pero
desarrollan sus ideas con considerable habilidad y sofisticación a la vez que
ofrecen visiones parciales de innegable valor. Sin embargo, tampoco es claro
que suscriban necesariamente la idea de una época postmoderna. Cuando se le
invitó a comentar esta idea poco antes de su muerte, Foucault respondió
sardónicamente: "¿A qué llamamos postmodernidad? ¿Será que no estoy
actualizado?" Es preciso distinguir entre las teorías filosóficas
desarrolladas entre las décadas de 1950 y 1970 y agrupadas luego bajo el título
de "postestructuralismo", de la apropiación que se hizo de ellas
durante los años ochentas para apoyar la tesis del surgimiento de una nueva
era. Este último desarrollo ha sido liderado por filósofos, críticos y teóricos
sociales estadounidenses, con ayuda de algunas figuras parisienses, Lyotard y
Baudrillard, quienes, cuando se comparan con Deleuze, Derrida y Foucault, aparecen
como meros epígonos del postestructuralismo.
Análogo
argumento puede ofrecerse con respecto al arte postmoderno. A menudo parece que
la diferencia entre los postmodernistas y sus oponentes reside en la evaluación
que hacen de los méritos o falta de méritos de la reciente literatura, pintura
o arquitectura, comparadas con las obras maestras del modernismo en Joyce,
Picasso o Mies. No obstante, habría una cuestión previa independiente de tales
juicios de valor, que constituye la preocupación principal de este libro, a
saber, si en efecto podemos distinguir radicalmente el modernismo y el postmodernismo
como dos épocas diferentes de la historia de las artes. Si, como lo argumento,
tal cosa es imposible, y si las doctrinas que proclaman la existencia o el
surgimiento de una época postmoderna son falsas, como también lo afirmo, nos
vemos abocados a una pregunta ulterior: ¿de dónde proviene el profuso discurso
sobre la postmodernidad? ¿Por qué, en la década pasada, gran parte de la intelectualidad
occidental llegó a convencerse de que tanto el sistema socioeconómico como las
prácticas culturales experimentan una ruptura fundamental con respecto al pasado
reciente?
Este libro se
propone responder esta pregunta, así como refutar los argumentos ofrecidos en
favor de la idea de tal ruptura. Por consiguiente, ocupa de manera un tanto incómoda
aquel espacio definido por la convergencia de la filosofía, la teoría social y
los escritos históricos. Por fortuna, existe una tradición intelectual
caracterizada precisamente por realizar una síntesis de estos géneros: el
materialismo histórico clásico del propio Marx, Engels, Lenin, Trotsky,
Luxemburg y Gramsci. Desde la perspectiva de tal tradición, este libro puede
verse como la continuación, en una clave menor, de la crítica de Marx a la religión,
en la que trata al cristianismo, en particular, no sólo como un conjunto de
falsas creencias, cosa que ya había hecho la Ilustración, sino como la
expresión distorsionada de necesidades reales negadas por la sociedad de
clases. En este sentido, no busco sólo demostrar la insuficiencia intelectual
del postmodernismo, comprendido como la doctrina según la cual entramos ahora
en una época postmoderna, justificada por referencia al arte postmoderno, a la
filosofía postestructuralista y a la teoría de la sociedad postindustrial, sino
colocarlo en un contexto histórico. El postmodernismo puede ser considerado,
desde esta perspectiva, como un síntoma.
La estructura
del libro refleja la estrategia descrita. El capítulo primero explora los principales
rasgos del discurso postmodernista. Se centra especialmente en la posición preponderante
atribuida en este discurso al modernismo, en la forma como lo caricaturiza y a
la vez se apropia de sus características definitorias para el arte postmoderno,
con la intención de crear la impresión de una ruptura reciente y radical en la
experiencia cultural. Esto nos lleva en el capítulo segundo a una explicación
alternativa del modernismo. Con base en una lectura crítica de los trabajos de
Perry Anderson, Peter Bürger y Franco Moretti, sostengo que el florecimiento
del arte modernista a comienzos del presente siglo debe ser visto a la luz de
una coyuntura histórica específica que, en vísperas de la Revolución de
Octubre, dio lugar a la radicalización del modernismo manifestada en movimientos
de vanguardia tales como el constructivismo y el surrealismo, en los que se cuestiona
la institución misma del arte como parte de la lucha por una transformación social
más amplia. La derrota de la revolución socialista fue también la de las
vanguardias y determinó la historia subsiguiente del modernismo, respecto del
cual el arte postmoderno es
sólo una variante más.
En el capítulo
tercero me ocupo del postestructuralismo, que debe verse, inter alia, como la
expresión filosófica del modernismo, cuyos temas característicos fueron anunciados
por Nietzsche, el autor de mayor influencia en la obra de Deleuze, Derrida y Foucault.
Procedo luego a resaltar lo que parecen ser las mayores dificultades comunes a estos
filósofos: la negación de toda objetividad al discurso, la incapacidad de
fundar la oposición al poder que pretenden articular y la negación de toda
coherencia e iniciativa al sujeto humano. Argumentaré que el regreso de
Foucault, en su última obra, a la idea nietzscheana de un sujeto que se inventa
a sí mismo no resuelve estos problemas y que la escritura de Baudrillard, tan
en boga, es una vulgar caricatura de los aspectos novedosos e interesantes del
postestructuralismo.
El crítico más
reciente de esta tradición es Jürgen Habermas, y El discurso filosófico de
la modernidad (1985) es ciertamente una de las obras clásicas de la década.
Sin embargo, en el capítulo cuarto sostengo que la crítica de Habermas al
postmodernismo se ve en gran medida debilitada por una concepción esencialmente
procedimental de la razón, elemento central de su teoría de la acción
comunicativa, que lo conduce a una filosofía del lenguaje implausible, a una
teoría idealista de la sociedad y a una explicación poco crítica de la
democracia liberal moderna. Me propongo afirmar que sólo el materialismo
histórico clásico, reforzado por una explicación del lenguaje y del pensamiento
a la vez naturalista y comunicativa, puede suministrar una base segura para la
defensa de la "Ilustración radicalizada" con la que Habermas está
comprometido.
Finalmente, en
el capítulo quinto me ocupo de la teoría social del postmodernismo, y no sólo
de la idea de una sociedad postindustrial, cuya refutación es relativamente
sencilla, sino de aquellos intentos más persuasivos realizados por marxistas o
marxisantes como Frederic Jameson, Scott Lash y John Urry, para quienes una
nueva fase "multinacional" o "desorganizada" del
capitalismo subyace al presunto surgimiento del arte postmoderno. Creo, no
obstante, que los cambios detectados por estos autores, cuando no excesivamente
exagerados, son el producto de tendencias mucho más prolongadas o bien de circunstancias
propias de la coyuntura económica particular y altamente inestable de los años
ochentas. Al considerar esta coyuntura nos vemos conducidos a discutir las raíces
del postmodernismo que, en mi concepto, deben hallarse en la combinación del
desencanto producido por las secuelas de 1958 en el mundo occidental y las
oportunidades de un estilo de vida "hiperconsumista" ofrecido por el
capitalismo a los estratos de cuello blanco en la era Reagan-Thatcher.
Este argumento
nos lleva a unas conclusiones políticas coherentes con los compromisos
intelectuales que hemos formulado, ya que uno de los propósitos del libro, y no
el de menor importancia, es la reafirmación de la tradición revolucionaria
socialista en contra de los apóstoles de la "nueva era". Los lectores
juzgarán si mis argumentos respaldan suficientemente esta afirmación, pero el
intento realizado suministra una respuesta, al menos satisfactoria para mí, a la
exigencia de justificar el haberlo escrito.
Su tono es
predominantemente crítico, como puede colegirse del anterior resumen. Mi preocupación
no es exponer mis propias concepciones, sino demostrar lo erróneo de las concepciones
ajenas. Sin embargo, implícitos a lo largo del libro y en ocasiones explícitos,
hay fragmentos de una explicación alternativa de aquellos asuntos sobre los que
se centra la controversia en torno al postmodernismo: la naturaleza de la
modernidad y del arte moderno, por ejemplo (capítulo segundo), y los atributos
de la racionalidad (capítulo cuarto). Por razones obvias, es imposible ofrecer
un argumento explícito para fundamentar esta explicación; quizás las críticas
al postmodernismo, de ser persuasivas, sirvan de recomendación a mis propias
ideas. Parte de la argumentación que aquí se echa de menos se halla en otro
libro, Making History, donde intento
desarrollar una teoría de la estructura y de la acción, un contrapeso necesario
al antihumanismo de Deleuze, Derrida y Foucault. No obstante, en última
instancia, los argumentos con los que se compromete el presente libro
-especialmente en el capítulo quinto- se resuelven en el debate más general acerca
de si el marxismo clásico puede suministrar todavía una orientación teórica y práctica
en el mundo contemporáneo, controversia que no será dirimida a nivel del discurso,
sino en el terreno de la política.
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