05 mayo, 2012

Alex Callinicos / Contra el postmodernismo

Introducción

¿Un libro más sobre el postmodernismo? ¿Qué posible justificación tendría el contribuir a la destrucción de las menguadas selvas del mundo para entablar debates que con seguridad han debido agotarse hace tiempo? Mi incomodidad ante este reto es aún más aguda por cuanto en los orígenes del presente libro está una emoción poco recomendable: la irritación. Este sentimiento surgió por la manera cómo, en el transcurso de la década de 1980, la palabra "postmodernismo" parecía filtrarse en toda discusión teórica imaginable. Fui invitado a participar en simposios, conferencias, números especiales de revistas cuyo tema era siempre el postmodernismo, y dado que en más de una ocasión el tema previsto era bien diferente, fue una experiencia desconcertante para mí.

No fue, sin embargo, una experiencia idiosincrásica. La década de 1980 constituyó un momento estelar para el postmodernismo. Uno de sus principales propagandistas, Ihab Hassan, llegó a escribir en una colección editada en 1987:

Quisquillosos académicos evitaron alguna vez la palabra postmoderno como quien elude el más sospechoso neologismo. Ahora, sin embargo, el término se ha convertido en el santo y seña de nuevas tendencias en cine, teatro, danza, música, arte y arquitectura; en filosofía, teología, psicoanálisis e historiografía; en nuevas ciencias, tecnologías cibernéticas y varios estilos de vida culturales. Ciertamente, el postmodernismo ha recibido ahora la bendición burocrática del National Endowment for the Humanities en la forma de seminarios de verano para profesores universitarios; más allá de esto, ha penetrado el discurso de los críticos marxistas recientes que, hace sólo una década, ignoraban el término como un caso más de la basura, modas y estribillos de la sociedad de consumo.

Las afirmaciones de Hassan se refieren evidentemente a los Estados Unidos, o en el mejor de los casos a Norteamérica, donde el postmodernismo halló algunos de sus más extravagantes seguidores en Canadá. No obstante, las mismas tendencias intelectuales se hacen sentir en Inglaterra. El notable parroquialismo de la academia británica se aseguró de que tuviera un mayor impacto en su periferia, es decir, en las personas interesadas en las últimas tendencias del arte -un simposio sobre postmodernismo en la Galería Tate, realizado en octubre de 1987, atrajo 1.500 solicitudes para un cupo de 200- o en los intelectuales liberales de izquierda cuyo diario, The Guardian, dedicó una serie a este tema a fines de 1986, y cuyas revistas predilectas, New Statesman y Marxism Today, anunciaron varios temas postmodernistas. Con variaciones locales, el término "postmodernismo" fue adoptado también en otros lugares del mundo occidental.

Pero ¿qué significa? Era ésta la pregunta que me inquietaba cada vez más cuando constataba la proliferación de los discursos acerca del postmodernismo. El asunto se veía complicado por el hecho de que los principales productores del discurso, tales como Jean-François Lyotard y Charles Jenks, ofrecían definiciones mutuamente inconsistentes, internamente contradictorias y/o desesperadamente vagas. No obstante, gradualmente llegué a ver con claridad que el postmodernismo representa la convergencia de tres movimientos culturales diferenciados.

El primero incluye algunos cambios ocurridos en las artes durante el transcurso de las últimas décadas: en particular, la reacción en contra del Estilo Internacional en arquitectura, vinculada con nombres tales como Robert Venturi y James Sterling, quienes por primera vez introdujeron el término "postmoderno" en su uso popular. Este rechazo del funcionalismo y la austeridad tan valorados por el Bauhaus, Mies van der Rohe y Gropius en favor de la heterogeneidad de los estilos, que recurre de manera especial al pasado y a la cultura de masas, halló aparentes paralelos en otras artes: el regreso al arte figurativo en pintura, por ejemplo, y la narrativa de escritores como Thomas Pynchon y Umberto Eco.

En segundo lugar, cierta corriente de la filosofía era considerada como la expresión conceptual de los temas explorados por los artistas contemporáneos. Se trataba de un grupo de teóricos franceses que llegaron a ser conocidos durante los años setentas en el mundo de habla inglesa bajo el rótulo de "postestructuralistas": en particular, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Michel Foucault. A pesar de sus muchas diferencias, todos ellos enfatizaron el carácter fragmentario, heterogéneo y plural de la realidad, negaron al pensamiento humano la capacidad de alcanzar una explicación objetiva de esa realidad y redujeron al portador de este pensamiento, el sujeto, a un incoherente revoltijo de impulsos y deseos sub y transindividuales.

Pero en tercer lugar, el arte y la filosofía parecían reflejar, en oposición al antirealismo de los postestructuralistas, cambios ocurridos en el mundo social. La teoría de la sociedad postindustrial, desarrollada por sociólogos como Daniel Bell y Alain Touraine, ofrece una versión de las presuntas transformaciones sufridas por las sociedades occidentales en el transcurso del último cuarto de siglo. Según estos autores, el mundo desarrollado se encuentra en una etapa de transición de una economía basada en la producción industrial masiva hacia una economía en donde la investigación teórica sistemática se constituye en el motor del crecimiento, una transformación de incalculables consecuencias sociales, políticas y culturales.

El libro de Lyotard, La condición postmoderna, publicado en 1979, goza de cierta posición decisiva en las discusiones acerca del postmodernismo porque, precisamente, conjuga el arte postmoderno, la filosofía postestructuralista y la teoría de la sociedad postindustrial. Quizás esta totalidad tenga algunas fisuras, pero su aparente coherencia ha impresionado a muchos. Lyotard define lo postmoderno en contraposición a lo moderno:

Haré uso del término moderno para designar cualquier ciencia que se legitima a sí misma en referencia a un metadiscurso... haciendo un explícito llamado a tal o cual gran narrativa: la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del significado, la emancipación del sujeto razonante o actuante, la creación de la riqueza.

Hegel y Marx se encuentran evidentemente entre los principales autores de estas grandes narrativas que, según Lyotard, no se limitan a legitimar discursos teóricos sino también instituciones sociales. "En contraste, defino lo postmoderno como la incredulidad con respecto a los metarelatos". La negación considerada por Lyotard como característica del postmodernismo -la de la existencia de un patrón general sobre el cual fundamentar nuestra concepción de una teoría verdadera o de una sociedad justa- está claramente vinculada con el pluralismo y antirealismo, cuyos paladines son los postestructuralistas. Tales posiciones filosóficas encuentran, según Lyotard, algún asidero objetivo en virtud de que "en la época llamada postindustrial y postmoderna", en la que "el saber se ha convertido en la principal fuerza de producción", la ciencia misma se fragmenta en un cúmulo de juegos, cada uno de los cuales busca inestabilidades en lugar de leyes deterministas; todos buscan su legitimación, no en una gran narrativa, sino en la paralogía, la infracción de las reglas. A esta transformación del carácter del discurso teórico corresponden aquellas formas del arte que han dejado de buscar la coherencia, la sistematización, la integración a un todo.

Es evidente que este análisis tiene implicaciones políticas. Lyotard, quien como miembro del grupo Socialisme ou Barbarie en los años cincuentas estaba comprometido con una visión antiestalinista del marxismo, para cuando escribió La condición postmoderna había llegado a rechazar los objetivos de la revolución socialista: "No es cuestión, en todo caso, de proponer una alternativa 'pura' al sistema: todos sabemos, en estos años setentas que terminan, que toda alternativa de esta índole terminará pareciéndose al sistema que pretende reemplazar". "Todos" se refiere sin duda al consenso establecido entre la intelectualidad parisiense en los albores de los nouveaux philosophes, quienes, a fines de la década del setenta, articularon el abandono del marxismo por parte de los desencantados hijos de 1968. En la década subsiguiente, no obstante, los temas del postmodernismo se avinieron bien con la tendencia seguida por muchos intelectuales de izquierda en los países de habla inglesa. La idea de que el mundo occidental había entrado en una época "postmoderna", fundamentalmente diferente del capitalismo industrial de los siglos XIX y XX reforzó, por ejemplo, los argumentos de dos de los principales pensadores llamados "postmarxistas", Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes sostuvieron que los socialistas debían abandonar el "clasismo", el énfasis que hace el marxismo clásico sobre la lucha de clases como fuerza impulsora de la historia y sobre el proletariado como agente del cambio.

La fusión resultante entre postmodernismo y postmarxismo se expresa acertadamente en la revista Marxism Today, el más radical opositor del "clasismo" en la izquierda inglesa durante los años ochentas, en la que se anunció hace poco que vivimos "una nueva era":

A menos de que la izquierda pueda adaptarse a esta Nueva Era, se verá condenada a la marginalidad... El núcleo de la Nueva Era es la transición de la antigua economía fordista de producción masiva hacia un orden postfordista nuevo, más flexible, basado en los computadores, la tecnología informática y la robótica. La Nueva Era es, sin embargo, mucho más que una transformación económica. Nuestro mundo se hace de nuevo. La producción masiva, el consumidor masivo, la gran ciudad, el Estado como Hermano Mayor, el Estado de la explosión de vivienda, el Estado-nación están en decadencia: la flexibilidad, la diversidad, la diferenciación, la movilidad, la comunicación, la descentralización y la internacionalización están en ascenso. Este proceso transforma nuestra identidad, el sentido de nosotros mismos, nuestra propia subjetividad. Estamos en transición hacia una nueva era.

Este es entonces el terreno delimitado por los discursos acerca del postmodernismo: un mundo socialmente transformado, del que participan y reflejan el arte postmoderno y la filosofía postestructuralista, un mundo que exige un nuevo tipo de política. Por mi parte, rechazo todo esto. No creo que vivamos en una "nueva era", en una era "postindustrial y postmoderna" fundamentalmente diferente del modo capitalista de producción que ha dominado el mundo durante los dos siglos anteriores. Niego las principales tesis del postestructuralismo por considerarlas sustancialmente falsas. Dudo mucho de que el arte postmoderno represente una ruptura cualitativa con el modernismo de comienzos de siglo. Más aún, gran parte de lo que ha sido escrito para sustentar la idea de que vivimos en una época postmoderna me parece de ínfimo calibre intelectual, usualmente superficial, a menudo desinformado y en ocasiones totalmente incoherente.

Debería, sin embargo, matizar este juicio. No creo que el trabajo de los filósofos conocidos como postestructuralistas pueda descartarse sin más: es posible que Deleuze, Derrida y Foucault estén equivocados en ciertos aspectos fundamentales, pero desarrollan sus ideas con considerable habilidad y sofisticación a la vez que ofrecen visiones parciales de innegable valor. Sin embargo, tampoco es claro que suscriban necesariamente la idea de una época postmoderna. Cuando se le invitó a comentar esta idea poco antes de su muerte, Foucault respondió sardónicamente: "¿A qué llamamos postmodernidad? ¿Será que no estoy actualizado?" Es preciso distinguir entre las teorías filosóficas desarrolladas entre las décadas de 1950 y 1970 y agrupadas luego bajo el título de "postestructuralismo", de la apropiación que se hizo de ellas durante los años ochentas para apoyar la tesis del surgimiento de una nueva era. Este último desarrollo ha sido liderado por filósofos, críticos y teóricos sociales estadounidenses, con ayuda de algunas figuras parisienses, Lyotard y Baudrillard, quienes, cuando se comparan con Deleuze, Derrida y Foucault, aparecen como meros epígonos del postestructuralismo.

Análogo argumento puede ofrecerse con respecto al arte postmoderno. A menudo parece que la diferencia entre los postmodernistas y sus oponentes reside en la evaluación que hacen de los méritos o falta de méritos de la reciente literatura, pintura o arquitectura, comparadas con las obras maestras del modernismo en Joyce, Picasso o Mies. No obstante, habría una cuestión previa independiente de tales juicios de valor, que constituye la preocupación principal de este libro, a saber, si en efecto podemos distinguir radicalmente el modernismo y el postmodernismo como dos épocas diferentes de la historia de las artes. Si, como lo argumento, tal cosa es imposible, y si las doctrinas que proclaman la existencia o el surgimiento de una época postmoderna son falsas, como también lo afirmo, nos vemos abocados a una pregunta ulterior: ¿de dónde proviene el profuso discurso sobre la postmodernidad? ¿Por qué, en la década pasada, gran parte de la intelectualidad occidental llegó a convencerse de que tanto el sistema socioeconómico como las prácticas culturales experimentan una ruptura fundamental con respecto al pasado reciente?

Este libro se propone responder esta pregunta, así como refutar los argumentos ofrecidos en favor de la idea de tal ruptura. Por consiguiente, ocupa de manera un tanto incómoda aquel espacio definido por la convergencia de la filosofía, la teoría social y los escritos históricos. Por fortuna, existe una tradición intelectual caracterizada precisamente por realizar una síntesis de estos géneros: el materialismo histórico clásico del propio Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Luxemburg y Gramsci. Desde la perspectiva de tal tradición, este libro puede verse como la continuación, en una clave menor, de la crítica de Marx a la religión, en la que trata al cristianismo, en particular, no sólo como un conjunto de falsas creencias, cosa que ya había hecho la Ilustración, sino como la expresión distorsionada de necesidades reales negadas por la sociedad de clases. En este sentido, no busco sólo demostrar la insuficiencia intelectual del postmodernismo, comprendido como la doctrina según la cual entramos ahora en una época postmoderna, justificada por referencia al arte postmoderno, a la filosofía postestructuralista y a la teoría de la sociedad postindustrial, sino colocarlo en un contexto histórico. El postmodernismo puede ser considerado, desde esta perspectiva, como un síntoma.

La estructura del libro refleja la estrategia descrita. El capítulo primero explora los principales rasgos del discurso postmodernista. Se centra especialmente en la posición preponderante atribuida en este discurso al modernismo, en la forma como lo caricaturiza y a la vez se apropia de sus características definitorias para el arte postmoderno, con la intención de crear la impresión de una ruptura reciente y radical en la experiencia cultural. Esto nos lleva en el capítulo segundo a una explicación alternativa del modernismo. Con base en una lectura crítica de los trabajos de Perry Anderson, Peter Bürger y Franco Moretti, sostengo que el florecimiento del arte modernista a comienzos del presente siglo debe ser visto a la luz de una coyuntura histórica específica que, en vísperas de la Revolución de Octubre, dio lugar a la radicalización del modernismo manifestada en movimientos de vanguardia tales como el constructivismo y el surrealismo, en los que se cuestiona la institución misma del arte como parte de la lucha por una transformación social más amplia. La derrota de la revolución socialista fue también la de las vanguardias y determinó la historia subsiguiente del modernismo, respecto del cual el arte postmoderno es sólo una variante más.

En el capítulo tercero me ocupo del postestructuralismo, que debe verse, inter alia, como la expresión filosófica del modernismo, cuyos temas característicos fueron anunciados por Nietzsche, el autor de mayor influencia en la obra de Deleuze, Derrida y Foucault. Procedo luego a resaltar lo que parecen ser las mayores dificultades comunes a estos filósofos: la negación de toda objetividad al discurso, la incapacidad de fundar la oposición al poder que pretenden articular y la negación de toda coherencia e iniciativa al sujeto humano. Argumentaré que el regreso de Foucault, en su última obra, a la idea nietzscheana de un sujeto que se inventa a sí mismo no resuelve estos problemas y que la escritura de Baudrillard, tan en boga, es una vulgar caricatura de los aspectos novedosos e interesantes del postestructuralismo.

El crítico más reciente de esta tradición es Jürgen Habermas, y El discurso filosófico de la modernidad (1985) es ciertamente una de las obras clásicas de la década. Sin embargo, en el capítulo cuarto sostengo que la crítica de Habermas al postmodernismo se ve en gran medida debilitada por una concepción esencialmente procedimental de la razón, elemento central de su teoría de la acción comunicativa, que lo conduce a una filosofía del lenguaje implausible, a una teoría idealista de la sociedad y a una explicación poco crítica de la democracia liberal moderna. Me propongo afirmar que sólo el materialismo histórico clásico, reforzado por una explicación del lenguaje y del pensamiento a la vez naturalista y comunicativa, puede suministrar una base segura para la defensa de la "Ilustración radicalizada" con la que Habermas está comprometido.

Finalmente, en el capítulo quinto me ocupo de la teoría social del postmodernismo, y no sólo de la idea de una sociedad postindustrial, cuya refutación es relativamente sencilla, sino de aquellos intentos más persuasivos realizados por marxistas o marxisantes como Frederic Jameson, Scott Lash y John Urry, para quienes una nueva fase "multinacional" o "desorganizada" del capitalismo subyace al presunto surgimiento del arte postmoderno. Creo, no obstante, que los cambios detectados por estos autores, cuando no excesivamente exagerados, son el producto de tendencias mucho más prolongadas o bien de circunstancias propias de la coyuntura económica particular y altamente inestable de los años ochentas. Al considerar esta coyuntura nos vemos conducidos a discutir las raíces del postmodernismo que, en mi concepto, deben hallarse en la combinación del desencanto producido por las secuelas de 1958 en el mundo occidental y las oportunidades de un estilo de vida "hiperconsumista" ofrecido por el capitalismo a los estratos de cuello blanco en la era Reagan-Thatcher.

Este argumento nos lleva a unas conclusiones políticas coherentes con los compromisos intelectuales que hemos formulado, ya que uno de los propósitos del libro, y no el de menor importancia, es la reafirmación de la tradición revolucionaria socialista en contra de los apóstoles de la "nueva era". Los lectores juzgarán si mis argumentos respaldan suficientemente esta afirmación, pero el intento realizado suministra una respuesta, al menos satisfactoria para mí, a la exigencia de justificar el haberlo escrito.

Su tono es predominantemente crítico, como puede colegirse del anterior resumen. Mi preocupación no es exponer mis propias concepciones, sino demostrar lo erróneo de las concepciones ajenas. Sin embargo, implícitos a lo largo del libro y en ocasiones explícitos, hay fragmentos de una explicación alternativa de aquellos asuntos sobre los que se centra la controversia en torno al postmodernismo: la naturaleza de la modernidad y del arte moderno, por ejemplo (capítulo segundo), y los atributos de la racionalidad (capítulo cuarto). Por razones obvias, es imposible ofrecer un argumento explícito para fundamentar esta explicación; quizás las críticas al postmodernismo, de ser persuasivas, sirvan de recomendación a mis propias ideas. Parte de la argumentación que aquí se echa de menos se halla en otro libro, Making History, donde intento desarrollar una teoría de la estructura y de la acción, un contrapeso necesario al antihumanismo de Deleuze, Derrida y Foucault. No obstante, en última instancia, los argumentos con los que se compromete el presente libro -especialmente en el capítulo quinto- se resuelven en el debate más general acerca de si el marxismo clásico puede suministrar todavía una orientación teórica y práctica en el mundo contemporáneo, controversia que no será dirimida a nivel del discurso, sino en el terreno de la política.

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