El abrupto cierre de los programas de filosofía en la Universidad de Middlesex es un tema de interés no sólo para los británicos, sino también para la comunidad filosófica internacional. Esta decisión no sólo contradice el compromiso expreso de la Universidad de Middlesex de promover la 'excelencia en la investigación', sino que además representa el estadio inicial del paulatino empobrecimiento del quehacer filosófico en la Gran Bretaña.
Es bien sabido que el Centro de Investigación en Filosofía Moderna Europea (CRMEP, por sus siglas en inglés) de Middlesex realiza una importante y valiosa contribución a la enseñanza de la filosofía en la Gran Bretaña. Además, el programa de filosofía es la disciplina más prestigiada y la más altamente evaluada en el campo de la investigación de la propia universidad (Middlesex ofrece el conjunto de programas de maestría más grande en Gran Bretaña).
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29 abril, 2010
26 abril, 2010
Peter Hallward: 'Badiou: A Subject to Truth'
Con respecto al libro de Peter Hallward [Badiou: A Subject to Truth, Minneapolis: Minnesota University Press, 2003], uno está otra vez tentado a recurrir a las propias categorías de Badiou: si la obra reciente de Badiou es el acontecimiento de la filosofía contemporánea, el libro de Hallward guarda la mayor fidelidad a este acontecimiento –fidelidad, no lealtad dogmática ni ciego resumen repetitivo. Fidelidad filosófica no es fidelidad a todo lo que un autor ha escrito, sino fidelidad a lo que es el autor más allá del autor mismo (más allá de sus innumerables escritos), fidelidad al impulso que mantiene viva la infinitud de la obra del autor. Así, Hallward traza, con gran aliento, las consecuencias del acontecimiento Badiou, no sólo señalando los enormes logros de Badiou, sino también sus inconsistencias particulares, los callejones sin salida por resolver, las tareas que esperan una posterior elaboración.
[…]
Además, el hecho de que un autor de habla inglesa haya escrito un libro sobre un filósofo francés ha tenido ese excepcional, milagroso, resultado de hacer converger lo mejor de la filosofía analítica y la tradición filosófica ‘continental’: lo que aquí tenemos es la casi imposible intersección de la claridad del pensamiento analítico y la reflexión especulativa de la filosofía ‘continental’. El único temor que tengo acerca del libro de Hallward es que, debido a su excelencia, contribuya a la reciente deplorable tendencia de preferir los textos introductorios a los trabajos originales de los propios autores. Si bien estoy seguro de que el libro de Hallward gozará de un bien merecido éxito entre filósofos, matemáticos y lógicos, teóricos políticos y estetas, espero que su éxito contribuya a aumentar el interés en los trabajos del propio Badiou.
Slavoj Žižek
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Además, el hecho de que un autor de habla inglesa haya escrito un libro sobre un filósofo francés ha tenido ese excepcional, milagroso, resultado de hacer converger lo mejor de la filosofía analítica y la tradición filosófica ‘continental’: lo que aquí tenemos es la casi imposible intersección de la claridad del pensamiento analítico y la reflexión especulativa de la filosofía ‘continental’. El único temor que tengo acerca del libro de Hallward es que, debido a su excelencia, contribuya a la reciente deplorable tendencia de preferir los textos introductorios a los trabajos originales de los propios autores. Si bien estoy seguro de que el libro de Hallward gozará de un bien merecido éxito entre filósofos, matemáticos y lógicos, teóricos políticos y estetas, espero que su éxito contribuya a aumentar el interés en los trabajos del propio Badiou.
Slavoj Žižek
25 abril, 2010
Oliver Feltham: 'Alain Badiou: Live Theory'
El libro de Oliver Feltham, Alain Badiou: Live Theory (London: Continuum, 2008), ofrece una introducción clara y concisa al pensamiento del autor, trazando los temas centrales tanto de su obra mayor El ser y el acontecimiento como de su segunda parte Lógicas de los mundos. Feltham explora las cuestiones fundamentales de la evolución del pensamiento de Badiou, así como expone la coherencia y singularidad de su vigoroso pensamiento y, en particular, sus análisis de las situaciones políticas. Igualmente, Feltham examina a los pensadores con los que Badiou ha debatido, mostrando que el interés por la obra de Badiou se debe a su capacidad de crear nuevas genealogías en el campo de la filosofía. El libro incluye una entrevista con Badiou (2007), donde expone sus actuales preocupaciones intelectuales y sus proyectos futuros. Este es un libro ideal para aquellos estudiantes y lectores interesados en abordar, por primera vez, a este fascinante pensador, pues bosqueja un marco teórico de orientación muy útil.
15 abril, 2010
Judith Butler y la situación filosófica
¿Qué es una situación filosófica? ¿Qué de las circunstancias justifica la intervención de la filosofía? –se pregunta Alain Badiou en su libro Filosofía del presente. No todo, por cierto, no cualquier discurso. En este texto, Badiou nos sugiere una definición provisional: ‘una situación es filosófica, o ‘para’ la filosofía, cuando impone la existencia de una relación entre términos que, en general, o para la opinión establecida, no pueden tener relación. Una situación filosófica es un encuentro. Un encuentro entre dos términos esencialmente extraños, uno respecto del otro.’
Según Badiou, las tareas de la filosofía en relación con las situaciones son:
En primer lugar, iluminar las decisiones o elecciones fundamentales de la existencia o del pensamiento. Su tarea es clarificar la elección. Debemos decidir entre dos tipos de pensamiento, por ejemplo, entre el miedo y la libertad, entre la opresión y la libertad.
En segundo lugar, iluminar la distancia entre el pensamiento y el poder, la distancia entre el poder y el valor. Medir esa distancia, por ejemplo, entre la razón de Estado y la idea de justicia. Aquí no hay discusión verdadera. El poder significa violencia, mientras la justicia no conoce otros imperativos que sus propios principios. Porque el tiempo propio de la justicia no puede integrar los intereses del poder, se ejerce la violencia, mostrando así que entre el poder y la justicia no hay medida común. Sin embargo, esta situación ilumina un valor universalizable, común, la búsqueda del no-poder, esto es, rechazar y resistir el poder.
En tercer lugar, iluminar el valor de la excepción. El valor del acontecimiento. El valor de la ruptura. Y esto, contra la repetición de un pasado de exclusiones e injusticias.
De todo esto se trata el discurso que Judith Butler dirigiera, ayer miércoles 14 de abril, a los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley convocando a la universidad a rechazar selectivamente las inversiones en compañías responsables de crímenes de guerra en Israel y otras partes del mundo. El 18 de marzo próximo pasado, los estudiantes del Senado de la universidad votaron un acuerdo, por 16 votos a favor y 4 en contra, que rechazaba las inversiones en las empresas transnacionales General Electric y United Technologies por ser responsables de crímenes de guerra en la ocupación ilegal de la franja de Gaza por parte de Israel. Una semana después, el presidente del Senado vetó el acuerdo.
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Según Badiou, las tareas de la filosofía en relación con las situaciones son:
En primer lugar, iluminar las decisiones o elecciones fundamentales de la existencia o del pensamiento. Su tarea es clarificar la elección. Debemos decidir entre dos tipos de pensamiento, por ejemplo, entre el miedo y la libertad, entre la opresión y la libertad.
En segundo lugar, iluminar la distancia entre el pensamiento y el poder, la distancia entre el poder y el valor. Medir esa distancia, por ejemplo, entre la razón de Estado y la idea de justicia. Aquí no hay discusión verdadera. El poder significa violencia, mientras la justicia no conoce otros imperativos que sus propios principios. Porque el tiempo propio de la justicia no puede integrar los intereses del poder, se ejerce la violencia, mostrando así que entre el poder y la justicia no hay medida común. Sin embargo, esta situación ilumina un valor universalizable, común, la búsqueda del no-poder, esto es, rechazar y resistir el poder.
En tercer lugar, iluminar el valor de la excepción. El valor del acontecimiento. El valor de la ruptura. Y esto, contra la repetición de un pasado de exclusiones e injusticias.
De todo esto se trata el discurso que Judith Butler dirigiera, ayer miércoles 14 de abril, a los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley convocando a la universidad a rechazar selectivamente las inversiones en compañías responsables de crímenes de guerra en Israel y otras partes del mundo. El 18 de marzo próximo pasado, los estudiantes del Senado de la universidad votaron un acuerdo, por 16 votos a favor y 4 en contra, que rechazaba las inversiones en las empresas transnacionales General Electric y United Technologies por ser responsables de crímenes de guerra en la ocupación ilegal de la franja de Gaza por parte de Israel. Una semana después, el presidente del Senado vetó el acuerdo.
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12 abril, 2010
Raúl Cerdeiras: La atmósfera filosófica de 'Lógicas de los mundos' de Alain Badiou

Una primera reflexión me hace reparar lo siguiente: que el “ideal teórico” se transforma en una “atmósfera ideológica”; que el nombre no nombra a su filosofía sino a la atmósfera en que se produce; finalmente, que en su filosofía palpita una “extrema tensión”. La pregunta inmediata será: ¿en qué consiste esa tensión? Pero vayamos por parte.
Lógicas de los mundos lleva como subtítulo: El ser y el acontecimiento, 2 (El ser y el acontecimiento, Ediciones Manantial, Buenos Aires, segunda edición 2007) y ambos libros forman la arquitectura fundamental de una renovada filosofía que sin duda funcionará como una bisagra entre dos siglos. Tomando una distancia radical respecto a la “posmodernidad” que anuncia el fin de la filosofía, de las verdades, y de cualquier universalidad, Badiou afirma la posibilidad del hombre para intervenir en procesos de verdad que hagan venir a la existencia (política, científica, artística o amorosa) novedades anteriormente impensables en la lógica de los mundos en donde aparecieron y, yendo más allá de la particularidad histórica en que fue forjada, con capacidad para inscribirse en una eternidad dispuesta y donada para cualquiera. Por eso, a la consigna reaccionaria con la que se cerró el pasado siglo y se abrió el presente, y que tan bien sintetiza el enunciado: no hay más que cuerpos y lenguajes, la filosofía de Badiou interrumpe y desestabiliza esa hegemonía precipitando una inquietante afirmación que dice: sino que hay verdades. De tal manera que la atmósfera que preside la obra está reunida en el siguiente sintagma: No hay más que cuerpos y lenguajes, sino que hay verdades. Ese “sino que”, que suena tan bizarro a la sintaxis, es la marca gramatical que denuncia a la extrema tensión que recorre su filosofía.
Y es el momento de decir que esa tensión se derrama en el interior de un libro que tiene la estructura y el formato de las grandes obras de la filosofía. Su coherencia interna, su rigor argumental, su despliegue arquitectónico, inscribe una diferencia notable respecto al mundo filosófico contemporáneo que, sobre todo después de Heidegger, se ha dedicado a hablar más sobre la filosofía que a hacerla, condenando así a su escritura a la forma del ensayo aislado, cuando no al paper académico en donde el número de páginas ocupadas por el texto se igualan a las dedicadas a explicitar las fuentes “consultadas”. Por el contrario, esta obra tiene la potencia propia de la Crítica de la Razón Pura, de Kant, La ciencia de la lógica, de Hegel, o los tratados de Leibniz, o Descartes. Es una necesaria confrontación creativa con los temas decisivos de la filosofía desde sus orígenes, en especial con aquellas ontologías que han debido, cada una a su manera, resolver cómo el ser aparece en los mundos reales.
La obra está compuesta por un prefacio y VII Libros, con sus correspondientes divisiones internas: introducciones, secciones, escolios y apéndices, finalizando en una conclusión y cerrado con una síntesis condensada en 66 proposiciones y un diccionario de conceptos. En el Libro primero se aborda una Teoría formal del sujeto. En el interior del dispositivo de los tres Libros siguientes se tratan las grandes cuestiones que forman el núcleo de lo que el autor denomina La Gran Lógica y que son: una teoría de lo Trascendental, el Objeto y la Relación. Finalmente, en los tres Libros restantes se despliega una meditación acerca de Las cuatro formas del cambio, una Teoría de los puntos y una respuesta a la pregunta ¿Qué es un cuerpo? Además de los filósofos anteriormente mencionados, en el surco que va abriendo su pensamiento Badiou dialoga, concuerda y confronta con pensadores como Kierkegaard, Deleuze, Lacan, etc. acerca de las cuestiones que se van exponiendo.
Pues bien, este es el “paquete” filosófico que se nos ofrece, y que nadie sueñe con una reseña o un resumen de estilo académico: imposible, si no se quiere traicionar este extraordinario esfuerzo del pensamiento. Sólo queda, es mi modo de ver, el paciente, lento y profundo andar que va cincelando un recorrido que al final muestra una llamativa consistencia y un sinfín de posibilidades abiertas para recorrer. En el mundo de la velocidad vertiginosa que impone la circulación del dinero y de los bienes a consumir, es decir, en la vorágine del tiempo del mercado, el andar lento puede marcar una diferencia apreciable. De eso se trata.
Quiero centrarme en la atmósfera que alienta la más extrema tensión. Por más que la tensión sea “extrema” no asoma de una manera evidente. Y no sólo eso, sino que es necesario ubicarla en una cuestión y referirla a una lucha contra un enemigo siempre solapado en el pensamiento filosófico: las religiones.
La posmodernidad (otro nombre posible para el materialismo democrático) crea la ficción de ser una empresa atea. Proclama su lucha contra el Todo, la Universalidad, el Fundamento, y contra cualquier tipo de substancialismo sobre el que sostener una visión totalizadora del mundo y su destino. Su adhesión a un relativismo extremo, cuyo resultado es un escepticismo estéril, y su fuerte apuesta a la diseminación constante y sin fin de toda obra humana, le da un marco lo suficientemente seguro para sentirse a cubierto de cualquier compromiso regresivo con las teologías. Incluso, para reafirmar esta convicción, proclama a los cuatro vientos su pasión por el régimen político menos malo que son las democracias representativas basadas en el consenso, y su lucha sin cuartel contra los totalitarismos, terrorismos e integrismos de cualquier especie.
Lógicas de los mundos permite pensar que esta visión recubre un núcleo teológico esencial. Más aún, expresamente anuncia que este entramado teórico-ideológico con aroma y efectos reaccionarios es lo suficientemente complejo como para cobijar una variante de “izquierda” o “progresista” cuyos nombres serían, nada más y nada menos, que Deleuze y Foucault. Creo que Alain Badiou nos advierte que la valiente lucha filosófica que el vitalismo deleuziano lleva adelante contra esta ideología dominante puede fracasar en su empresa por causa de no haberse desembarazado lo suficiente de una matriz decisiva para el pensamiento. Esta matriz es lo finito y la muerte. En Deleuze estaría presente un serio intento de cortar con esa dupla pero su abordaje del infinito no puede abandonar al Uno que finalmente lo recubre y su idea de eternidad no es afirmativa, sino que se sostiene en la negación de la vida que es la muerte. Tanto para la fenomenología como para el vitalismo, la muerte y la precariedad de todo lo que aparece da testimonio de la existencia finita, la cual es una “simple modalidad de una superexsistencia infinita o de una potencia de lo Uno que sólo experimentamos en su reverso: en la limitación pasiva de todo lo que le satisfizo constituir” (pág. 302) En consecuencia, esa superexsistencia que se constituye en función de la precariedad de todo lo que instituye, repone un infinito subyacente -de cuño teológico- “cuya escritura terrestre es la muerte” (pág. 302).
Ya podemos intuir el lugar en donde situar la extrema tensión: es el asalto a la guarida religiosa para rescatar y producir una nueva idea del infinito y de la eternidad para inscribirla en la existencia y arrancarla de la trascendencia religiosa. “Pensar la existencia sin finitud. Tal es el imperativo liberador, que disocia el existir de su atadura al significante último de la sumisión, que es la muerte.”(pág.302). La tarea es gigantesca por eso la tensión es extrema. A esta altura ¿debo aclarar expresamente que la atmósfera tiene que ver con una emancipación?
Cuando el matemático Cantor, a fines del siglo XIX, inventó el “paraíso” del infinito actual, produjo una enorme mutación en el pensamiento. Sus efectos resplandecen en El ser y el acontecimiento en donde se desarrolla una ontología matemática que se sostiene sobre la idea de que el ser en tanto ser se despliega en una multiplicidad de multiplicidades, sin Uno, es decir, una multiplicidad inconsistente o pura. Es allí en donde el infinito devenido en pensamiento laico, formulado matemáticamente y perfectamente transmisible para todos, emancipa al ser infinito de la tutela religiosa ya que la afirmación: Dios es infinito y el mundo creado por él es finito, es uno de los núcleos duros de la doctrina eclesiástica que aún subyace en la ideología del materialismo democrático ya que sus postulados reposan sobre un pensamiento finitista. Y toda vez que esa finitud hace la experiencia de sus “límites” siempre evoca y convoca a un más allá “indecible”, un infinito claramente teológico pero con otro ropaje. Concluyamos entonces que la ontología matemática pensando el infinito en acto, y asentando sobre él al pensamiento acerca del ser en tanto ser, realiza el primer rescate de esta idea de la guarida teológica.
Pero el imperativo liberador tiene otro desafío que es afrontado en Lógicas de los mundos. Porque esta obra trata no del ser sino de las formas en que el ser aparece en los mundos. No habla del ser sino del existir. Es el turno de poner en movimiento un pensamiento de la existencia que proclame su eternidad. ¿Será el hombre, que la ideología reaccionaria del materialismo democrático lo reduce a su mera condición de animal viviente (ya que ese es el significado profundo de la sentencia posmoderna: “las Ideologías han muerto”), capaz de hacer venir a los mundos que habita fragmentos de eternidad? ¿Puede aquello que es creado aspirar al mismo tiempo a ser eterno? Sí, es la tensa afirmación del filósofo. Aquí tenemos que obviar el desarrollo y fundamentación de esta respuesta pues es el núcleo mismo de la obra. No nos queda otro camino que deslizarnos por el lógico tembladeral de los ejemplos y las intuiciones rápidas. Afortunadamente está la obra que restablecerá las precisiones necesarias respecto a todo aquello que aquí se pueda desbordar. Intentémoslo.
La afirmación de Badiou se inscribe en la tradición cartesiana ya que Descartes afirmaba que las verdades eternas de la pura razón que Dios creó no las hizo obligado por una necesidad de la que no pudiera escapar, sino que él las creó libremente, de tal manera que hubiera podido afirmar, por ejemplo, que un triángulo es una figura que tiene menos de tres lados y hacer de esta afirmación una verdad y una geometría tan racional como la que contamos actualmente. Leibniz, su contrincante, afirmaba algo diferente, sostenía que Dios finalmente estaba al servicio de lo que le permitiera una razón que lo trascendía y que su poder consistía en elegir, entre los infinitos mundos posibles, el mejor. Para
esta visión Dios reunía en el intelecto divino la infinitud de todo lo que es posible y ejecutaba la mejor elección, pero no hubiera podido elegir lo que la razón le prescribía como imposible. En su momento Sartre tomó partido por Descartes intuyendo que muerto Dios su libertad absoluta para crear sería heredada por los hombres.
Entonces el principio es claro: precisamente porque las ideas verdaderas son creadas es que son eternas, y su consecuencia es la siguiente: la eternidad para ser debe aparecer. Ahora hay que destruir la guarida religiosa porque desde su interior se afirma que Dios crea a partir de la nada, y Lógicas de los mundos se encarga de demostrar que la creación de una eternidad siempre se realizada en un mundo ya que el ser, al negar toda posibilidad de ser al Todo (lo Uno no es), prescribe que el ser no puede aparecer sino en situaciones locales llamadas mundos.
Sabemos que esta eternidad es la de las verdades, que ellas son llamadas procedimientos de verdad y que para nuestro autor hay cuatro (pero la lista está abierta…): la política, la ciencia, el arte y el amor. Es en su interior en donde advienen novedades nunca antes pensadas que se desencadenan a partir de la irrupción contingente de una excepción a los mundos constituidos que se llama acontecimiento. La huella de un acontecimiento se objetiva en un cuerpo y permite que este abra una doble posibilidad: la de comenzar la creación de un nuevo presente y que ese cuerpo sea capaz de soportar una subjetividad fiel, que es la disposición subjetiva de una vida singular de componerse con ese cuerpo, llamado sujeto, para trabajar en dirección de la invención de un presente inédito.
Pero este advenimiento no proviene de la nada. Todo comienzo es un re-comienzo. Es comienzo porque hace venir a la existencia lo anteriormente inexistente, y es recomienzo porque esta nueva aparición hace percibir en el presente a la eternidad como su pasado. En el campo de las verdades incorporar una vida a un nuevo presente me permite experimentar el pasado de la eternidad misma. Badiou pone el ejemplo de los caballos pintados hace 30.000 años en las grutas de Chauvet y los cuadros de Picasso también sobre el motivo de los caballos. El ejemplo es intencionadamente extremo para hacer nacer en el lector la idea de que los mundos del pintor de las cavernas y el del creador del cubismo son absolutamente diferentes. Sin embargo, si el arte es la creación sensible de una idea, entonces la eternidad de la idea de caballo está ahí presente desde siempre en tan dispares circunstancias. Pero es esencial tener en cuenta que esa invariante no envuelve a sus propias variaciones. Cito a Badiou: “La eterna Verdad que, al final de una trayectoria, Picasso cita con su habitual virtuosismo se enuncia simplemente: el animal es en pintura la ocasión de señalar, por la sola seguridad del trazo que separa, que entre la Idea y la existencia, entre el tipo y el caso, puedo crear, y por lo tanto pensar, el punto que permanece indiscernible” (pág. 37). En esta invariante ninguna variación ya esta contenida de en su interior de tal manera que los distintos presentes puedan ser leídos como su despliegue. Por el contrario, en cada presente nuevo, se hace existir a la eternidad.
En definitiva no todo lo que existe es efecto de condiciones históricas determinadas, sólo relativas a una particularidad. Por eso el “sino que hay verdades”, porque ese es el campo en el que la existencia humana puede participar activamente en la creación de eternidades que, como las pinturas de la gruta de Chauvet, (y antes que él hubo otros, por que no hay origen) atraviesan lo específico del mundo en que nacieron y están destinadas a la humanidad en su conjunto para siempre. El genio de Marx había percibido esta circunstancia que se le planteaba como una “dificultad”, por cuanto el Materialismo Histórico hacía depender lo que sucedía en la “superestructura” -y allí se ubicaba al arte- de las condiciones históricas particulares del momento de su producción, un verdadero historicismo radical. Decía Marx en 1857 en la Introducción a la Crítica de la economía política: “Pero la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aun proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos
aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”.
Igual se podría decir, dentro de las verdades políticas, de la idea de emancipación llevada a la existencia por el cuerpo político del ejército de Espartaco en su lucha contra la tiranía del Imperio Romano. La emancipación es una existencia eterna que recomienza en mundos muy diferentes y asumiendo formas también diferentes. El nombre de Espartaco, ligado a las circunstancias particulares de su mundo, reaparece en contextos históricos incompatibles entre sí, pero sin embargo ligados por ese Mismo eterno que vuelve a aparecer bajo la forma de Otro Mismo. Toda gesto político que intente liberarnos de un orden opresivo llevará la marca de esa constante emancipativa que en su momento Espartaco recreó con la rebelión de los esclavos.
En definitiva, si la eternidad sólo es pensable por el testimonio que da la muerte y la finitud de todas las cosas, entonces esa eternidad será teológica, sin pensamiento y puesta siempre en un más allá. En cambio, si articulamos un pensamiento de la eternidad para este mundo, si la hacemos existir como tal y no como la contracara de la muerte y lo perecedero, lograremos extirparle a la teología y sus representantes debilitados de la posmodernidad, una idea de efectos incalculables para la filosofía.
Es dentro de esta tensa atmósfera que Lógicas de los mundos realiza un largo y sistemático recorrido que desarrolla las condiciones generales en las que la multiplicidad infinita del ser se localiza en diferentes mundos y abren la chance para que la vida humana intervenga fielmente para hacen venir a la existencia la eternidad de las verdades.
Tomado de los archivos de la revista Acontecimiento, Buenos Aires, 29 de Marzo de 2009:
http://www.grupoacontecimiento.com.ar/index.php?option=com_remository&Itemid=30&func=startdown&id=36
09 abril, 2010
Jon Mandle: 'Rescuing Justice and Equality' by G. A. Cohen

The first five chapters rehearse and elaborate Cohen's critique of the Rawlsian difference principle. Much of this will be familiar to those who have followed Cohen's work, since three chapters are revised versions of previously published articles. Still, it is useful to bring them together as they complement each other and form a sustained argument that Cohen extends in significant new ways. The following three chapters -- together with an appendix replying to critics -- abstract from the content of the principles of distributive justice and address the more meta-ethical issue of the relationship between fundamental normative principles and rules of social regulation. The first of these chapters was previously published while the others are new.
Each of the book's two parts relate to Rawls's work in different ways. Cohen presents the first part of the book as an immanent critique of justice as fairness. He argues that Rawls's account of distributive justice is motivated by two competing considerations -- equality and efficiency -- and that his position is ultimately a failed attempt to reconcile them. Cohen recommends embracing the impulse to equality while holding that efficiency is a factor extraneous to justice properly understood. Sometimes efficiency may override justice, but when it does we should recognize the sacrifice for what it is. The second part of the book, in contrast, is simply a rejection of Rawls's claim that "Conceptions of justice must be justified by the conditions of our life as we know it or not at all", and of his view that stability and publicity are desiderata of principles of justice (TJ 398). Here, apparently, Rawls simply gets it wrong, and there is little to salvage. At best, Cohen holds, Rawls gives us rules appropriate for social regulation, not principles of justice.
Cohen's initial critique of Rawls's use of the difference principle is well-known. He holds that Rawls misapplies the difference principle when he restricts its application to the design of the basic structure. A more thoroughgoing egalitarian would hold that it should also apply directly to the actions of individuals and inform the ethos of a just society. Assuming that the basic liberties and fair equality of opportunity are protected, Rawls allows structural inequalities in income that serve to increase the share of primary goods of the least advantaged social position. An inequality might do this, for example, by inducing some individuals to engage in more productive work than they would without the additional incentive, thereby increasing the total social product, some of which is then used to benefit the least advantaged in absolute terms. But, Cohen points out, those individuals could choose to forego the additional incentives and engage in that same more productive work. If they did, the least advantaged could gain even more since the money that would have been used as an incentive could itself be divided equally. If justice requires citizens to aim to maximize the good of the least advantaged, they should do this not only by supporting institutions that satisfy the difference principle but directly in their own everyday conduct, such as their choice among employment options, as well.
This argument has already been discussed extensively in the literature, and I won't here add to this debate except to try to clarify the positions at issue.[1] For while Rawls focuses on developing principles for the evaluation of the basic structure -- what he calls "social justice" -- he points out that we can also evaluate the justice of other kinds of objects. However, "There is no reason to suppose ahead of time that the principles satisfactory for the basic structure hold for all cases . . . [such as] the various informal conventions and customs of everyday life" (TJ 7). Since Rawls does not elaborate these additional standards of "local justice" it is not at all obvious that he would say that it is perfectly just for individuals to take advantage of rare and valuable talents to gain additional income. This depends on the principles that it is appropriate to use when evaluating individual conduct, and Rawls's position is only that we should not assume that they are the same as those that are appropriate for evaluating the basic structure. Cohen gives some examples of injustice that he believes would escape an exclusive focus on the basic structure. There is room to dispute the details of his examples, but the general point is correct -- a just basic structure will not eliminate all injustice. The question, though, is whether injustice in the basic structure and other injustices have the same character and should be evaluated according to the same principles.
Cohen holds that the same principles should apply both to institutions and to individual conduct. This is because distributive justice is concerned withthe pattern of benefits and burdens in society . . . My concern is distributive justice, by which I uneccentrically mean justice (and its lack) in the distribution of benefits and burdens to individuals. My root belief is that there is injustice in distribution when inequality of goods reflects not such things as differences in the arduousness of different people's labors, or people's different preferences and choices with respect to income and leisure, but myriad forms of lucky and unlucky circumstances. (RJE 126; cf. 7)
Distributive justice is a matter of bringing about this correct pattern, and therefore anything that can causally effect the distribution of benefits and burdens can be assessed in terms of its contribution to this ideal: "there is no good reason why the very principles that govern the basic structure should not extend to individual choice within that structure" (RJE 359).
In addition to criticizing Rawls's restricted use of the difference principle, Cohen now holds that the difference principle is itself defective as a principle of justice. Following Brian Barry, Cohen reconstructs Rawls's argument for the difference principle in two stages. At the first stage, we arrive at an equal distribution because justice requires the elimination of "all morally arbitrary causes of inequality" and "there exist no causes of inequality that are not arbitrary in the specified sense" (RJE 89). At the second stage, we arrive at the difference principle by allowing those inequalities that work to everyone's advantage -- that is, those that are Pareto improvements over equality.[2] The problem, Cohen argues, is that the second stage introduces a consideration extraneous to justice itself. If you accept the first stage, then introducing an inequality based on morally arbitrary factors is unjust, even if it results in a Pareto improvement. Hence, Cohen holds that "distributive justice is (some kind of) equality"[3] (RJE 30 n.7). This apparently includes "leveling down" when that is the only way that equality can be achieved (RJE 317-318). However, Cohen also believes that there are often good reasons to accept Pareto improvements and the difference principle even at the cost of justice -- they "often trump justice" (RJE 30 n.7). Thus, the difference principle is not a principle of justice since it incorporates considerations extraneous to justice itself. Yet, for that very reason, it is often an appropriate rule of social regulation with which to assess institutional arrangements.
Although common, I believe this reconstruction of Rawls's position is mistaken. He does not believe that justice is a matter of eliminating the influence of luck. Despite the fact that the natural talents with which we are born are a matter of brute luck if anything is, Rawls holds that "The natural distribution [of talents] is neither just nor unjust" (TJ 87). Further, he explicitly rejects the principle of redress, which holds that "undeserved inequalities call for redress; and since inequalities of birth and natural endowment are undeserved, these inequalities are to be somehow compensated for" (TJ 86). In fact, if, as Cohen has it, the question concerns the just pattern of benefits and burdens to individuals, Rawls, perhaps eccentrically, believes that there is no general answer. Once an equal scheme of basic liberties and fair equality of opportunity have been secured, individual entitlements to particular shares of goods is a matter of pure procedural justice: "A distribution cannot be judged in isolation from the system of which it is the outcome or from what individuals have done in good faith in the light of established expectations" (TJ 76). The problem of social justice, for Rawls, concerns how a society should design the institutions within which its members interact to produce various outcomes. The institutional arrangement, not the resulting distribution, is fundamental for Rawls.
In the second part of RJE, Cohen presents a meta-ethical argument that fundamental normative principles cannot be justified (even in part) by non-normative facts. If there is a principle that we believe is only justified when certain factual conditions obtain, there must be a further principle that explains why the first principle is justified under those conditions. This further principle cannot itself be justified by those conditions. By repeatedly asking for and obtaining an explanation for why some condition is part of the justification of a principle, Cohen argues, we will eventually obtain a fact-free principle.
Cohen is not making the merely theoretical point that in some sense a full understanding of a principle requires knowledge of what (if anything) it would require in every possible world. He thinks that philosophers should be especially concerned to identify these fundamental principles, complaining that there has been "insufficient effort to identify" fact-free principles and that "the question for political philosophy is not what we should do but what we should think, even when what we should think makes no practical difference" (RJE 269, 268). It is unclear how exactly
Cohen thinks we are to identify these fundamental principles. This is especially problematic since he holds that "we determine the principles that we are willing to endorse through an investigation of our individual normative judgments on particular cases" and he is skeptical that philosophy can move us far from our "pertinent prephilosophical judgment" (RJE 4, 3). These particular judgments are typically heavily fact-dependent. As Cohen acknowledges, "It is, for example, bewildering to try to say what principles we would affirm for beings who were otherwise like us as we are in our adult state but whose normal life spans occupied only twenty-four hours" (RJE 246). Indeed it is bewildering, as is the attempt to identify principles for beings "with a life plan that is internally fully provided from its inception with everything that it requires for whatever life plan it might choose" (RJE 293).[4] Although learning what justice would require for such beings might count as knowledge, one might think that we have far greater prospects for increasing our knowledge about justice for human beings in more familiar circumstances (not to mention the greater practical interest of such questions). It is significant, I think, that to the extent that Cohen does attempt to justify his egalitarian conception of justice in the first part of the book, he does so through what he presents as an immanent critique of Rawls, helping himself to an egalitarian starting point.
The case for identifying fundamental principles would be strong if they were necessary in order to understand not only what was required in possible worlds very different from ours but also fully to understand what was required in ours and why. Cohen suggests this when he writes: "Until we unearth the fact-free principle that governs our fact-loaded particular judgments about justice, we don't know why we think what we think just is just" (RJE 291, cf. 246). Both Thomas Pogge and Samuel Freeman have pointed out that Cohen's formal argument will count as fundamental a conditional principle (roughly) of the form: "If factual condition C, then principle P."[5] That conditional principle itself does not assume C, nor is it justified by C. Cohen apparently accepts this point when he claims that the following "putative principle of justice is, in my view, fact-insensitive": "against a background of equality of access to advantage, people should internalize the costs their lack of care imposes upon others" (RJE 313). This fact-insensitive principle has as factual antecedent that the appropriate background is in place. It says nothing when those facts don't obtain, yet still counts as fundamental.
Cohen might argue that we don't fully understand a concept such as justice until we know what (if anything) it requires in all possible worlds. So conditional principles, even if technically fundamental, are not enough. If all we know about justice is that it requires P when C obtains, what about when C does not? Perhaps we should also endorse: "If not-C, then principle Q." There is an obvious sense in which the conjunction of these two conditionals gives us a more complete understanding of justice than one alone. On the other hand, while learning what justice requires when C does not obtain increases the breadth of our knowledge, it does not necessarily increase its depth. Unless there is a unified, unconditional fundamental principle, we may not know any more about why principle P holds in condition C than we did before. Sometimes Cohen does seem to assume that a more fundamental principle always gives us a greater depth of understanding. Quoting Nozick approvingly, he says that "A rule of regulation is 'a device for having certain effects'" (RJE 265). A clearer understanding of the end(s) served by a rule of regulation would count as a deeper understanding of the rule. Nevertheless there may be conditional principles that are not merely rules of regulation in this sense. They assert a principle under certain factual conditions, but not as a way to bring about some further effect. In addition, although Cohen thinks of a basic structure that satisfies the difference principle as an instrument for bringing about an equal distribution, that is not how Rawls thinks of it. It is, rather, what is required for individuals to respect one another as free and equal moral persons when certain factual conditions hold.
I conclude by noting that RJE is surprisingly apolitical in two senses. First, there is very little discussion of the concept of justice beyond its distributive aspects. There is, for example, virtually no discussion of political justice. In fact, Cohen seems to endorse the Marxist idea that the state is "an alien superstructural power" and if the right principles "are practiced in everyday life . . . then the state can wither away" (RJE 1). This, however, would only be possible if we could look forward to the elimination of deep disagreements about comprehensive doctrines and the value of various ends. If, as Rawls holds, diversity is the "the inevitable long-run result of the powers of human reason at work within the background of enduring free institutions,"[6] then we will continue to need institutional arrangements to resolve the inevitable conflicts among reasonable citizens. Indeed, if we simply assume that a scheme of personal property will have to be administered in some way -- including the resolution of reasonable disagreements about how general rules are to be applied to particular cases -- then we will need some kind of authoritative institutional arrangements. Further, in order to see those institutions as anything but alien impositions, we will need to regulate them through a democratic political mechanism.
For Cohen, distributive justice aims to overcome inequalities resulting from the "myriad forms of lucky and unlucky circumstances" (RJE 126). The institutions and relationships that individuals find themselves in are relevant to this goal only instrumentally. For Rawls, in contrast, the basic liberties (including the political liberties) and the principles of distributive justice are both part of a unified attempt to answer the question: "what is the most acceptable political conception of justice for specifying the fair terms of social cooperation between citizens regarded as free and equal and as both reasonable and rational?"[7] The principles of social justice, which include the difference principle, apply in virtue of individuals being part of a shared political society. Different principles apply when there are different relations and there is no reason to assume that these relationships figure in an account of justice only instrumentally, as devices for achieving certain ends, such as a pattern of distribution, that can be independently identified.
Finally, there is very little discussion of Rawls's technical ideas of a "political conception of justice" and of "public reason" in RJE. Once the question is asked, however, it is clear that Cohen's account is not a political conception since he aims to apply it beyond the institutions of the basic structure. This is not, in itself, an objection. In developing a political conception of justice, Rawls does not call for an end to the investigation and defense of particular comprehensive doctrines. Nevertheless it is important to recognize the very different questions that Cohen and Rawls are asking. Once these differences are recognized, what is most striking is perhaps the high degree to which, when limited to the question of institutional design, Cohen's account and justice as fairness overlap.[8]
[1] See, for example, Kenneth Baynes, "Ethos and Institutions: On the Site of Distributive Justice," Journal of Social Philosophy, 37 (2006); Joshua Cohen, "Taking People as They Are?" Philosophy and Public Affairs, 30 (2001); Samuel Freeman, "Rawls and Luck Egalitarianism" in Justice and the Social Contract: Essays on Rawlsian Political Philosophy (Oxford, 2007); Jon Mandle, "Distributive Justice at Home and Abroad" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009); Thomas Pogge, "On the Site of Distributive Justice: Reflections on Cohen and Murphy," Philosophy and Public Affairs, 29 (2000); Samuel Scheffler, "What Is Egalitarianism?" Philosophy and Public Affairs, 31 (2003); Samuel Scheffler, "Is the Basic Structure Basic?" in The Egalitarian Conscience: Essays in Honour of G.A. Cohen, Christine Sypnowich, ed. (Oxford, 2006); Paul Smith, "Incentives and Justice: G.A. Cohen's Egalitarian Critique of Rawls," Social Theory and Practice, 24 (1998); Andrew Williams, "Incentives, Inequality, and Publicity," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998); Jonathan Wolff, "Fairness, Respect, and the Egalitarian Ethos," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998).
[2] Cohen is insufficiently attentive to the fact that there are many distributions that are Pareto improvements over an equal distribution that the difference principle would not allow because they do not maximally benefit the least advantaged. This point holds even when the difference principle is understood as giving permission for (rather than requiring) certain inequalities.
[3] Cohen is vague on the "equality of what?" question. He apparently continues to hold some version of the "equality of opportunity for advantage" view that he first articulated in "On the Currency of Egalitarian Justice," Ethics 99 (1989). This is not discussed beyond his pointing out that equality of income is insufficient: "where work is specially arduous or stressful, higher remuneration is a counterbalancing equalizer on a sensible view of how to judge whether or not things are equal" (RJE 56). It is not clear to me whether he intends to single out arduousness and stress (and perhaps other objective factors) or whether these are meant to indicate subjective dispreference. Either option raises a host of questions that I cannot discuss here.
[4] Pogge points out that "Other worlds can be very different from ours: There may not be sufficiently separable individuals. Life-spans may be dramatically unequal. And conceptions of the good may be so radically diverse that it seems ludicrous to affirm what Cohen's egalitarianism requires: that the relational predicate 'is better off than' can meaningfully be applied to each and every pair of individuals" (Thomas Pogge, "Cohen to the Rescue!" Ratio 21 (2008), p.462 n.8.).
[5] See Pogge, "Cohen to the Rescue!"; Samuel Freeman, "Constructivism, Facts, and Moral Justification" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009).
[6] John Rawls, Political Liberalism, expanded edition (Columbia, 2005), p.4.
[7] John Rawls, Justice as Fairness: A Restatement, Erin Kelly, ed. (Harvard, 2001), pp.7-8.
[8] Thanks to Chris Bertram, Sam Freeman, Lisa Fuller, Arthur Ripstein, and Andrew Williams.
*Originally published in Notre Dame Philosophical Reviews: http://ndpr.nd.edu/review.cfm?id=16945
18 marzo, 2010
'Imprints': The Final Issue
06 marzo, 2010
Amartya Sen: Equality of What?
Origins of a Debate
In his 1979 Tanner lecture entitled “Equality of What?,” Sen presented the capability metric as an alternative for, and improvement on, the social primary goods metric. Sen argued that “the primary goods approach seems to take little note of the diversity of human beings. … If people were basically very similar, then an index of primary goods might be quite a good way of judging advantage. But, in fact, people seem to have very different needs varying with health, longevity, climatic conditions, location, work conditions, temperament, and even body size. … So what is involved is not merely ignoring a few hard cases, but overlooking very widespread and real differences” . A person with a disability, however severe, would not have a claim to additional resources grounded in his impairment under Rawls’s two principles of justice. Sen argues that Rawls’s difference principle would not justify any redistribution to the disabled on grounds of disability. Rawls’s strategy has been to postpone the question of our obligations towards the disabled, and exclude them from the scope of his theory. Rawls certainly does not want to deny our moral duties towards the people that fall outside the scope of his theory, but he thinks that we should first work out a robust and convincing theory of justice for the “normal” cases and only then try to extend it to the “more extreme cases”.
Sen’s critique in his Tanner lecture, however, was not only about the case of the severely disabled. Sen’s more general critique concerned what he saw as the inflexibility of primary goods as a metric of justice. Sen believes that the more general problem with the use of primary goods is that it cannot adequately deal with the pervasive inter-individual differences between people. Primary goods, he argues, cannot adequately account for differences among individuals in their abilities to convert these primary goods into what people are able to be and to do in their lives. For Sen, the more general problem with the primary goods metric is that “interpersonal variability in the conversion of primary goods into [capabilities] introduces elements of arbitrariness into the Rawlsian accounting of the respective advantages enjoyed by different persons; this can be a source of unjustified inequality and unfairness” . We should focus directly on people’s beings and doings, that is, on their capabilities to function. Primary goods are among the valuable means to pursue one’s life plan. But the real opportunities or possibilities that a person has to pursue her own life plan, are not only influenced by the primary goods that she has at her disposal, but also by a range of factors that determine to what extent she can use these primary goods to generate valuable states of being and doing. Hence, Sen claims that we should focus on the extent of substantive freedom that a person effectively has, i.e. her capabilities.
Rawls responded to Sen’s criticism in two ways. First, he defended
the restricted scope of his theory. Rawls stressed, especially in his later work, that in his theory “everyone has physical needs and psychological capacities within the normal range,” and therefore he excludes people with severe physical or mental disabilities from the scope of justice as fairness. In A Theory of Justice this restriction was justified by arguing that a theory of justice should in any case apply for “normal cases” – if the theory is inconsistent or implausible for such cases, then it will certainly not be an attractive theory for the more challenging cases, such as people with severe disabilities. We could postpone the question of how to treat people with disabilities to one of the later (legislative) stages of the design of the basic structure of society though, of course, even in his earliest discussions of this Rawls thinks that the final theory of justice must deal adequately with the claims of people whose abilities fall outside the normal range, and that any theory that cannot do so should be rejected on those grounds. In later work Rawls no longer argued that the case of justice towards the disabled had to be postponed to the legislative phase, but rather that we had to try to extend justice as fairness to include those cases. Rawls has not pursued this task systematically himself, though he has emphasized the role that his conception of the person possessed of the capacities for a sense of justice and a conception of the good plays in justice, and has argued that this conception enables him to deflect accusations of “fetishism” about the primary goods.
In addition to defending his theory against Sen’s criticism, Rawls criticized the capability approach. Two Rawlsian critiques of the capability approach are particularly important in the present context.
Firstly, Rawls criticized the capability approach for endorsing a particular comprehensive moral view. In his later work, Rawls greatly stresses the distinction between a political conception of justice and a comprehensive moral doctrine. “The idea [of a political conception of justice] is that in a constitutional democracy the public conception of justice should be, so far as possible, independent of controversial philosophical and religious doctrines”. According to Sen, Rawls has argued that the capability approach presupposes the acceptance of a comprehensive doctrine, and therefore goes against political liberalism. Sen has replied that Rawls’s claim that the capability approach would endorse one unique view of the good,
is mistaken. He maintains that the capability approach holds that the relevant focus is on “the actual freedom of choice a person has over alternative lives that he or she can lead”.
The second main Rawlsian objection to the capability approach concerns the publicity criterion. Since Rawls wants to analyze how people with very different comprehensive moral values of the good life can come to a reasonable agreement on the principles of political justice, he stresses that the conception of justice must be public and the necessary information to make a claim of injustice must be verifiable to all, and easily accesible. A theory of justice needs a public standard of interpersonal comparisons, as otherwise the obtained principles of justice between citizens with divers views on the good life will not prove stable. The suggestion is that as capabilities are very hard to measure or assess in such a public fashion, and as they would require very large amounts and difficult sorts of information, the capability approach is unworkable as a theory of justice. Rawls acknowledged that capabilities are important “to explain the propriety of the use of primary goods,” but maintained that the capability approach amounts to an unworkable idea.
Harry Brighouse and Ingrid Robeyns
In his 1979 Tanner lecture entitled “Equality of What?,” Sen presented the capability metric as an alternative for, and improvement on, the social primary goods metric. Sen argued that “the primary goods approach seems to take little note of the diversity of human beings. … If people were basically very similar, then an index of primary goods might be quite a good way of judging advantage. But, in fact, people seem to have very different needs varying with health, longevity, climatic conditions, location, work conditions, temperament, and even body size. … So what is involved is not merely ignoring a few hard cases, but overlooking very widespread and real differences” . A person with a disability, however severe, would not have a claim to additional resources grounded in his impairment under Rawls’s two principles of justice. Sen argues that Rawls’s difference principle would not justify any redistribution to the disabled on grounds of disability. Rawls’s strategy has been to postpone the question of our obligations towards the disabled, and exclude them from the scope of his theory. Rawls certainly does not want to deny our moral duties towards the people that fall outside the scope of his theory, but he thinks that we should first work out a robust and convincing theory of justice for the “normal” cases and only then try to extend it to the “more extreme cases”.
Sen’s critique in his Tanner lecture, however, was not only about the case of the severely disabled. Sen’s more general critique concerned what he saw as the inflexibility of primary goods as a metric of justice. Sen believes that the more general problem with the use of primary goods is that it cannot adequately deal with the pervasive inter-individual differences between people. Primary goods, he argues, cannot adequately account for differences among individuals in their abilities to convert these primary goods into what people are able to be and to do in their lives. For Sen, the more general problem with the primary goods metric is that “interpersonal variability in the conversion of primary goods into [capabilities] introduces elements of arbitrariness into the Rawlsian accounting of the respective advantages enjoyed by different persons; this can be a source of unjustified inequality and unfairness” . We should focus directly on people’s beings and doings, that is, on their capabilities to function. Primary goods are among the valuable means to pursue one’s life plan. But the real opportunities or possibilities that a person has to pursue her own life plan, are not only influenced by the primary goods that she has at her disposal, but also by a range of factors that determine to what extent she can use these primary goods to generate valuable states of being and doing. Hence, Sen claims that we should focus on the extent of substantive freedom that a person effectively has, i.e. her capabilities.
Rawls responded to Sen’s criticism in two ways. First, he defended
the restricted scope of his theory. Rawls stressed, especially in his later work, that in his theory “everyone has physical needs and psychological capacities within the normal range,” and therefore he excludes people with severe physical or mental disabilities from the scope of justice as fairness. In A Theory of Justice this restriction was justified by arguing that a theory of justice should in any case apply for “normal cases” – if the theory is inconsistent or implausible for such cases, then it will certainly not be an attractive theory for the more challenging cases, such as people with severe disabilities. We could postpone the question of how to treat people with disabilities to one of the later (legislative) stages of the design of the basic structure of society though, of course, even in his earliest discussions of this Rawls thinks that the final theory of justice must deal adequately with the claims of people whose abilities fall outside the normal range, and that any theory that cannot do so should be rejected on those grounds. In later work Rawls no longer argued that the case of justice towards the disabled had to be postponed to the legislative phase, but rather that we had to try to extend justice as fairness to include those cases. Rawls has not pursued this task systematically himself, though he has emphasized the role that his conception of the person possessed of the capacities for a sense of justice and a conception of the good plays in justice, and has argued that this conception enables him to deflect accusations of “fetishism” about the primary goods.
In addition to defending his theory against Sen’s criticism, Rawls criticized the capability approach. Two Rawlsian critiques of the capability approach are particularly important in the present context.
Firstly, Rawls criticized the capability approach for endorsing a particular comprehensive moral view. In his later work, Rawls greatly stresses the distinction between a political conception of justice and a comprehensive moral doctrine. “The idea [of a political conception of justice] is that in a constitutional democracy the public conception of justice should be, so far as possible, independent of controversial philosophical and religious doctrines”. According to Sen, Rawls has argued that the capability approach presupposes the acceptance of a comprehensive doctrine, and therefore goes against political liberalism. Sen has replied that Rawls’s claim that the capability approach would endorse one unique view of the good,
is mistaken. He maintains that the capability approach holds that the relevant focus is on “the actual freedom of choice a person has over alternative lives that he or she can lead”.
The second main Rawlsian objection to the capability approach concerns the publicity criterion. Since Rawls wants to analyze how people with very different comprehensive moral values of the good life can come to a reasonable agreement on the principles of political justice, he stresses that the conception of justice must be public and the necessary information to make a claim of injustice must be verifiable to all, and easily accesible. A theory of justice needs a public standard of interpersonal comparisons, as otherwise the obtained principles of justice between citizens with divers views on the good life will not prove stable. The suggestion is that as capabilities are very hard to measure or assess in such a public fashion, and as they would require very large amounts and difficult sorts of information, the capability approach is unworkable as a theory of justice. Rawls acknowledged that capabilities are important “to explain the propriety of the use of primary goods,” but maintained that the capability approach amounts to an unworkable idea.
Harry Brighouse and Ingrid Robeyns
01 marzo, 2010
Brighouse and Robeyns: Measuring Justice

The Metric Justice
Over the last decades, political theorists and philosophers have at length debated the question what the proper metric of justice is. In other words, they have sought to answer the question “what should we look at, when evaluating whether one state of affairs is more or less just than another?” Should we evaluate the distribution of happiness? Or wealth? Or life chances? Or some combination of these and other factors? The Rawlsian social primary goods approach and the capability approach are two prominent answers to this question. The aim of this volume is to present a systematic study of these two approaches to measuring justice.
Building on the work of John Rawls, some theorists use the social primary goods approach. Social primary goods are, according to Rawls, those goods that anyone would want regardless of whatever else they wanted. They are means, or resources (broadly conceived), and this approach says that we should compare holdings of such resources, without looking closely at what individuals, possessed of heterogeneous abilities and preferences, can do with them. Rawls specifies the social
primary goods in a list as follows:
i) The basic liberties (freedom of thought and liberty of conscience, etc.) are the background institutions necessary for the development and exercise of the capacity to decide upon and revise, and rationally to pursue, a conception of the good. Similarly, these liberties allow for the development and exercise of the sense of right and justice under political and social conditions that are free.
ii) Freedom of movement and free choice of occupation against a background of diverse opportunities are required for the pursuit of final ends as well as to give effect to a decision to revise and change them, if one so desires.
iii) Powers and prerogatives of offices of responsibility are needed to give scope to various self-governing and social capacities of the self.
iv) Income and wealth, understood broadly as they must be, are all-purpose means (having an exchange value) for achieving directly or indirectly a wide range of ends, whatever they happen to be.
v) The social basis of self-respect are those aspects of basic institutions that are normally essential if citizens are to have a lively sense of their own worth as moral persons and to be able to realise their highest order interests and advance their ends with self confidence.
The other approach, developed most prominently by Amartya Sen, and more recently also by Martha Nussbaum, is known as the capability approach. Instead of looking at people’s holdings of, or prospects for holding, external goods, we look at what kinds of functionings they are able to achieve. As Sen puts it, in a good theory of well-being, “account would have to be taken not only of the primary goods the persons respectively hold, but also of the relevant personal characteristics that govern the conversion of primary goods into the person’s ability to promote her ends. What matters to people is that they are able to achieve actual functionings, that is the actual living that people manage to achieve”. Walking is a functioning, so are eating, reading, mountain climbing, and chatting. The concept of functionings “reflects the various things a person may value doing or being, varying from the basic (being adequately nourished) to the very complex (being able to take part in the life of the community)”. Yet when we make interpersonal comparisons of well-being we should find a measure which incorporates references to functionings, but also reflects the intuition that what matters is not merely achieving the functioning but being free to achieve it. So we should look at “the freedom to achieve actual livings that one can have a reason to value” or, to put it another way, substantive freedoms – the capabilities to choose a life one has reason to value.
The capabilities approach has been operationalized both by the UN and a number of local and national governments, and seems to have been the more prominent of the theories among policymakers and economists. The social primary goods approach has, perhaps, been more widely accepted among philosophers. Both are regarded as among the most important contemporary theories, and are part of the standard curriculum of students in philosophy, politics, economics, and other social sciences. But a systematic comparison of social primary goods and capabilities as the metric of justice has hitherto been missing from the literature. The aim of this volume is to fill that gap by providing a comprehensive study of both approaches, by confronting the views of a range of theorists – some more sympathetic to the primary goods metric, some more sympathetic to the capability approach.
Harry Brighouse and Ingrid Robeyns, Editors
22 febrero, 2010
Marina Garcés: Jacques Rancière. La política de los sin-parte*
Liberarse del maestro
Hay miradas que incitan a asentir. Otras que animan a buscar, a dejar siempre una pregunta abierta. Y a compartirla, si es posible. La de Rancière es de estas últimas. Cualquiera que haya asistido a sus cursos lo habrá comprobado. Su palabra de profesor, sostenida a lo largo de toda una vida, persigue con timidez un hilo de pensamiento que se atreve a apuntar más allá de lo que sabe, hacia su propia ignorancia. Un hilo frágil e inacabado que se deja interrogar por la pregunta que aparece, sin temor, en alguno de sus prólogos: Qui sait?... [1] Como Joseph Jacotot [2], el pedagogo francés del s.XVIII que enseñaba aquello que no sabía, la de Rancière es también la lección del ignorante. Lección emancipadora por excelencia, puesto que libera incluso del propio maestro.
El encuentro de Rancière con Jacotot quizá no es azaroso, si tenemos en cuenta otro encuentro fundamental, el que marcará de forma decisiva el comienzo de la carrera de Rancière: el encuentro con Althusser. Éste es un encuentro que no queda encerrado en las aulas ni en los anecdotarios de estudiante y de juventud. Con 25 años, Rancière interviene en el seminario de la École Normale, “Lire Le Capital”, que se convertirá en el conocido libro con el mismo título [3]. Con un estudio sobre el concepto de crítica (de la economía política) en los Manuscritos de 1844 y en El Capital en el que se persigue diagnosticar una vez más el corte epistemológico que permite hablar del paso marxiano de la ideología a la ciencia, Rancière pone su nombre bajo la firma del maestro. Una voz más en la construcción de esa ciencia que tenía por misión dar su verdadera teoría al marxismo. Un especialista más en el círculo de quienes tenían que enseñar a plantear los verdaderos problemas políticos a quienes, cegados por su condición práctica, no podían hacerlo sin caer en la ideología. Otro embrión de maestro que hace de la educación el amago de su poder.
Pero Mayo del 68 estaba a las puertas y Rancière dejó que su ola expansiva arrasara las ambiciones de la teoría que compartía. Se rompió el círculo y Rancière dejó de ser un especialista. Cayó el maestro y Rancière le escribió su adiós particular. Leçon d’Althusser [4] es el texto en el que se cierra el encuentro con el maestro. No es una refutación. Es un minucioso trabajo de demolición que nos deja entre las ruinas del teoricismo, ese discurso del orden que lejos de ser un arma para transformar el mundo vendió una receta para interpretarlo. Rancière no ofrece nada a cambio, más que la satisfacción de encontrarse de nuevo a la intemperie, sin cátedras ni aparatos desde los que hablar. Sin policías del concepto, ahora podemos empezar a pensar.
Rancière lo hace impulsado por la fuerza que le da el Qui sait?... ¿Qué creíamos saber? Desaprender la ciencia le lleva, durante años, a la Biblioteca Nacional. Sus archivos son las catacumbas de una palabra obrera aún por descubrir. Figuras anónimas que escribían, se reunían y confabulaban por las noches; que recitaban sus poesías y que se divertían con sus obras de teatro; que aprendían a leer en escuelas improvisadas a la vez que imprimían sus periódicos en imprentas clandestinas. Un viaje al país de los pobres [5] para aprender escuchar, para volver a pensar esta vez con quienes no están «destinados» a hacerlo. Como Jacotot, que con su ignorancia convertía a sus alumnos en maestros de sí mismos, Rancière con su silencio hace que de la noche emerja una palabra que, sin estar legitimada por ningún saber, tiene mucho que enseñarnos.
De estos años de estudio, en los que Rancière se convierte en una figura imperceptible, saldrá una nueva forma de interrogarse por la política de la emancipación. Frente a la política de los filósofos y al arte de los gobernantes, la política de los sin-parte. Una política que no busca recetas organizativas ni interpretativas sino que rastrea “las condiciones de aparición y de disociación de esas formas de subjetivación específicas que de vez en cuando hacen existir, por encima de las leyes de dominación y de las regulaciones de las colectividades, esa figura singular del actuar humano: la política”. [6]
¿Cuándo ha habido política?
A finales de los años 80 empiezan a salir a la luz pública, en batería, los resultados de los trabajos de Rancière. En trece años, más de once libros en los que se exploran los diferentes rostros de la emancipación. Sin embargo, en poco más de una década transcurrida la escena social y política ha cambiado radicalmente. Ya no estamos en la tormenta política desatada por las diversas interpretaciones y refundaciones del marxismo sino en un mar en calma bastante más inquietante: la charca en la que conviven las diferentes narraciones del fin, especialmente del fin de lo político. Junto al gozo cínico de quienes proclaman el fin de la historia y el triunfo de la democracia-mercado, el gesto impotente de algunas de las travesías evanescentes de la postmodernidad. Es una escena que concentra las alegrías y los lamentos del duelo.
Rancière no evita esta escena, sino que irrumpe en ella rompiéndola. No admite sus alternativas (fin o retorno de lo político) sino que diagnostica su función y su validez. No responde a sus insidiosas preguntas sino que las desplaza. No lamenta o alienta, sino que abre con cautela una brecha en la que seguir preguntando por lo político. ¿Dónde está? ¿En qué consiste? ¿Qué significa la despolitización de nuestra experiencia? ¿Y qué entender por su politización?
Son preguntas que debemos recoger con la urgencia de un tiempo en el que la experiencia de la despolitización se ha hecho más extrema. La escena política de los años 80 y 90 estaba dominada por el triunfo de la gestión, la ética y el humanitarismo. Hoy estos mismos elementos han dado un nuevo vuelco hacia la puesta en marcha de una doble máquina de producción de vínculo social despolitizado: las políticas de la seguridad del nuevo Estado-guerra y el discurso cultural del nuevo capitalismo. Miedo y singularización, amenaza y diferencia, represión y creatividad alimentan un orden de dominación que crea adhesión sin relación política, sociabilidad que evacua el conflicto como exclusión o como guerra.
Frente a ello, la izquierda clásica pide más política. Esto significa más participación y más intervención: participación de la ciudadanía e intervención de las instituciones. Frente a ello también, una izquierda más radical pide un nuevo contrato social. Y frente a ello, por último, son muchos los que buscan y construyen comunidades frágiles en las zonas de oscuridad. Ensayos de politización de la existencia que difícilmente logran sostener una vida política. La opción, particular y sigilosa, de Rancière consiste en extraer de su trabajo de indagación, de escucha y de rastreo, herramientas y enseñanzas que nos ayuden a anular las trampas que nos tienden los discursos dominantes y sus falsas alternativas. Evita la abstracción de la fundamentación y sus refutaciones. Por eso, lejos de la pregunta ¿qué es la política?, Rancière se deja guiar por otra: ¿cuándo ha habido política?
Esta pregunta le conduce del fin de la política a sus orígenes, a su primer momento: el milagro griego. Un análisis más de la misma historia... De nuevo la polis, la palabra, la democracia y Platón y Aristóteles con sus respectivas obras e intervenciones políticas. ¿Para decir qué? Para señalar no la constitución de la polis como un cuerpo político nuevo agregado entorno a la ley y a la palabra pública, sino la irrupción de una nueva lógica: la que introduce el demos cuando pretende ser el todo de la comunidad. El nacimiento de la política no consiste en una nueva articulación de la comunidad, sino precisamente en la desarticulación de sus partes y de su organización. Cuando el demos aparece como la inscripción de una igualdad de cualquiera con cualquiera en la ciudad de Atenas no estamos ante la aparición de un nuevo sujeto que reclama su parte según un determinado principio. Estamos ante “la institución de una parte de los sin-parte” [7], de aquellos que no tienen título para hablar ni cualidad que les sea propia. Ni riqueza, ni nobleza, ni sabiduría. Sólo se pueden apropiar de lo que es común, la igualdad, y hacerla extensiva a toda la comunidad. Es un principio vacío, por definición impropio, con el que la comunidad misma, con sus partes y su régimen de dominación se ve separada de sí misma y abocada a un proceso de desclasificación. La política no nace como una propuesta de organización, sino como la apertura de un litigio sobre cada reparto y su ordenación.
Esta irrupción litigante es la que da acta de nacimiento a la política, el criterio para determinar cuándo ha habido política. No hay que confundirla con el conflicto de intereses entre dos actores o sujetos que gestionan un reparto y batallan por el poder. El litigio político lo es entre lógicas. Son las dos lógicas inconmensurables que normalmente se confunden en la palabra “política”: la que porque cuenta las partes reales de la ciudad se ocupa de los procesos de agregación y consentimiento de las colectividades, organización y distribución de los poderes, así como sus sistemas de legitimación. A esta primera lógica Rancière la distingue con el nombre de policía (“police”). La segunda es la actividad o manifestación que deshace las particiones sensibles que configuran una comunidad, al poner en acto una presuposición que es ajena al recuento policial: la parte de los sin-parte, la igualdad de cualquiera con cualquier otro. A ésta le es reservada la palabra política, despojada ahora de su confusión.
Por eso la batalla política no lo es entre partes en conflicto sino entre mundos. [8] Esto quiere decir, entre particiones de lo sensible [9] o regímenes de visibilidad. Según el recuento se ven mundos distintos, se vive en mundos distintos. Pero no son ajenos ni compatibles. La política siempre es el litigio por un mundo que no se deja ver, que no se quiere ver. De nuevo la irrupción: contra la lógica policial, un mundo irrumpe en otro, el que normalmente parte y reparte nuestros lugares, para hacerlo estallar. La política, por tanto, no es un estado de cosas sino siempre acción. No tiene un orden o lugar propio (el Estado, una clase...) ni es la actualización de una esencia o principio. La política es el lugar de un argumento que rompe toda lógica del principio y por el que la lógica policial y la política entran en colisión. Es el argumento singular que tiene como principio la igualdad. Igualdad que no es una esencia sino un presupuesto vacío que debe ser probado en cada una de sus articulaciones concretas.
Por eso la política no sólo es acción sino también siempre un accidente, “una desviación respecto a la evolución normal de las cosas”. [10] La política no se mide por los encuentros y los acuerdos que produce. La racionalidad de su argumentación litigante es la del desacuerdo (“mésentente”), en el sentido de que la parte de los sin-parte, desde el recuento policial, no se puede ver. En política no hay malentendidos. No hay objeto común. Esto explica porqué la política no es la apertura de una comunidad de consenso, sino la de una comunidad de interrupciones, de fracturas puntuales y locales por las que la lógica policial se separa de sí misma. Una comunidad de intervalos que se abre entre mundos.
Por eso, finalmente, no hay sujetos preexistentes a la política. El litigio mismo desencadena un proceso de subjetivación que se abre en el entre y reconfigura el campo de experimentación. Toda subjetivación es una desidentificación, una sustracción a la naturalidad de un lugar. Lejos de la toma de conciencia, hay proceso de subjetivación cuando las identidades se ven arrancadas de su evidencia policial y se encuentran con la violencia del logos: el vacío que abre la igualdad de la palabra. Allí irrumpe la potencia de lo múltiple anónimo. Es el vacío en el que sucumbe todo universal que no sea la igualdad como demostración concreta que opera una desclasificación.
Este proceso de subjetivación desclasificador es el que en los tiempos modernos ha encarnado el proletariado. En su viaje al comienzo de la política, Rancière no ha olvidado de dónde había partido, las voces anónimas que desde los suburbios de la Europa industrial lo han conducido hasta Atenas. El proletariado sólo representa un sector de la sociedad definible por el lugar que ocupa en el circuito productivo y en el proceso de creación y reparto de la riqueza si lo analizamos en sentido policial. Pero, ¿cuál es el sentido verdaderamente político del proletariado? Precisamente lo que se recoge tanto en una frase de Marx “la clase de la sociedad que ya no es una clase” [11] como en el objetivo, tantas veces expresado en los panfletos obreros de luchar por una sociedad sin clases. El proletariado emerge entonces ya no como una porción identificable en la sociedad, sino como una potencia de desclasificación de todo su conjunto, como esa potencia de lo múltiple anónimo que hace de la muchedumbre un pueblo capaz de luchar por la libertad. La lucha de clases no es sino una de las expresiones más altas de la política de los sin-parte. Así reencuentra Rancière al proletariado como portador de un nuevo nombre. Buscando las raíces de su identidad en la plenitud de sus voces más anónimas, ha descubierto que tal identidad no es sino la de un suplemento, la de un lugar vacío que socava el orden entero de dominación no porque tome conciencia de sus intereses sino precisamente porque los excede, no porque sea la verdadera expresión de su condición sino de su abandono.
El fin de lo político
El escenario legendario del comienzo de la política, tal como lo interpreta Rancière, no ofrece la escena de una fundamentación sino la de un accidente. Este accidente consiste, precisamente, en la irrupción de un disenso que desfundamenta un determinado reparto de atributos y de poder. En tanto que accidente, el nacimiento de la política es inseparable del de las fuerzas que neutralizan sus efectos devastadores.
Por eso junto al demos, y siguiendo con la metáfora teatral, entran también en escena dos actores más: el político, con su arte de gobierno, y el filósofo, con su teoría política. Ambos comparten una misma tarea: borrar el litigio de la política. Ya sea a través de la pacificación de un supuesto conflicto entre el individuo o un conjunto de individuos y la comunidad, ya sea a través de la fundamentación de la comunidad presentada como efectuación de una esencia o principio, de lo que se trata es de anular la singularidad estructural de la parte de los sin-parte. Es lo que hacen los legisladores, cuando reconducen la igualdad que expresa la libertad del pueblo a la isonomía ante la ley. Es lo que hace Platón, cuando convierte la comunidad política en un cuerpo organizado según una idea del Bien. Es lo que hace también Aristóteles, cuando redibuja el mapa de la polis entorno a la idea de un centro, que es a la vez centro ético y social. En todos los casos una operación tanto conceptual como institucional resitúa la política bajo la ley de arkhé, reconduce lo múltiple a lo Uno.
Para Rancière, la historia de los regímenes políticos y la historia de la filosofía política son el mano a mano de un mismo empeño: sustraerse a la política y clausurar, así, la anarquía democrática. La despolitización es, desde este punto de vista, el más viejo trabajo del arte político. Las fuerzas ajenas (económicas, sociales, religiosas, etc) no son decisivas. La clave de toda despolitización es la “supresión política de la política” [12].
¿Qué decir entonces de la despolitización propia de nuestra experiencia contemporánea de lo común? Para Rancière está claro: no hay duelo de la política. Nuestra despolitización no responde a la lógica de la decadencia, no es el último y lastimoso capítulo de una historia con final. Nuestra despolitización es la forma que toma actualmente el triunfo de la lógica policial: una policía estatal que se despliega en el Estado consensual; una policía mundial que hace de la humanidad el principio de una ética de la impotencia. No son dos mundos separados. Son las dos capas que, superpuestas, dibujan el territorio de este mundo solo en el que cualquier otro mundo es condenado a hacerse clandestino, imperceptible.
El Estado consensual, por una parte, es el que corresponde al desarrollo apolítico de la producción capitalista y a las instituciones de una mal llamada democracia, que se presenta a sí misma más allá de toda decisión política. En palabras de Rancière, “es la adecuación sin resto entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales” [13]. Lejos de abrirse en el entre de un litigio, el Estado consensual es un espacio común que se percibe como un medio ambiente que sólo pide ser conservado. Vive en “un tiempo sin medida y sin acontecimiento” [14] que nada anuncia, a no ser la inminencia amenazante de una catástrofe. Es el ambiente más propicio para la sobrevivencia de la especie “post-política”: el hombre-individuo, que anula su igualdad desclasificadora en la igualdad formal y saturada del sujeto de derecho y cuya agregación sólo puede constituir una pluralidad en la que se entierra la partición fundamental del litigio político: la división entre ricos y pobres. Con esta doble operación, que pone en el centro de toda inscripción colectiva la idea de participación, el Estado consensual anula cualquier proceso de invención del sujeto imprevisible propio de la acción política.
Lo mismo hace, por otra parte, la policía mundial que gestiona la identificación de cada uno con el todo a través de la categoría universalizadora de humanidad. En tanto que humanos, todos somos parte de los males que inflige el hombre a sus semejantes. Todos somos, también, sus potenciales víctimas. De ahí una nueva vía de neutralización de los juegos polémicos de subjetivación política, en este caso bajo custodia de uno de los principales garantes de la supresión de lo político: la ética. Una ética, habría que añadir a los análisis de Rancière, que en los últimos años ha ido más allá de lo humanitario para hacerse estandarte de un nuevo lenguaje de legitimación por la guerra, en el que la lógica de la catástrofe asociada a la experiencia del mal pasa a encarnarse en la figura difusa pero muy identificable del terrorista.
En este contexto de triunfo de una doble lógica policial estatal y mundial, pluralizadora y totalizadora a la vez, “el fin y el retorno de la política son dos maneras complementarias de anular la política” [15]. Son las dos caras de un debate en el que se sigue poniendo en juego un mismo cometido: el de cómo anular lo político, el de cómo suprimir ese exceso por el cual una parte suplementaria, no reducible a ninguna de las partes que componen la sociedad, desfundamenta un determinado régimen de poder. ¿Proclamando la disolución de lo político en lo social? ¿Reclamando para lo político un lugar propio, por ejemplo a través de la reivindicación de “más Estado”? En el primer caso estamos en la letanía del fin de lo político; en el segundo, en la del retorno de lo político. Ambas culminan tanto el discurso como las prácticas de aquellos dos personajes que entraron en escena con la polis: el político y el filósofo, que tenían como tarea común la supresión política de la política.
Nuestros problemas políticos
Decíamos al principio que el trabajo de Rancière, a partir del momento en que se pierde para desaprenderse en la oscuridad de los archivos de la Biblioteca Nacional, se encamina, principalmente, a abrir con cautela una brecha que permita plantear de nuevo la pregunta por lo político. Pero para poder platear esta pregunta no es preciso ofrecer soluciones. Lo decisivo es forjar herramientas y poder compartirlas. Esto es lo que Rancière nos ofrece. Repitiendo la lección del ignorante, siguiendo la pauta del maestro Joseph Jacotot, Rancière nos deja en medio del bosque para que empecemos a buscar, juntos, en solitario o con él, una salida. Para ello no hay recetas, ni prácticas ni interpretativas. Y no debe haberlas: es el requisito de toda emancipación. Es, también, la aventura de la concreción.
Así como el valor de las recetas se mide por la tranquilidad que proporcionan, el valor de las herramientas sólo se refiere a su utilidad a la hora de generar problemas y permitir pensarlos. En este sentido, el trabajo de Rancière es de una gran utilidad. La política de los sin-parte es una caja de herramientas que permite que nos planteemos algunas cuestiones decisivas que de las que los siguientes párrafos son un esbozo.
En primer lugar, la política de los sin-parte sitúa la cuestión de lo político más allá del problema de lo posible. Muchos aspectos de la vida están sometidos a su territorialización de la experiencia. Pero precisamente la política, como política de la emancipación, no puede estarlo. No porque pertenezca a los ensueños de lo imposible en todas sus versiones (utopía, renuncias, etc) sino precisamente porque no reconoce esta partición de lo real. Sobre ella sólo se puede, en términos de Rancière, armar una lógica policial. La policía sí sabe lo que es posible. El gobernante también. El gestor, por supuesto. Pero los sin-parte, portadores de un mundo que no se puede contar ni reconocer, ¿cómo van a saber lo que es o no es posible?
En segundo lugar, la política de los sin-parte, porque no se define a partir del lugar de lo político sino desde su lógica, permite que nos acerquemos a una realidad estallada y heterogénea como parece ser la postmoderna. La búsqueda de los lugares privilegiados ha sido uno de los motores del pensamiento político. De uno a otro (el soberano, el pueblo, la sociedad civil, la clase, etc.) parece que finalmente nos hemos extraviado. ¿Dónde reconocer hoy este lugar y a su correspondiente sujeto? Las propuestas siguen, pero fácilmente aparecen más y más desvalidas. Y es que la realidad ya no admite una única narración. ¿Por qué no cambiar de estrategia? Pasar del dónde al cómo nos permite circular por las expresiones más concretas de la realidad sin necesidad de buscar la tierra prometida. Podemos hacerlo, además, sin necesidad de convenir a qué escala se ve o se deja de ver lo político. De lo micro a lo macro hay muchas escalas intermedias, no revistas. Y la política puede circular a través de ellas. Nuestra existencia se puede politizar en cualquier de ellas o en más de una simultáneamente.
En tercer lugar, la política de los sin-parte permite plantearse qué significa un pensamiento político desfundamentado, no sólo por la vía negativa, sino en toda su efectividad. Tal como Rancière plantea el momento de la política, no remite a nada más que a sí mismo y este sí mismo es el de un lugar vacío. Lugar vacío de los sin-parte, que no son expresión de ninguna otra propiedad que la de una igualdad vacía que corresponde precisamente al hecho de no reconocerse como parte. La igualdad se convierte a través del texto de Rancière en potencia de descalcificación y, por tanto, de desfundamentación. De ahí que la política sea tanto anárquica como anónima, la ruptura de cualquier lógica del principio y del sujeto sustantivo. Es una perspectiva que permite interrogarnos, por ejemplo, acerca de otra reinterpretación del marxismo especialmente presente en los debates políticos actuales: la que a través de las propuestas de Antonio Negri y del operaismo italiano giran en torno al concepto de multitud. ¿Qué implica pensar el sujeto político sustancializado en esta expresión múltiple del ser que es la multitud? [16] Implica poner en obra una ontología afirmativa como fundamento, aunque no sea un fundamento trascendente, y encajarla en la estructura procesual de un sujeto. Implica, por tanto, transferir la verdad de lo político a una realidad más fundamental, que en este caso sería la de la fuerza productiva extendida a la productividad misma del ser.
En cuarto lugar, la política de los sin-parte permite abrir la pregunta en torno al conflicto como momento decisivo de la política. ¿Cómo entender el conflicto cuando el antagonismo de clase parece haber estallado por los aires? ¿Cómo evitar la falsa asociación del conflicto o bien a la gestión de intereses contrapuestos o bien a la confrontación irracional y violenta? ¿Y cómo evitar, ante tantos problemas, dejar de lado la cuestión del conflicto como un momento secundario o lateral? ¿No es esto lo que hacen tanto las teorías del éxodo, que entiende el momento político principalmente como sustracción, como las teorías del consenso, que lo conciben como encuentro? Rancière plantea, con su caracterización de la política como irrupción de una lógica contra otra, de un mundo en otro, la inevitabilidad del conflicto. Por un lado, no hay sustracción sin irrupción de otro régimen de visibilidad y subversión del dominante (esto es lo que significa la política como litigio). Por otro lado, el acuerdo como consenso, no es un momento político sino policial. Toda la obra política de Rancière es, entre otras muchas cosas, una discusión con Habermas y su teoría discursiva. La igualdad de los hablantes para Rancière no tiene nada que ver con la presuposición de una intersubjetividad. Para la igualdad de los hablantes no hay una escena común de la palabra. Por eso sólo puede darse en el conflicto. El momento político, como racionalidad no comunicativa sino del desacuerdo (“mésentente”), es una guerra que se establece entre mundos incompatibles.
Por todo ello, porque nos sitúa más allá de lo posible, en una operación lógica concreta y no en un lugar privilegiado, en un vacío capaz de hacerse conflicto, la política de los sin-parte, finalmente, nos permite abordar una de las claves con las que debe enfrentarse hoy cualquier pensamiento crítico: el régimen de inclusión / exclusión que está operando en el nuevo capitalismo y su correspondiente vínculo social. Más allá de toda lógica de la pertenencia (a una comunidad, a una clase…), el vínculo social del nuevo capitalismo, así como el grado de explotación que administra, funciona como conexión. Conexión de cada uno con el todo, de cada punto con la red. Esto significa que cada uno libra solo, con su vida, su particular batalla con el mundo, una batalla que sólo puede tener una meta: no caerse fuera, no dejar de estar… La explotación no funciona entonces sólo como captura de un tiempo, sino como movilización de la vida, de cada vida amenazada por las lógicas, claramente policiales, del “mejor dentro que fuera”, “o conmigo o contra mí”. Son los dos lemas que de forma caricaturesca definen el lugar del vínculo social hoy. Lo saben bien las dos principales figuras de nuestro escenario político: el inmigrante y el terrorista. Si, a grandes rasgos, éste es el mundo, un posible dibujo entre otros de ese mundo solo en el que no hay lugar para la política a no ser la irrupción alógica de algún mundo incompatible, podemos empezar a usar las herramientas de Rancière, a plantearle algunas preguntas o a afrontarlas juntos: ¿cómo se definen las partes (reparto de atributos y poderes) cuando la lógica de la conexión domina sobre la de la pertenencia? ¿Qué puede significar ser sin-parte en una realidad en la que el vínculo social, y por lo tanto la biografía entera, se ha precarizado hasta límites vertiginosos? ¿No es ya cada uno siempre potencialmente sinparte? ¿Y no es ésta, precisamente, la amenaza que mantiene viva la reproducción del orden policial? ¿Qué significaría hoy girar los efectos de esta amenaza? Todas estas preguntas podríamos intentar concretarlas en la siguiente: con la evolución del capitalismo industrial clásico hacia el nuevo capitalismo la reapropiación de los medios de producción ha pasado a ser un momento político poco decisivo. ¿Qué significaría plantearse la reapropiación de otra instancia de sumisión, mucho más difusa pero tanto más efectiva, que sería precisamente la de los códigos de inclusión / exclusión que maneja la realidad heterogénea del nuevo capitalismo? ¿No es en ellos donde se está operando hoy la explotación de nuestras vidas puestas enteramente a trabajar?
Notas
1. J. Rancière, La nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, Paris, Fayard, 1981, p.12
2. J. Rancière, Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle, Paris, Fayard, 1987.
3. L. Althusser, J. Rancière, P. Macherey, Lire Le Capital I, Paris, Maspero, 1965; L. Althusser, E. Balibar, R. Establet, Lire Le Capital II, Paris, Maspero, 1965.
4. J. Rancière, Leçon d’Althusser, Gallimard, 1974.
5. J. Rancière, Courts voyages au pays du peuple, Paris, Seuil, 1990
6. J. Rancière, Aux bords du politique, Paris, La Fabrique, 1990, p.13
7. J. Rancière, La mésentente. Politique et philosophie, Paris, Galilée, 1995, p. 31.
8. Ibid. p. 67
9. J. Rancière, Le partage du sensible. Esthétique et politique, Paris, La Fabrique, 2000.
10. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 175
11. C. Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción.
12. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 35
13. J. Rancière, La mésentente, p. 143
14. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 19
15. Ibid., p. 184
16. Para una discusión de Rancière sobre el concepto de multitud, ver la entrevista que le realizó Eric Alliez en Multitudes nº 9, París, mayo-junio 2002.
*Publicado originalmente en Riff Raff. Revista de pensamiento y cultura, Zaragoza, no. 24 (2004), 2a. época, pp. 109-117.
Hay miradas que incitan a asentir. Otras que animan a buscar, a dejar siempre una pregunta abierta. Y a compartirla, si es posible. La de Rancière es de estas últimas. Cualquiera que haya asistido a sus cursos lo habrá comprobado. Su palabra de profesor, sostenida a lo largo de toda una vida, persigue con timidez un hilo de pensamiento que se atreve a apuntar más allá de lo que sabe, hacia su propia ignorancia. Un hilo frágil e inacabado que se deja interrogar por la pregunta que aparece, sin temor, en alguno de sus prólogos: Qui sait?... [1] Como Joseph Jacotot [2], el pedagogo francés del s.XVIII que enseñaba aquello que no sabía, la de Rancière es también la lección del ignorante. Lección emancipadora por excelencia, puesto que libera incluso del propio maestro.
El encuentro de Rancière con Jacotot quizá no es azaroso, si tenemos en cuenta otro encuentro fundamental, el que marcará de forma decisiva el comienzo de la carrera de Rancière: el encuentro con Althusser. Éste es un encuentro que no queda encerrado en las aulas ni en los anecdotarios de estudiante y de juventud. Con 25 años, Rancière interviene en el seminario de la École Normale, “Lire Le Capital”, que se convertirá en el conocido libro con el mismo título [3]. Con un estudio sobre el concepto de crítica (de la economía política) en los Manuscritos de 1844 y en El Capital en el que se persigue diagnosticar una vez más el corte epistemológico que permite hablar del paso marxiano de la ideología a la ciencia, Rancière pone su nombre bajo la firma del maestro. Una voz más en la construcción de esa ciencia que tenía por misión dar su verdadera teoría al marxismo. Un especialista más en el círculo de quienes tenían que enseñar a plantear los verdaderos problemas políticos a quienes, cegados por su condición práctica, no podían hacerlo sin caer en la ideología. Otro embrión de maestro que hace de la educación el amago de su poder.
Pero Mayo del 68 estaba a las puertas y Rancière dejó que su ola expansiva arrasara las ambiciones de la teoría que compartía. Se rompió el círculo y Rancière dejó de ser un especialista. Cayó el maestro y Rancière le escribió su adiós particular. Leçon d’Althusser [4] es el texto en el que se cierra el encuentro con el maestro. No es una refutación. Es un minucioso trabajo de demolición que nos deja entre las ruinas del teoricismo, ese discurso del orden que lejos de ser un arma para transformar el mundo vendió una receta para interpretarlo. Rancière no ofrece nada a cambio, más que la satisfacción de encontrarse de nuevo a la intemperie, sin cátedras ni aparatos desde los que hablar. Sin policías del concepto, ahora podemos empezar a pensar.
Rancière lo hace impulsado por la fuerza que le da el Qui sait?... ¿Qué creíamos saber? Desaprender la ciencia le lleva, durante años, a la Biblioteca Nacional. Sus archivos son las catacumbas de una palabra obrera aún por descubrir. Figuras anónimas que escribían, se reunían y confabulaban por las noches; que recitaban sus poesías y que se divertían con sus obras de teatro; que aprendían a leer en escuelas improvisadas a la vez que imprimían sus periódicos en imprentas clandestinas. Un viaje al país de los pobres [5] para aprender escuchar, para volver a pensar esta vez con quienes no están «destinados» a hacerlo. Como Jacotot, que con su ignorancia convertía a sus alumnos en maestros de sí mismos, Rancière con su silencio hace que de la noche emerja una palabra que, sin estar legitimada por ningún saber, tiene mucho que enseñarnos.
De estos años de estudio, en los que Rancière se convierte en una figura imperceptible, saldrá una nueva forma de interrogarse por la política de la emancipación. Frente a la política de los filósofos y al arte de los gobernantes, la política de los sin-parte. Una política que no busca recetas organizativas ni interpretativas sino que rastrea “las condiciones de aparición y de disociación de esas formas de subjetivación específicas que de vez en cuando hacen existir, por encima de las leyes de dominación y de las regulaciones de las colectividades, esa figura singular del actuar humano: la política”. [6]
¿Cuándo ha habido política?
A finales de los años 80 empiezan a salir a la luz pública, en batería, los resultados de los trabajos de Rancière. En trece años, más de once libros en los que se exploran los diferentes rostros de la emancipación. Sin embargo, en poco más de una década transcurrida la escena social y política ha cambiado radicalmente. Ya no estamos en la tormenta política desatada por las diversas interpretaciones y refundaciones del marxismo sino en un mar en calma bastante más inquietante: la charca en la que conviven las diferentes narraciones del fin, especialmente del fin de lo político. Junto al gozo cínico de quienes proclaman el fin de la historia y el triunfo de la democracia-mercado, el gesto impotente de algunas de las travesías evanescentes de la postmodernidad. Es una escena que concentra las alegrías y los lamentos del duelo.
Rancière no evita esta escena, sino que irrumpe en ella rompiéndola. No admite sus alternativas (fin o retorno de lo político) sino que diagnostica su función y su validez. No responde a sus insidiosas preguntas sino que las desplaza. No lamenta o alienta, sino que abre con cautela una brecha en la que seguir preguntando por lo político. ¿Dónde está? ¿En qué consiste? ¿Qué significa la despolitización de nuestra experiencia? ¿Y qué entender por su politización?
Son preguntas que debemos recoger con la urgencia de un tiempo en el que la experiencia de la despolitización se ha hecho más extrema. La escena política de los años 80 y 90 estaba dominada por el triunfo de la gestión, la ética y el humanitarismo. Hoy estos mismos elementos han dado un nuevo vuelco hacia la puesta en marcha de una doble máquina de producción de vínculo social despolitizado: las políticas de la seguridad del nuevo Estado-guerra y el discurso cultural del nuevo capitalismo. Miedo y singularización, amenaza y diferencia, represión y creatividad alimentan un orden de dominación que crea adhesión sin relación política, sociabilidad que evacua el conflicto como exclusión o como guerra.
Frente a ello, la izquierda clásica pide más política. Esto significa más participación y más intervención: participación de la ciudadanía e intervención de las instituciones. Frente a ello también, una izquierda más radical pide un nuevo contrato social. Y frente a ello, por último, son muchos los que buscan y construyen comunidades frágiles en las zonas de oscuridad. Ensayos de politización de la existencia que difícilmente logran sostener una vida política. La opción, particular y sigilosa, de Rancière consiste en extraer de su trabajo de indagación, de escucha y de rastreo, herramientas y enseñanzas que nos ayuden a anular las trampas que nos tienden los discursos dominantes y sus falsas alternativas. Evita la abstracción de la fundamentación y sus refutaciones. Por eso, lejos de la pregunta ¿qué es la política?, Rancière se deja guiar por otra: ¿cuándo ha habido política?
Esta pregunta le conduce del fin de la política a sus orígenes, a su primer momento: el milagro griego. Un análisis más de la misma historia... De nuevo la polis, la palabra, la democracia y Platón y Aristóteles con sus respectivas obras e intervenciones políticas. ¿Para decir qué? Para señalar no la constitución de la polis como un cuerpo político nuevo agregado entorno a la ley y a la palabra pública, sino la irrupción de una nueva lógica: la que introduce el demos cuando pretende ser el todo de la comunidad. El nacimiento de la política no consiste en una nueva articulación de la comunidad, sino precisamente en la desarticulación de sus partes y de su organización. Cuando el demos aparece como la inscripción de una igualdad de cualquiera con cualquiera en la ciudad de Atenas no estamos ante la aparición de un nuevo sujeto que reclama su parte según un determinado principio. Estamos ante “la institución de una parte de los sin-parte” [7], de aquellos que no tienen título para hablar ni cualidad que les sea propia. Ni riqueza, ni nobleza, ni sabiduría. Sólo se pueden apropiar de lo que es común, la igualdad, y hacerla extensiva a toda la comunidad. Es un principio vacío, por definición impropio, con el que la comunidad misma, con sus partes y su régimen de dominación se ve separada de sí misma y abocada a un proceso de desclasificación. La política no nace como una propuesta de organización, sino como la apertura de un litigio sobre cada reparto y su ordenación.
Esta irrupción litigante es la que da acta de nacimiento a la política, el criterio para determinar cuándo ha habido política. No hay que confundirla con el conflicto de intereses entre dos actores o sujetos que gestionan un reparto y batallan por el poder. El litigio político lo es entre lógicas. Son las dos lógicas inconmensurables que normalmente se confunden en la palabra “política”: la que porque cuenta las partes reales de la ciudad se ocupa de los procesos de agregación y consentimiento de las colectividades, organización y distribución de los poderes, así como sus sistemas de legitimación. A esta primera lógica Rancière la distingue con el nombre de policía (“police”). La segunda es la actividad o manifestación que deshace las particiones sensibles que configuran una comunidad, al poner en acto una presuposición que es ajena al recuento policial: la parte de los sin-parte, la igualdad de cualquiera con cualquier otro. A ésta le es reservada la palabra política, despojada ahora de su confusión.
Por eso la batalla política no lo es entre partes en conflicto sino entre mundos. [8] Esto quiere decir, entre particiones de lo sensible [9] o regímenes de visibilidad. Según el recuento se ven mundos distintos, se vive en mundos distintos. Pero no son ajenos ni compatibles. La política siempre es el litigio por un mundo que no se deja ver, que no se quiere ver. De nuevo la irrupción: contra la lógica policial, un mundo irrumpe en otro, el que normalmente parte y reparte nuestros lugares, para hacerlo estallar. La política, por tanto, no es un estado de cosas sino siempre acción. No tiene un orden o lugar propio (el Estado, una clase...) ni es la actualización de una esencia o principio. La política es el lugar de un argumento que rompe toda lógica del principio y por el que la lógica policial y la política entran en colisión. Es el argumento singular que tiene como principio la igualdad. Igualdad que no es una esencia sino un presupuesto vacío que debe ser probado en cada una de sus articulaciones concretas.
Por eso la política no sólo es acción sino también siempre un accidente, “una desviación respecto a la evolución normal de las cosas”. [10] La política no se mide por los encuentros y los acuerdos que produce. La racionalidad de su argumentación litigante es la del desacuerdo (“mésentente”), en el sentido de que la parte de los sin-parte, desde el recuento policial, no se puede ver. En política no hay malentendidos. No hay objeto común. Esto explica porqué la política no es la apertura de una comunidad de consenso, sino la de una comunidad de interrupciones, de fracturas puntuales y locales por las que la lógica policial se separa de sí misma. Una comunidad de intervalos que se abre entre mundos.
Por eso, finalmente, no hay sujetos preexistentes a la política. El litigio mismo desencadena un proceso de subjetivación que se abre en el entre y reconfigura el campo de experimentación. Toda subjetivación es una desidentificación, una sustracción a la naturalidad de un lugar. Lejos de la toma de conciencia, hay proceso de subjetivación cuando las identidades se ven arrancadas de su evidencia policial y se encuentran con la violencia del logos: el vacío que abre la igualdad de la palabra. Allí irrumpe la potencia de lo múltiple anónimo. Es el vacío en el que sucumbe todo universal que no sea la igualdad como demostración concreta que opera una desclasificación.
Este proceso de subjetivación desclasificador es el que en los tiempos modernos ha encarnado el proletariado. En su viaje al comienzo de la política, Rancière no ha olvidado de dónde había partido, las voces anónimas que desde los suburbios de la Europa industrial lo han conducido hasta Atenas. El proletariado sólo representa un sector de la sociedad definible por el lugar que ocupa en el circuito productivo y en el proceso de creación y reparto de la riqueza si lo analizamos en sentido policial. Pero, ¿cuál es el sentido verdaderamente político del proletariado? Precisamente lo que se recoge tanto en una frase de Marx “la clase de la sociedad que ya no es una clase” [11] como en el objetivo, tantas veces expresado en los panfletos obreros de luchar por una sociedad sin clases. El proletariado emerge entonces ya no como una porción identificable en la sociedad, sino como una potencia de desclasificación de todo su conjunto, como esa potencia de lo múltiple anónimo que hace de la muchedumbre un pueblo capaz de luchar por la libertad. La lucha de clases no es sino una de las expresiones más altas de la política de los sin-parte. Así reencuentra Rancière al proletariado como portador de un nuevo nombre. Buscando las raíces de su identidad en la plenitud de sus voces más anónimas, ha descubierto que tal identidad no es sino la de un suplemento, la de un lugar vacío que socava el orden entero de dominación no porque tome conciencia de sus intereses sino precisamente porque los excede, no porque sea la verdadera expresión de su condición sino de su abandono.
El fin de lo político
El escenario legendario del comienzo de la política, tal como lo interpreta Rancière, no ofrece la escena de una fundamentación sino la de un accidente. Este accidente consiste, precisamente, en la irrupción de un disenso que desfundamenta un determinado reparto de atributos y de poder. En tanto que accidente, el nacimiento de la política es inseparable del de las fuerzas que neutralizan sus efectos devastadores.
Por eso junto al demos, y siguiendo con la metáfora teatral, entran también en escena dos actores más: el político, con su arte de gobierno, y el filósofo, con su teoría política. Ambos comparten una misma tarea: borrar el litigio de la política. Ya sea a través de la pacificación de un supuesto conflicto entre el individuo o un conjunto de individuos y la comunidad, ya sea a través de la fundamentación de la comunidad presentada como efectuación de una esencia o principio, de lo que se trata es de anular la singularidad estructural de la parte de los sin-parte. Es lo que hacen los legisladores, cuando reconducen la igualdad que expresa la libertad del pueblo a la isonomía ante la ley. Es lo que hace Platón, cuando convierte la comunidad política en un cuerpo organizado según una idea del Bien. Es lo que hace también Aristóteles, cuando redibuja el mapa de la polis entorno a la idea de un centro, que es a la vez centro ético y social. En todos los casos una operación tanto conceptual como institucional resitúa la política bajo la ley de arkhé, reconduce lo múltiple a lo Uno.
Para Rancière, la historia de los regímenes políticos y la historia de la filosofía política son el mano a mano de un mismo empeño: sustraerse a la política y clausurar, así, la anarquía democrática. La despolitización es, desde este punto de vista, el más viejo trabajo del arte político. Las fuerzas ajenas (económicas, sociales, religiosas, etc) no son decisivas. La clave de toda despolitización es la “supresión política de la política” [12].
¿Qué decir entonces de la despolitización propia de nuestra experiencia contemporánea de lo común? Para Rancière está claro: no hay duelo de la política. Nuestra despolitización no responde a la lógica de la decadencia, no es el último y lastimoso capítulo de una historia con final. Nuestra despolitización es la forma que toma actualmente el triunfo de la lógica policial: una policía estatal que se despliega en el Estado consensual; una policía mundial que hace de la humanidad el principio de una ética de la impotencia. No son dos mundos separados. Son las dos capas que, superpuestas, dibujan el territorio de este mundo solo en el que cualquier otro mundo es condenado a hacerse clandestino, imperceptible.
El Estado consensual, por una parte, es el que corresponde al desarrollo apolítico de la producción capitalista y a las instituciones de una mal llamada democracia, que se presenta a sí misma más allá de toda decisión política. En palabras de Rancière, “es la adecuación sin resto entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales” [13]. Lejos de abrirse en el entre de un litigio, el Estado consensual es un espacio común que se percibe como un medio ambiente que sólo pide ser conservado. Vive en “un tiempo sin medida y sin acontecimiento” [14] que nada anuncia, a no ser la inminencia amenazante de una catástrofe. Es el ambiente más propicio para la sobrevivencia de la especie “post-política”: el hombre-individuo, que anula su igualdad desclasificadora en la igualdad formal y saturada del sujeto de derecho y cuya agregación sólo puede constituir una pluralidad en la que se entierra la partición fundamental del litigio político: la división entre ricos y pobres. Con esta doble operación, que pone en el centro de toda inscripción colectiva la idea de participación, el Estado consensual anula cualquier proceso de invención del sujeto imprevisible propio de la acción política.
Lo mismo hace, por otra parte, la policía mundial que gestiona la identificación de cada uno con el todo a través de la categoría universalizadora de humanidad. En tanto que humanos, todos somos parte de los males que inflige el hombre a sus semejantes. Todos somos, también, sus potenciales víctimas. De ahí una nueva vía de neutralización de los juegos polémicos de subjetivación política, en este caso bajo custodia de uno de los principales garantes de la supresión de lo político: la ética. Una ética, habría que añadir a los análisis de Rancière, que en los últimos años ha ido más allá de lo humanitario para hacerse estandarte de un nuevo lenguaje de legitimación por la guerra, en el que la lógica de la catástrofe asociada a la experiencia del mal pasa a encarnarse en la figura difusa pero muy identificable del terrorista.
En este contexto de triunfo de una doble lógica policial estatal y mundial, pluralizadora y totalizadora a la vez, “el fin y el retorno de la política son dos maneras complementarias de anular la política” [15]. Son las dos caras de un debate en el que se sigue poniendo en juego un mismo cometido: el de cómo anular lo político, el de cómo suprimir ese exceso por el cual una parte suplementaria, no reducible a ninguna de las partes que componen la sociedad, desfundamenta un determinado régimen de poder. ¿Proclamando la disolución de lo político en lo social? ¿Reclamando para lo político un lugar propio, por ejemplo a través de la reivindicación de “más Estado”? En el primer caso estamos en la letanía del fin de lo político; en el segundo, en la del retorno de lo político. Ambas culminan tanto el discurso como las prácticas de aquellos dos personajes que entraron en escena con la polis: el político y el filósofo, que tenían como tarea común la supresión política de la política.
Nuestros problemas políticos
Decíamos al principio que el trabajo de Rancière, a partir del momento en que se pierde para desaprenderse en la oscuridad de los archivos de la Biblioteca Nacional, se encamina, principalmente, a abrir con cautela una brecha que permita plantear de nuevo la pregunta por lo político. Pero para poder platear esta pregunta no es preciso ofrecer soluciones. Lo decisivo es forjar herramientas y poder compartirlas. Esto es lo que Rancière nos ofrece. Repitiendo la lección del ignorante, siguiendo la pauta del maestro Joseph Jacotot, Rancière nos deja en medio del bosque para que empecemos a buscar, juntos, en solitario o con él, una salida. Para ello no hay recetas, ni prácticas ni interpretativas. Y no debe haberlas: es el requisito de toda emancipación. Es, también, la aventura de la concreción.
Así como el valor de las recetas se mide por la tranquilidad que proporcionan, el valor de las herramientas sólo se refiere a su utilidad a la hora de generar problemas y permitir pensarlos. En este sentido, el trabajo de Rancière es de una gran utilidad. La política de los sin-parte es una caja de herramientas que permite que nos planteemos algunas cuestiones decisivas que de las que los siguientes párrafos son un esbozo.
En primer lugar, la política de los sin-parte sitúa la cuestión de lo político más allá del problema de lo posible. Muchos aspectos de la vida están sometidos a su territorialización de la experiencia. Pero precisamente la política, como política de la emancipación, no puede estarlo. No porque pertenezca a los ensueños de lo imposible en todas sus versiones (utopía, renuncias, etc) sino precisamente porque no reconoce esta partición de lo real. Sobre ella sólo se puede, en términos de Rancière, armar una lógica policial. La policía sí sabe lo que es posible. El gobernante también. El gestor, por supuesto. Pero los sin-parte, portadores de un mundo que no se puede contar ni reconocer, ¿cómo van a saber lo que es o no es posible?
En segundo lugar, la política de los sin-parte, porque no se define a partir del lugar de lo político sino desde su lógica, permite que nos acerquemos a una realidad estallada y heterogénea como parece ser la postmoderna. La búsqueda de los lugares privilegiados ha sido uno de los motores del pensamiento político. De uno a otro (el soberano, el pueblo, la sociedad civil, la clase, etc.) parece que finalmente nos hemos extraviado. ¿Dónde reconocer hoy este lugar y a su correspondiente sujeto? Las propuestas siguen, pero fácilmente aparecen más y más desvalidas. Y es que la realidad ya no admite una única narración. ¿Por qué no cambiar de estrategia? Pasar del dónde al cómo nos permite circular por las expresiones más concretas de la realidad sin necesidad de buscar la tierra prometida. Podemos hacerlo, además, sin necesidad de convenir a qué escala se ve o se deja de ver lo político. De lo micro a lo macro hay muchas escalas intermedias, no revistas. Y la política puede circular a través de ellas. Nuestra existencia se puede politizar en cualquier de ellas o en más de una simultáneamente.
En tercer lugar, la política de los sin-parte permite plantearse qué significa un pensamiento político desfundamentado, no sólo por la vía negativa, sino en toda su efectividad. Tal como Rancière plantea el momento de la política, no remite a nada más que a sí mismo y este sí mismo es el de un lugar vacío. Lugar vacío de los sin-parte, que no son expresión de ninguna otra propiedad que la de una igualdad vacía que corresponde precisamente al hecho de no reconocerse como parte. La igualdad se convierte a través del texto de Rancière en potencia de descalcificación y, por tanto, de desfundamentación. De ahí que la política sea tanto anárquica como anónima, la ruptura de cualquier lógica del principio y del sujeto sustantivo. Es una perspectiva que permite interrogarnos, por ejemplo, acerca de otra reinterpretación del marxismo especialmente presente en los debates políticos actuales: la que a través de las propuestas de Antonio Negri y del operaismo italiano giran en torno al concepto de multitud. ¿Qué implica pensar el sujeto político sustancializado en esta expresión múltiple del ser que es la multitud? [16] Implica poner en obra una ontología afirmativa como fundamento, aunque no sea un fundamento trascendente, y encajarla en la estructura procesual de un sujeto. Implica, por tanto, transferir la verdad de lo político a una realidad más fundamental, que en este caso sería la de la fuerza productiva extendida a la productividad misma del ser.
En cuarto lugar, la política de los sin-parte permite abrir la pregunta en torno al conflicto como momento decisivo de la política. ¿Cómo entender el conflicto cuando el antagonismo de clase parece haber estallado por los aires? ¿Cómo evitar la falsa asociación del conflicto o bien a la gestión de intereses contrapuestos o bien a la confrontación irracional y violenta? ¿Y cómo evitar, ante tantos problemas, dejar de lado la cuestión del conflicto como un momento secundario o lateral? ¿No es esto lo que hacen tanto las teorías del éxodo, que entiende el momento político principalmente como sustracción, como las teorías del consenso, que lo conciben como encuentro? Rancière plantea, con su caracterización de la política como irrupción de una lógica contra otra, de un mundo en otro, la inevitabilidad del conflicto. Por un lado, no hay sustracción sin irrupción de otro régimen de visibilidad y subversión del dominante (esto es lo que significa la política como litigio). Por otro lado, el acuerdo como consenso, no es un momento político sino policial. Toda la obra política de Rancière es, entre otras muchas cosas, una discusión con Habermas y su teoría discursiva. La igualdad de los hablantes para Rancière no tiene nada que ver con la presuposición de una intersubjetividad. Para la igualdad de los hablantes no hay una escena común de la palabra. Por eso sólo puede darse en el conflicto. El momento político, como racionalidad no comunicativa sino del desacuerdo (“mésentente”), es una guerra que se establece entre mundos incompatibles.
Por todo ello, porque nos sitúa más allá de lo posible, en una operación lógica concreta y no en un lugar privilegiado, en un vacío capaz de hacerse conflicto, la política de los sin-parte, finalmente, nos permite abordar una de las claves con las que debe enfrentarse hoy cualquier pensamiento crítico: el régimen de inclusión / exclusión que está operando en el nuevo capitalismo y su correspondiente vínculo social. Más allá de toda lógica de la pertenencia (a una comunidad, a una clase…), el vínculo social del nuevo capitalismo, así como el grado de explotación que administra, funciona como conexión. Conexión de cada uno con el todo, de cada punto con la red. Esto significa que cada uno libra solo, con su vida, su particular batalla con el mundo, una batalla que sólo puede tener una meta: no caerse fuera, no dejar de estar… La explotación no funciona entonces sólo como captura de un tiempo, sino como movilización de la vida, de cada vida amenazada por las lógicas, claramente policiales, del “mejor dentro que fuera”, “o conmigo o contra mí”. Son los dos lemas que de forma caricaturesca definen el lugar del vínculo social hoy. Lo saben bien las dos principales figuras de nuestro escenario político: el inmigrante y el terrorista. Si, a grandes rasgos, éste es el mundo, un posible dibujo entre otros de ese mundo solo en el que no hay lugar para la política a no ser la irrupción alógica de algún mundo incompatible, podemos empezar a usar las herramientas de Rancière, a plantearle algunas preguntas o a afrontarlas juntos: ¿cómo se definen las partes (reparto de atributos y poderes) cuando la lógica de la conexión domina sobre la de la pertenencia? ¿Qué puede significar ser sin-parte en una realidad en la que el vínculo social, y por lo tanto la biografía entera, se ha precarizado hasta límites vertiginosos? ¿No es ya cada uno siempre potencialmente sinparte? ¿Y no es ésta, precisamente, la amenaza que mantiene viva la reproducción del orden policial? ¿Qué significaría hoy girar los efectos de esta amenaza? Todas estas preguntas podríamos intentar concretarlas en la siguiente: con la evolución del capitalismo industrial clásico hacia el nuevo capitalismo la reapropiación de los medios de producción ha pasado a ser un momento político poco decisivo. ¿Qué significaría plantearse la reapropiación de otra instancia de sumisión, mucho más difusa pero tanto más efectiva, que sería precisamente la de los códigos de inclusión / exclusión que maneja la realidad heterogénea del nuevo capitalismo? ¿No es en ellos donde se está operando hoy la explotación de nuestras vidas puestas enteramente a trabajar?
Notas
1. J. Rancière, La nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, Paris, Fayard, 1981, p.12
2. J. Rancière, Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle, Paris, Fayard, 1987.
3. L. Althusser, J. Rancière, P. Macherey, Lire Le Capital I, Paris, Maspero, 1965; L. Althusser, E. Balibar, R. Establet, Lire Le Capital II, Paris, Maspero, 1965.
4. J. Rancière, Leçon d’Althusser, Gallimard, 1974.
5. J. Rancière, Courts voyages au pays du peuple, Paris, Seuil, 1990
6. J. Rancière, Aux bords du politique, Paris, La Fabrique, 1990, p.13
7. J. Rancière, La mésentente. Politique et philosophie, Paris, Galilée, 1995, p. 31.
8. Ibid. p. 67
9. J. Rancière, Le partage du sensible. Esthétique et politique, Paris, La Fabrique, 2000.
10. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 175
11. C. Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción.
12. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 35
13. J. Rancière, La mésentente, p. 143
14. J. Rancière, Aux bords du politique, p. 19
15. Ibid., p. 184
16. Para una discusión de Rancière sobre el concepto de multitud, ver la entrevista que le realizó Eric Alliez en Multitudes nº 9, París, mayo-junio 2002.
*Publicado originalmente en Riff Raff. Revista de pensamiento y cultura, Zaragoza, no. 24 (2004), 2a. época, pp. 109-117.
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