La idea que la apertura de una obra está en relación con una cierta atmósfera proviene de Kierkegaard. El pensador danés disponía esa atmósfera en referencia a una cierta modulación existencial, a la relación que el texto abría con el lector, a situar el momento y el lugar del análisis y, en especial, a instituir un punto de referencia constante. En el prefacio de Lógicas de los mundos (Ediciones Manantial, Buenos Ares, 2008) Alain Badiou también se interroga sobre esta cuestión y lo hace en el preciso momento en que decide ponerle un nombre al “ideal teórico bajo el cual se hace este examen”. ¿Qué se examina?: a la convicción natural y cotidiana que nos envuelve para atornillarnos en un mundo que declara una y otra vez que “no hay más que cuerpos y lenguajes”. A esta doxa contemporánea el autor la denomina materialismo democrático, y como su pensamiento va dirigido a desmontar este complejo andamiaje de impotencia que hoy domina al planeta anuncia que “después de muchas dudas decidí llamar a la atmósfera ideológica en la que mi empresa filosófica alienta su más extrema tensión una dialéctica materialista”.
Una primera reflexión me hace reparar lo siguiente: que el “ideal teórico” se transforma en una “atmósfera ideológica”; que el nombre no nombra a su filosofía sino a la atmósfera en que se produce; finalmente, que en su filosofía palpita una “extrema tensión”. La pregunta inmediata será: ¿en qué consiste esa tensión? Pero vayamos por parte.
Lógicas de los mundos lleva como subtítulo: El ser y el acontecimiento, 2 (El ser y el acontecimiento, Ediciones Manantial, Buenos Aires, segunda edición 2007) y ambos libros forman la arquitectura fundamental de una renovada filosofía que sin duda funcionará como una bisagra entre dos siglos. Tomando una distancia radical respecto a la “posmodernidad” que anuncia el fin de la filosofía, de las verdades, y de cualquier universalidad, Badiou afirma la posibilidad del hombre para intervenir en procesos de verdad que hagan venir a la existencia (política, científica, artística o amorosa) novedades anteriormente impensables en la lógica de los mundos en donde aparecieron y, yendo más allá de la particularidad histórica en que fue forjada, con capacidad para inscribirse en una eternidad dispuesta y donada para cualquiera. Por eso, a la consigna reaccionaria con la que se cerró el pasado siglo y se abrió el presente, y que tan bien sintetiza el enunciado: no hay más que cuerpos y lenguajes, la filosofía de Badiou interrumpe y desestabiliza esa hegemonía precipitando una inquietante afirmación que dice: sino que hay verdades. De tal manera que la atmósfera que preside la obra está reunida en el siguiente sintagma: No hay más que cuerpos y lenguajes, sino que hay verdades. Ese “sino que”, que suena tan bizarro a la sintaxis, es la marca gramatical que denuncia a la extrema tensión que recorre su filosofía.
Y es el momento de decir que esa tensión se derrama en el interior de un libro que tiene la estructura y el formato de las grandes obras de la filosofía. Su coherencia interna, su rigor argumental, su despliegue arquitectónico, inscribe una diferencia notable respecto al mundo filosófico contemporáneo que, sobre todo después de Heidegger, se ha dedicado a hablar más sobre la filosofía que a hacerla, condenando así a su escritura a la forma del ensayo aislado, cuando no al paper académico en donde el número de páginas ocupadas por el texto se igualan a las dedicadas a explicitar las fuentes “consultadas”. Por el contrario, esta obra tiene la potencia propia de la Crítica de la Razón Pura, de Kant, La ciencia de la lógica, de Hegel, o los tratados de Leibniz, o Descartes. Es una necesaria confrontación creativa con los temas decisivos de la filosofía desde sus orígenes, en especial con aquellas ontologías que han debido, cada una a su manera, resolver cómo el ser aparece en los mundos reales.
La obra está compuesta por un prefacio y VII Libros, con sus correspondientes divisiones internas: introducciones, secciones, escolios y apéndices, finalizando en una conclusión y cerrado con una síntesis condensada en 66 proposiciones y un diccionario de conceptos. En el Libro primero se aborda una Teoría formal del sujeto. En el interior del dispositivo de los tres Libros siguientes se tratan las grandes cuestiones que forman el núcleo de lo que el autor denomina La Gran Lógica y que son: una teoría de lo Trascendental, el Objeto y la Relación. Finalmente, en los tres Libros restantes se despliega una meditación acerca de Las cuatro formas del cambio, una Teoría de los puntos y una respuesta a la pregunta ¿Qué es un cuerpo? Además de los filósofos anteriormente mencionados, en el surco que va abriendo su pensamiento Badiou dialoga, concuerda y confronta con pensadores como Kierkegaard, Deleuze, Lacan, etc. acerca de las cuestiones que se van exponiendo.
Pues bien, este es el “paquete” filosófico que se nos ofrece, y que nadie sueñe con una reseña o un resumen de estilo académico: imposible, si no se quiere traicionar este extraordinario esfuerzo del pensamiento. Sólo queda, es mi modo de ver, el paciente, lento y profundo andar que va cincelando un recorrido que al final muestra una llamativa consistencia y un sinfín de posibilidades abiertas para recorrer. En el mundo de la velocidad vertiginosa que impone la circulación del dinero y de los bienes a consumir, es decir, en la vorágine del tiempo del mercado, el andar lento puede marcar una diferencia apreciable. De eso se trata.
Quiero centrarme en la atmósfera que alienta la más extrema tensión. Por más que la tensión sea “extrema” no asoma de una manera evidente. Y no sólo eso, sino que es necesario ubicarla en una cuestión y referirla a una lucha contra un enemigo siempre solapado en el pensamiento filosófico: las religiones.
La posmodernidad (otro nombre posible para el materialismo democrático) crea la ficción de ser una empresa atea. Proclama su lucha contra el Todo, la Universalidad, el Fundamento, y contra cualquier tipo de substancialismo sobre el que sostener una visión totalizadora del mundo y su destino. Su adhesión a un relativismo extremo, cuyo resultado es un escepticismo estéril, y su fuerte apuesta a la diseminación constante y sin fin de toda obra humana, le da un marco lo suficientemente seguro para sentirse a cubierto de cualquier compromiso regresivo con las teologías. Incluso, para reafirmar esta convicción, proclama a los cuatro vientos su pasión por el régimen político menos malo que son las democracias representativas basadas en el consenso, y su lucha sin cuartel contra los totalitarismos, terrorismos e integrismos de cualquier especie.
Lógicas de los mundos permite pensar que esta visión recubre un núcleo teológico esencial. Más aún, expresamente anuncia que este entramado teórico-ideológico con aroma y efectos reaccionarios es lo suficientemente complejo como para cobijar una variante de “izquierda” o “progresista” cuyos nombres serían, nada más y nada menos, que Deleuze y Foucault. Creo que Alain Badiou nos advierte que la valiente lucha filosófica que el vitalismo deleuziano lleva adelante contra esta ideología dominante puede fracasar en su empresa por causa de no haberse desembarazado lo suficiente de una matriz decisiva para el pensamiento. Esta matriz es lo finito y la muerte. En Deleuze estaría presente un serio intento de cortar con esa dupla pero su abordaje del infinito no puede abandonar al Uno que finalmente lo recubre y su idea de eternidad no es afirmativa, sino que se sostiene en la negación de la vida que es la muerte. Tanto para la fenomenología como para el vitalismo, la muerte y la precariedad de todo lo que aparece da testimonio de la existencia finita, la cual es una “simple modalidad de una superexsistencia infinita o de una potencia de lo Uno que sólo experimentamos en su reverso: en la limitación pasiva de todo lo que le satisfizo constituir” (pág. 302) En consecuencia, esa superexsistencia que se constituye en función de la precariedad de todo lo que instituye, repone un infinito subyacente -de cuño teológico- “cuya escritura terrestre es la muerte” (pág. 302).
Ya podemos intuir el lugar en donde situar la extrema tensión: es el asalto a la guarida religiosa para rescatar y producir una nueva idea del infinito y de la eternidad para inscribirla en la existencia y arrancarla de la trascendencia religiosa. “Pensar la existencia sin finitud. Tal es el imperativo liberador, que disocia el existir de su atadura al significante último de la sumisión, que es la muerte.”(pág.302). La tarea es gigantesca por eso la tensión es extrema. A esta altura ¿debo aclarar expresamente que la atmósfera tiene que ver con una emancipación?
Cuando el matemático Cantor, a fines del siglo XIX, inventó el “paraíso” del infinito actual, produjo una enorme mutación en el pensamiento. Sus efectos resplandecen en El ser y el acontecimiento en donde se desarrolla una ontología matemática que se sostiene sobre la idea de que el ser en tanto ser se despliega en una multiplicidad de multiplicidades, sin Uno, es decir, una multiplicidad inconsistente o pura. Es allí en donde el infinito devenido en pensamiento laico, formulado matemáticamente y perfectamente transmisible para todos, emancipa al ser infinito de la tutela religiosa ya que la afirmación: Dios es infinito y el mundo creado por él es finito, es uno de los núcleos duros de la doctrina eclesiástica que aún subyace en la ideología del materialismo democrático ya que sus postulados reposan sobre un pensamiento finitista. Y toda vez que esa finitud hace la experiencia de sus “límites” siempre evoca y convoca a un más allá “indecible”, un infinito claramente teológico pero con otro ropaje. Concluyamos entonces que la ontología matemática pensando el infinito en acto, y asentando sobre él al pensamiento acerca del ser en tanto ser, realiza el primer rescate de esta idea de la guarida teológica.
Pero el imperativo liberador tiene otro desafío que es afrontado en Lógicas de los mundos. Porque esta obra trata no del ser sino de las formas en que el ser aparece en los mundos. No habla del ser sino del existir. Es el turno de poner en movimiento un pensamiento de la existencia que proclame su eternidad. ¿Será el hombre, que la ideología reaccionaria del materialismo democrático lo reduce a su mera condición de animal viviente (ya que ese es el significado profundo de la sentencia posmoderna: “las Ideologías han muerto”), capaz de hacer venir a los mundos que habita fragmentos de eternidad? ¿Puede aquello que es creado aspirar al mismo tiempo a ser eterno? Sí, es la tensa afirmación del filósofo. Aquí tenemos que obviar el desarrollo y fundamentación de esta respuesta pues es el núcleo mismo de la obra. No nos queda otro camino que deslizarnos por el lógico tembladeral de los ejemplos y las intuiciones rápidas. Afortunadamente está la obra que restablecerá las precisiones necesarias respecto a todo aquello que aquí se pueda desbordar. Intentémoslo.
La afirmación de Badiou se inscribe en la tradición cartesiana ya que Descartes afirmaba que las verdades eternas de la pura razón que Dios creó no las hizo obligado por una necesidad de la que no pudiera escapar, sino que él las creó libremente, de tal manera que hubiera podido afirmar, por ejemplo, que un triángulo es una figura que tiene menos de tres lados y hacer de esta afirmación una verdad y una geometría tan racional como la que contamos actualmente. Leibniz, su contrincante, afirmaba algo diferente, sostenía que Dios finalmente estaba al servicio de lo que le permitiera una razón que lo trascendía y que su poder consistía en elegir, entre los infinitos mundos posibles, el mejor. Para
esta visión Dios reunía en el intelecto divino la infinitud de todo lo que es posible y ejecutaba la mejor elección, pero no hubiera podido elegir lo que la razón le prescribía como imposible. En su momento Sartre tomó partido por Descartes intuyendo que muerto Dios su libertad absoluta para crear sería heredada por los hombres.
Entonces el principio es claro: precisamente porque las ideas verdaderas son creadas es que son eternas, y su consecuencia es la siguiente: la eternidad para ser debe aparecer. Ahora hay que destruir la guarida religiosa porque desde su interior se afirma que Dios crea a partir de la nada, y Lógicas de los mundos se encarga de demostrar que la creación de una eternidad siempre se realizada en un mundo ya que el ser, al negar toda posibilidad de ser al Todo (lo Uno no es), prescribe que el ser no puede aparecer sino en situaciones locales llamadas mundos.
Sabemos que esta eternidad es la de las verdades, que ellas son llamadas procedimientos de verdad y que para nuestro autor hay cuatro (pero la lista está abierta…): la política, la ciencia, el arte y el amor. Es en su interior en donde advienen novedades nunca antes pensadas que se desencadenan a partir de la irrupción contingente de una excepción a los mundos constituidos que se llama acontecimiento. La huella de un acontecimiento se objetiva en un cuerpo y permite que este abra una doble posibilidad: la de comenzar la creación de un nuevo presente y que ese cuerpo sea capaz de soportar una subjetividad fiel, que es la disposición subjetiva de una vida singular de componerse con ese cuerpo, llamado sujeto, para trabajar en dirección de la invención de un presente inédito.
Pero este advenimiento no proviene de la nada. Todo comienzo es un re-comienzo. Es comienzo porque hace venir a la existencia lo anteriormente inexistente, y es recomienzo porque esta nueva aparición hace percibir en el presente a la eternidad como su pasado. En el campo de las verdades incorporar una vida a un nuevo presente me permite experimentar el pasado de la eternidad misma. Badiou pone el ejemplo de los caballos pintados hace 30.000 años en las grutas de Chauvet y los cuadros de Picasso también sobre el motivo de los caballos. El ejemplo es intencionadamente extremo para hacer nacer en el lector la idea de que los mundos del pintor de las cavernas y el del creador del cubismo son absolutamente diferentes. Sin embargo, si el arte es la creación sensible de una idea, entonces la eternidad de la idea de caballo está ahí presente desde siempre en tan dispares circunstancias. Pero es esencial tener en cuenta que esa invariante no envuelve a sus propias variaciones. Cito a Badiou: “La eterna Verdad que, al final de una trayectoria, Picasso cita con su habitual virtuosismo se enuncia simplemente: el animal es en pintura la ocasión de señalar, por la sola seguridad del trazo que separa, que entre la Idea y la existencia, entre el tipo y el caso, puedo crear, y por lo tanto pensar, el punto que permanece indiscernible” (pág. 37). En esta invariante ninguna variación ya esta contenida de en su interior de tal manera que los distintos presentes puedan ser leídos como su despliegue. Por el contrario, en cada presente nuevo, se hace existir a la eternidad.
En definitiva no todo lo que existe es efecto de condiciones históricas determinadas, sólo relativas a una particularidad. Por eso el “sino que hay verdades”, porque ese es el campo en el que la existencia humana puede participar activamente en la creación de eternidades que, como las pinturas de la gruta de Chauvet, (y antes que él hubo otros, por que no hay origen) atraviesan lo específico del mundo en que nacieron y están destinadas a la humanidad en su conjunto para siempre. El genio de Marx había percibido esta circunstancia que se le planteaba como una “dificultad”, por cuanto el Materialismo Histórico hacía depender lo que sucedía en la “superestructura” -y allí se ubicaba al arte- de las condiciones históricas particulares del momento de su producción, un verdadero historicismo radical. Decía Marx en 1857 en la Introducción a la Crítica de la economía política: “Pero la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aun proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos
aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”.
Igual se podría decir, dentro de las verdades políticas, de la idea de emancipación llevada a la existencia por el cuerpo político del ejército de Espartaco en su lucha contra la tiranía del Imperio Romano. La emancipación es una existencia eterna que recomienza en mundos muy diferentes y asumiendo formas también diferentes. El nombre de Espartaco, ligado a las circunstancias particulares de su mundo, reaparece en contextos históricos incompatibles entre sí, pero sin embargo ligados por ese Mismo eterno que vuelve a aparecer bajo la forma de Otro Mismo. Toda gesto político que intente liberarnos de un orden opresivo llevará la marca de esa constante emancipativa que en su momento Espartaco recreó con la rebelión de los esclavos.
En definitiva, si la eternidad sólo es pensable por el testimonio que da la muerte y la finitud de todas las cosas, entonces esa eternidad será teológica, sin pensamiento y puesta siempre en un más allá. En cambio, si articulamos un pensamiento de la eternidad para este mundo, si la hacemos existir como tal y no como la contracara de la muerte y lo perecedero, lograremos extirparle a la teología y sus representantes debilitados de la posmodernidad, una idea de efectos incalculables para la filosofía.
Es dentro de esta tensa atmósfera que Lógicas de los mundos realiza un largo y sistemático recorrido que desarrolla las condiciones generales en las que la multiplicidad infinita del ser se localiza en diferentes mundos y abren la chance para que la vida humana intervenga fielmente para hacen venir a la existencia la eternidad de las verdades.
Tomado de los archivos de la revista Acontecimiento, Buenos Aires, 29 de Marzo de 2009:
http://www.grupoacontecimiento.com.ar/index.php?option=com_remository&Itemid=30&func=startdown&id=36
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