Sergio Espinosa Proa
En el siglo XVII, Holanda era un ejemplo de
modernidad: próspera y libre. Encontró a su filósofo: Spinoza. Y tuvo su
principal porqué social y político: sacudirse el yugo de España, aferrada -por
múltiples razones- a sus tradiciones. Desde Spinoza, Descartes, francés, no se
aprecia tan decidido a abandonar el pasado; está atado a él por lazos más o
menos sutiles, pero no por ello menos rígidos y violentos. Uno de ellos salta a
la vista: que el alma se halla unida al cuerpo no lo sabe el entendimiento, sino
-¡en plena Edad Clásica!- el sentimiento. Pero, según el holandés, el
sentimiento no nos informa de otra cosa que de aquello que nos sucede, no de lo
que realmente es; no es posible confiar en él para saberlo. Hacerlo equivale
a deslizarse irreflexivamente en el prejuicio, de los cuales el mayor de todos
es el de presuponer una causa final; Aristóteles se equivocó de modo rotundo
al explicar casi todo en virtud de ella. Para Spinoza, es la forma simple y
elemental del antropocentrismo: dar por hecho que cuanto acontece ocurre por
algo. No se ha despertado todavía suficientemente del sueño si pensamos de esa
manera. Es dudoso que Hegel, un siglo después, lo haya logrado, pues el
Espíritu procede, según él, como si obedeciera a causas finales. Que puede evitarse
este prejuicio lo muestran principalmente las matemáticas: ellas tratan con
esencias, no con fines. Descartes no da el paso decisivo, pero es cierto que
entreabre la puerta: pensar es, para empezar, expulsar lo oscuro y lo confuso.
"Desterrando una finalidad heterogénea a las leyes universales de la
naturaleza, la situación del hombre cambia de significación; todo
antropocentrismo resulta desterrado. Despojado de todo privilegio, el ser
humano no es ya un 'imperio en un imperio', ya no es algo mixto cuya
composición original sobrepasa nuestro entendimiento, sino naturaleza en la
naturaleza, y, como tal, objeto de ciencia" (Marianne Schaub,
"Spinoza, o una filosofía política al modo de Galileo", Ibid., p.
159). En términos más fuertes, desterrar a lo humano es exactamente lo mismo
que desterritorializar -como dirá Deleuze- a Dios, considerado en la Ética como un "asilo de ignorancia" (Apéndice a la primera parte).
Ateología y antihumanismo en un solo, certero y contundente, golpe; con razón
se escandalizó el respetable. Pero es importante hacer notar que aquí no se
está anulando la relevancia de lo imaginario; sólo se trata de evitar que
resuelva problemas que no le corresponde a él ni siquiera plantear. Desde la
subjetividad, las cosas aparecen de cabeza; hasta Dios se conduce como si el
pobre fuera un hombre. Todo, desde nuestro punto de vista, ocurre por algo, para nosotros. La razón -lo que Spinoza denomina el segundo género de
conocimiento- corrige este defecto. Pero, ojo, sólo es un defecto si quiere
organizar nuestro conocimiento del mundo tal como éste es. El prejuicio no
está "mal" en sí mismo; solamente deforma o distorsiona nuestra
imagen del mundo para adecuarse a cuanto de él, con o sin razón, esperamos. Es
lo mismo que Descartes concedía al sentido común; concierne a la posición
natural y espontánea del hombre. Pero para Spinoza no es tan sencillo
desembarazarse de ella; uno prefiere abrazarse a lo común, así sepamos que se
está flagrantemente equivocado. ¿Por qué habría de ocurrir cosa semejante?
Porque no soportamos el peso del mundo. Quisiéramos ser omnipotentes, o que
Alguien (un Dios, un Mesías, un Führer o una clase social y su vanguardia)
para el cual seamos lo más valioso, lo fuera por nosotros. No salimos de la
infancia (de una idea ciertamente rudimentaria de la infancia: no la de
Nietzsche, por caso). Spinoza supone por contra que esa es precisamente la
función de la razón: hacernos madurar. Ser maduros consiste, desde este punto
de vista, en saber adaptarse a un mundo que no puede utilizarse como sería
ideal.
Esto es prácticamente lo mismo que saber distinguir
entre la realidad (externa) y el deseo: las cosas no están ahí, graciosa y
dócilmente, para garantizar nuestra satisfacción. Persistir en ello,
persuadidos de su verdad, no sólo deforma al mundo, sino que nos hace sufrir
-y, de ahí, deplorarlo y calumniarlo- sin ninguna justificación y ninguna
necesidad. Es decir: ser niños no está mal; pero seguir siéndolo toda la vida
es una reverenda y literal estupidez. Con todo, perseveramos puerilmente en
ello. Nos detenemos en la maduración; queremos todo aquí y ahora, y por el solo
hecho de ser. Y los efectos son terribles; las cosas se confunden. Hay aquí una
crítica subliminal al cristianismo: toda esa cosmovisión consiste en permanecer
niños -¡la religión del Hijo!- hasta el final. Es decir: hasta el día de hoy.
Que el mundo no existe para cumplir nuestros sueños significa, sin ir más
lejos, que es trágico. No es exagerado decir que esta es la principal
constatación filosófica de nuestro tiempo. Spinoza advierte, a este respecto,
una correlación necesaria entre el antropocentrismo, el oscurantismo y la
monarquía. Equivale a considerar la realidad humana y extrahumana -y así actuar
sobre ella- desde un punto de vista eminentemente instrumental. Se lee en el
mismo Apéndice: "Refiriéndose todos a su propio carácter, inventaron
diversos medios de rendir culto a Dios, a fin de ser amados por Él más que los
demás, y de que dirija a la naturaleza entera en beneficio de su ciego deseo y
de su insaciable avidez". La irrupción de una metodología matemática
permitirá salir de ese fango; sin ella esto no sería posible. No hay nada como
el Bien o el Mal, el Orden o la Confusión, la Belleza o la Fealdad; no hay nada
positivo en la idea de Pecado o en la de Mérito. ¿Qué hay entonces? Sólo grados de potencia. Se adivina, o, mejor dicho, se percibe el
desmantelamiento de todo un Orden querido y sustentado por un Dios
Todopoderoso. Si no existe el Bien, existe en cambio lo bueno para los seres,
consistente en la afirmación incondicional de su naturaleza particular. Esto es
veneno puro para la teología, incluso aquella que troca la Bondad por la
Belleza. La naturaleza no existe para algo, ni siquiera para que Dios
contemple, extasiado, su presunta belleza. Ella, caso de haberla, procede de
una conexión necesaria, dada la homogeneidad de las cosas, no de una Voluntad
de Orden. Por las mismas razones Spinoza excluye la hipótesis de una
"Armonía Cósmica". Las matemáticas desustancializan al mundo y con
ello lo liberan de nuestros caprichos y prejuicios más inveterados. Su método
es constructivo, no deductivo. Ella no parte de Ideas Generales, que son sólo
palabras, sino de definiciones válidas. Éstas no son artificios más o menos ad
hoc, sino aplicaciones de un entendimiento enraizado en la naturaleza de las
cosas. Comprender cómo opera el entendimiento es lo mismo que comprender el
Ser. Se verifica así una continuidad entre la naturaleza naturante y la
naturaleza naturada, lo cual significa que un entendimiento finito está
capacitado para proceder como si fuera infinito. No precisa de signos externos
para saber si es o no es verdad, cosa que ocurre en el primer género de
conocimiento. La imaginación sustantiva nociones abstractas y construye a
partir de signos, del significado adjudicado a lo real, pero lo real no
significa nada: las cosas están encadenadas unas a otras, punto. La razón no
requiere signos para entender, señales que vengan de otra parte. No necesita
pruebas extraídas de algo radicalmente ajeno, provenientes de un horizonte
sacro, misterioso en sí mismo. La imaginación sí trabaja de ese modo,
articulando las cosas con vistas a su utilidad. Cree que vuela, pero no se
despega un milímetro de la superficie de las cosas. Cree, aún peor, que es
libre, pero sólo posee la libertad de un reflejo condicionado. ¡Y seguimos
pensando que describe al mundo tal y como es!
Tomado de Planeta Posmetafísico
1 comentario:
Absolutamente de acuerdo. Saludos spinozistas.
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