09 enero, 2022

EL DIOS DE SPINOZA II

Sergio Espinosa Proa

En realidad no hace falta imaginar un Creador Todopoderoso -ni Platón ni Aristóteles tuvieron necesidad de hacerlo- si fue o era posible garantizar la sumisión de las cosas singulares a su Idea. De ahí deriva por fuerza una noción inadecuada de la perfección y la imperfección. Porque sólo existen propiamente las cosas en su particularidad, y sólo en ellas y para ellas es aplicable el principio de causalidad. La relación de la Idea con su referente real, con el individuo concreto, arrojado al tiempo y su erosión, es la de lo perfecto con lo imperfecto, pero, y esto lo sabe Spinoza acaso demasiado bien, la Idea universal es un ente de razón: no tiene existencia real. Otorgar no sólo existencia, sino excelencia y derecho a gobernar y regir a aquello que no existe más que en la mente es exactamente la operación que más tarde identificará Nietzsche con el nihilismo. Esta decisión irá rodando a lo largo de los siglos. Conocerá ascensos y descensos, enriquecimientos y angostamientos, pero no se extinguirá hasta el día de hoy. El holandés era una persona educada y bondadosa, así que tildará de prejuicio a la manía, extremadamente sospechosa para nuestra sensibilidad actual, de explicar el mundo a partir de una presuposición sobre el propósito final de su existencia. Daría la impresión de ser inextirpable. Según Spinoza, no hay tal cosa como una causa final; lo que puede observarse, abriendo bien los ojos, es sólo una causa eficiente, y ella no es otra cosa que el apetito, que el filósofo define como conatus. Desde aquí, resulta decididamente desafortunado establecer normas ideales de perfección. Todas las cosas son, en sí mismas, perfectas, porque no hay un patrón exterior de medida. El problema surge cuando creemos que buscar el bien, lo útil, es una meta final, lógica, de todo cuanto existe: las cosas fueron hechas pensando en nosotros. Hay multitudes -y no pocos filósofos- que dan esto por descontado. Para un filósofo como Spinoza, es únicamente un prejuicio producto de la ignorancia. Tal vez, ¡pero vaya si ese prejuicio se halla enconado! El Dios de esas muchedumbres se antoja imbatible. Viene a ser una especie de Papá Noel, con su trineo cargado de regalos. Su felicidad consiste en llevar la felicidad, gratuitamente, a nuestros hogares. Evidentemente, es una deidad pensada en los niños, pero no estaría mal que también estuviera ahí para la gente mayor. Muchos dioses, de muchas regiones del planeta, se ruborizarían ante conducta tan humillante. Cualquier cosa menos ponerse al servicio de estos micos. Pero bueno, estos son algunos efectos inevitables de la imperiosa necesidad de creer que se es especial, y, más todavía, que debemos aproximarnos a la perfección diseñada por un ideal. Creer en ese tipo de Dios no deja de tener grotescas consecuencias. Ya no es un simple prejuicio: se convierte primero en una superstición, y enseguida en una religión hecha y derecha. No la inventan los hebreos, pero son increíblemente diestros en depurarla y hacerla verosímil. Por caso, su Dios no es pura bondad, sino cólera; no es puro amor, sino también el aguijón de los celos. Es exactamente como un padre: tierno y severo, justo y arrebatado. Con la creencia de que todo existe por y para algo, el mundo se invierte: lo que es causa aparece como efecto, lo perfecto como imperfecto, lo anterior como posterior, y viceversa. En ese orden de cosas, ni siquiera Dios permanece indemne: si crea el mundo, es porque -diga lo que diga la teología- carecía de algo esencial. La única alternativa es suponer que, siendo perfecto, creó el mundo para que sus creaturas le canten motetes (lo cual, hablando con franqueza, no me parece de entero mal gusto).

Advertimos que, sea como sea, se trata aquí de un prejuicio muy serio. Que todo remita, racionalmente, a un para qué, es una convicción que no se elimina con una pequeña o mediana reprimenda. Es fácil quedar estupefacto incluso por acontecimientos ínfimos. Y si, como es lo que ocurre, hay algunas personas interesadas en perpetuar y propagar la estupefacción, el camino se volverá pronto intransitable (o será el único transitable). Esas personas se han encargado de la educación, o de la cultura, así que nunca se han visto privadas de condiciones para medrar. Su fuerza ha llegado a ser descomunal; hoy mismo es omnímoda e innegable, hasta en la llamada educación pública. A la Teología no le molesta la razón -excepto cuando ésta se imagina con mayor poder que la Revelación. Descartes se cuidó muy mucho de incomodar a tan venerable institución. Ni siquiera el Cogito soñó con liberarse totalmente de su tutela. Para Spinoza, es diáfana la diferencia entre la filosofía y la Teología: aquélla persigue la verdad, ésta busca asegurar la obediencia. Aquélla se dirige a un asentimiento o un rechazo racional, ésta a una emoción nacida de la imaginación. El desnivel es palmario. Lo segundo lleva siempre las de ganar, si no por ignorancia, sí por comodidad o inercia: por hábito, cuando no por pereza. Pero, para el filósofo, no se trata de repudiar a la Teología, sino de mostrarle que no debería sobrepasar sus límites. Ella -al menos, la judía- se forma en el cruce de ocho elementos: 1) Es un saber profético, revelado a unos cuantos. 2) Se reveló a esos pocos hombres mediante imágenes (auditivas y visuales), es decir: mediante signos. 3) La revelación no es exclusiva del pueblo judío. 4) La ley divina no se concibe como algo natural, sino como algo positivo. 5) Se basa en el milagro, aunque Spinoza lo rechaza sin apelación. 6) Se apoya en una "luz sobrenatural", que así mismo descarta el filósofo. 7) No busca un conocimiento de las cosas, sino un camino para alcanzar la virtud; son lecciones morales, no una verdadera sabiduría. Bien entendido que no hay conflicto alguno entre teología y filosofía, pero la primera no cesa nunca en su empeño por subordinarse a la segunda. Las palabras de Spinoza son casi definitivas, pero parecen caer siempre en oídos sordos: "Pues, como no podemos percibir por luz natural que la simple obediencia es el camino hacia la salvación, sino que sólo la revelación enseña que eso se consigue por una singular gracia de Dios, inalcanzable por la razón, se sigue que la escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo. Porque todos sin excepción pueden obedecer, pero son muy pocos, en comparación con todo el género humano, los que consiguen el hábito de la virtud bajo la sola guía de la razón" (Tratado teológico-político, cap. XV). ¿De qué tienen miedo los teólogos, por qué no dejan que los filósofos hagan su trabajo, que de sencillo no tiene un ápice? 

Por lo demás, deberá insistirse: Baruch Spinoza no defiende sólo la libertad formal o de expresión a la hora de interpretar las Escrituras; como vemos, es toda una idea de Dios la que aquí se halla en liza. En ella, lo desconocido forma parte inescindible de lo real (la sustancia, o la naturaleza, o Dios). "Nunca se insistirá bastante en que (...) lo infinito desconocido es tan relevante para el concepto de Dios como lo conocido" (Vidal Peña, "Introducción", Ética, Alianza, Madrid, 1987, p. 33). Por lo pronto, este concepto es crítico, no dogmático -como más tarde, lamentablemente, arguirá Schelling-, porque incluye en sí el límite mismo de la razón. A despecho de algunas palabras poco amables hacía Gilles Deleuze (también critica, con precipitación, a Borges y a Negri), la Introducción de Vidal Peña se encuentra bastante cerca de la lectura del filósofo francés. Ambos se encargan de deshacer los prejuicios más inveterados: que es panteísta, que es racionalista absoluto, que es dogmático. Ya se ha adelantado por qué no es lo último; el concepto de Dios es como el del Cogito: esencialmente problemático. En modo alguno se parte de una creencia o de un sentimiento (ya que ambos serían racionalmente inobjetables). No es, en modo alguno, racionalista a ultranza porque revienta desde dentro el concepto de razón; y no es panteísta dado que Dios es -aparte de potencia infinita- pluralidad e indeterminación. Con estas tres consideraciones, que no siempre -más bien nunca- son debidamente captadas, dada su índole radical, que choca contra un automatismo muy arraigado, Spinoza altera con decisión nuestra imagen habitual del mundo. A sus propios ojos, esta imagen, según hemos dicho, procede de un prejuicio fundamental: creer que Dios se conduce como una persona (vulgar, pero infinita) lo haría. No hacerlo, ¿torna inútil -o superflua- su existencia?

Tomado de Planeta Posmetafísico

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