Sergio Espinosa Proa
Un ser humano es incapaz de comprender, mediante el
solo uso de la razón, el Todo del que es parte. El tiempo no puede pensarse
propiamente: sólo es posible -hacia atrás y hacia adelante- efectuar
conjeturas. Estamos dirigidos hacia el futuro, pero nadie, nadie sabe qué hay
ahí, qué nos depara el mañana. Queremos saberlo, pero la razón es claramente
insuficiente para otorgarnos tal conocimiento. En consecuencia, cada uno de
nosotros es un hervidero de pasiones. Las dos más importantes, de las que
derivan las demás, son el temor y la esperanza. Ambas son modalidades
inconstantes de la tristeza y de la alegría. Spinoza estima que apoyarse en
ellas es lo propio de instituciones y doctrinas esclavizadoras. Manipulan a las
muchedumbres; las excitan y someten alternativamente. Es el caso, flagrante, de
la religión judeocristiana; vive de despertar en el individuo la promesa de una
vida eterna y de temer un castigo igualmente perpetuo. Y también del Estado
represor, que se sustenta en el terror. Ya desde su siglo, el filósofo entiende
que cada día es más inaplazable la sustitución de la Teología por la
Antropología. No se trata de un cambio meramente teórico; apunta al reemplazo
de una estructura autoritaria fundada en el temor por una más flexible que
conceda la libertad del individuo y que vea en ella la condición sin la cual no
habría ni seguridad ni estabilidad. En esto, Spinoza difiere diametralmente de
Hobbes; el crecimiento de la sociedad no conduce necesariamente a la guerra de
todos contra todos; no hace falta erigir a un Leviatán para mantenerla. La
sociedad moderna abre la posibilidad de un aumento de poder del individuo, no
de su decremento. El Estado no tiene por qué suprimir las pasiones, sino
solamente limitarse a intentar modificar sus efectos. Su papel es convertir las
pasiones negativas en positivas y en acrecentar el poder de la colectividad.
Pero todo depende del resuelto y completo abandono de la Teología; construir un
pensamiento que parta de lo que es, no de lo que debería ser. Y lo que es, respecto
del hombre, es la realidad de la imaginación y del deseo. Se despide de la idea
del pecado y procura comprender la formación del prejuicio y el mecanismo de
las pasiones. Para garantizar dicha comprensión es preciso despojarse de la
noción de un Dios personal y creador ex nihilo del mundo. Las cosas no
funcionan así. Es necesario, si no queremos rechazar toda idea de una causa
absoluta, pensar a Dios como productividad infinita, no como creación a partir
de la nada. Sólo de esa manera puede evitarse la idea de Dios como un ser
dotado de entendimiento y de voluntad. No hay nada como eso. Antes de la
existencia de las cosas no pueden existir ni el entendimiento ni la voluntad.
"De una manera general, todos los modos del pensar pertenecen a la naturaleza
naturada, de modo que queda excluida una idea preexistente a las cosas"
(p. 182). La Teología se precipita por fuerza en este tipo de errores, que son
lógicos para su forma de enfocar las cosas. Necesita a un Dios al cual el
Hombre debe someterse. Y bien, ese Dios no está muerto; simplemente nunca ha
existido. Sólo lo hemos imaginado, y los sacerdotes, acompañados por el grueso
de los funcionarios públicos, se han servido de Él para asegurar la sumisión y
la obediencia. "Esa absoluta necesidad, esa infinita productividad
inmutable en su eternidad, presente en todo y siempre más allá, sumamente
perfecta y, sin embargo, cognoscible, fundamentan en el Ser mismo el
determinismo universal, la posibilidad de una ciencia rigurosa de toda la
naturaleza y destruyen ineluctablemente las pretensiones de todas las doctrinas
filosóficas, teológicas y políticas del libre albedrío divino y humano"
(Ibid.). Si Dios es una infinita productividad, ser humanos consiste en
conocer y actuar, no en lamentarse y caer en constantes actos de contrición y
autoflagelamiento. Nada tan triste como
eso.
Tal vez no haya mucha necesidad de entrar en el detalle de la operación; pues basta con señalar que de Dios nos conformamos con retener no su verdadera esencia, sino algunas propiedades extrínsecas. Son "signos", que, como sabemos, en Spinoza poseen una connotación específica: manifiestan la forma en que imaginamos a Dios, no como éste realmente es. Advertencias, mandamientos, reglas, modelos de vida... No tienen nada que ver con la esencia divina, sino con las impresiones que marcan al individuo, compelido tan sólo a obedecer. Los teólogos han impuesto su perspectiva a los filósofos, que, como Descartes, piensan que la naturaleza de Dios es lo infinitamente perfecto. Pero esa es una propiedad, no un atributo. Los atributos no son nada misterioso ni oculto: se hallan a la vista, y es probable que por tal razón hayan pasado completamente desapercibidos para filósofos dotados, por lo demás, de enorme talento. La principal explicación de ese fallo la descubre Spinoza en la carencia de un método crítico para interpretar las Escrituras. Lo asevera explícitamente en el Tratado teológico-político: "Con una sorprendente precipitación, todo el mundo se ha persuadido que los profetas han tenido la ciencia de todo lo que el entendimiento humano puede aprender" (Alianza, Madrid, 1990, p. 116). Esto es excesivo. La Biblia no revela la naturaleza de Dios, sólo que existe, que es Uno, que lo ve todo, que está en todas partes y, lo más importante, que debemos prosternarnos ante Él. Un Dios para asustar a los niños, nada más. Vaya si la filosofía ha sufrido por ello. Ha correspondido a Gilles Deleuze insistir en este punto: "De manera que la 'Palabra de Dios' tiene dos sentidos muy diversos: una Palabra expresiva que no tiene necesidad de palabras ni de signos, sino solamente de la esencia de Dios y del entendimiento del hombre. Una palabra impresa, imperativa, operante por signo y mandamiento: ella no es expresiva sino que golpea nuestra imaginación y nos inspira la sumisión necesaria" (Spinoza y el problema de la expresión, Muchnik, Barcelona, 1975, p. 50). Los profetas no entienden ni quieren entender la naturaleza de Dios; tal vez, de hacerlo, se quedarían sin trabajo. Para nuestro filósofo, Dios se expresa en la forma del universo; no se manifiesta como una serie de mandamientos. ¿Quién quiere el misterio? No Dios. Sería absurdo; quizá monstruoso. Lo inventan los profetas, individuos -como se afirma en el segundo capítulo del Tratado teológico-político- de imaginación fuerte y entendimiento débil. El fin del mundo se toma como su principio. Todo aparece así distorsionado. Pero la filosofía de Spinoza es la de una afirmación pura, que, para corresponder a la esencia divina, espera de cada individuo no su autolimitación, no su ab-negación, por los motivos que fueren -siempre serán morales- sino, todo lo contrario, su plena expresión. ¿Qué se precisa para lograrlo? ¡Salir de la infancia en la que nos mantienen ciertas instancias y creencias, ciertos sujetos y costumbres! Porque la filosofía de la afirmación pura es cualquier cosa menos jerárquica: nada en el universo es inferior o superior a nada. La noción de un Dios distante y mayestático, de un Dios que premia-y-castiga, de un Dios personal y a la vez trascendente, cae por su propio peso. "... el mayor de los errores sería el de creer que lo infinitamente perfecto basta para definir la 'naturaleza' de Dios. Lo infinitamente perfecto es la modalidad de cada atributo, es decir, lo 'propio' de Dios. Pero la naturaleza de Dios consiste en una infinidad de atributos, es decir en lo absolutamente infinito" (p. 63). Que el universo sea infinito es la prueba de que Dios existe, al tiempo que señala su auténtica naturaleza: una Sustancia cuya perfección se da en sus atributos, no por encima de ellos. Allí se abren una visión y una experiencia que el temor mantenía adormecidas.
Tomado de Planeta Posmetafísico
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