José Luis
Pardo
Pardo, José Luis. “La teodicea de Spinoza”, en La regla del juego. Sobre la dificultad de
aprender filosofía, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, Barcelona, 2004,
pp. 624-629.
[N]o puede dejar de resultar curioso que
Spinoza, cuya agudeza a la hora de captar la mezquindad de la teodicea de los
sacerdotes es proverbial, opere al final (al final de su obra) una suerte de
teodicea clandestina que reproduce el mismo defecto que con tanta justicia
combatía al principio (en el ya citado «Apéndice» del libro primero de la Ethica). Y es que a veces nos pasa
desapercibido el hecho de que un tratado como el de Spinoza, universalmente
reconocido como tratado de metafísica, lleve por título Ethica. La «th» de este título nos impide perder su conexión con el
ethos, ese término griego que
podríamos traducir por carácter. Porque
está sin duda que la Ethica de
Spinoza, además de ser un tratado de metafísica y sin dejar de serlo, es
también la narración heroica de la forja de un carácter o el dibujo de un
personaje (character), el de aquel
que consigue, gracias a la potencia de su entendimiento, liberarse de la
servidumbre de las pasiones y alcanzar la perfección moral e intelectual. De
quien logre completar este trayecto habría que decir, en el espíritu de
Spinoza, que ha llegado a ser el que era
(o el que es), que, lejos de cambiar, lo que ha hecho es «progresar hacia
sí mismo», es decir, explicitar o expresar su esencia (lo que él ya era) o, lo
que para Spinoza sería lo mismo, actualizar su potencia. Desde la perspectiva de la
eternidad, cada individuo es un grado de potencia, una parte intensiva de la
infinita esencia de la substancia única. Pero, desde la perspectiva del tiempo,
cada individuo se enfrenta a la tarea intelectual y moral de explicitar ese
grado de potencia implícito que es su esencia, de actualizarlo plenamente mientras
dura. Desde la perspectiva de la eternidad, no hay nada que contar y, desde
ella, la Ethica de Spinoza (que
entonces no se hubiera llamado Ethica)
habría terminado con el primer libro. Si el tratado se llama finalmente Ethica es porque en él no se trata de
expresar únicamente «el punto de vista de Dios» (o sea, de la naturaleza sin
comillas: la sustancia infinita y eterna que constituye todo cuanto hay), sino también
un cierto ethos (noción esta que,
para Dios, carece de sentido). Pues además de que en sus páginas el Dios de Spinoza
--la naturaleza-- despliega inmediatamente in
actu toda su potentia (que es lo
mismo que decir que existe con toda su esencia, que es todo lo que puede ser,
pues en Él coinciden esencia y existencia, potencia y acto), también en ellas
intenta Spinoza construir un personaje y hacerlo verosímil, el del hombre
virtuoso que, a pesar de no existir por su propia esencia, a pesar de
desarrollarse en el tiempo y no en la eternidad, a pesar de tener una parte
considerable de su potencia sin realizarse en acto, debe esforzarse tanto como
pueda por alcanzar ese fin --la plena actualización de toda su potencia--, por
progresar hacia sí mismo desde el comienzo hasta el final de su vida, por
llegar a ser (al final y explícitamente) lo que ya era (al principio e
implícitamente): un grado de potencia de la infinita y eterna esencia de la
naturaleza-sustancia divina. Y esto es lo mismo que decir que debe preocuparse
de que su existencia sea «reabsorbida» y redimida por la eternidad (de acuerdo
con lo que acabamos de considerar como la «solución clásica» de la aporía).
Así, desde la perspectiva del tiempo, se
cuenta en la Ethica lo que siempre
cuenta el tiempo, a saber, un movimiento, un movimiento que va desde un
principio hasta un final. Al final (del movimiento), la perspectiva del tiempo
desaparece (porque se ha concluido el movimiento que tenía que contar), queda
reabsorbida en la perspectiva de la eternidad como si se hubiese tratado de una ficción,
porque el final coincide exactamente con el principio (la esencia del individuo
que ha estado durando es al final lo
mismo que era al principio, una parte intensiva de la esencia eterna e infinita
de la sustancia única, y exactamente esa parte que ya era, que siempre fue y
que siempre será). Por eso, lo que mientras dura la historia --mientras se forja
el carácter o se dibuja el personaje-- presenta un aire de contingencia, de
imprevisibilidad, que mantiene en vilo al lector de la narración para saber
cómo acabará la historia, eso mismo adquiere, al final, un carácter de
ineluctable necesidad (el último capítulo nos hace comprender que las cosas no
podían haber sucedido de otro modo que como sucedieron, que cada episodio contingente
era absolutamente imprescindible para que la trama quedase configurada como
exactamente ha quedado configurada al final, y para que al final se dibujase el
verdadero carácter del personaje que ha protagonizado la intriga). Esta
coincidencia final de la perspectiva
del tiempo con la perspectiva de la eternidad es lo que hace que la historia
sea una historia sólida, que su personaje sea un personaje bien definido, y
todo ello porque el final es --como podría decirse-- un buen final. ¿Quiere esto decir que es un final feliz? Las esencias
de los virtuosos y las de los viciosos van a parar al mismo final, todas ellas
terminan siendo lo que ya eran, grados indivisibles de potencia que componen la
esencia infinita y eterna de la sustancia única. ¿Puede decirse, entonces, que
ha habido un progreso desde el
principio hasta el final (si en definitiva tanto el principio como el final, y el
movimiento que ambos definen, no es más que una ficción), si la distancia entre
ambos se disuelve al resolverse en la eternidad? Es una pregunta difícil de
contestar, pero no más que esta otra: ¿en qué sentido puede decirse que suponga
un progreso, en una historia de
ficción, el haber recorrido el argumento desde el principio hasta el final? El
final del libro siempre estuvo allí escrito, en la última página, y para el
caso podríamos suponer --al estilo de Spinoza-- que estuvo allí escrito desde
la eternidad. Pero para quien lee el libro eso no basta, como no bastaría con
empezar simplemente por la última página y leer el final, porque el final sólo
llega a ser final si se lee al final, después de haber leído el principio y la mitad,
después de haber progresado hasta él.
Se dirá que la lectura no cambia el final (que ya era el mismo antes de que la
lectura comenzase, y que lo seguiría siendo aunque no hubiese habido esa
lectura), pero acaso cambia algo en el que lee. Asimismo, es indudable que la
sustancia única, infinita y eterna, no resulta modificada por la lectura que de
ella hacen los individuos en el tiempo y mientras duran (lectura que es una
ficción que la propia sustancia única termina desbaratando), pero ya es menos
indudable que a esos mismos individuos les deje indiferentes tal lectura --su
propia historia--, que durante ese tránsito del principio al final no hayan aprendido nada.
Ahora bien, así como el teólogo cristiano
está obligado a reconocer que la «reabsorción de todas las cosas en Dios» no puede producirse
sino después de la muerte y, lo que es más, al final de todos los tiempos,
Spinoza es un metafísico lo suficientemente modesto como para admitir que la
distinción entre potencia y acto, entre tiempo y eternidad, entre esencia y
existencia, debe durar al menos «mientras dura el cuerpo», sin que la virtud, por mucha que sea, pueda reducir a cero esa
distancia (distancia que, una vez más, es la imposibilidad de la contradicción
o de la coincidencia de lo dialógico y lo diacrónico ). Pero en la parte V de
la Ethica --que es en donde Spinoza
escribe su última línea--, como ya hemos indicado, Spinoza somete a
consideración al alma humana «independientemente de su relación con el cuerpo» (como el sacerdote
experto en teodicea quiere hacer que la madre desconsolada contemple el
episodio de la pérdida de su hija «independientemente de su relación con ella»), y en ese contexto sí que se produce una reconciliación
total por la cual la perspectiva del tiempo resulta completamente reabsorbida,
salvada y redimida por la perspectiva de la eternidad, que Spinoza marca
celebrando el alcance del conocimiento intuitivo «del tercer género» (es decir, también una vez más, el tan ansiado y buscado «juego»). Quienes han conseguido
perfeccionar su potencia hasta el máximo de perfección posible «mientras dura
el cuerpo», verán su alegría existencial
convertida en felicidad esencial eterna e infinita (gozarán para siempre de la felicidad
de la sustancia). Es decir, que de esta manera se cumple esa «teodicea
clandestina» merced a la cual,
incluso para un antifinalista tan caracterizado como Spinoza, los «buenos» se salvan eternamente y
los «malos» se condenan
eternamente, quedando los esfuerzos de los unos sobradamente compensados y los
fracasos de los otros debidamente castigados. Y esta justicia final, que «desde la perspectiva de
la eternidad» es prácticamente inapreciable,
pues Dios no puede comprender el
significado de los términos «justicia» o «injusticia», es, «desde la perspectiva del tiempo», exactamente lo que
ocurre en el curso del tiempo (que la naturaleza, al reabsorberlo en la
eternidad, convierte en implacablemente necesario). Por ello, todo cuanto pasa
(a los mortales) es finalmente justo en toda su extensión. Y ésta es la noción
de «justicia» que, para los mortales,
resulta completamente injusta (no es posible justificar todo lo que pasa).
Dejando aparte el hecho de que esto,
precisamente, es lo que hace de las partes I y V de la Ethica escritos bastante inverosímiles (a pesar de su pretensión de
ser, en última instancia, los únicos auténticamente «verdaderos» de todo el tratado), esta
redención constituye un modelo de lo que hemos llamado «forma clásica» de «superación» de la dificultad de aprender (y por tanto de superación del
encabalgamiento crono-lógico del ser y de la filosofía misma), es decir, la
superación del tiempo a favor de la
eternidad y en virtud del riguroso método
geométrico, que consigue que incluso las pasiones del alma (es decir,
aquello que Dios no puede de ningún modo sentir, porque nada pasivo hay en él)
puedan ser tratadas como figuras y números cuyo conocimiento claro y adecuado extingue el poder que tienen sobre el
alma humana. La manifiesta «falta de sentido» que afecta al Dios de Spinoza (y que nos avisa de que, como ya
sabemos, allí donde sólo hay un sentido, el recto, el único, ousía, substantia --allí donde no hay encabalgamiento crono-lógico del ser--,
no hay sentido alguno), su indiferencia con respecto a las afecciones que
padecen sus criaturas, su imposibilidad (debida a su perfección) de comprender
el significauo de términos «humanos» tales como «bien», «mal», «justo», «injusto», etc., su total impasibilidad (debida a su infinitud) relativa a la cuestión
del «final» (de la historia, que para Dios no puede ser otra cosa que tiempo y,
por lo tanto, ficción creada por una forma inadecuada de existir que genera una
forma inadecuada de pensar, ya que quien todo lo mira desde la perspectiva de
la eternidad no puede comprender el sentido de la sucesión, y quien existe
infinitamente por su eterna esencia no puede comprender que haya fines o
finales), y en suma su neutralidad moral, termina por hacer de él, justamente
por carecer de intenciones que podrían enturbiar sus actos (es decir, por
carecer de potencias que ensombrecerían su actualidad plena), el perfecto juez
capaz de premiar a los buenos y castigar a los malos, en un sentido
lógico-deductivo o físico-mecánico y de ningún modo moral, pues no es que Dios (o
la naturaleza) se someta a algún principio (por ejemplo, al de
no-contradicción, o al de preferir el bien al mal), sino que resulta bueno
aquello que Dios hace y precisamente
porque lo hace (sin que ninguna «regla del bien» preceda a su acción), un poco de la misma manera que, para
Leibniz, la «prueba» de que el mundo real es
el mejor de los posibles es que Dios (un entendimiento infinito y perfecto) lo
ha preferido a todos los demás. Spinoza rechaza el argumento de aquellos que
quieren hacer de la inverosimilitud algo verdadero (lo que él llama argumentar «por reducción a la
ignorancia»), pero sustituye este
procedimiento por otro que hace de la verdad --entendida como convergencia
sólida y final de tiempo y sentido-- algo inverosímil. Y ésta sigue siendo la «forma clásica» de superar la
dificultad o de abolir la filosofía haciéndola innecesaria more geometrico.
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