Ángel Gabilondo
Con porte decidido y enérgico, en
ocasiones nos desenvolvemos activamente sin movernos
del sitio. Cuando lo que
ocurre no parece afectarnos tanto, consideramos que debemos estar bien
encaminados. No seríamos propiamente los
afectados. La orientación y la pose del paso resultarían suficientemente
uniformes con lo que nos rodea
o, al menos, conformes. Una
cierta homogeneidad nos
procuraría el alivio de sentirnos protegidos, envueltos por cuanto vendría a
confirmarnos. En tal caso, el apaciguamiento que se nos ofrece se presentaría
como una suerte de identidad
para nuestro amparo. Sin embargo, hay algo de mueca más que de gesto, de
esfuerzo y de rigor, si bien para finalmente ratificar la inmovilidad.
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© Tommy Ingberg |
Tal actitud no es en realidad la de
un compás de espera, sino de presunta firmeza,
aunque más bien podría ser de pasividad, de fijeza. Ya no necesitaríamos más motivación. La mera colocación,
nuestra posición, bastaría, por
lo visto, como razón suficiente. Y aunque prefiriéramos mejorar, entenderíamos
por tal avanzar en la dirección ya señalada, ya marcada, ya compartida, ya
adoptada. Sentiríamos que es tarde para rectificar. Y no sería cosa sólo de
tiempo. El debate es si vamos hacia quién sabe dónde, o si sencillamente no
somos conscientes de que, aunque nos movamos mucho o poco, podríamos haber
llegado. Quedamos conformados,
que es más y algo otro que conformes. Eso no significa que no queramos cambiar,
progresar, sino que la posición nos orienta, y si nos descuidamos nos
determina, en una dirección. Creemos poder quizá desplazarnos, pero esto es
insuficiente. Tamaño movimiento no nos
diferencia. Ni siquiera por llegar antes o más lejos vendríamos a ser
radicalmente otros. Somos distintos pero podríamos ser igual de indiferentes.
Eso no nos impide sentirnos
peculiares, muy especialmente por una incomodidad tan propia que nos hace
pensar que, por mucho que la compartamos, no deja de ser muy nuestra. Las
relaciones con los demás son de mayor o menor celeridad, de reposo o de
movimiento, como partículas que de hecho no conforman un cuerpo, aunque definan
su individualidad. Y no deja de ser luminoso que Spinoza, leído por Deleuze,
nos ofrezca un plano de inmanencia y de consistencia para comprenderlo. Y es
gratificante comprobar cómo el pensador francés adopta términos geográficos
para dilucidarlo. Si a este conjunto de relaciones las denominamos longitud, llamaríamos latitud al conjunto de afectos que
llenan y completan un cuerpo en cada momento, es decir, a los estados
intensivos de la fuerza de existir, al poder de ser afectados. Se establece así
la cartografía de un cuerpo. Y
vivimos en el ajetreo de la longitud,
insensibles a la cordial latitud.
El plano no cesa de ser reajustado,
compuesto y recompuesto una y otra vez. Efectivamente, de eso se trata, de composición y no sólo de despliegue,
de organización y de desarrollo. Y no estaría mal que lo tuviéramos en cuenta
también socialmente. Es cuestión asimismo de relaciones. Composición y relaciones confirman que no basta con el
permanente ir y venir de una desmesurada agitación repleta de labores,
enmascarada de actividades, lo que sin duda constituiría una dimensión
longitudinal de gran colorido. Se precisa una dimensión latitudinal, de
musicalidad y de silencio, sin carecer por ello de longitud. Pero encontramos
mucho efecto de longitud y poco afecto de latitud. En definitiva, poco
poder y capacidad de afectar y de ser
afectado, que es lo que verdaderamente cuestiona lo llamado real.
Cuando lo olvidamos, ya no nos
afectan ni los afectados. O nuestro quehacer no les afecta a ellos, sino en la
medida en que ya previamente se sienten y saben afectados. Pero es cuestión de liberar los afectos y ese poder y
capacidad. Esa es una verdadera tarea de experimentación, la de la prudencia
para comprobar los afectos de los que
uno es capaz. No es tanto una simple cuestión moral en la que se oponen valores (Bien-Mal), como de la
diferencia cualitativa de modos de existencia (bueno-malo).Y efectivamente,
de eso se trata, de una sociedad en la que la contraposición de los valores
viene a ser la contraposición de modos de vida, y eso es ya un asunto ético, y no sólo de moral, el de no
supeditar unas vidas a otras.
Encontraríamos así, con este Spinoza-Deleuze, toda una filosofía de
vida, un verdadero amor de la libertad, una crítica de las pasiones tristes y
la reivindicación del poder de ser afectado. Y afectado precisamente no sólo
por el dolor de quienes son literalmente los afectados, sino a su vez por la
injusticia de la indiferencia. Este poder
de ser afectado se define como “potencia de obrar” y “potencia
de padecer”. Exactamente lo contrario de la apatía e insensibilidad, no
simplemente anímicas, sino éticas. O la consideración exquisita de un presunto
concepto que se aplica ensimismado en ser aplicado. Un concepto impasible que
se comporta en nombre de un supuesto orden, aunque no genere composición
alguna.
Si tantas veces hemos subrayado que sin afectos no hay conceptos,
encontramos precisamente en el libro V de la Ética de Spinoza, la textura y compostura de
algo bien melodioso y exigente, la reunión en el pensar, que es un estilo de vida, una forma de vida, un modo de vida, de cuanto no se deja
ya escindir en más clasificaciones. O al menos no lo necesita. Se trata del encuentro del concepto y del afecto.
De no ser así, no es que nos hallemos ante miríadas de sucesos perdidos, ni
ante revulsivas acciones, siquiera mínimas, ni ante turbulencias
transformadoras, sino ante el despliegue o el repliegue de la emotividad que,
desperdigada, funciona más como una nueva carga que como una libertad. La
necesidad y el poder de afectar y de ser afectado es condición de posibilidad
para una acción integral. Ello no garantiza la plena satisfacción. Más bien
ofrece a su vez nuevos e inauditos desafíos, pero es el espacio en el que el movimiento de los conceptos puede
procurar un verdadero relanzamiento de la
efectividad de los afectos.