En un mundo en el que Dios es la Naturaleza, ¿qué espacio queda para la
libertad de los hombres? Spinoza lo
dice en repetidas ocasiones y sin ambages: el libre albedrío es una ilusión. En
una carta a Schuller (LVIII), Spinoza
lo explica de la siguiente manera: si se arroja una piedra al aire, la piedra
asciende, se ralentiza, se estabiliza y luego cae en virtud de la ley de la
caída de los cuerpos. Obedece a la necesidad natural, a las constricciones
físicas a las que todo está sometido en la naturaleza.
Hipótesis: otorguemos a esta piedra conciencia y dotémosla de lenguaje.
Dirá, sin duda, que ha elegido todo eso que le acontece: subir, ralentizarse,
estabilizarse y caer, para permanecer luego sobre el suelo. Los hombres se
creen libres, afirma Spinoza, porque
ignoran las causas que los determinan. Si supieran qué los mueve, los seres
humanos dejarían de recurrir a la ficción del libre albedrío. No somos libres,
obedecemos. Lo mismo que la piedra lanzada al aire, somos objeto pasivo de una
causa que desconocemos. Estamos sometidos a un principio que nos hace ser lo
que somos.
¿Qué causa es ésta? El deseo. No sólo el deseo identificable con la
‘líbido’, término que denota el ‘apetito sensual’ o la ‘lubricidad’, sino
también el deseo que puede ser ‘voluntad’, si concierne al alma, ‘apetito’, si
se refiere al alma y el cuerpo, o ‘deseo’, si alude al apetito con conciencia
de sí mismo. El deseo spinozista define lo que conduce a toda realidad a
perseverar en su ser. Definido de esta manera, el deseo es la esencia del
hombre.
El deseo afecta a todos y determina a cada uno a partir de fuerzas
contradictorias. El espíritu no gobierna el cuerpo a la manera en que el alma,
cual capitán, gobierna la nave corporal --para retomar la imagen de Platón--,
sino que el deseo es una fuerza que anima la totalidad de lo real. De la misma
manera, tampoco Dios puede querer lo que ocurre: la definición que Spinoza da de Dios impide atribuirle el
poder de querer en lugar de los hombres, por ellos. Dios no decide el destino
de los seres humanos, pues no puede querer absolutamente nada.
En una carta a Oldenburg explica Spinoza
que los seres humanos no son en absoluto pasibles de juicio por sus actos,
puesto que están en manos de Dios --por tanto, de la naturaleza, cabe precisar--
de la misma manera en que la tierra está en manos del alfarero que destina las
vasijas a que contengan líquidos preciosos o materias menos nobles. Lo que
ocurre a cada uno deriva de la necesidad divina, es decir, natural. Todo esto
tiene lugar más allá del bien y del mal.
El Bien no existe; tampoco el Mal. Ajeno a todo vuelo platónico, Spinoza no cree en una idea del bien
que, por ser general y universal, funcionaría de una manera ahistórica. En
cambio, cree en la existencia de un Bueno y un Malo en lugar de los antiguos
valores Bien/Mal. Llamamos Bueno, explica, a aquello hacia lo cual vamos, y
Malo a aquello de lo que nos alejamos. Lo Bueno denota el aumento del poder de
actuar, esto es, Alegría; lo Malo, la disminución de este poder, o sea, la
Tristeza. Lo bueno es lo útil, lo malo es lo nocivo.
Fuente: Michel Onfray, Los
libertinos barrocos. Contrahistoria de la filosofía III, Anagrama, Barcelona,
2009, pp. 255-256.
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