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Leonora Carrington |
Creo que los
grandes filósofos son también grandes estilistas. Si bien el vocabulario, en
filosofía, forma parte del estilo, porque implica tanto la invocación de
palabras nuevas como la valoración insólita de términos usuales, el estilo es
siempre cuestión de sintaxis. Pero la sintaxis es una cuestión de tensión hacia
algo que no es sintáctico ni siquiera lingüístico (un afuera del lenguaje). En
filosofía, la sintaxis se orienta hacia el movimiento del concepto. Pero el
concepto no se reduce exclusivamente a sí mismo (comprensión filosófica), actúa
también en las cosas y en nosotros: nos inspira nuevos perceptos y
nuevos afectos que constituyen la comprensión no filosófica de la propia
filosofía. Esto explica que la filosofía tenga una relación esencial con los no
filósofos y se dirija también a ellos. Puede incluso suceder que ellos accedan
a una comprensión directa de la filosofía sin pasar por la comprensión
filosófica. El estilo, en filosofía, tiende hacia estos tres polos: el concepto
(nuevas maneras de pensar), el percepto (nuevas maneras de ver y escuchar) y el
afecto (nuevas maneras de experimentar). Tal es la trinidad filosófica, la
filosofía como ópera: se necesitan las tres para que el movimiento tenga
lugar.
¿Qué tiene que
ver Spinoza con todo esto? Más bien se diría que carece de estilo, pues en la Ética utiliza un latín muy escolástico.
Pero desconfiemos de aquellos de quienes se dice que “no tienen estilo”, pues,
como ya lo observara Proust, son a menudo los más grandes estilistas. La Ética se presenta como un constante
oleaje de definiciones, proposiciones, demostraciones y corolarios en los que
puede reconocerse un extraordinario desarrollo del concepto. Pero, al mismo
tiempo, surgen “incidentes” a título de escolios discontinuos, autónomos, que
remiten unos a otros y actúan violentamente, constituyendo una cadena volcánica
quebrada en la que rugen todas las pasiones, en una guerra de las alegrías
contra las tristezas. Se diría que estos escolios se insertan en el desarrollo
general del concepto, pero no es así: se trata más bien de una segunda Ética que coexiste con la primera a otro
ritmo, con otro tono, y duplica el movimiento del concepto mediante todas las
potencias del afecto.
Y existe
todavía una tercera Ética, cuando
comienza el Libro Quinto. Spinoza nos enseña, en efecto, que hasta entonces ha
hablado desde el punto de vista del concepto, pero advierte que a partir de ese
momento cambiará de estilo para hablar mediante preceptos puros, intuitivos y
directos. Podríamos también pensar que, incluso aquí, continúan las
demostraciones, pero esto ya no ocurre del mismo modo. La vía demostrativa
camina ahora por atajos fulgurantes, actúa mediante elipsis, sobreentendidos y
contracciones, procede mediante resplandores penetrantes y desgarradores. No es
ya un río, ni una corriente subterránea, es fuego. Una tercera Ética que, aunque aparece al final,
estaba presente desde el principio, coexistiendo con las otras dos.
En esto reside
el estilo de Spinoza, bajo su latín tranquilo en apariencia. Hace vibrar tres
lenguas en una lengua aparentemente reposada, introduce una triple tensión. La Ética es un libro del concepto (segundo
género de conocimiento), pero también del afecto (primer género) y del percepto
(tercer género). La paradoja de Spinoza consiste, por ello, en que siendo el
filósofo de los filósofos, en cierto modo el más puro, es al mismo tiempo el
que más se dirige a los no filósofos. Por ello, estrictamente todo el mundo
puede leer a Spinoza y extraer de su lectura emociones enormes o renovar
completamente su percepción, aunque comprenda mal los conceptos spinozistas.
Inversamente, un historiador de la filosofía que sólo comprendiera los
conceptos de Spinoza tendría una comprensión insuficiente. Se precisan dos
alas, como diría Jaspers, aunque sólo fuera para llevarnos a todos, filósofos y
no filósofos, hasta un límite común. Y las tres alas son el mínimo necesario
para constituir un estilo, un pájaro de fuego.