Sergio
Espinosa Proa
"Su hipótesis es la más monstruosa que pueda
imaginarse, la más absurda y la más diametralmente opuesta a las nociones más
evidentes de nuestro espíritu. Se diría que la providencia ha castigado de una
manera particular la audacia de este autor cegándole de tal suerte que, para
huir de las dificultades que pueden poner en un aprieto a un filósofo, se ha
arrojado a atolladeros infinitamente más inexplicables, y tan sensibles que un
espíritu recto nunca será capaz de no reconocerlos." (Diccionario histórico-crítico, p. 38). Las palabras de Pierre Bayle
(1647-1706) a propósito de Baruch Spinoza apuntan realmente a matar: la
filosofía perpetrada por el judío holandés representa lo numinoso —lo más
aborrecible y pecaminoso— a ojos de un ilustrado aclimatado como él. Y no ha
sido de las peores formas de acabar con su sistema (de hecho, contribuyó como
nadie a su difusión). El mayo francés —observa Antonio Negri— asiste a un
curioso renacimiento de Spinoza, que aparece en principio como una crítica a la
dialéctica hegeliana y al método estructural (“forma laica del marxismo”), y
que se presenta como una promesa —hasta ese momento inédita— de reconstitución
de la singularidad actuante en una afirmación radical de la inmanencia, esto
es, de un real heterogéneo a toda sublimación y a toda teleología. Es que hay en Spinoza una concepción infinitamente
más libre del sujeto: éste designa el lugar de una potencia que no depende del
avasallamiento del otro, sino de su composición, una posibilidad que se anula
en ausencia de la imaginación. ¡La imaginación es una forma de la potencia!
En cuanto tal, el sujeto es menos
una mónada encerrada en sí misma que un
híbrido, un cruce, un lugar de celebración de encuentros (y pesar ante los
desencuentros). Spinoza comparte
con los empiristas (y pre-empiristas) ingleses una concepción cromática —no dialéctica y no positivista— del ser:
mientras que la Lógica de Hegel sigue
el esquema posición — contraposición — retorno (o superación), es decir:
trinitaria (cristiana), la de Spinoza es
una variación ininterrumpida, una fuga cromática —en donde cada modo articula
(o es el lugar donde se articula) una infinita cadena de significaciones. Cada
modo —cada singularidad— ejecuta una articulación posible: cada modo expresa un
real complejo y fluctuante que, a semejanza de una frase musical, entra en
consonancia —en ocasiones, disarmónica— con otros modos (o sujetos, o
singularidades). Esto significa, entre otras cosas, que es Hegel (y su
lógica dialéctica) el que cabe en Spinoza, no al revés. Filosofía de la
expresión, la imaginación es esencial: de ella depende que el poder se afirme
como saber. ¿Cuál es el impulso básico
de los seres? La respuesta de Spinoza es tan poderosa que ha aterrorizado a
generaciones de espíritus píos: afirmarse
absoluta y soberanamente a sí mismos. Tal es la esencia de todo cuanto existe:
afirmarse a sí desde sí para sí. Suena maquiavélico, y en buena medida lo
es. Una esencia, lo vemos, perfectamente inteligible —y absolutamente
inmanente. No hay nada por encima de
esta afirmación; no existe nada sobre-natural. ¡Horror para toda una
civilización! En este punto, Spinoza se encuentra con Hegel: lo real es inmediatamente racional. El
diferendo, como se verá, reside en el adverbio. Porque lo real no puede ser
“deducido” racionalmente, sino que, en cuanto afirmación de sí, coincide sin
vacilaciones con la razón. Que lo real sea racional significa que no existe por
alguna razón exterior a sí mismo. ¿Cómo explicar entonces que exista una
tendencia opuesta —la renuncia, el sacrificio, el nihilismo, la
autodestrucción, el deseo de matar o hacer daño? ¿No es igualmente originaria,
igualmente radical —e inerradicable? "Me preguntaba entonces: ¿Quién me ha
creado? ¿No ha sido en verdad Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad?
¿De dónde surge entonces mi asentimiento al mal y la resistencia que ofrezco al
bien? ¿Acaso es así para ser castigado con justas penas? ¿Quién ha sembrado en
mí esta semilla de infelicidad, si yo soy íntegramente obra de mi dulce Señor?
Y aun si fuera yo una criatura del Diablo, ¿de dónde viene el Diablo?"
(San Agustín, Confesiones, libro VII,
capítulo III). Para Spinoza, la existencia es esa misma resistencia, pero al
mal —a la tristeza—; lo hallamos por ello en las antípodas del africano. De su
comparación siempre han podido extraerse deliciosas enseñanzas. Por lo pronto,
salta a la vista un elemento decisivo: la inocencia del ser es, en el holandés,
una blasfemia para Agustín; para el cristiano, existir es ya haber contraído
una deuda impagable. Ser es, espontánea o naturalmente, no deber ser. No dejará
de notarse que Agustín no es sólo un santo: no aparecería en las historias de
la filosofía si se pudiera reducir a eso. Aparece en ellas porque se pregunta:
“¿De dónde viene el Diablo?”. ¡Magnífica, inquietante pregunta! Pero, ¿qué es
—y de dónde viene— el Diablo para un sujeto arrepentido de haber vivido y
fundamentalmente de espaldas ante su abismo? Agustín sabe que para entender es
necesario primero creer. Para un creyente, existir es estar caído; el
cristianismo es la religión de los que se asumen nacidos y hundidos en el
pecado. ¿Habría algo más espantoso? ¿Podría imaginarse algo más perverso y
mórbido? Porque en el mundo reina el mal: lo real está ab initio cargado negativamente. ¿Qué hacer ante ello? Muy poco, o
aparentemente muy poco: justamente, no afirmarse como parte de ello. Si el
mundo es el mal, sólo interesa y es premiable escapar de él. De ahí que, para
Agustín, la existencia en su integridad consista en librarse de ella; y a esa
liberación se llegará no por cuanto hagamos o dejemos de hacer, sino por la
literalmente graciosa intervención personal del Absoluto —que, por serlo, es
concebido como el Supremo Bien, actuante —desde su infinita altura— sobre cada
uno de nosotros, pecadores, en virtud —este es el otro lado del cristianismo—
de una institucionalización de lo sagrado. Se
entiende la saña.
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