Sergio Espinosa
Proa
Baruch Spinoza da para mucho; incluso para no decir
mucho. Tal vez, como Antonio Negri, baste decir que fue una anomalía salvaje.
O, como lo califica Jonathan I. Israel, un ilustrado radical (en un tiempo en
que ni se usaba el término, al menos no en el actual sentido). Quizá sea
suficiente con especificar, como hace Diego Tatián, que nadie sabe lo que puede
un cuerpo (social): "la libertad no presupone una supresión de la
naturaleza --ni su vituperio--; se alía con ella, arraiga en ella, la desvía,
y, en último término, coincide con ella" (El don de la filosofía, Colihue, Buenos Aires, 2012, p. 26). Nadie
lo sabe porque el poder es una composición, una articulación siempre distinta,
siempre nueva. Spinoza es materialista y realista, no utópico ni idealista: el
ajuste a normas morales preestablecidas es muy otro cantar. Es ético lo que conserva e
incrementa la potencia de ser, no lo que la disminuye o sacrifica con algún
propósito piadoso. Ético es potenciar el deseo, no alimentar la ambición. El animal cultural
cartesiano se opone aquí al animal natural spinociano. Son dos antropologías,
dos ontologías. ¿Quién gana? Spinoza está del lado de Maquiavelo: es cuestión
de primero ver lo que es. Y lo que es es un animal transido, atenazado,
zarandeado, confundido por el deseo. Bajo ciertas circunstancias, el deseo de
dar es sustituido por el deseo de arrebatar. Eso habría que evitar. Con todo,
el análisis suele quedarse en generalidades: Spinoza es productivo en el
detalle, y allí no llega cualquiera. No basta con saber que nada en él procede
del resentimiento o de la lógica ascética propia del cristianismo; no bastan
sus clarificaciones en torno a la diferencia entre potencia y dominación: hay
que saber cómo –concretamente-- lo hace. Sólo así podemos saber que la filosofía
es una donación (menos que una misión), que la guerra no es un estado
inevitable (la paz es natural) y que la aquiescencia viene a ser la última
palabra de su ética, afirmativa a más no poder. Tendríamos que ir directamente
a la Ética, pero nadie tiene el
tiempo necesario (quizá ni las ganas). Lo primero, por ejemplo, que llama la
atención de Gilles Deleuze, en sus cursos, es su voluntad de aplanamiento: todo
cabe en un plano --sabiéndolo acomodar. Con el plano de inmanencia desaparecen
las jerarquías ontológicas y pierden sentido la superioridad del alma sobre el
cuerpo y la preeminencia de Dios sobre su Creación: no hay criaturas, sólo hay
modificaciones de una misma y única sustancia. Y si se trata de modificaciones,
lo que importa son las relaciones, no los contactos entre sustancias. Con un
Dios así se puede hacer cualquier cosa: "De modo que, en un sentido, el
ateísmo jamás fue exterior a la religión. El ateísmo es la potencia-artista que
trabaja la religión. Con Dios todo está permitido" (En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008, p. 23). El
filósofo, siempre prudente, no se arredra: nos planta en un invernadero donde
hay tanto oxígeno que en principio ataranta. Tiene poco que ver con las flores
mefíticas de la escolástica tradicional. De ahí que sea una ética y no una
moral: de ahí que sea una ética y no una ontología. Es un efecto de su posición
materialista: lo humano posee diferencias, no privilegios. Diferencias de poder: el hombre es lo que puede hacer con su
cuerpo y con su alma, no lo que debe hacer para realizar su esencia. En este punto nos
hallamos en las antípodas de Kant (pero muy cerca de Nicolás de Cusa): un ente
es una singularidad que se define por lo que puede (y no puede) hacer. También
estamos cerca de Hobbes: él define al hombre (aunque el resultado es distinto)
no por su esencia sino por su potencia. En resumen, Deleuze acentúa su lectura
de Spinoza destacando dos elementos: la potencia y el afecto. Con ello hace
gala de una gran sensibilidad. Para él, ni siquiera hay un esfuerzo en el conatus: todo fluye y se ordena natural
y espontáneamente. Una vez más, ético --y esto fundado en razones de tipo
ontológico, no dogmático-- es no justificar peralte alguno de nadie por encima
de otro: ni el detentador del poder material ni del espiritual tienen más
derecho a mandar sobre el resto. El "otro", más que un ser, es un
modo de ser diferente al mío; eso es todo. Pero entonces, ¿cómo puede haber una
ética? He ahí el problema: si no hay Bien --desde el cual pueda juzgarse al ser--
¿tampoco hay Mal? No lo hay --y es la diferencia con la moral. A Deleuze le
sirve el apólogo de Adán para mostrar que no hay una prohibición (producto del
juicio moral) pero sí una revelación: hay cosas buenas --y cosas malas. No el
Bien --ni el Mal. "Una cosa sólo puede ser llamada mala desde un cierto
punto de vista, es decir, desde el punto de vista del cuerpo cuya relación la
cosa descompone" (p. 143). Suena muy a Nietzsche. Le ha costado cinco
clases --más de 160 páginas-- llegar a esto: va lento pero seguro. Deleuze,
medio en broma, ha dicho que aprender a Kant de memoria es inútil; ¡no es lo
mismo con la Ética de Spinoza! Nada
escapa a sus proposiciones y escolios, nada que tenga que ver con la vida. No,
cuando menos, si nos vivimos no como seres sino como maneras de ser.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario