01 mayo, 2018

SPINOZA. LA DEMOCRACIA COMO ABSOLUTO



Juan Domingo Sánchez Estop


Sánchez Estop, Juan Domingo. «Spinoza. La democracia como absoluto», congreso Ideología y Presente III: la Democracia,  Facultad de Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 4 de abril de 2018.

Se ha solido tener a Spinoza por un pensador sobre todo interesado en arduas cuestiones metafísicas. Su doctrina de Dios como sustancia infinita y por ende única lo identifica en los manuales de historia de la filosofía como un pensador altamente abstracto y alejado de preocupaciones mundanas. Según estos la política ocupaba en su obra un lugar accesorio, alejado del centro de sus preocupaciones y, durante mucho tiempo se consideró que su obra política carecía de originalidad, por lo que se la consideró como un capítulo menor de la tradición laica y liberal de la defensa de la libertad de pensamiento. Sin embargo, esta idea tradicional del spinozismo contrasta con el hecho de que la preocupación por lo práctico fuese muy patente en un filósofo cuya obra principal se titula Ética y que es autor de dos tratados importantes sobre política. En esta obra, su gran obra de madurez, la filosofía teórica y la práctica son inseparables, pero podemos reconocer esta misma posición ya en textos más tempranos como el Tratado de la reforma del entendimiento. Incluso en los momentos en que aparentemente Spinoza dialoga con su propia conciencia a la manera cartesiana, lo interindividual, lo común, lo político están ya presentes.

Es característica de la obra de Spinoza la incesante interacción entre ontología y política. Ambas son inseparables, como, de hecho, lo han sido siempre a lo largo de la tradición filosófica occidental (e incluso en las no occidentales). Sin embargo, la particularidad de Spinoza, ese lector atento del materialismo político de Maquiavelo, es su capacidad de reconocer abiertamente esta relación. No existe una contemplación neutra del ser, toda posición filosófica sobre el ser tiene directamente que ver con el orden del mundo y de la sociedad y, en este primer sentido del término, es política. No en vano, la primera parte de la Ética, con su enorme abstracción conceptual y su aparato deductivo tomado de la geometría euclidiana, busca mostrar que la potencia de Dios no es en nada comparable al poder de los reyes. Tal vez sea esta una de sus mayores singularidades en la historia de la filosofía, pues hay que remontarse a los presocráticos -antes de que se inicie la tradición metafísica- para que esa relación directa entre el orden de la ciudad caracterizado por la isonomía y la estructura del ser se revele con la misma claridad.

En este sentido, y ya que se nos convoca para que hablemos de la fundamentación de la democracia, podemos adelantar que la concepción spinozista del Dios sustancia única y coextensiva con la naturaleza infinita tiene su correlato político spinozista en la democracia como expresión irrestricta de la potentia multitudinis. Para Spinoza, el absoluto divino es inseparable de su expresión necesaria en la serie de las causas del mundo finito, y un auténtico absolutismo político solo puede realizarse con la complicidad de las potencias singulares asociadas en el cuerpo político. No hay absolutismo político que no cumpla, a su modo, las condiciones de un absolutismo ontológico. No existe un Dios que no sea la propia naturaleza, ni un poder soberano en lo político que pueda permitirse, sin grave perjuicio para su propia potencia, no incluir la potencia de la multitud de individuos que lo integra, en otras palabras, no hay soberanía efectiva sin un fundamento democrático.

La democracia se inscribe en la teoría política spinozista en dos registros: 1) el fundamento absoluto de cualquier política es la democracia como régimen “natural” resultante de la cooperación, 2) pero la democracia es también uno de los regímenes políticos que reconoce la tradición aristotélica y polibiana que distingue monarquía, aristocracia y democracia. La democracia aparece así como el primero y la precondición de todos los regímenes o como el último de estos, como el más “natural”, o como el más absoluto y difícil de alcanzar. Nos encontraremos aquí con la democracia en varios contextos: en primer lugar como comunidad, como producción y disfrute de lo común, como objeto y causa de amor, según la declaración programática del Tratado de la reforma del entendimiento; en segundo lugar con una definición de la democracia en el Tratado teológico-político como “el régimen más natural”, es decir aquel que se basa tan solo en la cooperación humana entendida como cooperación entre iguales. Sobre la democracia, que es la esencia de lo político, es decir de la comunidad humana que es causa y efecto de la vida en común se erigen todos los demás regímenes según distintas modalidades afectivas. Sobre la democracia entendida como constitución material común a todos los regímenes, se erigen la monarquía y la aristocracia, pero también la propia democracia entendida como un régimen político más.

En segundo lugar, más allá de las estructuras ontológicas de lo político, hemos de hablar de las relaciones que constituyen el cuerpo político y lo estabilizan. Para Spinoza estas relaciones no se basan en un cálculo racional como en Hobbes o en Locke, sino en afectos y pasiones singulares y colectivos por los cuales los individuos humanos cooperan entre sí y gracias a los cuales obedecen a una ley común que posibilita esa cooperación. Nos encontraremos aquí con el problema fundamental de la política spinozista. Si casi todos los grandes pensadores políticos de la modernidad occidental se han planteado como tema central de sus obras la cuestión de la legitimidad del poder y de la obediencia, Spinoza se preguntará, siguiendo a Maquiavelo, por las causas que producen la obediencia y la legitimidad. No se trata de legitimar ningún poder, sino de entender sus modalidades de funcionamiento. La obediencia a la ley común no puede obtenerse atendiendo solo a la razón, pues la mayor parte de los hombres se rige más por las pasiones que por la razón. Por consiguiente, la producción de la obediencia a la ley común deberá basarse en los afectos y, muy concretamente en el par afectivo que constituyen el miedo y la esperanza. Si el afecto monárquico por excelencia es el miedo (miedo a los demás, miedo al propio monarca), la pasión republicana y democrática será la esperanza (esperanza puesta en la cooperación y en el aumento de la propia potencia propiciado por esta). La indignación será en este contexto una pasión destituyente, pues consiste en el odio al gobernante que maltrata nuestros iguales. El amor será la pasión constituyente correlativa a la indignación, la pasión que se funda en la alegría de la cooperación.

Por último apuntaremos aquellos elementos que nos permiten reconocer la actualidad de un autor que siempre consideró la eternidad como extemporaneidad productiva, un autor, como Nietzsche esencialmente extemporáneo. Uno de estos elementos se perfila en negativo: no existe una economía spinozista, no existe en Spinoza por ello mismo una autonomía de lo político: lo político es la forma, la relación de producción constitutiva, de un cuerpo social basado en la cooperación. En este marco se darán todas las articulaciones y diferenciaciones pensables de la potencia de la multitud en función de los afectos y pasiones que sirven de “principio” a cada orden político, pero nunca habrá en Spinoza la idea de una separación entre la economía y la política, entre la sociedad civil y el Estado como la elaborada en la tradición dominante de la teoría política, de Hobbes a Ferguson, a Locke, a Kant. Antes de Marx es tal vez el autor que más claramente ha percibido la inmanencia de la vida social a la base material y, a la vez, la intrínseca politicidad de esta misma base material. En un momento en que el neoliberalismo está cada vez más cerca de conseguir que la política sea enteramente determinada por la economía, la politización de nuestra existencia material que, anticipando a Marx, ya nos plantea Spinoza, es una exigencia urgente en tiempos de zozobra de las libertades y la democracia.


1. La democracia como causa sui

La concepción común de la democracia suele considerar a esta como un régimen que se contrapone al absolutismo, como el poder de los muchos se contrapone al poder de uno. La democracia sería así un sistema político que reivindica los derechos de la ciudadanía frente a cualquier poder que pretenda situarse por encima de ellos, muy en concreto frente a las monarquías absolutistas. Spinoza, en plena época de auge del absolutismo monárquico en Europa, ve las cosas de otra manera: para él el poder monárquico, lejos de ser “absoluto” es un poder que despliega en medida muy escasa la potencia de la multitud que gobierna y, por ello mismo limita mucho la propia potencia del gobernante: “La experiencia [...] parece enseñar que, si se atiende a la paz y la concordia, interesa que todo el poder sea entregado a uno solo. Ningún Estado, en efecto, se mantuvo tanto tiempo sin ningún cambio notable como el turco; y, a la inversa, ninguno ha durado menos que los Estados populares o democráticos, y en ninguno se han producido tantas sediciones. Claro que, si hay que llamar paz a la esclavitud, a la barbarie y a la soledad, nada hay más mísero para los hombres que la paz.” Por diversas razones es la monarquía frágil e impotente. Genera barbarie y soledad, o desolación, el poder del monarca que quiere ser absoluto: la causa primera de esta fragilidad compatible con la brutalidad y la violencia es que los reyes no escapan a la flaqueza humana y no son capaces por sí mismos de asumir el gobierno de toda una sociedad: “No cabe duda que quienes creen que es posible que uno solo detente el derecho supremo de la sociedad, están muy equivocados. Pues en el capítulo II hemos demostrado que el derecho se mide por el solo poder, y el poder de un solo hombre es incapaz de soportar tal carga.” A esto se añade que un monarca supuestamente absoluto tiene poder a costa del poder de sus súbditos y debe temerlos constantemente, teniéndolos siempre por potenciales enemigos: “aquel, a quien se ha confiado todo el derecho del Estado, siempre temerá más a los ciudadanos que a los enemigos. Por eso, preocupado por guardarse a sí mismo, no velará por los súbditos, sino que les tenderá asechanzas.”

De todo esto se sigue la imposibilidad intrínseca del absolutismo, pues este no hace absoluto el poder del monarca, antes bien lo contrario: “el rey es tanto menos independiente y la condición de los súbditos más mísera, cuanto que la sociedad le entrega a él solo el derecho absoluto.” De ahí que el poder monárquico no pueda ser absoluto e, inversamente, que el poder capaz de acercarse al poder absoluto no pueda ser el monárquico. Poder absoluto no puede ser el de un sistema político en el que uno solo decide sobre el gobierno de la cosa pública, sino el del régimen en el que interviene un mayor número de miembros de la sociedad, esto es la democracia, en la cual los asuntos públicos son decididos por “un Consejo que está formado por toda la multitud.” En palabras de Spinoza: “si existe realmente un Estado (Imperium) absoluto, sin duda que es aquel que es detentado por toda la multitud”. “Tal es el “Estado, [...] totalmente absoluto (imperium omnino absolutum) y que llamamos democrático.”

Es preciso volver atrás en el texto de Spinoza para entender adecuadamente que el poder absoluto sea aquel que detenta toda la multitud y nunca el de un solo hombre. El Tratado político, empieza por una serie de capítulos que resumen la posición ontológica alcanzada en la primera parte de la Ética así como la teoría de las pasiones basada en ella que se despliega en las partes tercera y cuarta de esa obra. El Tratado político, después de una introducción destinada a reivindicar en tono maquiaveliano la especificidad de lo político respecto de la moral, dedica su segundo capítulo al “derecho natural”. El concepto de derecho natural se aparta aquí también de las nociones usuales en la teoría política y jurídica modernas, pues no se trata aquí de pensar el conjunto de derechos presentes en el estado natural que luego volverán a encontrarse, bajo otra forma en el estado civil. Nada de un catálogo de derechos basados en la “dignidad humana” ni en los designios de la creación divina. La naturaleza, como afirma Spinoza con fuerza no es un orden moral, sino un orden de causas: “Por derecho e institución de la naturaleza no entiendo otra cosa que las reglas de la naturaleza de cada individuo, según las cuales concebimos que cada ser está naturalmente determinado a existir y a obrar de una forma precisa. Los peces, por ejemplo, están por naturaleza determinados a nadar y los grandes a comer a los chicos; en virtud de un derecho natural supremo, los peces gozan, pues, del agua y los grandes se comen a los más pequeños.”

Para Spinoza, el hombre será una parte más de la naturaleza y su derecho, como el de las demás cosas de la naturaleza, dependerá estrictamente de su potencia, de su capacidad efectiva de obrar. Por otro lado, cualquiera que sea la potencia del hombre en la naturaleza, esta no se justificará por una finalidad de la naturaleza ni un designio divino. Como toda potencia natural, la humana tendrá un carácter absoluto. Precisamente el hecho de que un individuo finito no sea una sustancia, algo que es en sí y se concibe por sí, sino una realidad que siempre es y se concibe como un efecto interno (un modo) de Dios o de la naturaleza da carácter absoluto a esa potencia en la que se basa su derecho, pues “el poder por el que existen y, por tanto, actúan las cosas naturales, no es distinto del mismo poder eterno de Dios.”

El derecho natural, es el ius naturae que corresponde en parte al hombre o a cualquier otra realidad finita en cuanto es parte de la naturaleza infinita, esto es, de Dios. Nada pues de fundamentación de los derechos en un orden moral divino, sino en el riguroso orden de las causas y potencias naturales. “A partir del hecho de que el poder por el que existen y actúan las cosas naturales, es el mismísimo poder de Dios, comprendemos, pues, con facilidad qué es el derecho natural. Pues, como Dios tiene derecho a todo y el derecho de Dios no es otra cosa que su mismo poder, considerado en cuanto absolutamente libre, se sigue que cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como poder (tantum iuris quantum potentiae) para existir y para actuar. Ya que el poder por el que existe y actúa cada cosa natural, no es sino el mismo poder de Dios, el cual es absolutamente libre.”

Ahora bien, ese “derecho natural”, en cuanto corresponde al hombre o a cualquier cosa finita solo se realiza en determinadas condiciones que lo favorecen. Para que una cosa que expresa un grado (modus) de la potencia divina exista y actúe en la naturaleza tienen que darse una serie de condiciones. Si estas son favorables, la potencia del individuo se expresa adecuadamente, esto es corresponde a su esencia. Si son contrarias, la expresión de esa potencia se verá trabada o disminuida y podrá incluso ser anulada, llegando la cosa misma a dejar de existir. La situación en que se encuentra una potencia es decisiva para su existencia y su acción. Determinará tanto la capacidad de actuar del cuerpo como la de la propia mente, que podrá ser causa más o menos adecuada, esto es más o menos activa, de sus ideas. La situación más positiva para la efectuación de nuestra potencia sería aquella en la que conociéramos racionalmente el conjunto de causas que rigen nuestra acción y combináramos nuestra potencia propia con la de otros individuos cuya esencia y cuyos afectos convienen con los nuestros, evitando al mismo tiempo el encuentro o el enfrentamiento con otros individuos de la naturaleza que puedan destruirla.

Sin embargo, el hombre es solo una parte de la naturaleza y esta no está ordenada en particular a la efectuación de la potencia humana, por lo cual es raro que actuemos guiados por la razón que expresa la autonomía de esa potencia y mucho más frecuente que lo hagamos impulsados por causas exteriores que determinan en nosotros afecciones pasivas: “si la naturaleza humana fuera de tal condición que los hombres vivieran conforme al exclusivo precepto de la razón y no buscaran ninguna otra cosa, entonces el derecho natural, en cuanto es considerado como propio del género humano, vendría determinado por el solo poder de la razón. Pero los hombres se guían más por el ciego deseo que por la razón, y por lo mismo su poder natural o su derecho no debe ser definido por la razón, sino por cualquier tendencia por la que se determinan a obrar y se esfuerzan en conservarse. Reconozco, sin duda, que aquellos deseos que no surgen de la razón, no son acciones, sino más bien pasiones humanas. Pero, como aquí tratamos del poder o derecho universal de la naturaleza, no podemos admitir diferencia alguna entre los deseos que surgen en nosotros de la razón y aquellos que proceden de otras causas.” La construcción del orden político se basará así en las pasiones y las diferencias de regímenes pasionales y no, como en las concepciones utópicas de la política, en los simples preceptos de la razón.

La vida humana en la naturaleza se rige, pues por las pasiones. El estado natural es prevalentemente un estado pasional. Esto tiene graves inconvenientes, pues las pasiones enfrentan a los hombres entre sí, haciendo que sean enemigos: “En la medida en que los hombres son presa de la ira, la envidia o cualquier afecto de odio, son arrastrados en diversas direcciones y se enfrentan unos con otros. [...] Y como los hombres, por lo general [...] están por naturaleza sometidos a estas pasiones, los hombres son enemigos por naturaleza.” Esa enemistad natural viene a articularse con la gran debilidad del individuo humano aislado frente al resto de la naturaleza, incluidos sus congéneres hostiles. De ahí que resulte sencillamente inviable que los hombres aislados realicen su “derecho natural”, esto es su capacidad de actuar y producir: “en la medida en que el derecho humano natural de cada individuo se determina por su poder y es el de uno solo, no es derecho alguno; consiste en una opinión, más que en una realidad, puesto que su garantía de éxito es nula.” De ahí la necesidad natural de la vida en común: “Concluimos, pues, que el derecho natural, que es propio del género humano, apenas si puede ser concebido, sino allí donde los hombres poseen derechos comunes, de suerte que no sólo pueden reclamar tierras, que puedan habitar y cultivar, sino también fortificarse y repeler toda fuerza, de forma que puedan vivir según el común sentir de todos. Pues [...], cuantos más sean los que así se unen, más derecho tienen todos juntos. Y, si justamente por esto, porque en el estado natural los hombres apenas pueden ser autónomos, los escolásticos quieren decir que el hombre es un animal social, no tengo nada que objetarles.”

La vida social, la existencia política, no son la finalidad del hombre, su telos. El orden de la naturaleza spinozista no conoce la finalidad, que es mera proyección imaginaria del deseo humano. El carácter político del animal humano deriva de su finitud, del hecho de que necesite la sociedad para existir y actuar. La sociedad es condición indispensable de la existencia humana. Esta sociedad basada en la cooperación es la que posibilita la existencia material y la seguridad física de un ser humano. De ahí que la oposición clásica entre un estado de naturaleza prepolítico y un estado civil no tenga ninguna vigencia para Spinoza. El estado civil y político es el estado natural de los seres humanos. Inversamente, el estado natural se mantiene a través del estado civil. La sociedad humana es parte de la naturaleza y está sometida a las leyes naturales. Como recuerda con fuerza Spinoza en la carta L: “En lo que se refiere a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la que usted me interroga, consiste en que yo conservo siempre sano y salvo el derecho natural, y en que sostengo que, en cualquier Estado, el derecho sobre los súbditos que le compete al magistrado supremo no es mayor que la medida del poder con que supera al súbdito, cosa que siempre tiene lugar en el estado natural.” “Tantum iuris quantum potentiae” es una ley de la naturaleza cuya eficacia no es perturbada en modo alguno por el estado civil.

El cuerpo político no se constituye mediante ningún tipo de pacto, sino como un proceso natural, como el único “entorno” en el que es posible la vida humana. Su existencia no se justifica racional ni moralmente, tampoco jurídicamente, solo se explica en el orden de los hechos, que es el orden de las causas: no habría vida humana sin encuentro de los individuos humanos, cooperación en el seno de una sociedad y sumisión a una ley común que posibilita, gracias a la cooperación, el despliegue de una potencia mucho mayor que la de cada individuo frente al resto de la naturaleza. El derecho efectivo de cada individuo es posibilitado por el derecho común de la sociedad al cual este se ve supeditado, pero inversamente, el derecho común solo existe como agregación en una forma de individualidad de rango superior de la potencia de los diferentes individuos: “El derecho de dicha sociedad se llama democracia; esta se define pues, la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede. De donde se sigue que la potestad suprema no está sujeta a ninguna ley, sino que todos deben obedecerla en todo.” El único absolutismo posible es, pues, el de la democracia. Esta es el único régimen al que puede atribuirse esa característica de “no estar sujeto a ninguna ley” (ser “legibus solutum”) que definía al absolutismo.

La democracia aparece a la vez como condición y como consecuencia necesaria de la vida humana. Spinoza afirmará en el Tratado teológico-político el carácter natural de la democracia: “Con esto pienso haber mostrado con suficiente claridad los fundamentos del Estado democrático. He tratado de él con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues en este Estado nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad de la que él es parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural.”

La democracia, como marco de vida basado en la cooperación bajo una ley común, sustituye en cierto modo al conjunto de la naturaleza como entorno de la vida humana. La democracia es una segunda naturaleza integrada como condición necesaria de la existencia humana en el conjunto de la naturaleza. La democracia, que corresponde estrictamente a las condiciones necesarias de una vida humana, no necesita ninguna fundación, pues no hay nada anterior a ella ni más fundamental que ella. En cierto modo, como la naturaleza y como Dios, que son también sistemas de cooperación y de interacción sin fundamento alguno, la democracia es en lo que se refiere al universo humano “causa sui”, causa de sí misma como lo es Dios respecto del conjunto de la naturaleza.

2. Anatomía del cuerpo político

Existe un cuerpo político, al que corresponde también el equivalente de una mente: “el derecho del Estado o supremas potestades no es sino el mismo derecho natural, el cual viene determinado por el poder, no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente. Es decir, que, lo mismo que cada individuo en el estado natural, también el cuerpo y el alma de todo el Estado posee tanto derecho como tiene poder.”

El cuerpo político no es solo el entorno que posibilita la existencia humana, sino también un cuerpo como los demás. Está constituido, como cualquier cuerpo, de elementos de rango inferior que mantienen entre sí una serie de relaciones capaces de conservarse y de reproducirse. Los elementos del cuerpo político son individuos humanos. La relación que mantiene el cuerpo unido es lo que denomina Spinoza “ley común”. “La palabra ley -afirma el Tratado teológico-político- significa aquello por lo cual los individuos de una misma especie, ya sean todos, ya sean tan solo algunos, actúan de una misma forma, fija y determinada.” La ley no es así un mandato sino una regularidad. Un cuerpo se define para Spinoza por el mantenimiento entre sus partes de una determinadas relaciones de movimiento y de reposo que son su ley constitutiva o su esencia: “Cuando ciertos cuerpos, de igual o distinta magnitud, son compelidos por los demás cuerpos de tal modo que se aplican unos contra otros, o bien —si es que se mueven con igual o distinto grado de velocidad— de modo tal que se comuniquen unos a otros sus movimientos según una cierta relación, diremos que esos cuerpos están unidos entre sí y que todos juntos componen un solo cuerpo, o sea, un individuo que se distingue de los demás por medio de dicha unión de cuerpos.” El cuerpo político será mantenido en su integridad y regulado por los afectos humanos, que expresan las formas específicas en que se comunican las variaciones de potencia de los individuos dentro de un cuerpo de grado superior como es el cuerpo político.

Dado que los hombres son partes de la naturaleza y solo pueden existir y actuar afectados por otros individuos, es raro que su acción en sociedad se rija por la razón y sea efecto de una libre elección basada en el conocimiento de las causas, en este caso de la necesidad de la vida social y de las ventajas de esta para el individuo. Independientemente de quien ostente en una comunidad política el poder de definir y aplicar la ley común, es siempre cierto que la base del poder político -y en general del poder de un individuo sobre otro- es el temor y la esperanza: “Tiene a otro bajo su potestad, quien lo tiene preso o quien le quitó las armas y los medios de defenderse o de escaparse, o quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal suerte que prefiere complacerle a él más que a sí mismo y vivir según su criterio más que según el suyo propio. Quien tiene a otro bajo su potestad de la primera o la segunda forma, sólo posee su cuerpo, pero no su alma; en cambio, quien lo tiene de la tercera o la cuarta forma, ha hecho suyos tanto su alma como su cuerpo, aunque sólo mientras persista el miedo o la esperanza; pues, tan pronto desaparezca ésta o aquél, el otro sigue siendo jurídicamente autónomo.” Esto es válido en general para todo régimen político y, por consiguiente, también para la democracia. La democracia spinozista no es una utopía, sino una forma de gobierno efectiva que cuenta con individuos movidos por las pasiones y no solo ni fundamentalmente por la razón. De ahí que no baste dar a conocer a los individuos la ley común que rige su cooperación, sino que esta debe imponerse como un mandato, mediante el temor al castigo o la esperanza de recompensas.

Temor y esperanza no son términos separables: son en realidad los dos polos de una relación de heteronomía, de una relación en la que el individuo no vive bajo su propio derecho, no es sui iuris, sino que depende del derecho de otro, o en el caso de la relación política, de un derecho común. Spinoza define así la esperanza: “La esperanza es una alegría inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo.” Y así el miedo: “El miedo es una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo.” Y, por consiguiente: “De estas definiciones se sigue que no hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza. En efecto: quien está pendiente de la esperanza y duda de la efectiva realización de una cosa, se supone que imagina algo que excluye la existencia de la cosa futura, y, por tanto, se entristece en esa medida [...]; por consiguiente, mientras está pendiente de la esperanza, tiene miedo de que la cosa no suceda. Quien, por el contrario, tiene miedo, esto es, quien duda de la realización de la cosas que odia, imagina también algo que excluye la existencia de esa cosa y, por tanto [...], se alegra; por consiguiente, tiene la esperanza de que esa cosa no suceda.”

Si miedo y esperanza se entrelazan y resultan inseparables, no por ello tienen el mismo valor: la esperanza es una alegría, mientras que el miedo es una tristeza. La alegría es “el paso del hombre de una menor a una mayor perfección”, esto es de una menor a una menor potencia o capacidad de actuar, mientras que la tristeza es el contrario de la alegría, un paso a una menor perfección o potencia. Un régimen que se base en la esperanza y, por consiguiente, en la alegría no será comparable a otro que se base fundamentalmente en el miedo: “«Ahora bien, el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un estado libre no cabría imaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a la libertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios o coaccionarlo de cualquier forma.»

Una democracia es muy precisamente el tipo de gobierno que da a los hombres el marco óptimo para su autonomía y más los aleja del régimen fundamentalmente heterónomo que representa la monarquía. Aunque puede existir una monarquía no despótica como nos enseñará el Tratado político en la cual la participación de la multitud en la elaboración de las decisiones reales impedirá que estas sean absurdas, y aunque una aristocracia capaz de ampliar su propia base puede aproximarse tangencialmente a la democracia, solo la democracia permite el máximo despliegue de la potencia de cada uno de los individuos, pues no necesita que estos en general sientan miedo ni tristeza y es capaz de conseguir su obediencia a la ley común mediante la esperanza.

Además de la esperanza, otro afecto sostiene la democracia: el amor de lo común. Es este un amor no apropiativo, que no excluye a nadie del disfrute de su objeto y que, incluso, aumenta en intensidad cuando son más los que lo disfrutan. En el proyecto spinozista, a pesar de las importantes transformaciones que conoció a lo largo de la vida de Spinoza, el amor de lo común siguió siendo siempre una idea central. En el principio mismo del Tratado de la reforma del entendimiento, Spinoza definirá así su proyecto filosófico y vital: “me decidí finalmente a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse”. Aspecto esencial de ese bien que busca Spinoza es que sea “communicativum”, capaz de comunicarse, de ponerse en común sin pérdida para quienes lo comparten. Esto se confirma en las proposiciones 36 y 37 de la parte cuarta de la Ética que afirman respectivamente que “El supremo bien de los que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente.” y “El bien que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás hombres, y tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.” La Ética se despliega inmediatamente como política sin necesidad de ninguna mediación, pues la política es el elemento que hace posible la propia ética.

La democracia representa, de todas las formas políticas la más acorde con la razón, esto es con el reconocimiento por parte de cada uno de la utilidad de lo común. La esperanza se hace así, en el marco de la democracia, razón compartida fundada en las nociones comunes. Frente a quienes sostienen que la plebe yerra y solo una minoría capacitada para ello debe gobernar, Spinoza sostendrá que la ley del número es en política una ley racional y que, si las decisiones tomadas por uno solo pueden ser con frecuencia absurdas, las que toma una asamblea amplia tras una deliberación en la que han intervenido voces muy variadas, corren mucho menos peligro de caer en el absurdo: “...tales absurdos son menos de temer en un Estado democrático, es casi imposible, en efecto, que la mayor parte de una asamblea, si esta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo. Lo impide además su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro, según hemos visto, que evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la medida de lo posible, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en paz y concordia….” Naturalmente, Spinoza nos habla aquí de una asamblea numerosa, pero libre, en la que la ley del número no equivalga a la ley de una masa sometida a la voluntad de uno solo.

Esta producción de racionalidad a partir de individuos pasionales generará afectos compatibles con la razón. El principal de ellos en una democracia es la “pietas” que aparece a continuación definida junto a la religión y la honestidad: “Todo cuanto deseamos y hacemos, siendo nosotros causa de ello en cuanto que tenemos la idea de Dios, o sea, en cuanto que conocemos a Dios, lo refiero a la religión. Al deseo de hacer bien que nace de la vida según la guía de la razón, lo llamo moralidad (pietas). Al deseo por el cual se siente obligado el hombre que vive según la guía de la razón a unirse por amistad a los demás, lo llamo honradez, y llamo honroso lo que alaban los hombres que viven según la guía de la razón, y deshonroso, por contra, a lo que se opone al establecimiento de la amistad.”

3. Una política de la inmanencia

Puede afirmarse que la teoría política de la modernidad ha buscado una legitimación del poder y del mando. La pregunta fundamental que recorre la historia de esta teoría es la pregunta por el poder legítimo o, lo que es lo mismo, por los motivos legítimos para obedecer al poder. Esto supone una concepción del poder no ya como relación sino como mando por encima de cualquier tipo de relación. Según esto, existe, por un lado, una instancia de mando unilateral y, por otro, una multitud de súbditos sometidos a este mando. Un mando supone una separación respecto de la multitud, pero esa separación no puede pensarse directamente en una sociedad cuya principal institución es el mercado. De ahí que todas las teorías políticas desde Hobbes a Rousseau se vean obligadas a crear a partir del mercado las condiciones de esta separación. Esto ha solido hacerse a través de la teoría del contrato. La teoría del contrato social permite, en efecto, pasar de la inmanencia de las relaciones interindividuales a la trascendencia del mando, al fundar el propio mando en un acuerdo de múltiples voluntades. Como afirma el gran teórico del derecho marxista Pasukanis, la teoría política de las clases capitalistas siempre estuvo basada en la reducción del derecho público a derecho privado, concretamente, de la soberanía al contrato. La trascendencia que el absolutismo situaba en el derecho divino es producida artificialmente a partir del mercado y de sus instituciones: los individuos libres e iguales, la voluntad libre, el contrato.

La producción de esta trascendencia es indispensable al poder capitalista, en la medida en que este funciona mediante la ocultación de la relación entre dominación política y social y explotación. Si otros regímenes basados en la desigualdad humana podían permitirse exhibir esta desigualdad como elemento de legitimación de la explotación, el capitalismo, basado en el mercado y en el trabajo libre, debe ser capaz de invisibilizar la explotación y la dominación social. El mercado, que iguala a todos los que en él participan, deberá ser la base desde la cual se construya un mando político “legítimo”, esto es compatible con las condiciones básicas del mercado: la libertad y la igualdad. Esta autonomización de lo político respecto de la explotación económica tiene su correlato en una autonomización de la esfera económica que se presenta como esfera “natural” autorregulada y ajena, por consiguiente, a la política.

En Spinoza, observamos todavía en el Tratado teológico-político ciertos residuos contractualistas, fuertemente atenuados por la insistencia en la cooperación material. Estos residuos desaparecen enteramente en el Tratado político. Entre medias, la elaboración lenta y dificultosa de la parte IV de la Ética permitió a Spinoza liberarse enteramente de la problemática del contrato y de la trascendencia y pensar la política enteramente desde la inmanencia. Esto, por cierto, le permite atenuar el antimonarquismo del TTP para considerar en el TP en qué condiciones es posible conservar un grado elevado de libertad en una monarquía. La base “material” democrática es común a todos los regímenes, pues solo la potencia de la multitud sirve de base a la potestas del soberano. Como vimos, la posibilidad del absolutismo o del totalitarismo queda descartada por Spinoza, que Étienne Balibar califica en uno de sus artículos como “el anti-Orwell”.

Vale la pena observar el funcionamiento de los capítulos “políticos” de la parte IV de la Ética para entender mejor el paso dado desde el TTP al TP. Leamos uno tras otro los capítulos 27 a 29 de Ética IV:

Cap. 27: “La utilidad principal que nos reportan las cosas que están fuera de nosotros, además de la experiencia y el conocimiento que adquirimos por el hecho de observarlas y de transformar unas en otras, es la conservación de nuestro cuerpo; y por esta razón son útiles, sobre todo, aquellas cosas que pueden alimentar y nutrir el cuerpo de manera que todas sus partes puedan cumplir correctamente su función. Pues cuanto más apto es el cuerpo para ser afectado de muchas maneras, y para afectar de muchas maneras a los cuerpos exteriores, tanto más apta es el alma para pensar (ver las proposiciones 38 y 39 de la parte IV). Ahora bien, parece que en la naturaleza hay muy pocas cosas de esta clase, por lo cual, para nutrir el cuerpo como es debido, resulta necesario servirse de muchos alimentos distintos de naturaleza diversa. Pues el cuerpo humano está compuesto de muchísimas partes de diversa naturaleza que precisan de un alimento continuo y variado, a fin de que el cuerpo íntegro sea igualmente apto para hacer todo lo que puede seguirse de su naturaleza y, por consiguiente, para que el alma sea también igualmente apta para concebir muchas cosas distintas.”

Cap. 28: “Pues bien, para procurarse dichas cosas, difícilmente serían suficientes las fuerzas de cada cual, si los hombres no se prestaran servicios mutuos. Pero el dinero ha llegado a ser un compendio de todas las cosas, de donde resulta que su imagen suele ocupar el alma del vulgo con la mayor intensidad; pues difícilmente pueden imaginar forma alguna de alegría que no vaya acompañada como causa por la idea de la moneda.”

Cap. 29: “Pero este vicio sólo lo tienen aquellos que buscan el dinero, no por indigencia ni para subvenir a sus necesidades, sino porque han aprendido las artes del lucro, de las que están enormemente orgullosos. Por lo demás, los tales dan al cuerpo su ración por simple rutina, pero con parquedad, pues creen perder de sus bienes, cuanto gastan en la conservación de su cuerpo. Ahora bien, quienes conocen la verdadera utilidad del dinero, y acomodan sus riquezas sólo a sus necesidades, viven contentos con poco.”

En ellos se perfila con mayor precisión una génesis materialista de la comunidad de intercambios y de cooperación en que consiste la sociedad. La base de la comunidad política necesaria a la existencia humana será esta cooperación y no el mando único como ocurre en Hobbes. No existe en Spinoza una esfera de la economía contrapuesta a la esfera de la política, porque tampoco existe la oposición entre un estado de naturaleza regido por la necesidad y un estado civil regido por la ley. El estado de naturaleza está siempre presente a través del estado civil: constituye su base material. Esta inmanencia del estado de naturaleza y del derecho natural al estado civil impide concebir el poder como abstracción y trascendencia. Todo poder será para Spinoza, como nos recuerda el principio de la carta L antes citado, la resultante de una correlación de fuerzas entre varios poderes. El antagonismo está presente en el seno mismo de la paz. La democracia podrá así actuar sobre las relaciones de poder que consideramos económicas, pues estas, a pesar de la ocultación que produce necesariamente el moderno Estado capitalista, no son relaciones naturales ajenas a la relaciones de poder, no porque no sean en sí mismas “naturales”, sino porque no existe relación natural que no sea relación de poder.

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