Pilar Benito
Olalla
El premio
Nobel francés Romain Rolland (1866-1944) sintió el profundo resplandor de la
conciencia al leer en su adolescencia las obras de Spinoza y, en especial, la Ética.
Relata la profundidad de ese impacto en un breve escrito, lleno de metáforas
luminosas y afectivas de gran belleza, L’éclair de Spinoza, que luego —con
algún añadido, donde racionaliza su experiencia— formará parte de su
autobiografía, Le voyage intérieur
[14]:
«No olvidaré jamás que, en medio del ciclón de mi
adolescencia, encontré mi refugio en el nido profundo de la Ética…» [15].
«Ha bastado una página, la primera, y cuatro
definiciones, y algunos destellos de fuego han saltado al choque del sílex de
la Ética» [16].
No sería ésta
la única revelación definitiva en su vida. Rolland describe otras dos: la
plácida visión de la naturaleza desde la terraza del jardín de la casa de Voltaire
en Ferney (Suiza) [17]; y la sensación gozosa de pérdida de límites, de
ubicuidad, durante un corto viaje en tren cuando éste se detuvo en medio de un
túnel, sensación alucinada que le conectó con algunas palabras de Tolstói en Guerra
y paz, donde uno de sus personajes, Pierre, mientras se halla prisionero
del ejército francés, ríe feliz al reconocerse vinculado con todo lo que rodea
[18]. La lectura de Spinoza será el segundo de esos tres momentos deslumbrantes
en la vida de Rolland (Les trois éclairs), y seguramente el más
influyente, dada su fuerte conexión intelectual y vital con aquellas «palabras
de fuego» [19] del filósofo holandés. De alguna manera, estos tres relámpagos
sumergieron a Rolland en una vivencia intensa y fugaz de conexión con el todo,
es decir, con las tres totalidades por excelencia para el ser humano: la
naturaleza (Ferney), Dios (Spinoza), la fraternidad universal de la humanidad
entera (el túnel y Tolstói). Incluso me atrevo a formular la hipótesis de que
el segundo de los momentos (Spinoza) serviría de gozne entre los otros dos, e
integraría a posteriori las tres dimensiones sentidas (naturaleza, Dios,
humanidad) y los afectos activos concomitantes (paz, amor, alegría). Rolland
tuvo la dicha de gozar ese fogonazo spinozista, que llenó sus «venas del fuego
que hace latir el corazón del universo» [20]. En estas condensadas palabras
emerge la cálida y ferviente afectividad sentida hacia el filósofo holandés, y
brota el carácter centelleante de esa iluminación filosófica que Rolland experimentó.
El gran
literato francés refiere su acercamiento a la filosofía en el Liceo Louisle-Grand,
durante su preparación para entrar en la École Normale Supérieure, de la cual
sería alumno de 1886 a 1889: desde las clases que le acercaron a Descartes, y
en cuya estela de pensamiento permaneció durante dos o tres años, hasta aquellas
que le abrieron al mundo presocrático, experiencia que años después fructificaría
en su obra Empédocle d’Agrigente (1918). Pero había que efectuar un salto
y franquear los límites de la filosofía cartesiana, y esa perspectiva infinita
se la ofreció Spinoza, que le salvó de la dureza vivida en esos años juveniles,
entre los 16 y los 18 («dos años trágicos») [21].
Rolland
describe con mimo la edición concreta de las obras de Spinoza a la que él
accedió y que todavía conservaba en el tiempo del escrito autobiográfico que
nos ocupa: tres volúmenes de 1872 traducidos por Émile Saisset bajo el título de
Oeuvres de Spinoza [22].
La lectura de esa edición se convirtió en los difíciles años de su adolescencia
en «elixir de vida eterna» [23].
Mucho se ha
escrito acerca de la fuerza que determinadas influencias pueden ejercer en la
etapa juvenil del desarrollo humano, cuando las pasiones emergen cual impulsos
desatados: un buen guía, o no tan bueno, un amigo carismático o unos libros
descubiertos por azar o quién sabe por qué hilos misteriosos del destino. La
literatura es pródiga en novelas de formación (Bildungsromans); recordemos
sólo dos ejemplos señeros: Goethe con su Wilhelm Meister, o Herman Hesse
con Demian. La psicología moderna con el psicoanálisis al frente
desbrozará los entresijos de la búsqueda y formación de la identidad individual
en esa complicada etapa de la vida.
Rolland también sufrió la crisis propia de esa edad, y fue un gran amigo suyo y biógrafo extraordinario, Stefan Zweig, quien se encargó de acercarnos la figura de Rolland y los avatares de su vida y de su proceso creador [24]. Zweig había llegado a la obra de Rolland por casualidad: en casa de una escultora en Florencia, empezó a leer L’aube, y su asombro fue tan grande que quiso conocer en persona a aquel escritor excepcional [25]. Una vez en París, Zweig consiguió entablar amistad con él, y esa relación resultó ser —en palabras del propio Zweig—, «la más fecunda de mi vida y, en algunos momentos, incluso decisiva» [26]. Con
admiración y
cariño elegíacos, el escritor austríaco nos cuenta cómo ese espíritu puro,
idealista y fecundo que era Rolland irá descubriendo los grandes maestros que
iluminarán el camino de su vocación: Shakespeare, Beethoven, Wagner, Víctor
Hugo, Tolstói y, ¡cómo no!, Spinoza. los grandes espíritus son afines y tarde o
temprano acaban encontrándose. Zweig no se plantea en esta biografía qué
elementos concretos poseían en común Rolland y Spinoza, más allá de esa universal
familiaridad del espíritu.
Pero lo cierto
es que había muchas cosas que unían al escritor francés con el insólito
filósofo: el espíritu de superación, la defensa de la libertad de conciencia frente
a cualquier tipo de imposición externa, el valor de la justicia como exigencia
vivencial y no sólo política, la búsqueda de la paz y la concordia entre los
hombres; incluso su común constitución física débil no les restó fuerzas para ejercer
de pensadores dotados de una gran dosis de convicción y firmeza.
Los dos, a su
manera, fueron héroes, reflejo de una gran integridad moral: Spinoza,
excomulgado y perseguido, se mantuvo fiel a su deslumbrante visión filosófica,
a su proyecto ético y a sus amigos; Rolland, que pasó de una etapa anónima a
una de fuertes polémicas y acontecimientos dramáticos, siempre luchando por los
ideales más elevados y un sentido universalista del ser humano. Ambos fueron
defensores de la democracia, a pesar de sus imperfecciones y avatares que la
dejaban maltrecha, vividos con especial intensidad por Rolland en carne propia
(las dos guerras mundiales). Rolland, desde su retiro en Ginebra, había
colaborado de manera muy activa durante los inicios de la Primera Guerra
mundial al servicio de la Cruz Roja en la sección de correspondencia; su famoso
artículo «Au-dessus de la mêlée» (1914), buscando sin éxito la concordia
de los intelectuales por encima de los dos bandos enemigos, significó un acto de
gran valentía en medio de una Europa enloquecida por el conflicto bélico. Y aunque
se mantuviera aislado en Vézelay durante la ocupación alemana de Francia en la
Segunda Guerra Mundial, no dejó de oponerse con bríos al nazismo y al fascismo
reinantes. El pacifismo activo de Rolland constituye uno de los grandes referentes
para la conciencia europea durante esa primera mitad de siglo tan convulsa en
nuestro continente, y lideró todo un movimiento en contra de la guerra y del
odio, que no sentó nada bien a las corrientes nacionalistas insufladas de un
falso patriotismo, tanto en Francia como en Alemania. Todavía hoy siguen
resonando las palabras de Zweig, llenas de admiración y gratitud, hacia quien
por aquellos años fatídicos de la Primera Guerra Mundial encarnaba como nadie
la verdadera conciencia europea:
«Comenzó solo la lucha contra la aberración de
millones. Y en ese momento vivía la conciencia europea —desterrada con odio y
con sorna de todos los países y corazones— únicamente en su pecho» [27].
Por otro lado,
además de las luces, también hay sombras en la evolución del compromiso
político de Rolland. Baste simplemente recordar su apoyo a la URSS de Stalin.
El análisis de la complejidad de la postura de Rolland y del reconocimiento de
sus propios errores ideológicos excede los objetivos del presente artículo [28].
Pero al margen de sus devaneos con la política soviética y con el Partido Comunista
Francés, lo cierto es que la obra de Rolland ha de ser estudiada con
independencia de las contradicciones personales experimentadas en esa
paradójica etapa de los años treinta, desequilibrante y confusa no sólo para
él, sino también para muchos intelectuales europeos. Y más allá de todo
aquello, hay que valorar el profundo mensaje filosófico que albergan sus
escritos: la búsqueda del sentido de la vida a través de valores universales,
la fraternidad, la creatividad humana por encima de la muerte y ese anhelo
profundo de una comunidad verdadera de espíritus libres [29]. Y esos valores, y
no las ambigüedades ideológicas, eran los que conectaban a Rolland con Spinoza.
Ambos
perseveraron en ese tono vital fuerte que les permitió dedicarse en cuerpo y
alma a su obra y seguir escribiendo hasta el final, anticipado de manera temprana
por la enfermedad en el caso del filósofo holandés. En defensa de sus
respectivas libertades para pensar y escribir, renunciaron a la vida académica
universitaria. Spinoza, que no había participado nunca de ese mundo, declinó la
invitación para impartir clases en la universidad de Heidelberg que a
instancias del Elector del Palatinado había recibido por mediación de Johan Ludwig
Fabritius, profesor de Teología y consejero del Elector. Rolland, que ya daba
clase en la Universidad (de Historia de la música en la Sorbona, y de Historia
en la École Normale Supérieure), renunció de modo definitivo en 1912. Nada de
esto les impidió a los dos seguir en la brecha de la creatividad, filosófica y
literaria, respectivamente, e irradiar su influencia como modelos ejemplares,
no exentos de polémica. El éxito mundano de Rolland al ser galardonado con el
Premio Nobel de Literatura en 1925, aparentemente no mantiene ningún parangón
con la situación de persecución y maldición que vivió Spinoza, sin embargo, el
filósofo judío también tuvo «éxito» a su manera: sus amigos no lo defraudaron
jamás, no sucumbió al suicidio o a la locura y él, que criticaba la fama pero
nos acercaba la idea de eternidad a través del amor intelectual de Dios,
alcanzó una resonancia insoslayable en la posteridad, una eternidad espinozista
que sigue latiendo una y otra vez, desde las «luces radicales» del siglo XVIII
a la modernidad, y a nuestra propia época: por ejemplo, en los libertinos, en
el idealismo alemán y en las proyecciones de las ideas políticas de Spinoza y
de su doctrina de los afectos en la actualidad. Por otro lado, hay que insistir
en que tanto Spinoza como Rolland se encontraron con un entorno hostil y se
repusieron frente a los fracasos gracias a un gran coraje: los dos triunfaron a
su manera.
Rolland no
escogió al azar a ese maestro espiritual, junto a sus otros dos grandes referentes
de juventud, Beethoven y Shakespeare. En palabras de Zweig:
«Más tarde descubrió un tercer maestro, el libertador
de su fe, Spinoza, cuya obra leyó en una tarde solitaria en el colegio y cuya
suave luz espiritual iluminaría para siempre su alma. Siempre los más grandes
de la humanidad constituyen sus ejemplos y compañeros» [30].
Amorosas son
estas palabras del amigo, pero prosigamos escuchando a Rolland y su relato
apasionado y conmovido del descubrimiento de Spinoza. Es «el camino natural del
espíritu» —al cual sigue obediente como un perro a su instinto— el que lo
conduce hasta él [31]. Con una fina sensibilidad literaria describe su primera
lectura de la Ética, en medio de una habitación fría en el atardecer del
invierno. No importaba lo que ocurriera fuera; como dentro de un recinto
amurallado, Rolland se sumerge en esa obra, en las líneas negras de ese libro
forrado de verde, y gracias a lo que descubre y a lo que siente, su prisión adolescente
de angustias descubre una salida:
«Y bajo la fijeza turbada de mi mirada alucinada, he aquí
que los barrotes se separan y que surge el sol blanco de la Substancia.
Metal en fusión, que llena la copa de mis ojos, se vierte dentro de mi ser que
él consume; y mi ser, como una fuente, salta en la cuba…» [32].
Metáforas
visuales e ígneas por doquier, afectivas y alquímicas también para acercarnos
esa experiencia profunda que tiene lugar en lo más íntimo de su ser y a la que
le ha impulsado su propio conatus, como muy bien diría Spinoza. «Mirada alucinada»,
«sol blanco», «ojos»: lo visual (leído-comprendido) no queda en la mera
superficie, sino que se transmuta en su interior, como ocurre en el proceso de
individuación del que nos hablará Jung inspirándose en un trasfondo alquímico;
el metal, cual acero del intelecto, se funde y se vierte uniendo contrarios (fuego
y agua) para que emerja un Rolland nuevo, con bríos y presto a la tarea de su
responsabilidad moral por encima del miedo. Ya Deleuze, recogiendo una lúcida
impresión de Victor Delbos, había llamado la atención sobre la conjunción de
dos elementos (razón rigurosa y afectividad subterránea), que con mayor o menor
intensidad de cada uno de ellos, impactan en aquellos que amorosamente se
acercan a Spinoza [33]. Incluso es el propio Deleuze quien emplea algunas
metáforas rollandianas para explicar la integración spinozista de concepto y
vida, que se opera con una velocidad de pensamiento vertiginosa en el último
libro de la Ética:
«El libro V es la unidad extensiva extrema, pero
porque constituye también la punta intensiva más condensada: ya no hay
diferencia alguna entre el concepto y la vida. Pero también en lo que le
precede encontramos la composición y el entretejido de los dos componentes —lo
que Romain Rolland llamaba “el sol blanco de la sustancia” y las “palabras de
fuego de Spinoza”» [34].
Como vemos,
las palabras de Spinoza poseen la virtud de generar chispazos en cascada, que
nos llevan de un lector a otro, y a otros más, cobijados bajo el mismo influjo
hipnótico. Pero, retornemos a Rolland y fijemos de nuevo la mirada sobre su experiencia.
¿Qué será lo
que descubre Rolland en Spinoza, en concreto en la Ética? Ya hemos
comentado que le bastaron apenas cuatro definiciones de la primera página del
libro I que trata sobre Dios (De Deo), para sentir su fuego. Rolland
especifica en nota al pie a qué definiciones del comienzo se refiere, y a qué
otras proporciones, que resultaron fulgurantes para él: definiciones 3, 4, 5 y
6, además de las chispas arrancadas («étincelles arrachées») [35] de las
proporciones 15 y 16 del libro I y el escolio del lema 7 del libro II.
Curiosamente
en las definiciones iniciales de la Ética, el primer término no es Dios,
sino que las nociones fundantes de esa obra de Spinoza en este mismo orden de
aparición son las siguientes: causa de sí, cosa finita en su género,
substancia, atributo, modo, Dios, cosa libre y cosa necesaria, y eternidad. [36]
Así pues, de entre éstas, las que impactan a Rolland son las nociones de
sustancia, atributo, modo y Dios. No está nada mal para comenzar un libro de
filosofía plantear —como hace Spinoza— con concisión y visión amplia los
grandes asuntos del pensamiento humano: el orden de la realidad y la estructura
del intelecto a través de la categoría de causalidad, la doble dimensión
finitud/infinitud reflejada en las cosas finitas y en Dios (sustancia
infinita), respectivamente, y la conexión entre esa sustancia y las cosas
concretas expresada en distintos niveles, los atributos y los modos. Prodigio
de síntesis geométrica que, a pesar del uso de un estilo seco, nada literario,
e incluso pobre por parte de Spinoza [37], cala en el joven Rolland. No importa
la distancia inmensa en el modo de escribir (Rolland desarrollará un lenguaje
de una gran riqueza y sensibilidad musical extraordinaria, aun con sus
altibajos y peculiaridades) [38]; el hilo conductor entre el filósofo y el
literato será más hondo.
Además de esas
definiciones, traigamos a la memoria el resto de las chispas filosóficas
extraídas por Rolland del sílex de la Ética, y que él mismo nos acaba de
referir, E 1P15, E 1P16 y E 2L7S, respectivamente, aunque él no cite por ahora de
modo literal estos textos:
«Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser
ni concebirse» [39].
«De la necesidad de la naturaleza divina deben
seguirse infinitas cosas de infinitos modos (esto es, todo lo que puede caer
bajo un entendimiento infinito)» [40].
«Por lo dicho, vemos, pues, cómo un individuo
compuesto puede ser afectado de muchas maneras, conservando, no obstante, su
naturaleza… Y si continuamos así hasta el infinito, concebimos fácilmente que
toda la naturaleza es un solo individuo, cuyas partes —esto es, todos los
cuerpos— varían de infinitas maneras, sin cambio alguno del individuo total» [41].
De este último
texto, E 2l7S, y dada su extensión, me he permitido a la hora de citar una
selección donde se refleja la nervadura filosófica fundamental de Spinoza que
conecta con el escritor francés, y que tiene mucho que ver con el sentido de
realidad infinita y su relación con lo finito (los seres humanos), como iré
desbrozando.
Entonces, nos
seguimos preguntando: ¿qué es lo que a Rolland le seduce de este libro ígneo,
la Ética? El incipiente escritor reconoce que no es propiamente la
comprensión del sistema filosófico de Spinoza (no pretende hacerse ilusiones acerca
de tamaña empresa que deja para otros), aunque es preciso reconocer que las
referencias y citas de textos de los escritos del filósofo que añade Rolland a
su testimonio revelan una lectura atenta y lúcida, donde intelecto y
sentimiento se dan la mano. Incluso él mismo alude después, cuando racionaliza esta
experiencia, a las notas que tomó durante dos años (de 1886 a 1888), hasta que
llegó a convertir la fórmula spinozista en su propia fórmula de vida y,
modelando el Dios de Spinoza, lo hizo suyo para siempre desde un simbólico día
victorioso, 11 de abril de 1887 [42]. Pero lo cierto es que centrado ahora en
su prístina lectura del filósofo, Rolland ni siquiera se detiene en los
argumentos que aparecen en la introducción a cargo de Saisset de la edición que
está leyendo, y que implican, en la interpretación que efectúa de Spinoza, una
crítica al panteísmo desde un marcado sesgo espiritualista por parte de
Saisset. Incluso Rolland califica esta introducción de Saisset de «honesta y
timorata» [43]. En dicha introducción, Saisset realiza una exposición crítica
de la teoría de Spinoza y también una refutación del spinozismo [44]. Aunque Rolland
no será filósofo de profesión y, por tanto, no entrará en las discusiones
académicas en torno al spinozismo en Francia, sino que su percepción se sitúa
en la dimensión personal y en sus consecuencias literarias […].
[…]
Los argumentos
que esgrime el espiritualista Saisset en la introducción a las obras del filósofo
judío no parecen importar a Rolland, y por eso, el incipiente escritor salta
por encima de esa pantalla («garde-feu») [52] que interpone Saisset y se
lanza al corazón mismo de la obra, a esa hoguera («brasier») [53] que
constituye la Ética. Y entonces, lo que deslumbra a Rolland es otra
cosa, un gran descubrimiento:
«…así, en el texto mismo de Spinoza, no le descubrí a
él, todavía ignorado por mí. En la inscripción trazada en el portal de la Ética,
en esas definiciones de letras flamantes, descifré, no lo que él había dicho,
sino lo que yo quería decir, las palabras que mi propio pensamiento de niño, de
su lengua inarticulada, se afanaba por deletrear. Jamás se lee un libro. Se lee
a través de los libros, sea para descubrirse, sea para controlarse. Y los más
objetivos son los más ilusionados. El libro más grande no es aquél cuyo comunicado
se imprime en el cerebro, igual que sobre el rodillo de papel un mensaje
telegráfico, sino aquél cuyo choque vital despierta otras vidas, y, de una a
otra, propaga su fuego que se alimenta de esencias diversas y, convertido en
incendio, de bosque en bosque salta» [54].
Y de nuevo,
nos topamos con abundancia de metáforas lumínicas y, específicamente, ígneas. Rolland
se descubre a sí mismo cuando se mira en el cristal brillante y bien pulido de
la obra de Spinoza. Por eso, el autor francés no se lanza a explicar «el
sentido liberador del verdadero pensamiento» [55] del filósofo; desde luego que
no le conquista a Rolland el orden geométrico de la Ética ni su racionalismo,
aunque experimente cierto disfrute estético ante los juegos racionales. En
cambio, lo que nos ofrece en este breve escrito confesional es ese encuentro
con aquello que él buscaba a tientas («à tâtons») [56] desde niño: el
fogonazo de la realidad misma plasmado esta vez en un Spinoza realista,
curiosamente olvidado, incluso tapado, por los filósofos de profesión. Reverbera
aquí una severa crítica de Rolland a la jerga filosófica: «el pesado verbalismo
intelectual » [57]. Y hasta él se extraña de que a esos filósofos académicos no
les haya bastado una primera mirada («prémier regard») [58] para captar
el sentido de realidad —con mayúsculas— que nos trasmite Spinoza. No parece
improcedente entresacar de estas líneas una punzada contra un determinado
ambiente filosófico de disputas, en cierto sentido sectarias, y más, desde una
persona apasionada como Rolland, profundamente conmovido en su afectividad ante
los problemas de la humanidad, más que ante las diatribas del intelecto, aunque
respetara y valorara siempre las aportaciones filosóficas de sus coetáneos. El
realismo «visionario» [59] que capta Rolland en Spinoza se transparenta en
breves textos o fulgores que él mismo transcribe del Tratado de la reforma
del entendimiento (TIE), de algunas cartas y, por supuesto, de la Ética.
Revisemos los fragmentos en cuestión que recoge Rolland y sus propios
comentarios.
En primer
lugar, el concepto de realidad que se refleja en el TIE:
«Por donde podemos ver que nos es, ante todo,
necesario deducir siempre todas nuestras ideas a partir de cosas físicas o de
seres reales, avanzando, en lo posible, siguiendo la serie de las causas, de un
ser real a otro ser real, y de forma que no pasemos a lo abstracto y universal,
ni para deducir de éstos algo real, ni para deducir de lo real algo abstracto.
Ambas cosas, en efecto, interrumpen el verdadero progreso del entendimiento» [60].
Texto al cual
Rolland añade a continuación la argumentación con la que prosigue Spinoza:
«Debo señalar, sin embargo, que por serie de
causas y seres reales no entiendo aquí la serie de las cosas singulares y
mudables, sino únicamente la serie de las cosas fijas y eternas» [61].
Rolland enlaza
en nota al pie este planteamiento con la definición de realidad que el propio Spinoza
ofrece en la Ética: «Por realidad entiendo lo mismo que por perfección»
[62]. Ya sabemos que
a Rolland no le interesa una discusión filosófica en torno a conceptos
metafísicos, sino que pretende destacar su vivencia espiritual del sentido
profundo de la realidad que él cree ver reflejado en las palabras de Spinoza.
De ahí que resalte la idea del filósofo en la que se condensa su propio sentir,
según su personal apreciación: las cosas fijas y eternas son reales, es más,
constituyen lo más real, y de esta forma lo real es lo individual, lo
particular [63]. Spinoza, en esta parte del TIE a la que se refiere Rolland,
trata de la idea verdadera y de sus diferencias con las demás percepciones, lo
cual le lleva a criticar la abstracción [64]. Rolland, manifestando su acuerdo
con esa crítica, se asoma al «vértigo» que le produce esa concepción spinozista
del ser único, infinito, real, que es la substancia [65]. Y dejando a un lado
dialécticas especulativas, retoma el misterio sagrado de aquella experiencia de
juventud.
Gracias a Spinoza
bebe el «vino de fuego» que le catapulta fuera de su «prisión » [66], de ese
gran dolor y desesperación sentidos, cual si de una pasión de Cristo se
tratara. Las metáforas que emplea Rolland para describir lo terrible de
aquellos años de incertidumbres nos acercan mucho al fenómeno religioso de la pasión,
como tránsito o noche oscura necesaria para acceder a la iluminación o a la
liberación, aunque él mismo no haga una referencia directa a Cristo. Así, por ejemplo:
«alas quebradas», «gritos de pasión», «las magulladuras y las lágrimas de sangre»
[67]. Y al fin, el joven Rolland encuentra en Spinoza la respuesta radiante («rayonnante»)
«al enigma de la Esfinge» [68] que pesa sobre sus espaldas, en sus propias
palabras: «a la antinomia aplastante entre la inmensidad de mi ser interior y
el calabozo de mi persona, que me humilla y que me asfixia» [69].
Y la respuesta
irradia desde la substancia infinita, el Dios de Spinoza, entendido por Rolland
—con sabor panteísta— como una inmensidad abarcadora de toda la realidad, que
se despliega en distintos niveles, según los conceptos que se recogen en la Ética:
la «Naturaleza naturante» (atributos de Dios) y la «Naturaleza naturada» (modos
de los atributos) [70]. Y el broche de oro de esta visión infinita y liberadora,
que ya había anunciado Rolland al comienzo de este escrito y que ahora sí
transcribe, se graba con palabras doradas en la Proposición 15 del libro
Primero de la Ética: «Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser
ni concebirse» [71]. En medio de una «habitación helada», en una «noche de
invierno», Rolland se evade hacia «el abismo de la substancia», a ese «sol
blanco del ser» [72]. Y en ese momento experimenta su especial iluminación que,
no cabe duda, adquiere en él un carácter sagrado, puesto que se halla investida
de una sensibilidad mística: «Y yo también, yo soy en Dios» [73].
Rolland
describe ese espacio abierto, descubierto gracias a Spinoza, recurriendo a las
metáforas del viaje pionero, del vuelo libre y de la inmersión oceánica, expresiones,
todas ellas, frecuentes en los escritos místicos. Esos «horizontes inauditos» [74]
sobrepasan con creces lo soñado por él mismo, y los atributos del pensamiento y
la extensión se convierten en «mares sin riberas» que le conducen a su vez a
«otros mares desconocidos», los otros atributos infinitos de la substancia y
desconocidos; de tal manera que todos los atributos se contienen en «el Océano
del ser» [75]. Ya aquí se transparenta, de alguna manera, el significado de sensación
oceánica o sentimiento oceánico, expresiones ambas que Rolland
utilizará en una carta a Freud para describir el sentimiento religioso
espontáneo del ser humano, al margen de las iglesias, y el suyo propio. Esas
matizaciones de Rolland tendrán un profundo impacto en el psiquiatra austríaco.
Y de nuevo, los resplandores en cascada nos conducen de un autor a otro, y
resulta necesario tratar, aunque con brevedad, la conexión de Rolland con
Freud.
La relación de
estos dos autores vía epistolar, puesto que sólo se encontraron en una ocasión
en la casa vienesa de Freud y ante la presencia de un amigo común, Stefan
Zweig, constituye un episodio apasionante de la historia del psicoanálisis [76].
Además, hay que considerar que el vínculo de ambos con Spinoza, aunque de muy
distinta forma en cada uno, aparece como hilo conductor latente de esa
comunicación tan fructífera para el proceso creador de los dos [77]. El especialista
Henri Vermorel analiza esta relación a tres bandas, Rolland-Freud-Spinoza, a la
luz de una veintena de cartas que se intercambiaron los dos primeros entre 1923
y 1936, y de su único encuentro el 14 de mayo de 1924. Ese encuentro resultó
crucial, puesto que desató tanto en Freud como en Rolland una relación
transferencial recíproca muy fecunda que motivaría en Freud su libro, El
porvenir de una ilusión, y en Rolland el comienzo de la redacción de su obra
confesional, Le voyage intérieur
[78]. Vermorel destaca cómo, curiosamente, y a raíz de esta entrevista
intensa, Rolland rememora poco tiempo después (entre el 5 y el 20 de julio de
1924) su experiencia juvenil de la lectura de Spinoza mediante su escrito L’éclair
de Spinoza,79 que —como ya he explicado— incluye en su autobiografía. ¿Casualidades,
sincronicidades junguianas, o causalidades spinozistas?
La carta en
cuestión de Rolland que me interesa recuperar ahora lleva fecha de 5 de
diciembre de 1927. Recordemos que L’éclair de Spinoza (redactado en 1924,
como acabo de comentar) fue publicado por primera vez en 1926 en una revista de
Asia y en lengua bengalí, tal y como nos lo explica el propio Rolland en nota
al pie al comienzo de su escrito en la edición de 1931 ya citada [80]. En esa carta
que Rolland dirige a Freud como respuesta a la recepción del libro de este último,
El porvenir de una ilusión, se halla de por medio la cuestión religiosa
[81]. Las palabras de Rolland para referirse al sentimiento religioso
espontáneo son las siguientes:
«…el hecho simple y directo de la sensación de lo
eterno […] sin límites perceptibles y como oceánica».
«Yo mismo estoy familiarizado con esta sensación […] y
en ella siempre he encontrado una fuente de renovación vital».
«…llevo simultáneamente […] una vida “religiosa” en el
sentido de esta sensación prolongada y una vida de razón crítica (que es sin
ilusión)» [82].
Sabemos que
esta experiencia de inmersión en lo infinito presente a lo largo de la vida de
Rolland tiene su origen en su adolescencia y en esos tres resplandores que él
mismo ha aglutinado bajo el mismo y común denominador. Incluso, en uno de sus
escritos juveniles, Creo quia verum (1888) ya menciona, bajo el influjo
de lo que denomina «spinozismo de la sensación cerebral» [83], esa sensación oceánica
de sumergirse en Dios84. Y años después, profundizará en ese sentimiento
gracias a sus estudios sobre los místicos hindúes y las biografías de Ramakrishna
y de Vivekananda, además de su acercamiento personal a Tagore
y a Gandhi [85].
Aunque Rolland perdiera su fe católica en la adolescencia —y en ese sentido
compartiera con Freud la crítica a «las iglesias»—, en cambio —y a diferencia
de Freud—, su sentimiento espiritual profundo permanece vivo y constante en
medio de los avatares vividos. Y la lectura de las obras de Spinoza, su
denodado esfuerzo en aquellos años de juventud temprana por «incorporar el Verbo
revelador» [86] del filósofo, resultan un lugar privilegiado de esa experiencia
fundante para Rolland sobre el sentido de la existencia. Retomemos el relato sobre
«las palabras de fuego de Spinoza» en su parte final, donde el escritor francés
culmina su particular visión de esa filosofía.
Rolland
percibe a Spinoza como un pionero de la ciencia moderna al plantear la
intuición de los infinitos atributos que abren el universo y lo enriquecen, produciendo
en Rolland «la embriaguez de la certeza» [87] de su existencia, un profundo pálpito
y no sólo un conocimiento racional: «la intuición de Spinoza abre los cielos
cerrados, avanzando dos siglos, pionera de los conquistadores de la ciencia
moderna» [88].
Esa vivencia
de Rolland se refleja en sensaciones físicas: el corazón y el pecho expandidos,
la respiración amplia y profunda, soplo a soplo («soufflé à soufflé») [89],
la mirada fija, sin parpadeos. Sensaciones físicas que se dan al unísono de la
intuición liberadora disfrutada por Rolland: la expansión de su espíritu a la
luz del resplandor del rostro de la totalidad, y la certeza de sentirse
protegido, «sostenido por la infalible mano de la libre Necesidad que emana de
Dios» [90]. Precisamente aquí Rolland se hace eco de una carta que Spinoza
escribe a Schuller, donde el filósofo trata el problema de la libertad, critica
el planteamiento cartesiano y defiende la idea de necesidad libre, frente al
concepto tradicional de libre albedrío [91]. Y también recurre Rolland a otra
de las cartas de Spinoza, esta vez dirigida a Oldenburg, en la cual —tratando
las objeciones que Oldenburg le había enviado referidas a tres proposiciones—,
el filósofo concluye lo siguiente acerca de uno de los atributos, la extensión:
«…si se aniquilara una parte de la materia, se desvanecería simultáneamente
toda la extensión» [92]. Ese sentido de pertenencia a algo más grande que uno
mismo y de permanencia en la eternidad conmueve en lo más profundo al
incipiente escritor, y al fin, su prisión individual y la torturante
culpabilidad que conllevaba se desvanecen en el seno del universo entero, y
advienen la calma, la armonía, la plenitud. Y así Rolland enlaza con las
palabras sublimes del final de la Ética de Spinoza, con la beatitud, la
felicidad, la salvación o liberación emanadas del tercer género de conocimiento,
el amor intelectual de Dios:
«El sabio, por el contrario, considerado en cuanto
tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí
mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca
deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo» [93].
La captación
de este mensaje no la efectúa Rolland «con los ojos fríos de la inteligencia»,
sino con «la pasión de su corazón y el ardor de sus sentidos» [94], captación tan
intensa que suscita en él un sentimiento de veneración a Spinoza, al cual
califica como «nuestro Krishna de Europa» [95], y es él quien le lleva a
saborear la eternidad, el infinito, en clara referencia a una célebre carta de
Spinoza a Meyer (carta muy extensa donde precisamente se trata, entre otros, el
problema del infinito) [96]. La cita completa en esta carta de Spinoza que Rolland
recoge de
modo parcial
del latín original es la siguiente:
«De aquí se deriva la diferencia entre la eternidad y
la duración. Pues por la duración sólo podemos explicar la existencia de los
modos, mientras que la existencia de la sustancia se explica por la fruición
infinita de existir o, forzando el latín, de ser» [97].
La descripción
de Rolland se halla llena de metáforas sensitivas para referirse a este proceso
existencial gozoso («essendi fruitio») cuando siente las palabras del
«latín bárbaro» del filósofo y alcanza la unión de razón y sentimiento en
armonía: «sabor sensual», «mis ojos», «mis manos», «mi lengua», «los poros de
mi pensamiento », «he abrazado al ser» [98]. incluso Rolland hace un guiño al
Zaratustra de Nietzsche al considerar a spinoza como un precursor —incluso
superior al propio Nietzsche— de esa captación alegre, potente y gozosa de la
existencia [99], que también resuena en los acordes de la Novena Sinfonía de
Beethoven. Y Rolland se apresta a extraer algunas perlas vitalistas de los
textos de Spinoza, donde se ensalza la alegría gracias a un sano realismo
alejado de ascetismos mortificantes, y se insta a la unión entre los hombres:
«La alegría […] es un afecto que aumenta o favorece la
potencia de obrar del cuerpo; […] y así […] la alegría es directamente buena,
[…]» [100].
«El regocijo no puede tener exceso, sino que es
siempre bueno […]» [101].
«Pues la risa, […] es pura alegría y, por tanto, con
tal que no tenga exceso, es de por sí buena […]» [102].
«…es propio de un hombre sabio reponer fuerzas y
recrearse con alimentos y bebidas agradables, tomados con moderación, así como
gustar de los perfumes, el encanto de las plantas verdeantes, el ornato, la
música, los juegos que sirven como ejercicio físico, el teatro y otras cosas
por el estilo, de que todos pueden servirse sin perjuicio alguno» [103].
«Lo que lleva a la consecución de la sociedad común de
los hombres, o sea, lo que hace que los hombres vivan en concordia, es útil,…»
[104].
La música
sublime de Beethoven y los versos de Schiller acompañan ese instante sagrado
vivido en su adolescencia: «Seid umschlungen, Millionen!...» Y de esta manera,
con su apoteósica «oda a la alegría» spinozista, reflejada en un maravilloso sentimiento
de pertenencia y fraternidad universales, concluye Rolland el relato de la
brillante iluminación sentida gracias al fuego del latín áspero de Spinoza.
Benito Olalla, Pilar. “Algunos destellos de la luz de Spinoza: de una
metáfora de Dilthey al relámpago en Romain Rolland, en Éndoxa: Series
Filosóficas, no.29, UNED, Madrid, 2012, pp. 133-164. PDF
Notas
14. Cf. Romain
Rolland, Empédocle d’Agrigente. L’éclair de Spinoza, París, Éditions du
sablier, 1931, pp. 105-131. Este escrito concreto sobre Spinoza se halla
incluido dentro de Le voyage intérieur (Songe d’une vie), París, Albin Michel, 1959 (edición revisada y aumentada respecto a la edición inicial de
1942), y se integra bajo un epígrafe más amplio, «les trois éclairs». A partir
de ahora, citaré este texto de Rolland según esta edición de 1959.
15. Ibídem,
p. 33.
16. Ibídem,
p. 34.
17. Ibídem,
pp. 28-31.
18. Ibídem,
pp. 44-5.
19. Ibídem,
p. 28.
20. Ibídem,
p. 28.
21. Ibídem,
p. 32.
22. Concretamente,
los datos de la edición citada por Rolland son los siguientes: «Oeuvres de
Spinoza, traduites par Émile Saisset, —avec une introduction critique,
—nouvelle édition revue et augmentée— Charpentier, 1872, 3 volumes in-12, cartonés en vert». Ibídem,
p. 115. Recordemos los datos de la edición original: Spinoza. Oeuvres,
París, Charpentier, 1843, 2 vols. Una nueva edición de tres volúmenes en 1861
incluye el Tratado político que no se encontraba en la primera edición.
Cf. Yanis Prélorentzos, «Difusión y recepción del spinozismo en Francia desde
1665 hasta nuestros días» en Spinoza y España, edición preparada por Atilano
Domínguez (Actas del Congreso Internacional sobre «relaciones entre spinoza y
España», 1992, Almagro), Cuenca, Servicio de Publicaciones de la Universidad de
Castilla-La Mancha, 1994, pp. 87-105.
23. Cf. Rolland, op. cit., p. 33.
24. Cf.Stefan Zweig, Romain Rolland. El
hombre y la obra, Buenos aires, Ediciones Imán, 1935. El libro recoge
la vida y obra de Rolland, desde la difícil etapa inicial de su producción
artística y luego su evolución posterior hasta el año 1925 en esta edición
española. (Ed. original: Romain
Rolland: der Mann und das Werk, Fráncfort del Meno, Rütten und Loening,
1921). La traducción francesa se publicó en 1929 con un
añadido que incluye el periodo que trascurre de 1919 a 1925: Romain Rolland:
sa vie, son oeuvre, París, Éditions Pittoresques. En cualquier caso, esta
biografía no abarca la vida ni a la obra completas de Rolland, puesto que éste
murió en 1944.
25. Cf. Zweig,
El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2001
(ed. original: Die Welt von Gestern. Erinnerungen eines Europäers, 1944),
pp. 258-9.
26. Ibídem,
p. 260. Zweig refiere que otras dos amistades cruciales para él fueron Freud y
el poeta Emile Verhaeren.
27. Cf. Zweig,
Romain Rolland. El hombre y la obra, op. cit., p. 229. Asimismo
de Zweig, para esta referencia, cf. El mundo de ayer. Memorias de un europeo, op. cit., pp. 262 y 337-339.
28. Cf. David James Fisher, Romain Rolland and the
Politics of Intellectual Engagement, New Brunswick, New Jersey, Transaction
Publishers, 2004 (1º ed.: 1988). También cf. Pierre Sipriot, Guerre
et paix autour de Romain Rolland, París, Bartillat, 1997. Y cf. Romain
Rolland, une oeuvre de paix, París, Publications de la Sorbonne, 2010
(actas del coloquio de 2008 bajo la dirección de Bernard Duchatelet).
29. Cf.
Bernard Duchatelet, Romain Rolland tel qu’en lui-meme, París, Albin Michel,
2002; «Un nouveau regard sur romain rolland», conferencia pronunciada en la Sorbona
el 12 de diciembre de 2002, Études Rollandiennes, nº 5. Asimismo cf. la
revista Europe, n° 942, octubre 2007 (actas de las Jornadas Internacionales
Romain Rolland 2004 bajo la dirección de Bernard Duchatelet).
30. Cf. Zweig,
Romain Rolland. El hombre y la obra, op. cit., p. 20.
31. Cf. Rolland, op. cit., p. 33.
32. Ibídem,
p. 34.
33. Cf.
Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, op. cit., pp. 159-169. Deleuze
se refiere al libro de Delbos, Le probléme moral dans la philosophie de
Spinoza et dans l’histoire du spinozisme, París, alcan, 1893.
34. Cf.
Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, op. cit., p. 169.
35. Cf. Rolland, op. cit., p. 34.
36. Cf. Spinoza,
E 1Def1-8, pp. 65-9 de la edición de la Ética demostrada según el orden
geométrico a cargo de Vidal Peña, Madrid, Tecnos, 2007. (SO 2, 45-6). El
paréntesis corresponde a la referencia a la edición de Carl Gebhardt de las
obras de Spinoza, Spinoza Opera, 4 vols., Heidelberg, Carl Winters, 1972
(1ª ed.: 1925). A partir de ahora, incluiré la referencia a Spinoza Opera (SO)
en las citas de sus textos.
37. Sobre la
pobreza del latín de Spinoza, cf. Fokke Akkerman, «La pénurie de mots de Spinoza»,
Lire et traduire Spinoza, Groupe de Recherches Spinozistes (GRS),
Travaux et documents, nº 1, París, Presses de l’Université de Paris Sorbonne,
1989, pp. 9-37. Akkerman estudia la influencia de Van den Enden sobre la
formación de Spinoza, en concreto, la referida al conocimiento de los clásicos y
al interés por el teatro, por ejemplo, Terencio. Según Akkerman, esos
ejercicios de imitación de los clásicos le podrían servir a Spinoza para
superar una cierta pobreza de vocabulario. Recordemos que las lenguas naturales
del filósofo eran el portugués y el castellano, por sus orígenes sefardíes,
además del hebreo por su formación. Su holandés no era tan fluido como sus
lenguas familiares, y el latín —lengua en la que escribió la mayoría de sus
obras— lo aprendió ya tarde en la escuela de Van den Enden. De ahí, ese estilo
seco y austero que caracteriza su escritura. Cf. Steven Nadler, Spinoza,
Madrid, Acento editorial, 2004 (ed. original: Spinoza, a Life, 1999),
pp. 78 y 98-9, y Koenraad Oege Meinsma, Spinoza et son cercle, París, Vrin,
2006 (ed. original: Spinoza en zijn kring, 1896), pp. 294-5.
38. Zweig
destaca el modo especial de la escritura de Rolland, a quien no reconoce un
estilo narrativo personal como tal, sino impersonal, y que no se caracteriza
por un francés clásico ni por una arquitectura estable; a cambio, destaca por
su arte en trasponer los ritmos musicales a las piezas escritas: «sólo tiene
una genial capacidad de adaptación al ritmo de los acontecimientos y al acorde
de la situación. Es la resonancia, la vibración del sentimiento». Cf. Romain
Rolland. El hombre y la obra, op. cit., p. 147. Zweig llega a
comparar los escritos de su amigo con distintas obras musicales: lieder,
preludios, baladas, nocturnos, para referirse en concreto a la obra maestra de
Rolland, su Jean-Christophe. Recordemos que Rolland, profundo conocedor
de la música, fue profesor de Historia de la música y autor de una biografía
fundamental sobre Beethoven, y otra sobre Haendel, amén de sus numerosos
escritos sobre la música y los músicos objeto de su devoción, por ejemplo y
además de la ya mencionados, Berlioz.
39. Cf. spinoza, E 1P15, p. 81 (SO 2, 56).
40. Ibídem, E 1P16, p. 86 (SO 2, 60).
41. Ibídem, E 2l7S, p. 149 (SO 2, 101-102).
42. Cf. rolland, op. cit., p. 40.
43. Ibídem,
p. 35.
44. Cf.
Prélorentzos, op. cit., p. 92.
[…]
52. Cf. Rolland, op. cit., p. 35.
53. Ibídem,
p. 35.
54. Ibídem,
p. 35.
55. Ibídem,
p. 35.
56. Ibídem,
p. 35.
57. Ibídem,
p. 35.
58. Ibídem,
p. 35.
59. Ibídem,
p. 36.
60. Cf. Spinoza,
Tratado de la reforma del entendimiento, en Tratado de la reforma del
entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos,
Madrid, Alianza, 1988. Traducción española de Atilano Domínguez. TIE, 99, pp.
117-8 (SO 2, 36). El texto literal que transcribe Rolland en francés se
encuentra en la edición de Saisset en p. 338.
61. Ibídem,
TIE, 100, p. 118 (SO 2, 36). Edición de Saisset, p. 338.
62. Cf. Spinoza,
E 2Def6, p. 127 (SO 2, 85). En el caso de la Ética, Rolland no cita la
paginación de la edición de Saisset.
63. Cf. Rolland, op. cit., p. 36.
64. Cf. Spinoza, TIE 75 y 76, pp. 107-8 (SO 2, 28-29).
65. Cf. Rolland, op. cit., p. 36.
66. Ibídem,
p. 36.
67. Ibídem,
p. 36.
68. Ibídem,
p. 36.
69. Ibídem, p. 36.
70. Cf. Spinoza, E 1P29S, p. 100 (SO 2, 71).
71. Ibídem, E 1P15, p. 81 (SO 2, 56).
72. Cf. Rolland, op. cit., p. 36.
73. Ibídem,
p. 36.
74. Ibídem,
p. 37.
75. Ibídem,
p. 37.
76. Cf. Henri
Vermorel, «Présence de Spinoza dans les échanges entre Romain Rolland et Sigmund
Freud», conferencia pronunciada en la Sorbona, el 31 de mayo de 2007, Études
Rollandiennes, nº 18. Sobre la correspondencia Freud-Rolland, cf. Henri
Vermorel y Madeleine Vermorel, Sigmund Freud et Romain Rolland.
Correspondence 1923-1936, París, PUF, 1993.
77. Cf. Henri Vermorel,
«Présence de Spinoza dans les échanges entre Romain Rolland et Sigmund Freud», op.
cit.
78. Ibídem,
pp. 10-12.
79. Ibídem,
pp. 5, 11-12.
80. Cf. Rolland,
Empédocle d’Agrigente. L’éclair de Spinoza, op. cit., pp. 107-8.
81. Sobre la
relación Rolland-Freud y la importancia del sentimiento oceánico, además de Vermorel,
cf. Roger Dadoun, «Rolland, Freud et la sensation océanique», Revue
d’histoire littéraire de la France, nº 76, 1976, pp. 936-946, y
«singulières psychanalyses de Romain Rolland. l’Océanique, l’Abyssal et le Matriciel»,
Études Rollandiennes, nº 14, 2006; y David James Fisher, «Sigmund Freud et
Romain Rolland: l’animal terrestre et son grand ami océanique», Topique,
nº 18, 1976, pp. 117-155.
82. Cf. H. Vermorel,
«Présence de Spinoza dans les échanges entre Romain rolland et Sigmund Freud», op.
cit., p. 16. Vermorel escoge estos fragmentos de la carta de Rolland a
Freud para resaltar la influencia que alcanzará en el padre del psicoanálisis
esta experiencia acerca de la sensación oceánica que le relata Rolland. R.
Dadoun analiza más en detalle esta carta de Rolland a Freud, y recoge además
otro de sus fragmentos, donde Rolland emplea también la expresión «sentimiento oceánico»
para referirse a esa estructura mental universal que sería «la verdadera fuente
subterránea de la energía religiosa»; según Dadoun, la expresión «sentimiento
oceánico» prevalece sobre la de «sensación oceánica», ya que esta última
tendría una connotación más orgánica: cf. «Singulières psychanalyses de Romain Rolland.
l’Océanique, l’Abyssal et le Matriciel», op. cit., pp. 10-11.
83. Cf.
Rolland, Le voyage intérieur (Songe d’une vie), op. cit.,
p. 40.
84. Cf. H.
Vermorel, «Présence de Spinoza dans les échanges entre Romain Rolland et
Sigmund Freud», op. cit., p. 5.
85. Cf. Rolland,
Mahatma Gandhi, París, Stock, 1924, Éssai sur la mystique et l’action
de l’Inde vivante. La vie de Ramakrishna, París, Stock, 1929, Essai sur
la mystique et l’action de l’Inde vivante. La vie de Vivekananda et l’Évangile
universel, París, Stock, 1930.
86. Cf.
Rolland, Le voyage intérieur (Songe d’une vie), op. cit.,
p. 40.
87. Ibídem,
p. 37.
88. Ibídem,
p. 37.
89. Ibídem,
p. 37.
90. Ibídem,
p. 37.
91. Cf. Spinoza,
Ep 58, pp. 335-229, en Correspondencia, Madrid, Alianza, 1988 (edición
de Atilano Domínguez). (SO 4, 265-8). Rolland refiere esta carta con número 44,
puesto que se basa en la edición de Saisset.
92. Ibídem,
Ep 4, p. 89, en Correspondencia, op. cit. (SO 4, 14). En este
caso, la referencia numérica de la carta que nos ofrece Rolland es la misma.
93. Cf. Spinoza, E 5P42S, p. 417 (SO 2, 308).
94. Cf. Rolland, Le voyage intérieur (Songe
d’une vie), op. cit., p. 37.
95. Ibídem,
p. 38.
96. Cf. Spinoza,
Ep 12, en Correspondencia, op. cit., pp. 129-136 (SO 4, 52-62).
97. Ibídem,
Ep 12, en Correspondencia, op. cit., p. 131. La traducción de
Domínguez da por sobreentendida la vinculación de substancia infinita y
eternidad; sin embargo, en el texto literal, el término «eternidad» aparece
repetido al final de la frase en cuestión. Lo anoto aquí a fin de evitar cualquier
ambigüedad y realzar el significado de esta correlación: «Substantiae vero
per Aeternitatem, hoc est, infinitam existendi, sive, invita latinitate,
essendi fruitionem». (SO
4, 55).
98. Cf. Rolland, Le voyage intérieur (Songe
d’une vie), op. cit., p. 38.
99. Ibídem, p. 38.
100. Cf. Spinoza, E 4P41D, p. 331 (SO 2, 241).
101. Ibídem, E 4P42, p. 331 (SO 2, 241).
102. Ibídem, E 4P45S, p. 335 (SO 2, 244).
103. Ibídem, E 4P45S, p. 335 (SO 2, 244).
104. Ibídem, E 4P40, p. 331 (SO 2, 241).
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