Estoy en la proa de un barco que surca aguas costeras. Me asomo y allí están. Veo su lomo brillante emerger del agua negra. Son los delfines. Saltan. Siento su alegría.
¿Por qué los delfines acompañan a los barcos? Porque aprovechan las olas que estos levantan para incrementar la potencia de sus saltos. La potencia del aleteo del delfín se combina con la potencia ascendente de la ola dando como resultado un salto. En términos spinozianos podríamos expresarlo así: el conatus del delfín se compone con el de la ola produciendo otra cosa: un salto. El salto es, en efecto, otra cosa que el delfín y que la ola. Cada uno de ellos es causa necesaria, pero no suficiente, para que acontezca el salto. El salto no es, en rigor, únicamente el salto del delfín, aunque este animal tenga un papel muy relevante (el más relevante) en tal acontecimiento. El salto lo es de una suerte de amalgama del delfín y de la ola; es el efecto de la combinación de ambos. Si nos detenemos un instante a pensar, llegaremos a la conclusión de que en el mismo no sólo están involucrados el delfín y la ola sino también el viento que provoca la ligera marejada, la luna que causa la marea, el barco que surca la mar produciendo una estela… Esa serie de concausas llega a involucrar —si somos radicales y precisos, como conviene a un filósofo— la totalidad de lo que hay. La causa de ese salto es, en definitiva, el universo en su integridad.
El salto no
requiere una intención o propósito del delfín. No es un télos. El objetivo del delfín no es saltar. El delfín, simplemente,
salta. Hay un delfín nadando, una ola y entonces se da el salto. El salto se
da, acontece, es. A ese acontecer, expresión del incremento de potencia
producido por la composición del delfín y la ola, podríamos llamarlo «juego».
El animal juega —escribe Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre— cuando lo que
impulsa su actividad es la abundancia de fuerza (Reichtum der Kraft), la vida que se desborda exuberante (überß üssige Leben) (1). El salto es un
efecto de la fuerza, no una causa final.
Ese salto nos
obliga a entender al delfín y a la ola (y al universo) como algo unitario
aunque compuesto, ya que ambos conjuntamente son su causa. Si atendemos al
salto, el delfín y la ola no son dos cosas distintas sino partes o momentos de
una sola. Ambos son componentes de eso que causa el salto. «Si varios
individuos —escribe Spinoza— concurren en una acción de tal modo que todos sean
causa simultáneamente de un único efecto, los considero a todos ellos como una
cosa singular» (2). Por lo tanto el delfín y la ola son, conjuntamente, una
cosa singular. Esta afirmación nos causa extrañeza porque la composición del
delfín y la ola es efímera. Su unidad es algo momentáneo, como el propio salto.
Sin embargo, considerar el cuerpo de un hombre como una cosa singular no nos
causa perplejidad porque la multitud que lo compone (órganos, tejidos, fluidos,
células, parásitos…) es duradera (al menos para la medida temporal humana), no
se descompone en el mismo instante de su composición. Pero aunque nuestro
cuerpo dure más, no deja de ser algo análogo al salto de un delfín en una ola.
Uno y otro son composiciones temporales que incrementan la potencia de sus
componentes. En este sentido, la única diferencia entre esa unidad compuesta
(el delfín-ola) y un hombre (o una marabunta o el bosque de Sherwood o el monte
Sagarmatha, todos ellos compuestos más o menos complejos) reside en su
respectiva duración. Por lo demás, el hombre no es para Spinoza un ser
privilegiado en la naturaleza, no es —escribe— «como un imperio dentro de de
otro imperio» (3).
La permanencia
de un individuo compuesto no depende tanto de sus componentes como de la
estructura de esa composición. Los elementos pueden ser sustituidos por otros.
No importa. El compuesto subsistirá si subsiste el plexo de relaciones que configura
su composición; como la nave Argo, que llegó al final de su viaje sin que
ninguna de sus partes (la quilla, el palo mayor, las jarcias, las velas, los
remos…) fuera la misma con la que partió. Cuando morimos no estamos compuestos
de las mismas células que teníamos al nacer.
No debemos
dejarnos engañar por los nombres: Los individuos son difíciles de determinar,
tienen límites móviles, cambiantes, temporales. En el universo spinoziano son
como las olas. ¿Dónde termina una y empieza la otra? Además cada ola —como se
aprecia en la célebre representación del pintor Hokusai— está compuesta de
otras olas y es, a su vez, componente de otras de mayor tamaño. Esta obra del
artista japonés ha sido considerada, en ocasiones, como ejemplo señalado de
representación de una estructura fractal.
El universo tal y como lo concibe Spinoza es fractal sólo en el sentido de que
cada parte es también un todo compuesto y cada todo es, al mismo tiempo, una
parte de una totalidad de orden superior (aunque no es cabalmente fractal ya
que esos todos y partes no son isomorfos,
como lo son las estructuras arborescentes de ciertos vegetales o las de algunos
copos de nieve).
Un magma en
perpetuo oleaje, en incesante cambio de composiciones y descomposiciones, eso
es la naturaleza para Spinoza.
Esa
composición de individuos compuestos de otros individuos, a su vez compuestos
de otros individuos… tiene un límite. Spinoza llama a ese límite «Dios o la
Naturaleza». Dios no es trascendente, no es habitante de un trasmundo. Ni
siquiera es un ente. El vocablo «Dios» significa en Spinoza nada más (y nada menos)
que esto: pertenecemos a todo, estamos concernidos por todo, nada nos es ajeno.
Es decir: no somos sino olas en la mar, rostros cambiantes en ese todo que no
tiene rostro porque tiene todos los rostros.
En rigor, en
el cosmos spinoziano no hay cosas puesto que no hay límites estables de nada.
La esencia ya no es, como en Aristóteles, el correlato real de la definición (4),
es decir, lo definido por unos límites. Estos son coyunturales, móviles,
fugaces. La esencia de algo es para Spinoza su conatus, es decir, su esfuerzo por perseverar en el ser (5). Ser es
esforzarse por ser. El que la esencia de algo sea su conatus, su potencia, pone en cuestión sus límites, su forma, y los
convierte en algo dinámico. Así lo expresa Gilles Deleuze:
«La cosa no tiene otro límite que el de su potencia o
su acción. La cosa es entonces potencia y no forma. El bosque no se define por
una forma, se define por una potencia: potencia de hacer proliferar árboles
hasta el momento en que ya no puede más. De allí que la pregunta que tengo que
hacerle al bosque no es: ¿cuál es tu figura y cuáles tus contornos? La única
pregunta por hacer al bosque es: ¿cuál es tu potencia? Es decir: ¿hasta dónde
irás?» (6).
La composición
de conatus es una consecuencia de esa
potencia. En el álgebra cósmica spinoziana la suma es preferible a la resta ya
que las composiciones incrementan la potencia de los individuos que las
constituyen, los hacen más próximos al todo, a Dios. A ese incremento lo llama
Spinoza laetitia, alegría (7). Por
eso sé que los delfines, cuando saltan aupados por una ola, lo hacen transidos
de felicidad.
Ezquerra
Gómez, Jesús. “El delfín y la ola: una meditación spinoziana”, en Paradigma: revista universitaria de cultura,
no. 17, Universidad de La Laguna, La Laguna, julio 2014, pp. 10-11. PDF
Notas
1. F. Schiller, Briefe über die Ästhetische
Erziehung des Menschen,
carta 27 en F. Schiller, Theoretische Schriften, Deutscher Klassiker,
Verlag, Frankfurt am Main, 1992, p. 669.
2. Eth II,
def 7.
3. Eth III,
pref.
4. Véase X.
Zubiri, Sobre la esencia, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid,
1962, pp. 79 y ss.
5. Eth
III, prop 7.
6. G. Deleuze,
En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008, pp. 380-381.
7. Eth III, prop 11, schol.
1 comentario:
hermosa nota! gracias
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