El principio metódico, afirmado con más firmeza que nunca, es la necesidad de considerar os fenómenos humanos tal como son, y no a la luz de una esencia o a la luz de lo que es deseable. Se puede hablar de un antiplatonismo político en Spinoza: frente a la larga tradición que identifica buen gobierno y gobiernos de los buenos (sabios, filósofos, príncipes instruidos y virtuosos), en el TP se afirma con fuerza que la virtud de los dirigentes es indiferente para la política. Las instituciones que solo dependen de la virtud o de la razón de los ciudadanos, y sobre todo de los mandatarios del Estado, son malas instituciones. No es que la política aquí descrita sea una política cínica; es que es al Estado al que le corresponde hacer virtuosos a los ciudadanos, y no esperar que lo sean.
Spinoza subraya que para conocer la naturaleza de los hombres es preciso volver sobre lo que ha escrito en la Ética. Pero, para ahorrarse este desvío, vuelve a exponer, si no todo el contenido de aquella obra, al menos los resultados que considera esenciales para la política. Esta es, por tanto, la última vez que Spinoza tiene ocasión de presentar su “ontología de la potencia” (término acuñado por Alexandre Matheron). Esta versión es probablemente la más radical. Permite constatar una vez más que los mismos temas pueden adquirir una significación y un vigor nuevos cuando otras formas de expresión les ofrecen un medio para ello. El tema del enraizamiento de la potencia humana en la potencia divina adquiere ahora un nuevo impulso: mientras que en el Breve tratado la autonomía humana tendía a quedar de alguna manera desdibujada, y en la Ética ambas se equilibran, en el Tratado político, por el contrario, dicho tema sirve para ligar irremisiblemente el derecho humano a su fundamento divino --y, por tanto, barrer todo lo que pudiera oponérsele siendo exterior a él--.
Se ha observado que el lenguaje del contrato es abandonado en este escrito, cuando ocupaba un lugar central en el capítulo XVI del TTP. Aquí es reemplazado por los equilibrios de pasiones, intereses e instituciones. Hay quien se ha podido preguntar (Menzel), por tanto, si este cambio marca una evolución de un tratado respecto del otro. De hecho, se ha de observar que en el TTP el contrato no aparecía sino como una suerte de lenguaje –como una expresión teórica que apenas concordaba con la práctica--. Aquí ya no se trata de tener en cuenta (ni siquiera para matizarlas) las teorías con cuyo rasero evaluar la libertad de filosofar, sino, más bien, de describir el funcionamiento real de los Estados. Bajo estas condiciones, los hábitos contractualistas pueden ser abandonados, sin que ello implique necesariamente una transformación profunda del sistema.
Otra diferencia con el TTP está en la aparente imparcialidad respecto de los diferentes Estados. En el TTP, la democracia quedaba designada como un modo originario de las relaciones entre los hombres y, cuando se hablaba de la monarquía, era, o bien históricamente, para identificarla como primer grado de la decadencia del Estado de los hebreos, o bien, analíticamente, para subrayar la convergencia de monarquía y superstición (“el mayor secreto del gobierno monárquico, y su principal interés, consiste en engañar a los hombres, y en ocultar tras el especiosos nombre de religión el miedo que debe contenerles, a fin de que combatan por su servidumbre como si fuese por su salvación”). En estas condiciones, era fácil inscribir a Spinoza en la tradición republicana. En el Tratado político, por el contrario, los tres tipos de Estado son estudiados en su estructura propia, y nuestro autor se pregunta, a propósito de cada uno de los tres casos, cómo conservarlo –sobreentendiendo que esta conservación es deseable, es decir, que cada uno de ellos, cuando funciona bien, puede asegurar la paz y la seguridad, y asumir el fin en que consiste la libertad--. ¿Se ha de ver aquí una evolución, una contradicción incluso? De hecho, otro tipo de republicanismo sale a la luz: se trata de investigar las condiciones de la libertad en todo tipo de Estado [20].
Una de las tesis más fuertes del tratado es enunciada desde el comienzo: la experiencia está cerrada. Considero, dice Spinoza, que la experiencia ha mostrado todos los géneros de Estado que pueden ser concebidos, y todos los medios a través de los cuales se gobierna la multitud. ¿Cómo comprender este cierre? ¿Puede hablarse de fin de la historia? Sería tentador, pues ello iría a la par con la prudencia de Spinoza ante las novedades (la política debe recurrir más a medios conocidos y seguros que a medios nuevos y peligrosos). Sin embargo, la finitud enunciada en este pasaje es más la de los elementos que la de las construcciones; así, cuando se analiza el régimen aristocrático, se toma como modelo a Venecia, pero suprimiendo el lugar del dogo, que a Spinoza le parece una aportación más ligada a la tradición nacional que a la estructura misma del régimen. De hecho, se trata menos de cerrar el presente (y el porvenir) bajo el peso del pasado, que de negar que las construcciones salidas de la mente de un filósofo puedan tener la oportunidad de realizarse si se oponen a la experiencia.
Moreau, Pierre-François. “La obra”, en Spinoza y el spinozismo, trad. Pedro Lomba, Escolar y Mayo, Madrid, 2013, pp. 111-114.
Notas
20. Es lo que muestra muy claramente E. Balibar en su Spinoza et la politique, París, P.U.F., 1985, cap. III.
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