Guido
Ceronetti
Algunos de sus
apuntes en holandés, conocidos como Breve Tratado, parecen reflejar, en
movimientos como de sueño, la amargura sufrida: “Tenemos el poder de liberarnos
del amor de dos maneras: o mediante el conocimiento de algo mejor, o
experimentando cómo la cosa amada, antes considerada grande y magnífica, lleva
consigo cierta cantidad de consecuencias funestas”. (Una de ellas aparece
ilustrada en la Ética: el Goce de una sola parte no es bueno para el
resto del Cuerpo).
El Tratado enseguida
profundiza: es imposible esforzarse por liberarse; incluso, es necesario no
liberarse. Para no amar, dice el joven filósofo, haría falta no conocer, pero
no conocer equivale a no ser, y del amor no habría que apartarse porque “sin
algo de lo cual podamos gozar y que esté unido a nosotros y que nos reconforte,
no podríamos existir”. Así, quien no ama es como si no hubiera nacido siquiera.
Se siente, en ese encadenamiento de motivos abstractos, como un olor lejano de
herida en carne viva.
Nada más hay,
en la biografía de Spinoza, que tenga algún remoto parentesco con el amor
carnal. Su filosofía honra las bodas, la buena mesa, los espectáculos, las
uniones de las fuerzas y el comercio de los hombres; su vida es retirada,
difidente y solitaria. Apremia al amor a quedarse inmóvil en un prolixus esquema
geométrico, donde el latido humano parece alejarse a una infinita distancia. A
veces, sin embargo, la cáscara artificial se rompe, y dentro podemos encontrar
algo que tiene el sabor del alma.
Este
escrutador solitario reconoció la omnipotencia del Deseo –ipsa hominis essentia–,
la fuerza desmedida de los sentimientos: “La fuerza de una pasión o de un sentimiento
puede superar todas las demás acciones del hombre y su potencia, de tal modo que
este sentimiento permanece ferozmente adherido al hombre” (E4p6). Hay en su
suave latín un acero de dureza bíblica: “La pasión es una carie para los
huesos” (Prov. 14, 30), “El deseo es despiadado como el sepulcro” (Cant.
8, 6). Dos meses antes de su muerte, se representó en París, por vez primera,
la Fedra de Racine, donde el espinosiano ita ut affectus pertinaciter
homini adhaereat aparece encarnado en un verso único, magnífico: C’est
Vénus tout entière à sa proie attachée.
Algunas
verdades espinosianas son las mismas de la poesía y de la novela: no deseamos
una cosa porque la consideramos buena, la consideramos buena porque la deseamos;
el Goce aumenta la potencia del ser, por eso el Amor y el Deseo excessunt
habere possunt; cualquier deseo que nace de un exacto conocimiento del bien
y del mal puede ser arruinado por los deseos nacidos de las pasiones que nos
dominan. Pero la Venus de Spinoza, bien pegada a su presa, tiene un nombre
gelatinoso y mortificante: Titillatio. Se puede traducir como Sensación
Deliciosa, pero no es un demonio, no es Venus tout entière; es una Venus
despojada de vísceras y momificada, en la que hay que volver a colocar aquello
indispensable, precioso y erótico que el anatomista abstracto le ha extirpado.
La verdadera Venus la llevaba Spinoza en la mente, porque la ve, como la
pasión, adherirse pertinaciter al Cuerpo para impedirle pensar y hacer
cualquier otra cosa.
Deseo, Goce y
Tristeza son los tres titiriteros de la marioneta humana como sujeto de
pasiones. Sus manos incansables se adivinan tras la pantalla de un pequeño
Teatro de Sombras donde se ejecutan, interminablemente, cierto número de
acciones fijas, con variaciones imperceptibles, nunca casuales, siempre
necesarias. Los tres titiriteros están agarrados, a su vez, por un titiritero
supremo, el conatus, el principio de autoconservación que subyace al de
la conservación universal. Así, el hombre es la marioneta del principio que le
da el poder sobre las cosas, y sus goces más intensos son el alborozo de la
fuerza que desintegra cualquier arbitrio suyo.
Me deja
estáticamente admirado una transcripción tan abstracta del tumulto humano como
ésta: “El Odio, que vencido enteramente por el Amor se convierte en Amor, y el
Amor es por esta razón más grande que si el Odio no lo hubiese precedido” (E3p44).
Que un sistema tan rígidamente intelectual como el que encarcela y deleita al
filósofo tenga estas irrupciones repentinas de las vorágines de Psique, asombra
como si se tratase de un efecto teatral. Es otro relampagueo de trágica cabeza
raciniana, un cruce de señales, de elementos dramáticos listos para volverse
máscara y fábula, para actuar en el espacio sin límites de la escena barroca.
Tras la cortina de la ética está el sugerente Espíritu de la Época.
La Ética de lo profundo reprueba la Ética al descubierto, que sostiene: “El
odio nunca puede ser bueno” (E4p45). He aquí, en cambio, un amor que sería menos
grande si el Odio no lo hubiese precedido. Una bella fábula erótica podría
servir de ejemplo: La bella y la bestia, de Madame Le Prince de
Beaumont. El amor delicado de la Bestia vence poco a poco el horror de la
Bella, y finalmente su horror in Amorem transit, y el premio es la
metamorfosis de la Bestia en un esposo bellísimo. Seguramente, el amor de la
Bella hubiera sido menos fuerte si el horror por la bestia no lo hubiese
precedido.
Sería
interesante una confrontación entre algún texto castísimo de la Ética III y IV, y la doctrina de Sade
sobre la irresistibilidad y legitimidad de los deseos. El perfectísimo Deus espinosiano
no es, en el fondo, menos amoral que el no-Dios frenéticamente blasfemado por
Sade. Concuerdo con la observación de un intérprete reciente, Alexandre Matheron
(aunque estructuralista, fiscalizante, ¡privado de lo humano!): que el hombre
de pasiones, según Spinoza, cuando está abandonado a sí mismo, se comporta como
un hombre feudal. Así es: el hombre natural es el libertino de Sade, es el
señor de Rais, es David que rapta a Betsabé o Ammón que seduce a su hermana
entre hojuelas. Spinoza, obligado por su propia telaraña a incluir entre las
perfecciones también las peores atrocidades, les contrapone, como modelo bueno,
el ciudadano, especialmente el holandés. Lo único mejor que éste sería el
sabio, predestinado a quedar libre de las pasiones.
El demonio de
los Celos es analizado con intrépido valor en la tesis treinta y cinco de la Ética III, donde el velo geométrico se
rasga con sólo mirarlo. El ojo del filósofo se vuelve cuchillo: “Quien imagina
la mujer amada mientras ésta se entrega a otro, no se entristece sólo por el
golpe que ha sido asestado al propio deseo, sino también porque está obligado a
imaginar la cosa más amada unida a las vergüenzas y a las excreciones de otro,
y a sacar de ello repugnancia”. En el Orlando Furioso, XXIII, el
protagonista, luego de descubrir el amor de Angélica y Medoro, se horroriza por
dormir sobre la hierba donde pudieron haber reposado los amantes, le parece un
nido de gusanos.
De excepcional
agudeza es la observación de que la res amata ya no ofrece al Celoso el
mismo rostro de antes, entristeciéndolo. (Y la tesis veintiuna reza,
infaliblemente: “Cuando una cosa es golpeada por la tristeza, también es, en
cierta medida, destruida”). Ahí está todo: si el rostro no mudase, caería tal
vez el horror ante aquellas pudenda et excrementa alterius. Pero, ¿cómo
podría, sin grandísima simulación, mantenerse inalterable el rostro? Otra
combinación no pensada son los celos de Arnolphe, en la École des Femmes de
Molière: el rostro de Agnès, lleno de candor, es siempre el mismo, no hay
mezcolanza con impureza alguna, apenas una vaga ocupación del pensamiento, y sin
embargo, Arnolphe sufre enseguida como un poseso.
Hay también
una Tristeza (E3p36c) relativa a la ausencia, en sucesivos encuentros, de todas
las circunstancias del primero, si es que el primero rebosa delectatio. Basta
que falte una sola, para que el amante se entristezca (se destruya espinosianamente).
Y el origen del Arrepentimiento, otra especie de melancolía amorosa que prepara
el terreno a los Celos, que las circunstancias únicas recrean a favor de los
otros.
Spinoza no ama
el misterio; a veces, para escoger uno, se limita a pelearse con lo irresoluble.
Hablando de la Simpatía y Antipatía, que determinan amores y odios a primera vista,
niega que sean ciertas cualidades ocultas en las almas y los cuerpos las que
alimenten éstas, pero a las propiedades misteriosas no las sustituye otra cosa
que la certeza de que se trata en cambio de cualidades notables y manifiestas.
Tratemos de explicar racionalmente las causas de la atracción y de la
repulsión: sólo conseguiremos compilar un elenco de cualidades externas. El
espinosismo banalizado que fundamenta la ciencia actual la condena a un poder
impotente, a un exceso de controles, experimentos, estadísticas, de las que escapa
la anguila de las verdades profundas. De las res singulares examinadas
con demasiada frialdad no se deduce Dios.
Encuentro el
traje de Spinoza invariablemente largo de mangas y estrecho de cuello; barroco,
más que adecuado a la figura. ¿Cómo se pueden reducir las pasiones a “ideas confusas”,
después de haber reconocido la potencia y la inexorabilidad, e indagado sus complicaciones?
Y el remedio, ¿cómo podría consistir en hacerse con clarum et distinctum conceptum?
Si hubieran llegado a tener una idea clara y distinta de sus curiosas titillationes,
¿acaso el obsceno Tiberio, Gilles de Rais o el ladrón de niños de la
Rummelplatz se hubieran quedado tan tranquilos? La idea clara y distinta es el
efecto normal de la cura, no el remedio para curarse. Y el conocimiento
espinosiano sólo nos conduce a la visión de la concatenación necesaria, de la
inmanente divinidad de todo, y a decir: soy así porque soy así.
No se trata de
ideas complicadas por clarificar, si no la divina necesidad se permitiría
algunas bromas. A un amante desesperado la Ética
le sirve tanto como un tratado sobre las piernas a un amputado. El amputado
quiere sus piernas, no una idea adecuada del tajo de las piernas. Sublime,
armoniosísima naturaleza muerta del Seicento holandés, la Ética sólo puede curar a unos pocos
sanos.
Traducción de
Ernesto Herández Busto.
Guido
Ceronetti, La lanterna del filosofo, Adelphi, Milano, 2005, pp. 38-45.
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